Capítulo IX

Pippin colabora

Fatty estuvo reflexionando durante todo el almuerzo. Al verle tan silencioso, su madre comenzó a preguntarse de nuevo si no le dolerían las muelas. La señora Trotteville miró atentamente a su hijo. Sus mejillas parecían haberse deshinchado, cobrando una vez más su volumen habitual… ¡que ya se las traía!

—¿Qué tal tu muela, Federico? —preguntó la dama de repente.

Fatty miró a su madre con desconcierto. ¿A qué venía aquella pregunta?

—¿Mi muela? —repitió el chico—. ¿Qué muela, mamá?

—Vamos, Federico, no seas bobo —le reconvino su madre—. Sabes perfectamente que esta mañana tenías la cara hinchada. Te he preguntado por la muela porque, a juzgar por lo hinchadísima que tenías la cara, te habrá dolido lo suyo. Creo que será mejor pedir hora al dentista a pesar de esa aparente «mejora».

—¡Pero, mamá! —repuso Fatty desesperadamente—. No era dolor de muelas… Eran unas almohadillas postizas para abultar las mejillas.

Esta vez fue su madre la desconcertada.

—¿Qué almohadillas? —farfulló—. ¿De «qué» estás hablando, Federico?

—Son unos postizos para alterar el aspecto de la cara —explicó Fatty, arrepentido de haber probado su eficacia en presencia de su madre—. Una… una especie de disfraz, mamá.

—¡Qué ocurrencia! —exclamó su madre, disgustada—. No me gusta que hagas esas cosas, Federico. Ahora comprendo por qué estabas tan horroroso.

—Lo siento, mamá —disculpóse Fatty, con la esperanza de que cambiara de tema.

Y así fue, en efecto. La señora Trotteville pasó a comentar la curiosa conducta de Pippin, que, según sus informes, había tirado del pelo o del sombrero al señor Twit, no sabía exactamente cuál de las dos cosas. Agregó que el vicario habíase quejado de ello al señor Goon, de regreso ya de sus vacaciones para hacerse cargo de aquel nuevo caso del robo en el Pequeño Teatro.

—Y espero, Federico —concluyó su madre—, «espero» que no tratarás de inmiscuirte en «este» caso. Al parecer, el señor Goon está en vías de ponerlo en claro y se halla en posesión de una magnífica colección de pistas. «No» me gusta ese hombre, pero, según todos los indicios, esta vez se ha mostrado muy diligente: le ha faltado tiempo para regresar de sus vacaciones, ya está sobre la pista del ladrón.

—No lo creas —murmuró Fatty, en voz baja.

—¿Qué dices, Federico? —profirió su madre—. No me gusta que murmures. Bien, me figuro que no sabes una palabra de este caso. Conque mantente al margen y no molestes al señor Goon.

Fatty se abstuvo de contestar. Sabía una infinidad de cosas del caso, proponíase intervenir en él con todas las de la ley y no pensaba desperdiciar la menor ocasión de fastidiar al señor Goon. Pero, claro está, no podía decir todo esto a su madre y, en vista de ello, optó por encerrarse de nuevo en su mutismo, aprovechando la ocasión para recapacitar en lo tocante a todos los sospechosos.

Lo primero que debía hacer era averiguar sus nombres, quiénes eran y dónde vivían. Saltaba a la vista que el delito sólo podía haber sido cometido por un miembro del personal del teatro. Dicho individuo había regresado al teatro aquella noche, entrado en él subrepticiamente y perpetrado el hecho. ¿Pero cuál era su identidad?

Fatty decidió ir a ver al señor Pippin inmediatamente después de almorzar para pedirle la lista de nombres y direcciones. Así, pues, a las dos menos cuarto, cuando se levantó de la mesa, dirigióse presurosamente al domicilio de Pippin para ver si el joven estaba disponible. Si Goon se hallaba en casa, tendría que desistir de su empeño, ante la imposibilidad de interrogar a Pippin en su presencia.

El muchacho pasó ante la ventana de la salita de la pequeña villa de una planta donde vivía el señor Goon. Pippin estaba dentro, de cara a la ventana. Goon hallábase también presente, escribiendo en la mesa, de espaldas a la ventana. Fatty acercóse a ésta de puntillas y trató de atraer la atención de Pippin. El joven policía levantó la vista, asombrado de ver a Fatty haciendo guiños y señas desde el exterior. Cautelosamente, Pippin dio media vuelta para comprobar si el señor Goon seguía ajeno al hecho.

Cuando se volvió de nuevo a la ventana, vio sobre el cristal un papel en el cual Fatty había escrito: «Reúnase conmigo en la calle Mayor dentro de unos diez minutos, aproximadamente».

Pippin asintió en silencio con una sonrisa. Fatty desapareció. Al oír el rumor del portillo, Goon volvióse a preguntar:

—¿Quién viene?

—Nadie —respondió Pippin, sin faltar a la verdad.

—En este caso, ¿quién sale? —insistió Goon.

—No veo a nadie —declaró Pippin.

—¡Bah! —gruñó Goon, que había comido demasiado a la hora del almuerzo y estaba de un humor de perros—. ¿Se tiene usted por un policía y ni siquiera es capaz de ver quién abre un portillo en sus propias barbas?

Pippin no se dio por aludido. Empezaba a acostumbrarse a las impertinencias de Goon.

Una vez el joven hubo terminado lo que tenía entre manos, levantóse para marcharse.

—¿A dónde va? —inquirió Goon.

—A correos —contestó Pippin—. Como usted sabe, señor Goon, en este momento estoy libre de servicio. De modo que, si hay algo por hacer, lo haré a mi regreso.

Y a pesar del resoplido de Goon, Pippin salió de la casa en dirección a la estafeta. Una vez echada su carta, el joven buscó a Fatty con la mirada. El chico le aguardaba sentado en un banco de madera. Pippin fue a reunirse con él. Ambos cambiaron una sonrisa y «Buster» refregóse a los pantalones del recién llegado.

—Vamos a tomar una gaseosa a aquella tienda —propuso Fatty—. No quisiera que Goon nos sorprendiese departiendo amigablemente.

Ambos entraron en la tiendecita y, una vez instalados, Fatty pidió unas gaseosas. Luego, en voz baja, el chico expuso a Pippin el motivo de la entrevista.

—¿Sabe usted los nombres y señas de los actores y actrices del Pequeño Teatro? —inquirió.

—Sí —apresuróse a responder Pippin—. Anoche los anoté todos. Aguarda un momento. Creo que están en mi libreta. Me parece que no se los di al señor Goon. Éste ha ido a interpelar a todo el elenco y me figuro que el empresario le facilitó los nombres, lo mismo que a mí.

—¿De modo que ya los ha interpelado? —exclamó Fatty—. ¡Menuda prisa se da cuando le conviene!

—¡Ya lo creo! —gruñó Pippin—. Ha averiguado que el nombre de uno de ellos empieza con «Z», detalle muy interesante, puesto que una de las pistas consistía en un viejo pañuelo con la inicial «Z». En efecto, mira esto —agregó Pippin, señalando uno de los nombres de la lista—: La muchacha que interpreta el papel del protagonista, Dick Whittington, se llama Zoe Markham. Al parecer, Zoe estuvo en el pórtico por un motivo u otro, tal vez para asistir a una entrevista de los ladrones.

Fatty quedóse horrorizado. ¡Pensar que ahora resultaba que había alguien cuyo nombre empezaba por «Z»! ¿Quién iba a suponerlo? El muchacho estaba mudo de asombro. Tendría que sacar a Zoe de aquel lío a toda costa. Por centésima vez, Fatty arrepintióse de todo corazón de haber maquinado un falso misterio para embaucar a Pippin, con las correspondientes pistas de pega.

—¿Tiene Zoe una coartada… alguien que asegure que la muchacha estaba en otro lugar entre cinco y media y ocho? —preguntó Fatty, con expresión preocupada.

—Desde luego —afirmó Pippin—. Todos ellos tienen coartadas. Anoche les interpelé personalmente, y esta mañana el señor Goon ha vuelto a interrogarles. Todas las coartadas son perfectas.

—¿Curioso, eh? —comentó Fatty, tras una pausa—. Y el caso es que el autor del hecho fue, «sin duda», uno de los empleados del teatro. Nadie más podía estar tan enterado de la vida de allí dentro como para servir una taza de té al empresario y luego retirar el espejo, encontrar la llave, marcar la combinación y abrir la caja fuerte.

—No olvides que el que llevó lo taza de té fue el gato pantomímico —recordóle Pippin.

—Sí, y eso resulta más raro aún —murmuró Fatty—. Todo el mundo le consideraría culpable.

—Goon está convencido de ello —dijo Pippin—. Opina que toda la actitud del gato diciendo que no comprende, que no recuerda, y echándose a llorar, es fingida, una pura comedia.

—¿Y «usted» qué opina? —interrogó Fatty.

Pippin reflexionó unos instantes.

—Ya te lo dije antes. Creo que Boysie está algo mal de la cabeza. El pobre es un retrasado mental. ¿Sabes? Yo tengo un primo como él, y te aseguro que es incapaz de matar una mosca. Por eso no me cabe en la cabeza que Boysie hiciera todo eso. Siento que el señor Goon se haya empeñado en que él es el culpable porque lo asustará de mala manera.

—Sin embargo, es perfectamente posible que alguien estuviese escondido en la cocina mientras Boysie preparaba el té, y echase algo en la taza aprovechando una distracción del pobre gato —observó Fatty.

—Sí, cabe esa posibilidad —convino Pippin—. Pero volvemos a lo mismo: sólo pudo haberlo hecho alguien perteneciente al personal del teatro, muy familiarizado con todo lo relativo al ambiente de éste. ¡Y el caso es que todos los empleados tienen coartadas! ¡Éste es el problema!

—¿Tiene usted inconveniente en facilitarme sus nombres y direcciones? —preguntó Fatty—. Voy a copiarlos.

Pippin tendióle su libreta. Fatty la hojeó con interés.

—¿Son éstas sus notas sobre los lugares donde aseguraron estar entre cinco y media y ocho de la tarde de ayer?

—En efecto. Puedes llevártela, si quieres. ¡Te evitarás mucho trabajo! Todos ellos han sido interpelados dos veces. De modo que puedes estar seguro de que su versión no variaría en lo más mínimo la tercera vez… Te lo digo por si pensabas interrogarles por tu cuenta, amigo Federico.

—Estamos ideando un plan —declaró Fatty, metiéndose las notas en el bolsillo—, pero todavía no sé exactamente en qué consistirá. Le pondré en antecedente en cuanto sepamos los detalles. Muchísimas gracias por todo, señor Pippin.

—Si ves algún vagabundo pelirrojo de aspecto sospechoso, no te olvides de decírmelo, ¿oyes? —instó Pippin—. Como andas tanto en tu bicicleta por el pueblo es posible que tropieces con él… o con su compinche. Me refiero a los facinerosos que vi la otra noche en la calle del Sauce, ocultos bajo un arbusto.

—Pues… sí… ya sé a quiénes se refiere —barbotó Fatty, experimentando un profundo sentimiento de culpabilidad ante esa mención del bergante pelirrojo—. Descuide, si le veo, se lo diré a usted. Pero lo cierto es que no creo que ese tipo tuviera nada que ver con el robo del teatro.

—¡Quién sabe! —exclamó Pippin, terminándose la gaseosa y disponiéndose a partir—. En mi vida había visto una cara tan perversa como la de aquel individuo pelirrojo. Me gustaría habérmelas «con él». Te acompañaré un rato, amigo Federico. Hace un día muy precioso. ¿Ya está bien tu perro?

—Perfectamente, gracias —respondió Fatty—. ¡Es muy difícil lastimar a un «scottie» de pelaje tan tupido como el de «Buster»!

—Eso fue precisamente lo que me impulsó a desafiar al señor Goon —gruñó Pippin, mientras ambos recorrían la calle Mayor…

Y al doblar una esquina, ¡tropezaron de manos a boca con el señor Goon! El hombre les miró con mirada incendiaria, en tanto «Buster» correteaba a su alrededor, alborozado.

—Ven acá, «Buster» —ordenó Fatty, en tono tan severo que «Buster» sintióse compelido a obedecer.

Y bajando la cola, el animal deslizóse detrás de Fatty, sin cesar de gruñir.

—Cuidado con las compañías que escoge, Pippin —anotó el señor Goon—. Le previne contra ese chico, ¿no es eso? ¡Es un entrometido y un lioso! Afortunadamente, en «este» caso no tiene gran cosa que hacer. ¡Es insondable! Además, dentro de poco voy a proceder a una detención.

Dicho esto, el señor Goon prosiguió su camino. Pippin y Fatty se miraron, arqueando las cejas.

—Apuesto a que piensa detener al gato pantomímico —coligió Pippin—. ¡Lo he leído en sus ojos! ¡Y antes de dar la puntilla a ese pobre gato le obligará a confesar lo que no hizo! ¡Como si lo viera!

—En tal caso tendré que procurar pararle los pies —decidió Fatty—. ¡Será cuestión de poner en funcionamiento mi vieja materia gris «sin pérdida de tiempo»!