DON RODRIGO CALDERÓN, MARQUÉS DE SIETEIGLESIAS

Hacia el año 1570 nacía en Amberes Rodrigo Calderón, hijo de don Francisco Calderón, capitán de los tercios de Flandes, y de doña María de Aranda Sandelín. Pocos días después se casaban los padres, legitimando así el fruto de su amor.

A los cinco años murió la madre, al parecer de peste bubónica, y el viudo decidió volver a España e instalarse en Valladolid, de donde era hijo. Allí casó por segunda vez, y el pequeño Rodrigo no se avino con el carácter de su madrastra. Entró de paje del vicecanciller de Aragón, pasando luego al servicio de don Francisco de Rojas, marqués de Denia, más tarde duque de Lerma, privado que fue de don Felipe III, y en su nombre gobernante absoluto de las Españas y sus Indias.

Poco a poco fue subiendo Rodrigo en el escalafón de servidores, llegando a ser limosnero y, a poco, el duque le hizo ayuda de cámara del rey. Ya tenía una posición segura, y como era joven y enamoradizo casó en Extremadura con una dama principal llamada Inés de Vargas, natural de Cáceres y señora de la Oliva. Poseía esta señora un discreto pasar y también entregó a su marido, además de dinero, unos magníficos cuernos, cuya autoría se atribuyó al duque de Lerma. Será murmuración o no, pero es el caso que a partir de su casamiento empezaron a lloverle al nuevo marido el hábito de Santiago, la encomienda de Ocaña, además fue nombrado conde de Oliva, marqués de Sieteiglesias y capitán de la guardia alemana del rey. Y no bastándole esto, fue nombrado secretario de Estado, cargo en el que sucedió al conde de Villalonga, con lo que culminó su carrera política, ya que por encima de él no había más que el rey y su valido el duque de Lerma, con menos dignidad éste pero con más poder.

Todo ello le hizo vanidoso y altanero, al propio tiempo que vendía cargos y mercedes al mejor postor, por lo que el rey tuvo que redactar una real cédula en la que le proclama buen ministro y le absolvía de cuanto pudiera haber hecho en el pasado. En dicha real cédula se podía leer:

«Resultó decirse públicamente por algunas personas, notando a don Rodrigo Calderón, de mi Cámara, que con ocasión de mi servicio, y de la mano que había tenido en los papeles y cosas que están a cargo del duque de Lerma y de que trata, había excedido en ventas y conciertos de beneficios y oficios eclesiásticos y seglares y en manifestar y revelar secretos de mi servicio por dineros o por otros fines suyos particulares, y que había vendido audiencias y descubierto consultas comunicándolas a las partes y detenido y mudado otras y algunos pliegos y despacho de mi servicio, recibiendo dineros, joyas y preseas por ilícitas y reprobadas causas, y que en el Oficio de la Cruzada y en otras mercedes que se habían hecho había cometido diversos fraudes entendiéndose con algunos hombres de negocios, dándoles aviso en daño de mi real servicio». Después de todo ello, Felipe III reafirmaba su confianza en don Rodrigo Calderón debido a la inexistencia de pruebas.

A todas las mercedes que había recibido, su apetencia añadió la alcaldía de Consuegra, el hábito de San Juan, la prebenda de comendador mayor de Aragón y el hábito de Santiago, que cedió a su padre, nuevamente viudo.

Ello demostraría un gran cariño filial si no fuese que poco después quiso hacer correr la especie de que no era hijo de su padre, sino bastardo del duque de Alba, don Fadrique, pareciéndole al deshonrar a su padre y a su madre que ennoblecía su prosapia.

Se cuenta que, a pesar de ser orgulloso, soberbio y vanidoso, era también capaz de grandes virtudes y muy limosnero, y a tal efecto se narra que, una vez saliendo de su casa para ir a fornicar con una dama de la corte, un anciano le paró por el camino y le dijo:

—Señor, soy hombre de bien, hidalgo, y estoy pasando hambre; tengo una hija de diecinueve años, honrada y cabal. Los dos llevamos varios días sin comer. No me queda otro remedio que prostituirla para poder alimentarnos. Si vuestra merced quiere comprarme la honra de mi hija, estoy dispuesto a vendérsela, pero si vuestra merced es tan caballero que pudiese ayudarme sin que mi hija y yo cayésemos en la deshonra, Dios os lo pagará si no en esta vida, sí en la otra.

Don Rodrigo le dio un bolsón de dinero al mendigo y le dijo:

—Tomad, buen hombre, que no se diga que por dineros he comprado la honra de una mujer, bien se me dan por amor o por capricho.

—Gracias. Dios os lo pague. Estoy seguro de que os ayudará en la hora de vuestra muerte.

Enemiga de don Rodrigo era la reina doña Margarita, que no perdonaba al valido duque de Lerma, y mucho menos a su secretario, la influencia que tenía sobre su marido. La reina era piadosa y devota y no gustaba tampoco de la cínica frialdad que Rodrigo Calderón mostraba hacia su esposa, a la que sólo visitaba de tarde en tarde, pues él se había aposentado en palacio.

La reina doña Margarita de Austria era hija del archiduque Carlos de Estiria y de su esposa María de Baviera, que era al propio tiempo su sobrina. Los matrimonios consanguíneos eran corrientes en las casas reales, y ello produjo la degeneración de las dinastías, cuyo ejemplo más palpable lo tuvimos después los españoles con el pobre e infeliz monicaco llamado Carlos II De salud nada buena la reina murió a poco y en forma tan oportuna que los murmuradores echaron al vuelo la especie de que el fallecimiento se debía a envenenamiento proporcionado por don Rodrigo Calderón a instancias del duque de Lerma. De momento nada sucedió, pero un nuevo personaje iba a entrar en escena: se trataba del hijo del duque de Lerma, el duque de Uceda, que en compañía de su amigo Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, intentó sustituir a su padre en el valimiento del rey, llegando a atacar a su progenitor con calumnias, mentiras y alguna que otra verdad. El resultado fue la destitución del duque de Lerma de su cargo de primer ministro del rey.

Viendo las cosas perdidas, el de Lerma acudió al amparo eclesiástico, y gracias a sus amistades, y a un que otro pariente que tenía en la corte romana, consiguió el capelo de cardenal, lo que hizo decir al pueblo que:

El ladrón más afamado,

por no morir degollado,

se vistió de colorado.

Efectivamente, poco después el rey Felipe III hizo llamar al prior de El Escorial y le dijo:

—Iréis al duque y le diréis que, atendido lo mucho que he estimado siempre su casa y persona, he venido en otorgarle lo que tantas veces y con tanto encarecimiento me ha pedido para su quietud y descanso y que así podrá retirarse a Lerma o a Valladolid cuando quisiere.

El duque, con gran dignidad y entereza, oyó las palabras de despido y solicitó permiso al rey para saludarle por última vez.

—De trece años, señor —dijo—, entré en este palacio, y hoy se cumplen cincuenta y tres empleados en este designio, pocos para mi deseo, muchos para los que permite el desengaño a que debemos ofrecer, ya que no todo, siquiera alguna parte de la vida.

Desaparecido el duque, quedaba en Madrid el marqués de Sieteiglesias, que se retiró a Valladolid, donde el 20 de febrero de 1619, a la una de la noche, fue la justicia a prenderle en nombre del rey. Empezaba entonces el cautiverio, que sólo terminaría con su muerte.