EPIGRAMAS (I)

Se ha perdido, en gran parte, el arte epigramático. No conozco ahora más que algunos de Ussía, de Romero y alguno más. Se pueden contar con los dedos de una mano. En catalán, después de Caries Fages de Climent, mi gran amigo y gran poeta, que sufre la conspiración del silencio, queda alguno como Martí Farreras y paren ustedes de contar. No conozco epigramas en gallego, que sin duda los habrá y agradecería que alguien me los hiciera conocer, ni en euskera porque, desgraciadamente, ignoro esta lengua.

Los franceses continúan la tradición, pero también en la lengua gala el donoso epigrama se encuentra en decadencia.

Por ello la cosecha que ofrezco al lector es añeja, aunque ello significa que, con los años, muchas composiciones que, en su tiempo, parecieran ingeniosas, han sufrido el paso del tiempo y han fallecido. Reproduzco, pues, algunos epigramas que a mi juicio pueden ser amenos para mis lectores.

En una pendencia Juan

tan fuerte golpe sufrió,

que un ojo se le saltó,

y gritaba con afán:

¡Por Dios! ¡Señor cirujano!

¿Llegaré el ojo a perder?

Muchacho, no puede ser,

porque lo tengo en la mano.

Esta ingenuidad de ayer, hoy nos parece casi sosa. Es anónimo. He aquí uno de S. J. Polo, con resabios de lecturas clásicas.

A una vieja que ignoraba

quince lustros que tenía,

y un mondadientes llevaba

(aunque sin ellos estaba),

un galán le dijo un día:

Deja los impertinentes

modos de engañar las gentes,

con que mientes desengaños,

Clenarda, porque tus años

son el mejor mondadientes.

J. Ruiz de Alarcón colocaba epigramas en sus comedias. Lean el siguiente:

En Madrid estuve yo

en corro de tal tijera,

que la pegaba cualquiera

al padre que le engendró;

Y si alguno se partía

del corro, los que quedaban

mucho peor de él hablaban

que él de otros hablado había.

Yo, que conocí sus modos,

a sus lenguas tuve miedo.

Y ¿qué hago? Estóime quedo

hasta que se fueron todos.

Pero no me valió el arte;

que ausentándome de allí,

sólo a murmurar de mí

hicieron un corro aparte.

A veces el epigrama era en extremo punzante

Casóse anoche Carrillo;

de novio pasó a novillo.

Este Carrillo, ¿existió de verdad o sólo fue la fuerza del consonante? Lo firma G. Geminard, y he aquí uno de A. Caula que no pierde actualidad:

Un quídam juzgando un día

a diversos escritores, dijo:

A los malos autores

al mar los arrojaría.

Aun bien no acabó de hablar

exclamó Pedro del Río:

Bueno será, amigo mío,

que usted aprenda a nadar.

¿Quiénes serán G. Geminard y Caula? Confieso que no lo sé. Como también ignoro quién fue Anitua que firma el siguiente:

Le dije un día a Dolores,

que es linda como una estrella:

Muchacha, siendo tan bella,

gustarás mucho de flores.

Siempre creí sonrojarla,

pero respondió la tuna:

¡Ay, Pepito…! Tuve una,

¡y no supe conservarla!

Los epigramas del siglo pasado, y éste es uno de ellos, oscilaban entre la ingenuidad y una inocente picardía. Como se ve por el que sigue:

En aquellos tiempos rancios

de tontillos y de moños,

peinaba a una señorita

un peluquero algo tonto.

Y al sacudirle la brocha,

le dijo llena de encono:

Me tiene usted fastidiada

con echarme tantos polvos.

Va firmado por J. M. Palacios. Para el origen de la frase sobre los polvos véase la página 82 de la segunda serie de estas Historias de la Historia.

El célebre Wenceslao Ayguals de Izco, autor de la famosa novela María o la hija de un jornalero, una de las pocas obras de ficción españolas que mereció un lugar en el viejo Index librorum prohibitorum, es el autor del epigrama siguiente:

Era Gilito propenso

a pensar, mas de tal modo,

que si le hablaban, a todo

contestaba: —Pienso… pienso

Preguntó un quídam al tal:

¿Qué comes tú? —Pienso… dijo.

Y el otro replicó: —Es fijo

que el chico es un animal.

Y Ramón Taboada escribe:

A su amigote Simón

preguntábale Guillén:

¿Qué tal tu mujer? —Muy bien,

siempre a tu disposición.

Los vascos, llamados vizcaínos en nuestras letras clásicas, tenían fama de fuertes y obcecados, lo que hizo que Manuel Fernández y González, el gran novelista de folletines históricos tan importantes como El cocinero de Su Majestad, Men Rodríguez de Sanabria o Los Monfíes de las Alpujarras.

Un tozudo vizcaíno,

yendo por una calleja,

tropezó con una reja

atajándole el camino.

¿Párasme, reja?, exclamó.

Pues lo que puedes verás.

Y la dura testa, ¡zas!

entre los hierros metió.

Acudieron a las quejas

que daba, al verse en prisiones,

y cuando a puros tirones

le sacaron sin orejas,

exclamó muy sobre sí:

¿Quién os llamó? ¡Mal pecado!

Ya estuviera al otro lado

si no tirarais de mí.

La esposa de Disraeli tenía una confianza total en su marido, tanta que un día en que se hablaba de política en su casa una señora dijo:

—Hemos de tener confianza en Aquel que está arriba. Y ella respondió:

—No está arriba, ahora está en el ministerio.

Pues bien, con la firma de Guerao, del que también ignoro todo lo que a él se refiere, he aquí un epigrama publicado a mediados del siglo pasado:

Una viuda que lloraba

por la muerte de su Blas:

¡El de arriba!… y nadie más,

me consolará…, exclamaba.

En efecto, era verdad:

mas aun que al cielo miraba,

no estaba allí el que buscaba,

que estaba en la vecindad.

Otro de A. G. Tejero, de inocente picardía:

Un listo banderillero

le dijo a su tabernera:

¿Quieres mi bien, ser torera?

Y responde con salero:

Los toros, señor Pulido,

son terribles animales;

lleve usted a mi marido

que estará entre sus iguales.

A veces para lograr un juego de palabras se buscan algunas que se ven forzadas por el consonante. Por ejemplo, en este epigrama de J. M. Villergas:

Viendo un entierro el caribe

de un centinela inesperto,

dijo a lo lejos: —¿Quién vive?

Y contestaron: —Un muerto.

¿Por qué diablos se ha de llamar «caribe» a un centinela? ¿Por qué «inesperto»? Pues para rimar con «vive» y con «muerto», y esto es todo.

Y para terminar uno que juega precisamente con el consonante y no lo oculta:

Cierto coplero famoso

(pero no de los modernos)

a su mujer, cariñoso,

pidió un consonante a «Tiernos»,

y ella, que amaba al esposo,

le puso al momento «Cuernos».

Es de Wenceslao Ayguals de Izco, anteriormente citado.