Capítulo III

Dos facinerosos… y el agente Pippin

Al día siguiente, los cinco chavales discutieron su plan con extraordinario interés. «Buster» permanecía sentado junto a ellos, escuchándoles con las orejas erguidas.

—Lo siento, amigo —murmuró Fatty, acariciando al pequeño «scottie»—, pero me temo que tú no vas a poder intervenir en esto. Tendré que amarrarte en casa. No podemos exponernos a que nos sigas y te pongas a ladrar a Pippin cuando se acerque a nuestro escondrijo.

—¡Guau! —protestó «Buster», tristemente.

Y acto seguido, tumbóse en el suelo, como si no tuviera ya interés en el asunto.

—¡Pobre «Buster»! —compadecióle Bets, pasándole suavemente el pie por el lomo—. No te gusta que te excluyan de nuestras cosas, ¿verdad? Pero ten en cuenta que esta vez no se trata de un «verdadero» misterio, «Buster». Todo es una broma.

Los muchachos decidieron que sería preferible que Larry y Fatty se disfrazasen en casa del primero, por hallarse ésta más cerca del jardín donde debían esconderse. De esta suerte, podrían correr a refugiarse en casa de Larry sin mucha dificultad.

—Traeré los trajes en una maleta después de cenar —declaró Fatty—. ¿Crees que podríamos esconderla en algún rincón de tu jardín, Larry? En un cobertizo, por ejemplo. Las personas mayores suelen ser muy recelosas y, si me presento en tu casa cargado con una maleta, tu madre querrá saber qué llevo en ella.

—Sí, hay un pequeño cobertizo en el jardín —asintió Larry—, donde guarda sus aperos el jardinero. Me reuniré allí contigo a la hora que tú digas. Es un buen sitio para cambiarse de ropa, Fatty. Nadie nos sorprenderá. ¿Qué vamos a ponernos?

—¿«Podemos» venir a ver cómo os disfrazáis? —preguntó Bets, deseosa de no perderse el más mínimo detalle—. ¡Por favor, dejadnos ir! Pip y yo podríamos salir de casa sin ser vistos después de cenar, a la hora de la lectura.

—Mamá piensa ir a ver la función del Pequeño Teatro esta noche —recordó Pip—. Por consiguiente, no tendremos dificultad en venir a ver cómo os disfrazáis.

Total que, a las ocho de la tarde, Fatty, Larry, Daisy, Pip y Bets reuniéronse todos en el interior del pequeño cuarto de los aperos. Fatty dispuso un saco sobre la ventanita para evitar que se viera luz desde el exterior. Después, él y Larry procedieron a disfrazarse.

—Lo mejor es que nos confiramos un aspecto muy siniestro —aconsejó Fatty—. Apuesto a que Pippin nos enfocará con su linterna, y es preciso que le permitamos echar una buena ojeada a nuestras perversas caras. Tú, Larry, te pondrás este horrible mostacho y esta peluca pelirroja bajo una gorra vieja. Dará miedo verte.

Bets contemplaba a los dos chicos, fascinada. Fatty era extremadamente hábil en el arte de la caracterización.

Tenía muchos libros sobre el particular y estaba muy enterado de todos los trucos. Además, poseía una estupenda colección de cejas, bigotes y barbas postizas, y una serie de dentaduras de celuloide con horribles dientes muy prominentes.

Por su parte, se puso una áspera barba enmarañada. Luego, contrajo la cara y aplicóse una grasa pintura negra en las arrugas. Acto seguido, pegóse un par de pobladas cejas, que inmediatamente modificaron su apariencia impidiendo toda identificación.

—¡Estás horrible, Fatty! —comentó Bets, lanzando un grito—. No te reconozco. No puedo soportar tu vista.

—Pues no me mires —masculló Fatty, con una mueca que dejó al descubierto una dentadura incompleta.

—¡Fatty! —exclamó Bets, horrorizada—. ¿Dónde están tus dientes? ¡Te faltan dos!

—Me los he pintado de negro —respondió Fatty, con otra espantosa sonrisa—. Eso es todo. Con esta luz parece que me falten, ¿verdad?

Al tiempo que hablaba, el muchacho se puso una peluca de pelo ralo que se desparramó bajo su gorra. Contrayendo el rostro, Fatty apuntó la barba hacia Daisy y Bets.

—Estás horroroso —murmuró Daisy—. Da miedo verte. Me alegro de que no exista la menor posibilidad de que tenga que tropezarme contigo esta noche. Se me helaría la sangre en las venas. ¡Fíjate en Larry, Bets! ¡Da casi tanto miedo como Fatty! ¡No te pongas bizco, Larry!

Larry bizqueaba con mucho realismo y mantenía la boca torcida con el consiguiente desplazamiento del bigote a un lado de su rostro.

—No exageres la nota —reconvino Fatty—. Pareces un imbécil… Claro está que tú ya tienes un poco de cara de tonto de natural…

Larry propinóle una puñada en la espalda.

—¡Cuidado con lo que dices! —refunfuñó, con voz cavernosa—. ¡Soy un mal sujeto!

—¡No cabe duda de que lo pareces! —profirió Daisy—. Estáis los dos francamente detestables. Pippin no os tomará por seres reales cuando os vea.

—¿Según eso, crees que nos identificará? —inquirió Fatty muy ansiosamente—. ¿Opinas que nos hemos extralimitado?

—No, no es eso —replicó Daisy—. Quiero decir que supongo que un policía está acostumbrado a ver infinidad de bergantes y bribones con una facha espantosa. Pero vosotros dais miedo de veras. ¡Uf! ¡Creo que esta noche voy a soñar con vosotros!

—Vamos, no nos entretengáis más —aconsejó Pip, de pronto, consultando su reloj—. Se está haciendo tarde.

Hasta entonces, el chico había permanecido silencioso y también un poco mohíno por no poder ir con los otros dos, ya que, según Fatty, no era lo bastante alto para pasar por un hombre. En cambio, él y Larry tenían la estatura adecuada, sobre todo Fatty, a la sazón muy corpulento.

—De acuerdo, en marcha —convino Fatty.

Larry abrió cautelosamente la puerta del cobertizo.

—Tendremos que pasar por delante de la puerta de la cocina —masculló—. Pero no importa. Nadie nos oirá.

Los dos horribles personajes recorrieron el sendero de puntillas en dirección a la puerta de la cocina. En el preciso momento en que pasaban por allí, abrióse la puerta y un brillante haz de luz cayó sobre ellos. Al punto, alguien lanzó un tremendo chillido al tiempo que cerraba la puerta de golpe.

—¡Atiza! —cuchicheó Daisy—. Era Janet, nuestra cocinera. Se habrá llevado un susto de muerte al veros. ¡De prisa, marchaos de aquí antes de que se lo diga a papá!

Ambos chicos echaron a correr hacia la calle. Bets regresó a casa con Pip. Daisy entró en la casa por la puerta del jardín y oyó a Janet contar a su padre, con voz excitadísima, que acababa de ver dos horribles individuos en el jardín.

—¡Unos verdaderos hombretones! —exclamaba—. ¡Por lo menos medían un metro ochenta! ¡Me han echado una mirada asesina y gruñían como perros!

Daisy subió furtivamente por la escalera, ahogando una risita. No le sorprendía en absoluto el horror de Janet. Lo cierto es que los dos chicos tenían un aspecto funesto espantoso.

Entretanto, Fatty y Larry encamináronse cautelosamente a la casa deshabitada, procurando agazaparse cada vez que oían pasos por las oscuras calles. Afortunadamente, nadie les vio. De lo contrario, lo lógico es que alguien hubiera dado el grito de alarma a la vista de semejantes vagabundos.

Por fin, llegaron a la casa deshabitada. Extremando las precauciones, entraron en el jardín por el portillo anterior. Además, había un segundo portillo lateral.

—En cuanto se acerque Pippin, nos pondremos a cuchichear aquí, rebajo de este arbusto —musitó Fatty—. Y en cuanto entre por el portillo anterior a echar una ojeada, nosotros huiremos por el portillo lateral. Antes, le permitiremos enfocarnos con su linterna, porque no hay peligro de que nos reconozca con estos horribles disfraces.

—De acuerdo —asintió Larry—. ¿Llevas la nota rasgada, Fatty?

Éste anduvo rebuscando en su bolsillo. Por fin, sacó de él un sobre en cuyo interior había un papel sucio, roto en seis u ocho pedazos, en el cual Fatty había escrito un mensaje secreto:

«Detrás del Pequeño Teatro, el viernes a las diez de la noche».

El chico no pudo menos de sonreír al sacar los pedacitos de papel contenedores de este mensaje.

—Cuando Pippin se dé una vuelta por detrás del Pequeño Teatro el viernes por la noche, procuraremos que encuentre un buen surtido de pistas —dijo a Larry.

Luego, esparció los pedazos de papel por el suelo, debajo del arbusto que los protegía, con objeto de que más tarde los recogiera el desprevenido Pippin.

—¡Silencio! —susurró Larry, bruscamente—. Ahí viene. No oigo sus pasos, pero reconozco su curiosa tosecita. ¡Ahora… por fin percibo sus pisadas!

Los muchachos aguardaron en silencio hasta que el agente Pippin llegó a las inmediaciones del jardín. Entonces, Fatty dijo algo con un sibilante cuchicheo. Por su parte, Larry sacudió el arbusto. Fatty exclamó: ¡Pst!

Y el agente Pippin encendió al punto su linterna.

—¡Eh! —gritó éste con voz severa y penetrante—. ¿Quién está ahí? ¡Salgan de ahí inmediatamente!

—No corras aún —cuchicheó Fatty a su compañero—. Aguarda a que nos eche un vistazo.

Larry volvió a menear el arbusto. Pippin enfocó inmediatamente su linterna en aquella dirección y quedóse horrorizado al ver aquellas caras tan patibularias, atisbándole. ¡Qué par de facinerosos! ¡«A buen seguro», no tramaban nada bueno!

—¡Ahora, rápido! —ordenó Fatty, al tiempo que el policía abría el portillo anterior.

Sin perder un segundo, los dos chicos echaron a correr calle abajo, seguidos por un veloz Pippin.

—¡Eh! —vociferaba el policía—. ¡Deténganse! ¡Deténganse ahora mismo!

Aquello era más de lo que ambos chicos se atrevían a esperar. ¿Qué pasaría si alguien les «detenía»? ¡En valiente lío veríanse metidos!

Por fortuna, nadie les detuvo, a pesar de que el carnicero del pueblo, que se hallaba paseando con su mujer en la hermosa noche primaveral, hizo ademán de agarrarles a su paso. Pero cuando vio la horrible cara de Fatty a la luz del farol, lo pensó mejor, y los chicos pudieron huir sin dificultad.

Con inmenso alivio, alcanzaron el portillo del jardín de Larry. Una vez en el pequeño cobertizo, se dejaron caer en el suelo, jadeantes.

—¡Buena faena, Larry! —resolló Fatty, sonriendo—. Ahora Pippin volverá por allí y reconocerá el lugar con su linterna hasta dar con los pedacitos de papel. Ni que decir tiene que el viernes comparecerá en busca de más pistas. Lo he pasado muy bien. ¿Y tú?

—Lo mismo te digo —asintió Larry—. Lo único que siento es tener que quitarme este magnífico disfraz. ¿No podríamos darnos una vueltecita por el pueblo para que nos vieran otras personas?

—Es preferible que no —repuso Fatty—. Vamos, despojémonos de estos chismes. ¡Qué lástima! ¡Hubiera dado cualquier cosa porque nuestro descubridor hubiera sido el viejo Goon! ¡Menudo susto se habría llevado!

Entre tanto, Pippin había retrocedido al jardín donde un momento antes se escondían los bergantes. Estaba excitadísimo. No esperaba que sucediera nada en ausencia del señor Goon. Y he aquí que acababa de sorprender a dos horribles bellacos ocultos en el jardín de una casa deshabitada, planeando, sin duda, algún robo.

El agente Pippin paseó su linterna por debajo del arbusto encubridor, en espera de encontrar alguna huella de pisadas. ¡Ajá! ¡No se equivocaba! ¡Las había en abundancia… y además, unos pedazos de papel! ¿Los habrían echado aquellos individuos?

El señor Pippin sacó la libreta de notas del bolsillo y guardó cuidadosamente los pedacitos de papel en el compartimiento de detrás. ¡Sumaban ocho en total y sobre ellos figuraba algo escrito! El agente prometióse examinarlos detenidamente en su domicilio. Después, sacó una regla plegable y midió cuidadosamente las pisadas visibles sobre la tierra blanda. Buscó también colillas de cigarro u otras pistas, pero, aparte de los pedazos de papel, no pudo hallar nada más.

Pippin estuvo levantado hasta más de la medianoche uniendo los fragmentos de papel, descifrando el emocionante mensaje, anotando la descripción de los dos hombres y tratando de dibujar las pisadas según las medidas tomadas. Sentíase muy importante y satisfecho. Era su primer «caso». Sin duda, lo resolvería a maravilla. Iría a aquel Pequeño Teatro el viernes por la noche, bastante antes de las diez, a ver qué descubría por allí. Todo aquello prometía ser «muy interesante».