Capítulo primero

En la estación de ferrocarril

Larry y Daisy aguardaban a que pasara a buscarles Fatty con «Buster», el pequeño «scottie», y acechaban su llegada junto al portillo del jardín.

—Da gusto estar de nuevo en casa, de vacaciones —comentó Daisy—. Ojalá Fatty venga pronto. De lo contrario, no llegaremos a tiempo de recibir a Pip y a Bets en la estación. Estoy deseando volver a verles. Parece que hace un siglo desde las vacaciones de Navidad.

—¡Ahí está! —exclamó Larry, alejándose del portillo—. ¡Y viene con «Buster»! ¡Hola, Fatty! Tendremos que apresurarnos si queremos llegar a tiempo a la estación.

—Hay tiempo de sobra —tranquilizóle Fatty, que era de los que nunca tienen prisa—. ¡Qué divertido será volver a estar todos juntos! ¿No os parece? ¡Los Cinco Pesquisidores dispuestos a habérselas con otro nuevo misterio de esos tan supercolosales!

—¡Guau! —protestó «Buster», sintiéndose un poco postergado.

—¡Es verdad! —rectificó Fatty—. Lo siento, «Buster». Los Cinco Pesquisidores «y el perro».

—Vamos —apremió Daisy—. El tren está al llegar. ¡Pensar que llevamos casi una semana de vacaciones y todavía no hemos visto a Bets y Pip! Apuesto a que no les habrá gustado estar con su tía Sofía. Es una mujer terriblemente rígida y severa. Estoy segura de que, por la fuerza de la costumbre, estarán varios días prodigando las «gracias», los «por favor» y los buenos modales.

—Ye se les pasará —murmuró Fatty—. ¿Alguno de vosotros ha visto al amigo Ahuyentador durante estas vacaciones?

Ahuyentador era el nombre que daban los chicos al señor Goon, el policía del pueblo. El hombre no podía tragar a los cinco muchachos y detestaba a «Buster», cosa bastante comprensible, pues el perro era muy aficionado a saltar y brincar alrededor de los tobillos del grueso policía de un modo francamente irritante. Además, los niños habían desentrañado buen número de misterios que el señor Goon consideraba de su incumbencia personal y, como es de suponer, tenía celos de los chicos.

—En cuanto nos vea a uno de nosotros por algún sitio, soltará: ¡Largo de aquí! —dijo Larry, con una burlona sonrisa—. No falla nunca… ¿Qué os parece? ¿Surgirá algún nuevo misterio durante estas vacaciones? Me gustaría hacer funcionar mi materia gris en un buen misterio de esos tan apasionantes.

Sus compañeros se echaron a reír.

—Procura que no te oiga papá —recomendó Daisy—. Has tenido tan malas notas en el colegio que seguramente te diría por qué no usas la materia gris para el latín y las matemáticas y te dejas de misterios.

—Me figuro que en el informe constan frasecitas como éstas: «Podrías sacar más partido de su inteligencia» o «No saca partido de su inteligencia» —intervino Fatty—. Conozco el paño.

—¡No es posible que hayan puesto «nunca» semejantes observaciones en «tus» informes, Fatty! —exclamó Daisy, que profesaba una gran admiración al talento de Fatty.

—Bien —dijo Fatty, modestamente—. «Por lo regular» me ponen «Brillantes estudios en este trimestre» o «Aventaja con mucho al término medio de su clase» o…

—¡Ya salió nuestro presumido amigo Fatty dándose importancia con aires de modestia! —interrumpióle Larry, dándole un puñada—. No sé cómo te las arreglas para fachendear con ese tono de voz tan modesto, Fatty. Te aseguro…

—Dejaos de discusiones —terció Daisy, echando a correr—. ¿No oís el silbido del tren? «Debemos» estar en el andén antes de que lleguen Pip y Bets. ¡Pobre «Buster»! ¡Con esas patitas tan cortas no puede seguirnos! ¡Vamos, «Buster»!

Los tres amigos franquearon la puerta de la estación e irrumpieron en el andén. Con un regocijado ladrido, «Buster» olfateó la orilla de unos recios pantalones azul marino, cuyo propietario hallábase junto al quiosco de revistas.

—¡Largo de aquí! —dijo una voz familiar, lanzando un resoplido de exasperación—. ¡Atad ese perro con una correa!

—¡Ah, «hola», señor Goon! —exclamaron Fatty, Larry y Daisy, todos a una, como si el policía fuese su mejor amigo.

—¡Dichosos los ojos que «le» ven! —agregó Fatty—. Supongo que sigue usted bien, señor Goon, a pesar de este tiempo tan deprimente y…

En el preciso momento en que el señor Goon se disponía a salir con una andanada, llegó el tren con un estruendo ensordecedor, impidiendo toda conversación.

—¡Allí está Pip! —gritó Larry, agitando la mano con tal fuerza que por poco echa a rodar el casco del señor Goon.

«Buster» fue a sentarse, muy digno, bajo el banco del andén. No le gustaban los trenes. El señor Goon permanecía a poca distancia, buscando con la mirada a la persona a quien esperaba.

Bets y Pip bajaron del tren presos de gran excitación.

—¡Fatty! —exclamó Bets, abrazándole—. ¡Estaba segura de que vendrías a recibirnos! ¡Hola, Larry! ¡Hola, Daisy!

—Hola, pequeña Bets —saludó Fatty, que sentía un profundo afecto por la muchacha—. ¡Hola, Pip! —añadió, dando al recién llegado una palmada en la espalda—. ¡Regresáis a tiempo de ayudarnos a aclarar un tremendo misterio!

El chico dijo esto en voz muy alta para que lo oyera el señor Goon. Pero, desgraciadamente, la frase no llegó a oídos del policía, ocupado en estrechar la mano a otro camarada, un individuo joven y sonriente, de tez sonrosada.

—¡Mirad! —exclamó Larry—. ¡Otro policía! ¿Será que vamos a tener dos en Peterswood de ahora en adelante?

—Lo ignoro —repuso Fatty, mirando atentamente al segundo policía—. Me gusta bastante la facha del amigo del señor Goon. Parece un tipo simpático.

—Me encantan sus orejas —comentó Bets—. Parecen soplillos.

—No digas bobadas —protestó Pip—. ¿Dónde está «Buster», Fatty?

—Allí —respondió Fatty—. ¡Eh, «Buster»! ¡Sal de ahí debajo! ¿No te da vergüenza ser tan cobarde?

«Buster» salió de debajo del banco, meneando la cola con el cuerpo gacho, como si quisiera disculparse. Pero en cuanto el tren se puso en marcha otra vez para alejarse de la estación, entre una serie de aterradores resoplidos, el animal volvió a esconderse precipitadamente debajo del banco.

—¡Pobre «Buster»! —compadecióle Bets—. Estoy segura de que si yo fuese perro, también me escondería debajo de un banco.

—Hasta hace poco siempre te ponías detrás de mí cuando entraba el tren en la estación —sacó a relucir Pip—. Y recuerdo que tratabas de…

—Vamos —interrumpió Fatty, al advertir que Bets empezaba a sonrojarse—. ¡En marcha! ¡«Buster»! Sal de ahí y no seas memo. El tren ya está a una milla de distancia.

«Buster» obedeció, pero al ver «dos» pares de pantalones azul marino dirigiéndose hacia él, precipitóse a ellos gozosamente.

—¡Ya está aquí este perro! —gruñó el señor Goon, dando puntapiés.

Y volviéndose a su compañero, dijo en voz alta:

—Tendrá usted que vigilar a este perro. Un día u otro habrá que dar parte. Como usted puede ver, no está debidamente controlado. Mantenga los ojos abiertos, Pippin, y no soporte ninguna impertinencia.

—¿De modo, señor Goon que ahora van a ser ustedes «dos» contra el pobre «Buster»? —intervino Fatty, siempre dispuesto a entablar una discusión con el señor Goon.

—«Nada» de eso —replicó el policía—. Estaré unos días de vacaciones, ¡conste que ya era hora de que me las dieran!, y este señor es mi colega, el agente Pippin, encargado de sustituirme durante mi ausencia. Me alegro muchísimo de veros, porque eso me permite poner sobre aviso a mi camarada y advertirle que «no os pierda de vista», ni tampoco a ese perro.

Y volviéndose a su compañero, que le escuchaba un tanto sorprendido, agregó:

—¿Ve usted esos cinco chavales? Se creen muy listos, capaces de desentrañar todos los misterios de la comarca. ¡No puede usted figurarse los líos en que me han metido! No les pierda de «vista», Pippin, y si surge algún misterio, guárdeselo para usted. De lo contrario, estos chicos meterán las narices en lo que es de la exclusiva incumbencia de la Ley y le darán una «guerra» tremenda.

—Gracias por la presentación, señor Goon —espetó Fatty, sonriendo al otro policía—. Encantado de darle a usted la bienvenida a Peterswood, señor Pippin. Le deseo una feliz estancia. Y si… si alguna vez cree usted que podemos ayudarle, no tiene más que decírnoslo.

—¿Ve usted? —masculló el señor Goon, poniéndose como un tomate—. ¡Lo que le decía! ¡La cuestión es meterse en lo que no les importa! ¡Vamos, largaos de aquí todos y llevaos ese antipático perro! ¡Ah!, y no lo olvidéis: pondré al señor Pippin al corriente de todos vuestros trucos y os advierto que no tolerará ninguna majadería. ¿Entendido?

Dicho esto, el señor Goon alejóse con su amigo Pippin, que, por su parte, no pudo menos de volverse a mirar a los muchachos con aire de disculpa mientras andaba. Fatty le guiñó el ojo y Pippin correspondió con otro guiño.

—Me gusta ese agente —repitió Bets—. Tiene una cara muy agradable. Y unas orejas…

—… como soplillos —concluyó Pip—. Sí, ya nos lo has dicho antes. Oye, Fatty: apuesto a que el viejo Goon va a solazarse contando a Pippin todas nuestras cosas. Nos presentará como una banda de jóvenes «gangsters» o algo por el estilo.

—¡Casi lo aseguraría! —convino Fatty—. Me gustaría oír lo que dice de nosotros. ¡Van a silbarnos los oídos!

No se equivocaba. El señor Goon estaba realmente disfrutando de lo lindo poniendo en guardia al agente Pippin.

—Téngalos a raya —le decía—. Y no soporte ninguna impertinencia del gordito. Ése, sobre todo, es una verdadera plaga.

—Me pareció que era de buena laya —murmuró el agente Pippin, sorprendido.

—Todo es parte de su astucia —repuso el señor Goon, lanzando uno de sus típicos resoplidos—. ¡No quiera usted saber las veces que ese chico me ha hecho objeto de sus travesuras, dándome toda clase de pistas falsas y estropeando algunos de mis mejores casos! Es un perfecto imbécil, siempre en plan de disfrazarse y hacer el bobo.

—¿Pero no es el muchacho de quien el inspector Jenks tiene tan buena opinión? —inquirió el agente Pippin, frunciendo el ceño con perplejidad—. Me parece recordar que dijo…

No cabía observación más inoportuna. El señor Goon se puso como la grana y echó a Pippin una mirada incendiaria, con la consiguiente alarma por parte del joven policía.

—Ese chico ha embaucado al inspector Jenks —declaró el señor Goon—. Sepa usted que es un perfecto adulador. No crea usted una palabra de lo que dice el inspector respecto a él. Limítese a buscar misteriosos chicos pelirrojos merodeando por todo el lugar, ¿entendido?

—¿Mu… muchachos pelirrojos? —exclamó, el agente Pippin, con los ojos saliéndosele de las órbitas de puro asombro—. No comprendo.

—Utilice su materia gris, Pippin —aconsejó el señor Goon en tono arrogante—. Ese chico, o sea Fatty, se ha procurado un sinfín de disfraces, y uno de sus predilectos consiste en una peluca roja. ¡Las veces que he visto chicos pelirrojos! Y todas ellas se trataba de Fatty, disfrazado para desorientarme. Extreme usted las precauciones, Pippin. Recuerde lo que le digo: el chico intentará gastarle la misma broma. Es un barrabás. Lo cierto es que todos esos chicos son una plaga, una verdadera plaga, sin el menor respeto por la Ley.

El agente Pippin escuchó todo esto sorprendido, si bien muy respetuosamente. El señor Goon le doblaba la edad y, sin duda, debía de tener muchísima experiencia. El joven sentíase orgulloso de ocupar su puesto durante sus vacaciones.

—No creo que surja ninguna dificultad en mi ausencia —prosiguió el señor Goon, al tiempo que ambos franqueaban el portillo del pequeño jardín anterior del viejo policía—. Pero, «si» ocurre algo, llévelo usted en secreto, Pippin. Haga lo que haga, no permita que esos chavales metan las narices, y en caso de que no pueda evitarlo, mande usted a por mí, ¿de acuerdo? Al propio tiempo, procure encerrar al perro con cualquier pretexto. Es un bicho peligroso y me gustaría quitarlo de en medio. Vea usted lo que puede hacer.

El agente Pippin no pudo menos de sentirse aturdido. Había simpatizado con los chicos y el perro. Era desconcertante que el señor Goon tuviese una opinión tan distinta. Con todo, sabía su obligación. Y prometióse «hacer cuanto estuviera de su parte» para complacer al señor Goon.