Capítulo XIX

John James y el cine

Afortunadamente para Fatty, su madre no estaba en casa a la hora de almorzar, y gracias a ello el chico pudo comer lo mínimo sin que nadie lo advirtiera. Tras estar escasamente cinco minutos en la mesa, fue a telefonear a Zoe, con la esperanza de encontrarla en casa de su hermana, como de costumbre.

No se equivocaba.

—Hola, Zoe —saludó Fatty—. ¿Podría decirme algo? Quisiera hablar con John James. ¿Sabe usted dónde podría encontrarle esta tarde?

—A ver, déjame pensar —dijo Zoe, con su clara y bien timbrada voz—. Me parece recordar que se proponía cruzar el río en barca para ir a merendar a la colina que hay en la otra orilla. Creo que desde la cumbre se domina un hermoso panorama.

—Sí, ya sé. Veré si puedo localizarle allí ¿Sabe usted a qué hora piensa ir?

Zoe lo ignoraba. La joven aprovechó la ocasión para informar a Fatty de que el señor Goon tenía intención de interrogar otra vez al pobre Boysie aquella tarde.

—Y le oí decir que esta vez no piensa aguantar majaderías y que Boysie tendrá que «desembuchar» —agregó Zoe, con indignación—. ¡Qué hombre más malo! ¡Como si pudiera obligar a Boysie a confesar lo que no ha hecho!

Fatty colgó el receptor con expresión enfurruñada. Temía que Boysie «se confesara» autor del robo impulsado por el miedo y la desesperación. ¡Qué sensible sería que el infeliz se acusara de algo que no había hecho en tanto el verdadero culpable quedaba impune!

Fatty telefoneó a Larry y luego a Pip para comunicarles los planes de John James para aquella tarde.

—Tendremos que ir a comprobar su coartada —añadió—. Y sólo podremos salir de dudas interpelándole a «él» personalmente sobre si fue o no al cine el viernes por la noche. Como hace tan buen día, propongo que nos llevemos todos la merienda para merendar en lo alto de la montaña que hay al otro lado del río. Así mataremos dos pájaros de un tiro: nos divertiremos y haremos unas pocas pesquisas.

Los otros celebraron la ocurrencia.

—Fatty siempre tiene buenas ideas —elogió Bets, encantadísima—. Será una excursión preciosa.

Fatty había encargado a Pip que fuera a interpelar a Kitty una vez más sobre las interrupciones de la película proyectada el viernes por la tarde, con el mero fin de cerciorarse de si había entendido bien lo referente al caso.

—Pregúntale si recuerda «exactamente» cuántas interrupciones hubo, en qué momento fueron y, a ser posible, la «hora» —encomendó Fatty—. Anótalo, Pip. No sea que te olvidaras de algún detalle. Es posible que la cosa sea importante. Según todos los indicios, John James es nuestra única esperanza, pues Alee Grant está casi descartado con su coartada de casi cien personas.

Los muchachos se encontraron en el embarcadero a las tres menos cuarto, cargados con las bolsas de la merienda. Por si fuera poco, Pip llevaba también una manta impermeable.

—Mamá me ha obligado a cogerla —masculló, enojado— con la excusa de que la hierba aún está húmeda. ¡La suerte que tenéis de tener una madre que no se preocupa de esas cosas!

—La mía se mete en otras cosas —repuso Fatty—. Y la de Larry también tiene lo suyo. De todos modos, no importa. ¡No nos vendrá mal sentarnos en una manta!

—¿Sabéis? —intervino Bets, muy seriecita—. Sólo he conocido una o dos madres que no se preocupan de sus hijos, pero estoy segura de que es porque no les importan un bledo. La verdad es que casi prefiero tener una madre entrometida.

—Aquí está la barca —anunció Fatty, al ver al barquero impulsando los remos—. Ya os pagaré el pasaje. Sólo cuesta dos peniques por cabeza.

Todos subieron a la barca.

—¿Ha llevado ya usted a alguien a la otra orilla esta tarde? —inquirió Fatty.

—Todavía no —repuso el barquero, meneando la cabeza—. Es un poco temprano.

—Eso significa que John James aún no ha cruzado el río —cuchicheó Fatty a sus compañeros—. ¡Eh, «Buster»! ¡Procura no irte de cabeza al agua!

Al llegar a la otra orilla, los chicos atravesaron un campo y ascendieron por la escarpada ladera de una colina hasta la cumbre. Fatty eligió un lugar desde donde se dominara el embarcadero.

—Vigilaremos las salidas del barquero —resolvió—. No sé si reconoceremos a John James desde aquí, pero confío en que sí. Es un tipo muy corpulento.

El sol primaveral era muy cálido. Las velloritas balanceaban sus amarillas corolas bajo el soplo de la brisa. Daba gusto estar en lo alto de la colina. Larry tumbóse sobre el césped y, dando un gran bostezo, masculló:

—¡Ya vigilaréis vosotros a J. J.! Yo voy a echar una siestecita.

Pero apenas llevaba diez minutos durmiendo, Fatty le zarandeó susurrando:

—Despierta, Larry. ¿Crees que es John James el que está en la otra orilla del río, aguardando la barca?

Larry se incorporó. El muchacho tenía muy buena vista. Al punto, fijó los ojos en el embarcadero y, aguzándolos, observó atentamente al desconocido.

—Sí, aseguraría que es él —dijo al fin—. Ojalá venga para acá. Tengo muy pocas ganas de andar echando el bofe tras él.

Afortunadamente, el hombre «era» John James y «se dirigió» hacia aquel punto. Los muchachos le observaron mientras subía a la barca, desembarcaba en la otra orilla del río y echaba a andar por el mismo sendero por ellos recorrido.

—Ahora —propuso Fatty, levantándose— es preferible que andemos un rato por ahí hasta ver dónde se sienta. Entonces, nos instalaremos en algún lugar cercano.

—¿Cómo empezaremos el interrogatorio? —preguntó Pip.

—Yo me encargaré de ello —respondió Fatty—. Entonces, vosotros seguidme el juego y formulad preguntas inocentes. Recoge tu manta, Pip.

Los cinco Pesquisidores y «Buster» corretearon por los alrededores cogiendo velloritas, sin perder de vista a John James, que ascendía muy lentamente por la ladera. Por fin, el actor encontró un rincón resguardado por un arbusto y tendióse cuán largo era con los brazos detrás de la cabeza a fin de poder contemplar el panorama que se extendía a sus pies, hasta la orilla del río.

Fatty acercóse al lugar.

—Aquí estaremos muy bien —gritó a los otros—. Extenderemos la manta sobre el césped.

Y volviéndose cortésmente al hombre que yacía tumbado en el suelo, agregó:

—Supongo que no le molestaremos a usted sentándonos aquí.

—No tengo inconveniente en que lo hagáis mientras no gritéis ni chilléis —murmuró John James—. Aunque no creo que vosotros seáis de esa calaña. Parecéis chicos muy bien educados.

—Confío en que no le defraudaremos —dijo Fatty, haciendo una seña a los demás.

Pip extendió la manta. Por entonces, el hombre habíase incorporado y procedía a encender un cigarrillo. Luego, palpándose todos los bolsillos, dijo a Fatty, frunciendo el entrecejo:

—Supongo que no llevas cerillas. Ahora resulta que me he olvidado las mías en casa.

Afortunadamente, Fatty siempre llevaba encima todo lo imaginable, basándose en el principio de que uno nunca sabe lo que puede necesitar en un momento dado y, en consecuencia, ofreció a John James una caja llena de cerillas.

—Puede usted quedárselas —invitó—. ¡Yo no pienso fumar hasta los veintiuno!

—Eres un buen chico —ensalzó el otro—. Y muy sensato. Gracias, amigo. A propósito, ¿no te he visto ya en otra ocasión?

—Sí —afirmó Fatty—. Ayer estuvimos en el teatro y usted tuvo la amabilidad de firmarnos unos autógrafos.

—¡Ah, sí! ¡Ahora os recuerdo a todos! ¿Habéis venido aquí a merendar?

—Sí, señor, ahora mismo nos proponemos empezar —declaró Fatty, pese a que, en realidad, era temprano.

No obstante, el efecto de los bocadillos comenzaba a disiparse y, además, dejábase sentir la falta de la comida de mediodía. Por consiguiente, Fatty estaba más que dispuesto a merendar.

—¿Gusta usted, señor? Tenemos de sobra.

—Acepto con mucho gusto —accedió John James—. Yo también he traído unos bocadillos. Nos lo repartiremos todo como buenos amigos.

Fue una merienda deliciosa, con abundancia de comida y una buena ración de gaseosa preparada por Kitty. Por espacio de unos minutos, Fatty y sus amigos charlaron de cosas triviales.

Por fin, Fatty procedió a su «investigación». Para empezar, preguntó a Larry:

—¿Qué hacen en el cine esta semana, Larry?

Y al oír la contestación de éste, replicó:

—¡No, hombre! ¡Ése era el programa de la semana pasada!

—Os equivocáis —apresuróse a replicar John James—. A principios de semana, hicieron «Ahí va», y a finales «El gran enamorado», las dos unos tostones de solemnidad.

—¿De veras? —exclamó Fatty—. Me dijeron que «El gran enamorado» estaba muy bien. Pero no la he visto. ¿Y usted?

—Sí, la vi el viernes —asintió John James—. Al menos, «debiera haberla visto», pero era tan aburrida que me quedé dormido durante casi toda la proyección.

Esta declaración desilusionó grandemente a todos los Pesquisidores. Si de veras había estado durmiendo todo el tiempo, a buen seguro no habría reparado en las interrupciones de la película… ¡y se quedarían sin poder comprobar su coartada!

—¡Supongo que no roncó usted! —exclamó Fatty—. De lo contrario, apuesto a que sus vecinos de butaca le hubieran despertado.

—Me desperté varias veces —manifestó John James—. Sin duda, la cosa fue debida a que la gente hablaba de cuando en cuando en tono airado. No sé exactamente lo que pasó. Me figuro que la cinta se rompió inesperadamente, como sucede algunas veces, y eso impacientó al público. Pero yo no tardé en dormirme otra vez.

—¡Qué contrariedad que le despierten a uno así! —rióse Fatty—. Confío en que no le importunaron «muchas» veces.

—Pues verás —contestó John James, reflexionando—, me parece recordar que aquella condenada película se estropeó por lo menos cuatro veces. Consulté el reloj de la sala en una o dos ocasiones. Una vez me desperté a las siete menos cuarto, y otra a las siete y diez. Recuerdo que, al despertar, me pregunté dónde diablos me encontraba. ¡Pensé que estaba en casa durmiendo en mi propia cama!

—¡Vaya tarde más aburrida! —comentó Fatty, observando que Pip se sacaba del bolsillo la libreta para comprobar las horas.

En efecto, del cabezazo de Pip, Fatty infirió que la coartada de John James era conforme. No cabía la menor duda de que el actor había pasado la tarde en el cine, despertándose cada vez que se rompía la cinta a consecuencia del bullicio de los impacientes espectadores.

—Sí, fue un latazo —suspiró John James—. Pero al menos aproveché el tiempo a mi manera. Tomad un poco de mi tarta de cereza. No hagáis cumplidos. Hay mucha.

La conversación derivó en el robo del teatro.

—¿Quién cree «usted» que lo perpetró? —le preguntó Fatty.

—No tengo idea —contestó John James—. Ni la más pequeña idea. Boysie, no, desde luego. Estoy seguro de ello. No tiene ni inteligencia ni valor para una cosa así. Es un muchacho inofensivo. Adora a Zoe… y no me sorprende. Ella es muy buena con él.

Tras charlar un rato más, Fatty se levantó y, sacudiéndose las migas, murmuró:

—Bien, gracias por permitirnos merendar con usted, señor James. Ahora tenemos que irnos. ¿Viene usted también a casa?

—No —repuso John James—. Me quedaré aquí un rato más. Se prepara una magnífica puesta de sol.

Los Pesquisidores emprendieron el descenso de la ladera, con «Buster» cabriolando a su alrededor. Una vez a prudente distancia, Fatty declaró:

—Bien, según esto John James queda descartado de nuestra lista de sospechosos. Su coartada es de primera clase. No cabe duda de que estaba en el cine el viernes por la tarde. ¡Caracoles! ¡Qué caso más misterioso! ¡Estoy desorientado!

—¡No digas «eso», Fatty! —protestó Bets, sorprendida de oírle hablar así—. ¡Es «imposible» que tú estés desorientado! ¿Cómo vas a estarlo con ese talentazo que tienes, Fatty?