Un separatista o el caballo y el azor. Los separatistas, cuando tienen éxito, son héroes y si fracasan son traidores. Hoy, en nuestras calles españolas, se ven monumentos y lápidas conmemorativas de Bolívar, San Martín, Rizal y otros personajes de la independencia de sus países frente a España.
En el siglo x Castilla se veía gobernada por condes dependientes del rey de León. Uno de ellos fue el conde Fernán González.
El rey de León era Sancho el Craso que pidió ayuda al conde de Castilla para que luchase contra súbditos rebeldes y contra los moros que le apoyaban. Salió airoso Fernán González del empeño, pero Sancho el Craso se mostró renuente en darle las gracias, hasta el punto de no recibirle en palacio temeroso de que el conde pasase la factura. No andaba descaminado el rey, pues Fernán González tenía ambiciones que hoy llamaríamos autonómicas. Pasó el tiempo y cuando Sancho creyó que no había peligro para ello llamó a Fernán González a su corte. Éste se presentó montado en un soberbio caballo y llevando en la mano un no menos soberbio azor que usaba para la caza de cetrería. Las ambiciones autonómicas de Fernán González con el tiempo se habían convertido en independentistas. Si el rey hubiese hecho caso a los primeros deseos del conde, muy otro hubiese sido el desenlace de esta historia.
Fernán González llegó al palacio o castillo del rey leonés y éste le dijo:
—No he olvidado lo mucho que por mí hicisteis. Es hora de cumplir con vos. Pedidme lo que queráis.
Gran sorpresa se llevó el rey al ver que Fernán González no presentaba ninguna reclamación territorial, pues se contentó con palabras de respeto y nada más. Juntos salieron al patio del castillo y el rey contempló asombrado y con ojos de envidia el caballo del conde y el azor que un servidor llevaba en la mano. Durante largo rato estuvo elogiando a los dos animales sin que por su parte Fernán González dijese frase alguna para ofrecérselos. Al cabo de un rato el rey Sancho preguntó al conde:
—¿Apreciáis en mucho esos animales?
—Sí, mucho.
—¿Seríais capaz de venderlos?
—Señor, todo tiene precio en este mundo.
—Así, ¿puedo comprarlos?
—Si me dais el precio que pido, sí, señor.
—¿Cuánto pedís?
—Decid vos mismo el precio.
—Os ofrezco mil monedas de oro por los dos animales, pero como no tengo dinero ahora lo pagaré dentro de un año.
—Conforme, señor, pero si no pagáis dentro de un año por cada día que pase se duplicará el precio.
Aceptó el rey el pacto, que se mandó poner por escrito y fue firmado por el rey y por el conde. Los cortesanos del primero hicieron ver a Sancho que se había comprometido imprudentemente, pero como las deudas aplazadas parece que no son deudas, el rey no les hizo caso, y pasado un año ya ni se acordaba del pacto y del pago. Transcurrieron otros cuatro años, y un día Fernán González marchó a la corte para exigir del monarca el cumplimiento de la deuda. La cuenta ascendía a tan astronómica cantidad que no había bastante dinero en todo el reino para pagarlo. Pero había un documento firmado y, de acuerdo con la regla del derecho pacta sunt servanda —es decir, los pactos se han de cumplir—, no le quedaba más remedio al rey que aceptar todo lo que el conde le pidió.
Y el conde pidió la independencia de Castilla, que el rey de León a regañadientes tuvo que aceptar. Castilla se convirtió en reino y, como dice un autor —Roberto de Ausona—, Fernán González había conseguido astutamente lo que por la fuerza habría costado ríos de sangre.
Esto no es más que una leyenda; observe el lector la similitud del pacto con el trato que el supuesto inventor del ajedrez, Sissa, hizo con el rey indio que narré en la primera serie de estas Historias de la Historia.
¿TIENEN ALMA LAS MUJERES? En algunas historias se lee que un concilio se discutió sobre si las mujeres tenían o no tenían alma. Algunos historiadores (?) afirman que el concilio tuvo lugar en Macón y precisamente el año 585. Nada menos fiel. En Macón nunca se celebró ningún concilio, en el año 585 no hubo ni siquiera una reunión episcopal. Fue en el año siguiente, 586, cuando en Macón se celebró un sínodo provincial del que se conservan las actas y en las que no aparece para nada la pregunta citada. ¿A qué se debe, pues, este disparate histórico? El culpable es Gregorio de Tours, que explica que en este sínodo de Macón un obispo declaró que la mujer no tenía porque ser denominada hombre. Se le replicó que en latín la palabra homo significa cualquier ser perteneciente al género humano. Así, por ejemplo, cuando se dice que Jesucristo redimió a todos los hombres, se incluye también a las mujeres. El obispo insistió para que se forzase un término que distinguiese el hombre de la mujer. Era, como se ve, un precursor de las feministas de hoy en día. Se le dijo también al obispo en cuestión que precisamente en el capítulo segundo, versículo 23 del Génesis, según la traducción de san Jerónimo, comúnmente llamada Vulgata, aparecen las frases siguientes: «Hoc nunc, os ex ossibus meis. Et caro de carne mea: haec vacabitur Virago, quoniam de viro sumpta est.» En las traducciones castellanas generalmente se traduce Virago por varona del mismo modo que la palabra latina vir se traduce por varón.
Nadie citó este falso concilio hasta la Revolución francesa, durante la cual el convencional Charlier, hablando en defensa de las mujeres, dijo que ya no estábamos en los tiempos del antiguo concilio en que se decretó que las mujeres no formaban parte del género humano. El 22 de marzo de 1848 una ciudadana llamada Bourgeois, a la cabeza de un comité creado en defensa de los derechos de la mujer, habló de un concilio en el que se discutió si la mujer tenía alma o no. Desde entonces, este disparate se encuentra en algunos libros falsamente llamados históricos.
EL GABÁN DE DON ENRIQUE «EL DOLIENTE». El rey de Castilla Enrique III sucedió a su padre Juan I a la edad de once años. Por ser tan niño se formó un consejo de regencia y gobernó en su nombre hasta que el rey cumplió los catorce años de edad. Ello hizo que muchos nobles abusasen de su poder y, aprovechando las circunstancias y la mala salud del rey, gobernasen más que el mismo monarca. Cuenta Gil González Dávila, en su historia de la vida y hechos de Enrique III y lo reproduce ampliándolo el padre Mariana en su Historia de España, un hecho que probablemente es histórico, pero que creo adornado con algunos argumentos novelescos.
Se dice que cierto día el rey Enrique III se vio obligado a empeñar su gabán para poder comprar un poco de carne porque los tenderos se habían cansado de venderle al fiado. La cosa no es de extrañar porque también dice la tradición que cuando el monarca salía de caza guardaba las codornices que cazaba para que uno de sus fieles criados las vendiese en el mercado. Así pues, el día en que el rey empeñó su gabán el criado que se había encargado de hacerlo se encontró en la calle con uno de los pajes del gobernador de Toledo, el cual le explicó los preparativos que se hacían para una gran cena que se había de celebrar aquella noche en el palacio de su amo en el que se reunirían la mayoría de los señores del reino.
Cuando el servidor de Enrique se encontró frente al monarca le explicó lo que su amigo le había contado, y el rey manifestó sus deseos de contemplar el banquete. Para ello se disfrazó el rey y en compañía de su criado y, con la complicidad del paje del gobernador de Toledo, penetró en la sala contigua a aquella en la que se celebraba la cena. Gracias a ello pudo ver el gran festín con que se regalaban los nobles, mientras él pasaba hambre, pero lo peor fue oír las burlas y el escarnio con que en su conversación le trataban, e, indignado, pensó en darles un escarmiento.
Hizo correr la voz de que se encontraba enfermo y quería hacer testamento, y con este pretexto reunió en palacio a todos los nobles que habían participado el día anterior en la cena. La sorpresa de éstos al ver que no se les hacía pasar a la alcoba real, sino a un salón rodeado por los guardias personales del rey, y más sorprendidos quedaron cuando vieron que éste aparecía sano, revestido de su armadura y con la espada desnuda en la mano. Sin saludarles siquiera se sentó en el trono y preguntó al primero de los nobles que allí se encontraban:
—¿Cuántos reyes de Castilla has conocido?
—Tres, señor.
—Y tú, ¿cuántos reyes has conocido?
—Dos, señor.
—Y tu, ¿cuántos reyes de Castilla has conocido?
—Cinco, señor.
Éste fue el que había conocido más reyes, pero todos los demás habían conocido, dos, tres o cuatro.
—Pues yo, con todo y ser el más joven de todos, he conocido cerca de veinte reyes: el rey gobernador de Toledo, el rey arzobispo de Burgos, el rey marqués de Villena…
Y así continuó enumerando a todos los nobles que allí se encontraban.
—Y por Dios y por el apóstol Santiago, ya es tiempo de que haya un solo rey en Castilla.
Y descorriendo una cortina apareció el verdugo apoyado en un hacha. Temblaron todos y de rodillas pidieron misericordia al rey. Temerosos y acobardados los que antes eran orgullosos y altaneros pedían con insistencia misericordia.
—Ayer tuve que empeñar mi gabán para poder comer, mientras vosotros celebrabais un gran festín. Aunque merecéis la muerte, por esta vez os perdono, pero no saldréis de aquí hasta que devolváis parte de vuestras tierras y vuestros bienes a la corona.
Los nobles estuvieron presos hasta que fue cumplida la voluntad real.
¡Lástima que el rey muriese muy joven: a los veintisiete años de edad!