Larry y Pip en acción
Las dos niñas quedáronse horrorizadas, sobre todo al oír lo de aquel aciago pañuelo. Daisy se puso como la grana al recordar la «Z» que había bordado en un ángulo del mismo, sin sospechar que pudiera haber ninguna persona llamada Zoe.
Ambas miraron a la pobre Zoe de hito en hito, y Bets estaba a punto de llorar. Daisy ardía en deseos de explicar lo sucedido con el pañuelo, pero se contuvo a tiempo. Primero, debía pedir permiso a Fatty.
—El señor Goon estuvo muy descortés —declaró la señora Thomas—. ¡No tuvo inconveniente en acribillarme a preguntas hasta dejarme rendida de cansancio! Por añadidura, quiso ver todas las chaquetas azul marino que hay en la casa, ¡sabe Dios con qué fin!
¡Las dos muchachas lo sabían perfectamente! ¡Goon tenía en su poder aquel retacito de tela azul marino que Fatty había prendido en un clavo para engañar a Pippin, y ahora buscaba una chaqueta con un agujerito por si casaba en él el pedacito! ¡Cielos! ¡La cosa se estaba poniendo cada vez peor!
—También quiso saber qué marca de cigarrillos fumábamos —prosiguió Zoe— y pareció muy satisfecho cuando le mostramos una cajetilla de «Player’s».
Al oír esto, a Bets y a Daisy se les oprimió aún más el corazón, porque las colillas esparcidas por Fatty en el pórtico, ¡eran de cigarrillos «Player’s»! ¡Quién iba a suponer que sus inofensivas pistas falsas iban a concordar tan bien con aquel caso, para desgracia de la pobre Zoe!
Bets parpadeó para contenerse las lágrimas. Estaba asustada y consternada. Al ver su desesperada mirada, Daisy comprendió que la pequeña quería marcharse. En el fondo, también ella lo deseaba, ya que, al igual que Bets, sentíase francamente alarmada y preocupada. Era preciso contar todo aquello a Fatty cuanto antes y él decidiría lo que se había de hacer.
Así, pues, ambas muchachas, se levantaron para despedirse.
—Nos veremos esta tarde —dijo Daisy a Zoe—. Pensamos asistir a la representación. ¿Podría usted firmarnos un autógrafo a los cinco si la aguardamos en la puerta del escenario?
—Naturalmente —accedió Zoe—. ¿Dices que sois cinco? De acuerdo. Si queréis, se lo diré a mis compañeros y así os darán sus autógrafos también. ¿A ver si me aplaudís mucho esta tarde, eh?
—¡Ya lo creo, lo haremos con mucho gusto! —prometió Bets, con vehemencia—. Supongo que no la detendrá ese Goon, ¿verdad?
—Pues claro que no —rióse Zoe—. Yo no perpetré el robo, y el pobre Boyse tampoco tiene nada que ver con él. Estoy segurísima de ello. En realidad, no le tengo miedo a ese perverso señor Goon. ¡No os preocupéis!
Sin embargo, ambas niñas se marcharon realmente preocupadas y deseosas de que fueran las doce para poder contar a Fatty y a los demás todo cuanto habían averiguado.
—Nuestra visita ha ido de perlas —comentó Daisy, cuando ambas llegaron a la sala de recreo de Bets—. Lo malo es que hemos averiguado cosas muy desagradables. ¡Mira que lo de ese «pañuelo», Bets! Me siento culpable. Jamás volveré a hacer nada semejante.
Larry y Pip regresaron a eso de las doce menos diez, al parecer muy satisfechos de sí mismos.
—¡Hola, muchachas! —saludó Pip—. ¿Cómo os ha ido? ¡Nosotros hemos tenido mucha suerte!
Así era, en efecto. Ambos habíanse dirigido en sus respectivas bicicletas al Pequeño Teatro y, una vez allí, acudieron a la taquilla a reservar las butacas para la función de la tarde. Pero, desgraciadamente, la taquilla estaba cerrada.
—Vamos a dar una vuelta —propuso Pip—. Si alguien nos pregunta algo, podemos contestar que hemos venido a comprar entradas y que esperamos que alguien nos indique dónde podemos obtenerlas.
Así, pues, alejáronse de la fachada del teatro para encaminarse a la parte trasera, probando de abrir varias puertas a su paso. Pero éstas estaban todas cerradas con llave.
Por fin, llegaron al parque de estacionamiento posterior. En él había un hombre limpiando una motocicleta. Los chicos no tenían idea de su identidad.
—¡Qué moto más bonita! —dijo Pip a Larry.
Al oír sus voces, el desconocido les miró. Era un hombre de edad madura, muy fornido, de labios delgados y expresión ceñuda.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó.
—Hemos venido a comprar entradas para la función de esta tarde —explicó Larry—. Pero la taquilla está cerrada.
—Por supuesto —dijo el hombre, frotando vigorosamente los relucientes guardabarros de la motocicleta—. Lo mejor que podéis hacer es comprar las entradas cuando vengáis esta tarde. Sólo abrimos la taquilla los sábados por la mañana, cuando esperamos mucha afluencia de público. Ahora, marchaos. No me gusta ver gente vagando por aquí. ¡Después del robo del viernes no tolero que nadie ande merodeando por los alrededores de mi teatro!
—¡Ah! —apresuróse a exclamar Larry—. ¿Es usted el empresario, por casualidad?
—El mismo —refunfuñó el hombre—. ¡El que sale en todos los periódicos! ¡El individuo que fue narcotizado y robado el pasado viernes! ¡Si pudiera echar el guante al que hizo la faena…!
—¿Tiene usted idea de quién fue? —inquirió Pip.
—En absoluto. En realidad, no creo que fuese ese imbécil de Boysie. Es incapaz de maquinar nada parecido. Además, me tiene mucho miedo y no creo que se atreva a gastarme bromas de esta índole. Lo que sí es posible es que fuera cómplice de alguien. ¡A buen seguro dejó entrar al ladrón aquella noche, cuando el teatro estaba vacío!
Los muchachos escuchaban, emocionados, aquella información de primera mano.
—El periódico decía que Boysie, el gato pantomímico, le llevó a usted la taza de té con la droga dentro —aventuró Larry—. ¿Es cierto eso, señor?
—Efectivamente, él fue el que me trajo el té —corroboró el empresario—. Yo estaba muy ocupado y sólo eché una ojeada al que me lo tendía, pero no cabe duda que se trataba de Boysie. Llevaba aún puesta la piel de gato, de modo que era imposible confundirle. Es un perezoso. A veces, se acuesta con ella encima. De todos modos, es igual que un chiquillo y no creo que fuera capaz de cometer esta fechoría por sí solo. Lo que sí es perfectamente posible es que tuviera algo que ver con ella, porque es muy manejable.
—Según eso —coligió Larry—, cabe la posibilidad de que Boysie dejara entrar al ladrón aquella tarde, de que éste echase la droga en el té y mandase a Boysie con él, como de costumbre, para que usted no sospechara nada. Luego, en cuanto comprendió que estaba usted dormido, el ladrón subió a su despacho, retiró el espejo, se apoderó de la llave, abrió la caja y se marchó antes de que usted se despertase.
—Seguramente fue así —asintió el empresario, incorporándose para bruñir el manillar—. Y lo que es más, sin duda, el ladrón fue un miembro del elenco, porque nadie sabe lo que ellos. De otro modo, ¿cómo se explica que el autor del hecho supiera que no llevo la llave de la caja en mi llavero, sino que siempre la guardo en el departamento secreto de mi cartera? ¡Y sólo los actores sabían que, por una vez en la vida, no había ingresado en el banco el efectivo del jueves, porque me vieron regresar con él, malhumorado, tras comprobar que el banco estaba cerrado ya!
Los chicos procuraron grabar todo esto en su mente. Algunos detalles ya los sabían, pero la cosa resultaba mucho más excitante y real de labios del empresario en persona. Éste no les gustó desde el principio. Parecía irascible y mezquino. Con semejante carácter no era de extrañar que tuviera muchos enemigos dispuestos a vengarse de él por alguna ofensa de palabra o de obra.
—Supongo que la policía trabaja en el asunto —dijo Pip, tomando una gamuza para bruñir los rayos de las ruedas.
—Desde luego. Ese policía llamado Goon «ha pasado» prácticamente el fin de semana aquí, interpelando a todo el mundo. Ha metido tal miedo al pobre Boysie que, en realidad, éste ya no sabe lo que dice. En cuanto oye los gritos del otro, se echa a llorar.
—¡Bruto! —murmuró Pip.
El empresario miróle, sorprendido, replicando:
—Yo no diría tanto. Si Boysie es culpable, el hombre tiene que sacárselo como sea. Por otra parte, los gritos no le hacen ningún daño. ¡A veces son el único medio de meterle las cosas en la cabezota!
Por entonces, la motocicleta estaba limpia ya, bruñida y reluciente.
—Bien, ya está lista —suspiró el empresario, colocándola bajo un cobertizo—. Siento no poder daros las entradas ahora. De todos modos, esta tarde no tendréis dificultad en obtenerlas. No suele haber mucha gente los lunes.
Los muchachos se despidieron, satisfechos de la información obtenida. Había sido una gran cosa oír toda la historia de labios del propio empresario. ¡Ahora sabían tanto como Goon! El caso era, en verdad, muy misterioso. El gato pantomímico «había» llevado la narcotizada taza de té al empresario y, aun suponiendo que no hubiese introducido en ella el somnífero, a buen seguro sabía quién lo había hecho e incluso era posible que hubiese dejado entrar al ladrón en el teatro. Cabía, asimismo, la posibilidad de que hubiera observado al malhechor en el acto de retirar el espejo y desvalijar la caja fuerte. Boysie hallábase, pues, en una situación muy comprometida. Larry y Pip se imaginaban las voces que habría tenido que soportar de Goon, a buen seguro empeñado en obligarle a confesar el nombre del ladrón.
—Vamos —instó Pip, deseoso de informar a los demás—. Son las doce menos cuarto. ¿Cómo le habrá ido a las chicas? En realidad, su misión era muy sencilla. Lo mismo digo de Fatty: todo cuanto tenía que hacer era sonsacar a Pippin.
—Me gusta hacer pesquisas, ¿y a ti? —comentó Larry, mientras ambos pedaleaban calle arriba—. Claro está que a nosotros nos resulta más difícil que a Goon o Pippin. Todo cuanto tienen que hacer ellos es ir a formular preguntas a los sospechosos, sabedores de que la gente está «obligada» a responder a la policía. Además, pueden meterse en todas las casas a curiosear. En cambio, nosotros no tenemos esas prerrogativas.
—Ni por asomo —convino Pip—. No obstante, a veces nos enteramos de algún detalle que la gente se guarda mucho de contar a Goon. ¡Mira! ¡Ahí viene nuestro hombre!
Así era, en efecto. Ante ellos apareció un arrogante y ceñudo Goon, montado en su bicicleta con aire muy importante. Al llegar a la altura de los chicos, les gritó:
—¿Dónde está el gordinflón? Decidle de mi parte que, si vuelvo a verle esta mañana, iré a quejarme a sus padres. ¡Así aprenderá a no meterse en lo que no le importa! ¿Dónde está?
—No lo sabemos —respondieron Pip y Larry, los dos a una, preguntándose, sonriente, qué estaría haciendo Fatty a la sazón.
—¿Que no lo sabéis? ¡Bah! ¡Cuentos! Apuesto a que sabéis dónde se oculta, dispuesto a sonsacar a Pippin otra vez. ¿Qué se ha creído? ¿Que también va a poder meter las narices en este caso? ¡Ya podéis decirle que ni lo sueñe! ¡«Yo soy» el único responsable!
Y dicho esto, el señor Goon reanudó la marcha, dejando a Larry y Pip muertos de curiosidad por saber qué diablos habría estado haciendo Fatty aquella mañana.