Capítulo XI

Jugarreta al señor Goon

Aquella tarde, Fatty procuró ajustar el plan a un programa para ponerlo en práctica cuanto antes. Lo cierto era que, al día siguiente, domingo, no podrían hacer gran cosa. Lo mejor sería que Daisy comprase un regalo para la sobrinita de Zoe el lunes, y se lo llevase, en compañía de Bets. Así el martes, Daisy y Larry podrían ir a ver a la señorita Adams y comprobar la coartada de Lucy White.

Fatty y Larry irían a «La Torrecilla» el lunes, a tomar café y sándwiches y ver si lograban averiguar algo acerca de Peter Watting y Williams Orr. Dejarían a Alee Grant para más tarde, pues, en realidad, su coartada parecía indisputable y podían confirmarla cien personas. A buen seguro, el actor en cuestión no se hubiera atrevido a presentar semejante coartada de no haber contado con ella de verdad.

—No se me ocurre nada para comprobar la coartada del último individuo… ¿cómo se llama? ¡Ah, sí! ¡John James! —se dijo Fatty—. ¡Imposible formular preguntas a un cine! Con todo, procuraré pensar algo.

El chico hizo uno pausa y miróse en el espejo. ¿De qué se disfrazaría al día siguiente? Debía ser algo perfectamente razonable, pero, al propio tiempo, peculiar y con intervención de la peluca pelirroja, para llamar la atención de Goon. Además, se pondría gafas oscuras y fingiría ser corto de vista. Esto despertaría la hilaridad de sus amigos.

«Iremos a ver a Boysie, ¡vaya nombre!, el lunes por la mañana —pensó Fatty, trazando una línea alrededor de las ventanas de su nariz para ver qué efecto hacía—. ¡Atiza! ¡Qué cara de mal genio! ¡Grrrrr! ¡Muuuuuuu!».

Tras quitarse las rayas de la nariz, probóse varias cejas, sin cesar de pensar en su plan.

«El lunes, después de la función de la tarde, iremos a pedir autógrafos al Pequeño Teatro. ¡Es verdad! ¿Y por qué no “asistir” a la representación y ver a todos los actores en escena? ¡A lo mejor no sacamos nada en limpio! ¿Pero, y si captásemos algún detalle? ¡Qué buena idea! Bien… ya estoy viendo que el lunes va a ser un día muy agitado, con tantos interrogatorios, peticiones de autógrafos y comprobaciones de coartadas. Vamos a ver, ¿qué partido tomar con lo del tren de mañana? ¿Dirigiré la palabra a Goon o cerraré el pico? ¡Ya está! ¡Le rogaré que me indique el camino a algún sitio!».

Con miras a ello, el chico procedió a ensayar varias voces. Primero sacó una muy cavernosa, imitando la de un predicador que había ido un domingo a predicar a su colegio y que fue la admiración de todos por su profunda voz de bajo.

Probó, asimismo, una atiplada voz de falsete, pero no le satisfizo. En cambio, el siguiente experimento, a base de una voz extranjera, le pareció de perlas.

—¡Por «favorr, señor»! ¿«Tendrría» la bondad de «desirme» dónde «eztá» la «caye» HoffleFoffle? —empezó Fatty—. ¿Cómo «dise, señorr»? No le «comprendo». Le he «prreguntado» el camino para «irr» a la «caye» HoffleFoffle. «¡HoffleFoffle!».

En aquel momento, alguien llamó a la puerta de su habitación.

—¡Oye, Federico! ¿Estás ahí con Pip y los demás? Ya sabes que no me gusta que tus amigos anden por aquí a estas horas de la noche.

—Pues no, mamá —repuso Fatty, abriendo la puerta, sorprendido—. No están. ¡Estoy yo solo!

Al verle, su madre lanzó una exclamación de asombro.

—¡Pero, Federico! ¿Qué te has hecho en las cejas? ¡Las tienes completamente oblicuas! ¿Y qué tienes alrededor de los ojos?

—¡Nada! —repuso Fatty, apresurándose a restregárselos—. Una simple arruga que he trazado en ellos para hacer una prueba. Además, mamá, no debes preocuparte por mis cejas. En realidad, no son oblicuas. Mira.

Y quitándose las cejas postizas, mostró a su madre las suyas propias, perfectamente normales.

—Bien, Federico —murmuró su madre, algo enojada—. ¿Y ahora qué piensas hacer? He venido a decirte que tu padre quiere que escuches con él el programa que van a dar por la radio: es sobre una región de China que él conoce palmo a palmo. ¿Estás «seguro» de que no hay nadie más aquí contigo? He oído una porción de voces mientras subía la escalera.

—Si quieres, mamá, puedes mirar debajo de la cama, detrás de las cortinas y hasta dentro del armario —propuso Fatty, generosamente.

Pero, como es natural, su madre negóse a hacer tal cosa y procedió a bajar la escalera. Mas he ahí que, apenas hubo descendido un par de peldaños, se detuvo en seco al oír una voz de falsete que decía:

—¿Ya se ha ido? ¿Puedo salir de aquí?

La señora Trotteville volvióse al punto, enojada. ¿De modo que, después de tanto hablar, resultaba que había realmente alguien en la habitación de su hijo? Pero al ver la sonriente cara de Fatty, no pudo menos de echarse a reír, a su vez.

—¡Ah, vaya! —exclamó—. Una de tus voces. Debería habérmelo figurado. No comprendo, Federico, cómo puedes tener siempre tan buenos informes en el colegio. No puedo creer que te portes bien allí.

—Verás, mamá —explicó Fatty, adoptando su tono de voz más modesto—. Es que «hay» talento, ¿sabes? Tengo la suerte de tener mucho talento…

—¡Silencio! —exclamó su padre, en tanto madre e hijo entraban en la sala—. La charla ha comenzado.

Así era, en efecto, y resultó aburrida como pocas. Versaba sobre una región de China muy poco conocida, en la cual Fatty esperaba no tener que poner nunca los pies. El muchacho estuvo toda aquella tediosa media hora discurriendo más planes. Su padre estaba satisfechísimo de ver la atenta expresión reflejada en el rostro de Fatty.

Entre tanto, como siempre que se avecinaba algún acontecimiento excitante, los Pesquisidores aguardaban impacientes; el paso de las horas se les antojaba una eternidad. Bets no tenía espera. ¿De qué se disfrazaría Fatty? ¿Qué diría? ¿Les guiñaría el ojo?

Por fin, a las tres y veinticinco minutos de la tarde, Larry, Daisy, Pip y Bets procedían a pasearse tranquilamente por el andén. A poco, presentóse Goon, un poco jadeante, porque acababa de sostener una discusión con el agente Pippin y, a última hora, había tenido que correr. Al ver a los chicos, les preguntó, echándoles una mala mirada:

—¿A qué habéis venido?

—Me figuro que por lo mismo que usted —respondió Pip—. A recibir a una persona.

—Esperamos a Fatty —murmuró Bets, con su atiplada vocecita.

Y ante el codazo de Larry, la pequeña cuchicheó:

—No pasa nada. En realidad, no he cometido ninguna indiscreción. Goon no reconocerá a Fatty cuando le vea. Lo sabes perfectamente.

Por fin llegó el fragoroso tren y, apenas se detuvo, se apearon de él muchos viajeros. El señor Goon observólos atentamente, apostado junto a la puerta del andén, por donde todos tenían que pasar para entregar sus billetes. Los cuatro chicos andaban por allí cerca, acechando a su amigo Fatty.

A poco, Bets tocó con el codo a Pip. Una voluminosa anciana recorría el andén, con un velo flotando tras sí al soplo de la brisa. Pip meneó la cabeza. No. Era imposible que Fatty hubiese conseguido aquella magnífica caracterización de imperiosa dama a pesar de su extraordinaria pericia en disfrazarse.

En aquel momento, acercóse un hombre cojeando, apoyado en un bastón, con un sombrero echado sobre los ojos y una amplia capa impermeable en los hombros. Llevaba un gran mostacho y una ridícula barbita. El hecho de que, por añadidura, tuviese el pelo algo rojizo, indujo a Goon a echarle una curiosa mirada.

Pero Bets sabía que no era Fatty. Aquel hombre tenía la nariz ganchuda y era imposible que Fatty pudiese imitar una cosa así.

Por un momento, pareció que Goon iba a seguir a aquél hombre, pero sin duda desistió al ver a otro individuo «mucho» más sospechoso y con el pelo «mucho» más rojizo.

Tenía todo el aspecto de ser extranjero. Sobre su bien cepillado cabello pelirrojo, lucía un raro sombrero. Sobre los hombros, llevaba una capa de aspecto exótico, e iba calzado con unos bruñidos zapatos de forma puntiaguda.

Por algún motivo especial llevaba las orillas de los pantalones recogidos con pinzas de ciclista, lo cual conferíale un aspecto si cabe más extranjero, aunque Bets no acertaba a explicarse el porqué. El desconocido, protegido con gafas oscuras, tenía las mejillas muy prominentes y llevaba un bigotito rojizo. Además, era muy pecoso. Bets preguntóse, admirada, cómo se las habría arreglado Fatty para conferir aquel aspecto a su tez.

Porque la pequeña estaba convencida de que aquel individuo era Fatty, al igual que sus compañeros, aunque, de no haber andado buscándole, hubieran tenido todos sus dudas sobre el particular. Por otra parte, los garbosos andares del desconocido y su modo de mirar apenas daban lugar a dudas respecto a su identidad.

Al dirigirse a la salida, el extranjero rozó a Bets y dióle ligeramente con el codo. La pequeña tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse la risa.

—Su billete, señor —solicitó el empleado, al ver que el hombre parecía haber olvidado este detalle.

Fatty procedió a palparse todos los bolsillos, uno tras otro, exclamando con contrariedad:

—¡Ese «biyete»! ¡Lo tenía, me consta que lo tenía! Era «verrde».

El señor, Goon no le perdía de vista, dispuesto a detenerle si no exhibía su billete. De pronto, el extranjero agachóse a los pies de Goon y, apartando uno de ellos con la mano, tomó algo de debajo.

—¡Eh, oiga! —protestó Goon, fulminándole con la mirada—. ¿Qué hace usted?

—¡Mil «perrdones»! —disculpóse el desconocido, agitando su billete ante la cara de Goon, tan cerca, que por poco le salta la piel de la punta de su enorme nariz—. ¡Ya lo tengo! ¡Estaba en el suelo y usted le había puesto sus «grrandes pieses ensima»!

Dicho esto, Fatty tendió el billete al asombrado empleado y, apenas hubo pasado junto al policía, se detuvo tan bruscamente que Goon dio un respingo.

—¡Ah! ¿Es usted el «guarrdia», no? —inquirió Fatty, escrutando a Goon a través de sus gafas ahumadas, como lo hubiera hecho una persona muy corta de vista—. «Prrimero» creí que «erra» usted un maquinista, pero «ahorra» veo que es un «polisía».

—Sí, soy un policía —refunfuñó Goon, cada vez más receloso ante semejante comportamiento—. ¿A dónde quiere ir? Supongo que es usted forastero aquí.

—¡Oh, sí, «porr desgrrasia»! —asintió Fatty—. Deseo «saberr» el camino para «irr» a un sitio. ¿Querrá usted «indicárrmelo»?

—Con mucho gusto —accedió Goon, interesado.

—Es… es la casa HoffleFoffle, en la calle del «Sause» —explicó Fatty, fingiendo gran dificultad en la pronunciación de la palabra HoffleFoffle.

Goon le miró, desconcertado.

—No conozco ninguna casa llamada… como usted ha dicho —balbuceó.

—He dicho HoffleFoffle… —repitió Fatty—. ¿Cómo puede «ser» que no sepa usted dónde está?

Al propio tiempo, el chico salió a la calle precipitadamente, con Goon pisándole los talones. De pronto, Fatty se detuvo tan bruscamente, que Goon dio de narices contra él. Por entonces, Bets era presa de tales convulsiones de risa, que no tuvo más remedio que rezagarse.

—«No hay» ninguna casa de ese nombre —repitió Goon, exasperado—. ¿A quién desea usted ver?

—Eso es cosa mía… una cosa de mi única «incumbensia» —barbotó Fatty—. ¿Dónde está esa calle del «Sause»? Una «ves» allí, encontraré la casa HoffleFoffle yo solo.

Goon indicóle el camino. Fatty volvió a echar a andar a carrera tendida y Goon siguióle, jadeando. Los cuatro muchachos siguiéronles, a su vez, tratando de contener la risa. Naturalmente, la casa HoffleFoffle no existía.

—«Explorrarré» todo el pueblo hasta «encontrrarr» ese sitio —dijo Fatty al señor Goon, muy formalmente—. No «hase» falta que me acompañe, «señorr polisía».

Y apretando el paso, Fatty dejó muy atrás al señor Goon, que al ver que los cuatro chavales continuaban siguiéndole, no pudo menos de enfurruñarse. ¡Qué plaga de chicos! ¿Es que no podía seguir a nadie sin que ellos aparecieran también, como por arte de birlibirloque?

—¡Largaos de aquí! —les gritó—. ¿No me oís? ¡Vamos, largaos!

—¿Es que ni siquiera podemos ir a dar un paseo, señor Goon? —lamentóse Daisy, patéticamente.

Con un resoplido, el señor Goon apresuróse a seguir a «aquel fastidioso extranjero», que, por entonces habíase casi evaporado.

De hecho, el señor Goon estuvo a punto de perderlo de vista. Fatty empezaba a cansarse de aquel largo paseo y quería despistar a su perseguidor y volver a casa para reírse con los demás. Pero el policía continuó su esforzada persecución. En vista de ello, Fatty fingió examinar los nombres de muchas casas, a través de los oscuros cristales de sus lentes. A la sazón, hallábase ya muy cerca de su casa.

Por fin, el chico alcanzó el portillo y, una vez dentro del jardín, echó a correr al cobertizo del fondo y, tras cerrar la puerta con llave, procedió a despojarse de su disfraz todo lo aprisa que pudo. Después, libre ya de los afeites, las cejas y la peluca postiza, y las almohadillas para las mejillas, Fatty aventuróse al exterior, arreglándose la corbata.

Sus cuatro amigos estaban al otro lado del seto, acechando ansiosamente el jardín.

—Goon ha entrado a hablar con tu madre —cuchicheó Larry—. Cree que el extranjero sospechoso se oculta en algún rincón del jardín y desea obtener permiso para registrarlo.

—Pues que lo haga —sonrió Fatty—. ¡Cielos! ¡Qué risa me está entrando! ¡Silencio! Ahí viene Goon con mi madre.

Entonces, acercándose a ambos, Fatty saludó al policía, exclamando:

—¡Qué agradable sorpresa, señor Goon! ¿Usted por aquí?

—Creí que esos amigos tuyos habían ido a esperarte a la estación —gruñó el señor Goon, receloso.

—En efecto —asintió Fatty, cortésmente—. Vinieron a recibirme. Ahí los tiene usted.

Los otros cuatro habían entrado en el jardín por el portillo trasero y, a la sazón, recorrían lentamente el sendero, a espaldas de Fatty.

Goon se los quedó mirando como aquel que ve visiones.

—Pero… ¡si han estado «siguiéndome» toda la tarde! —exclamó el hombre—. Además, no te he visto en la estación.

—No obstante, el señor Goon, nuestro amigo «estaba» allí —aseguró Larry, formalmente—. Tal vez no le reconoció usted. A veces, Fatty cambia mucho de aspecto, ¿sabe usted?

—Oiga usted, señor Goon —interrumpió la señora Trotteville, impacientemente—. Ha dicho usted que deseaba buscar un intruso en mi jardín. Hágalo pronto porque es domingo por la tarde y debo volver al lado de mi marido. Deje ya de discutir con los chicos.

—Sí, pero… —empezó el señor Goon, tratando en vano de ordenar sus ideas.

¿Cómo era «posible» que aquellos chavales hubiesen recibido a Fatty, siendo así que éste no estaba en la estación? ¿Cómo se atreverían a decir que de veras lo habían recibido cuando sabían de sobra que lo único que habían hecho era seguirle a él toda la tarde? Aquello resultaba más que misterioso.

—Bien, señor Goon —decidió la señora Trotteville—. Ahí le dejo. No dudo que los niños le ayudarán a buscar a su sospechoso vagabundo.

Dicho esto, la dama desapareció en el interior de la casa. Entonces los chicos procedieron a explorar todos los rincones con tal entusiasmo que el señor Goon renunció a la empresa, convencido de que nunca más volvería a ver a aquel extranjero pelirrojo. ¿No «habría» sido Fatty disfrazado? ¡No! ¡Imposible! Nadie hubiese tenido la desfachatez de obligarle a una persecución tan sin ton ni son como aquélla. ¡Lo malo era que no había aclarado el misterio de quién llegaba en aquel tren de las 3.30! Lanzando un resoplido, el hombre salió a la calle por el portillo anterior, con expresión enojada.

Entonces, los chicos, arrojándose al húmedo suelo, rieron hasta saltárseles las lágrimas. Rieron tanto que no vieron la desconcertada cara del señor Goon mirándoles por encima de seto. ¿«A qué» venían aquellas carcajadas? ¡Malditos chicos! ¡Pensar que siempre se escurrían como anguilas! ¡No eran en absoluto de fiar!

El señor Goon regresó a su casa, fatigado y contrariado.

—¡Entorpeciendo la Ley! —refunfuñó, ante el sorprendido Pippin—. ¡Siempre entorpeciendo la labor de la Ley! ¡Un día les retorceré el pescuezo y se les acabarán para siempre las ganas de reír!