Travis me apretó la mano mientras yo aguantaba la respiración. Intenté mantener una expresión tranquila, pero cuando me encogí me apretó con más fuerza. Algunas partes del techo blanco estaban salpicadas de manchas de humedad. Aparte de eso, la habitación estaba inmaculada. Ni desorden, ni utensilios fuera de su sitio. Todo se encontraba en su lugar, lo que me hizo sentir moderadamente cómoda con la situación. Había tomado la decisión, y la llevaría hasta el final.
—Nena… —dijo Travis, con cara de sufrimiento.
—Puedo hacerlo —dije, mirando las manchas del techo.
Di un respingo cuando las puntas de unos dedos me tocaron la piel, pero intenté no ponerme tensa. Cuando el zumbido empezó, la preocupación se hizo evidente en los ojos de Travis.
—Paloma —empezó Travis, pero sacudí la cabeza con displicencia.
—Vale. Estoy lista.
Sujeté el teléfono lejos de la oreja, poniendo una mueca de disgusto tanto por el dolor como por la inevitable bronca.
—¡Yo te mato, Abby Abernathy! —gritó America—. ¡Te mato!
—Técnicamente, ahora soy Abby Maddox —dije, sonriendo a mi nuevo marido.
—¡No es justo! —se quejó. El enfado era evidente en su voz—. Se suponía que iba a ser tu dama de honor! ¡Tenía que ir a comprar el vestido contigo, organizarte una despedida de soltera y coger tu ramo!
—Lo sé —dije, viendo que la sonrisa de Travis se desvanecía cuando volví a poner cara de dolor.
—No tienes por qué hacer esto, lo sabes, ¿no? —dijo él, juntando las cejas.
Le apreté los dedos con la mano que tenía libre.
—Lo sé.
—¡Eso ya lo has dicho! —espetó America.
—No hablo contigo.
—Oh, desde luego que sí que vas a hablar conmigo —dijo furiosa—. Vas a hablar conmigo largo y tendido. Nunca voy a dejar de recordártelo, ¿me oyes? ¡Nunca jamás te perdonaré!
—Pues claro que lo harás.
—¡Eres…! ¡Eres…! ¡Eres simplemente malvada, Abby! ¡Eres una amiga íntima horrible!
Me reí, empujando al hombre que estaba sentado a mi lado.
—No se mueva, señora Maddox.
—Lo siento —dije.
—¿Quién era ese? —soltó America.
—Era Griffin.
—¿Quién demonios es Griffin? Deja que lo adivine, ¿has invitado a un completo desconocido a tu boda y no a tu mejor amiga? —Su voz se volvía más aguda con cada pregunta.
—No. No ha estado en la boda —dije, aguantando la respiración.
Travis suspiró y se movió nervioso en la silla, apretándome la mano.
—Se supone que soy yo la que tiene que hacer eso, ¿recuerdas? —dije, sonriéndole a pesar del dolor.
—Lo siento. No creo que pueda aguantarlo —dijo él, con la voz llena de angustia. Relajó la mano y miró a Griffin—. Date prisa, ¿quieres?
Griffin sacudió la cabeza.
—Cubierto de tatuajes y no puede aguantar que su novia se ponga una simple frase. Habré acabado dentro de un minuto, tío.
Travis frunció más el ceño.
—Mujer. Es mi mujer.
America ahogó un grito cuando por fin comprendió la conversación.
—¿Te estás haciendo un tatuaje? ¿Qué te está pasando, Abby? ¿Respiraste vapores tóxicos en ese incendio?
Bajé la mirada al estómago para ver el borrón que me llegaba justo hasta la cadera y sonreí.
—Trav lleva mi nombre en la muñeca. —Contuve de nuevo la respiración cuando el zumbido prosiguió. Griffin secó la tinta de mi piel y volvió a empezar. Solo podía hablar entre dientes—. Estamos casados. Yo también quería algo.
Travis sacudió la cabeza.
—No tenías por qué.
Entrecerré los ojos.
—No vuelvas a empezar. Ya lo hemos hablado.
America soltó una carcajada.
—Te has vuelto loca. Te ingresaré en el manicomio cuando llegues a casa. —Su voz seguía siendo penetrante y exacerbada.
—No es ninguna locura. Nos queremos y hemos estado viviendo juntos a temporadas todo el año. Así que ¿por qué no?
—¡Porque tienes diecinueve años, idiota! ¡Porque te escapaste de casa y no se lo dijiste a nadie, y porque no estoy allí! —gritó ella.
—Lo siento, Mare. Tengo que dejarte. Nos vemos mañana, ¿vale?
—¡No sé si quiero verte mañana! ¡No sé si quiero volver a ver a Travis! —dijo desdeñosa.
—Nos vemos mañana, Mare. Sabes que quieres ver mi anillo.
—Y tu tatuaje —dijo. En su voz se notaba que estaba sonriendo.
Cerré el teléfono y se lo di a Travis. El zumbido volvió a empezar y me concentré en la sensación ardiente, a la que siguió el dulce segundo de alivio mientras me secaba el exceso de tinta. Travis se guardó mi teléfono en el bolsillo, me cogió la mano con las dos suyas y se agachó para apoyar su frente en la mía.
—¿Alucinaste tanto cuando te hiciste los tatuajes? —le pregunté, sonriendo por la expresión de dolor de su cara.
Se revolvió inquieto; parecía sentir mi dolor mil veces más que yo.
—Eh…, no. Esto es diferente. Es mucho, mucho peor.
—¡Listo! —dijo Griffin con tanto alivio en su voz como transmitía la cara de Travis.
Dejé caer la cabeza hacia atrás sobre la silla.
—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! —suspiró Travis, dándome palmaditas en la mano.
Bajé la mirada hacia las preciosas líneas tatuadas sobre la piel roja e irritada:
Señora Maddox
—Guau —dije, levantándome sobre los codos para verlo mejor.
El ceño fruncido de Travis se convirtió inmediatamente en una sonrisa triunfal.
—Es precioso.
Griffin sacudió la cabeza.
—Si me dieran un dólar por cada hombre tatuado y recién casado que ha traído a su mujer aquí y se lo ha tomado peor que ella…, bueno, no tendría que volver a tatuar a nadie nunca más.
—Dime simplemente cuánto te debo, listillo —masculló Travis.
—Te haré la cuenta en el mostrador —dijo Griffin.
Se notaba que le había hecho gracia la respuesta de Travis.
Miré el cromo reluciente y los pósteres de ejemplos de tatuajes que había a mi alrededor, en las paredes, y luego bajé la vista a mi estómago. Mi nuevo apellido brillaba en letras negras, gruesas y elegantes. Travis me observaba orgulloso y después miró su alianza de titanio.
—Lo hemos hecho, nena —dijo en voz baja—. Todavía no me creo que seas mi mujer.
—Pues créetelo —dije, sonriendo.
Me ayudó a levantarme de la silla y me apoyé sobre el lado derecho, consciente de que, con cada movimiento, los vaqueros me rozaban la piel irritada. Travis sacó su cartera y firmó rápidamente el recibo antes de llevarme de la mano al taxi que esperaba fuera. Mi móvil volvió a sonar, pero cuando vi que era America no respondí.
—Va a hacer que nos sintamos muy culpables por esto, ¿no? —dijo Travis con mala cara.
—Hará pucheros durante veinticuatro horas después de ver las fotos, y luego lo superará.
Travis me lanzó una sonrisa traviesa.
—¿Estás segura de eso, señora Maddox?
—¿Vas a dejar de llamarme así en algún momento? Lo has dicho cien veces desde que salimos de la capilla.
Él dijo que no con la cabeza mientras mantenía abierta la puerta del taxi para mí.
—Dejaré de llamarte eso cuando me acabe de creer que es real.
—Oh, es totalmente real —dije, deslizándome en medio del asiento para hacer sitio—. Tengo recuerdos de la noche de bodas que lo demuestran.
Se inclinó hacia mí y me recorrió el cuello con la nariz, hasta que llegó a mi oreja.
—Desde luego que sí.
—Ay… —grité cuando se apoyó en mi vendaje.
—Oh, mierda, lo siento, Paloma.
—Te perdono —dije con una sonrisa.
Fuimos hasta el aeropuerto cogidos de la mano; cuando veía a Travis mirar su alianza sin reparos, no podía evitar sonreír. Sus ojos tenían la expresión pacífica a la que me estaba acostumbrando.
—Cuando volvamos al apartamento, creo que por fin lo asimilaré y dejaré de comportarme como un capullo.
—¿Me lo prometes? —sonreí.
Me besó la mano y después la meció sobre su regazo entre las palmas de las manos.
—No.
Me reí y apoyé la cabeza en su hombro hasta que el taxi se detuvo delante del aeropuerto. Mi móvil volvió a sonar, y en la pantalla apareció de nuevo el nombre de America.
—Es implacable. Déjame hablar con ella —dijo Travis, tendiéndome la mano para que le diera el teléfono.
—¿Diga? —dijo él, esperando el chillido agudo al otro lado de la línea. Entonces, esbozó una sonrisa—. Porque soy su marido. Ahora puedo responder sus llamadas. —Me miró de reojo y abrió la puerta del taxi, ofreciéndome la mano—. Estamos en el aeropuerto, America. ¿Por qué no vienes con Shep a recogernos y así podrás gritarnos a los dos de camino a casa? Sí, durante todo el trayecto hasta casa. Deberíamos llegar alrededor de las tres. Muy bien, Mare. Nos vemos entonces. —Torció el gesto por sus palabras cortantes y entonces me entregó el teléfono—. No exagerabas. Está cabreada.
Dio la propina al conductor y después se echó su bolsa sobre el hombro y sacó el asa de mi maleta de ruedas. Sus brazos tatuados se tensaron mientras tiraba de mi equipaje y alargaba el brazo para cogerme de la mano.
—No me puedo creer que le dieras carta blanca para gritarnos durante una hora entera —dije, siguiéndolo por la puerta giratoria.
—No creerás de verdad que voy a dejar que grite a mi mujer, ¿no?
—Se te ve muy cómodo con ese término.
—Supongo que va siendo hora de que lo admita. Sabía que ibas a ser mi mujer desde el mismo instante en que te conocí. Tampoco te voy a mentir: he estado esperando que llegara el día en que pudiera decirlo…, así que voy a abusar del tratamiento. Deberías ir haciéndote a la idea.
Lo dijo con tanta naturalidad como si fuera un discurso que hubiera practicado. Le respondí con una carcajada y apretándole la mano.
—No me molesta.
Me miró por el rabillo del ojo.
—¿No?
Negué con la cabeza y me acercó a él para besarme la mejilla.
—Bien. Te vas a hartar de oírlo durante los próximos meses, pero dame algo de margen, ¿vale?
Lo seguí por los pasillos, las escaleras mecánicas y las colas de los controles de seguridad. Al cruzar Travis el detector de metales, se disparó una alarma estruendosa. Cuando el guardia del aeropuerto le pidió a Travis que se quitara el anillo, este puso cara seria.
—Yo se lo guardo, señor —dijo el oficial—. Solo será un momento.
—A ella le he prometido que nunca me lo quitaría —dijo Travis entre dientes.
El oficial le tendió la mano con la palma hacia arriba; se mostró paciente e incluso debimos de resultarle graciosos a juzgar por las arruguitas que se le formaron en la piel de alrededor de los ojos.
Travis se quitó el anillo de mala gana y lo dejó en la mano del guardia. Cuando cruzó el arco de seguridad, suspiró. La alarma no se había disparado, pero seguía estando molesto. Yo pasé sin ninguna incidencia, después de entregar también mi anillo. Travis seguía con cara de tensión, pero, cuando nos dejaron pasar, relajó los hombros.
—No pasa nada, cariño. Vuelve a estar en tu dedo —dije, riéndome de su reacción desproporcionada.
Me besó la frente y me acercó a su lado mientras caminábamos por la terminal. Cuando vi la mirada de quienes pasaban a nuestro lado, me pregunté si saltaba a la vista que estábamos recién casados, o si simplemente se habían fijado en la ridícula sonrisa de Travis, que contrastaba con la cabeza afeitada, los brazos tatuados y los músculos protuberantes.
El aeropuerto estaba lleno de turistas emocionados, del tintineo y los pitidos de las máquinas tragaperras y de gente que caminaba en todas las direcciones. Sonreí al ver a una pareja joven cogida de la mano: parecían tan emocionados como Travis y yo cuando habíamos llegado. No dudaba de que se marcharían sintiendo la misma mezcla de alivio y aturdimiento que me embargaba en ese momento.
En la terminal, repasé una revista y toqué la rodilla de Travis con delicadeza. Detuvo el movimiento de la pierna y sonreí, sin levantar la mirada de las fotos de los famosos. Algo le preocupaba, pero esperaba que me lo dijera, sabiendo que lo estaba resolviendo internamente. Después de unos minutos, volvió a balancear la rodilla, pero en esta ocasión dejó de hacerlo solo, y entonces, lentamente, se dejó caer en la silla.
—¿Paloma?
—¿Sí?
Pasaron unos minutos de silencio y, entonces, suspiró.
—Nada.
El tiempo pasó muy rápido y parecía que acabábamos de sentarnos cuando anunciaron que los pasajeros de nuestro vuelo podían embarcar. Se formó rápidamente una cola, nos levantamos y esperamos a que llegara nuestro turno de enseñar los billetes y cruzar el largo pasillo hasta el avión que nos llevaría a casa.
Travis dudó.
—Es que no puedo librarme de una sensación —dijo en voz baja.
—¿Qué quieres decir? ¿Tienes una mala sensación? —pregunté, repentinamente nerviosa.
Se volvió hacia mí con mirada de preocupación.
—Es de locos, pero tengo la sensación de que, cuando lleguemos a casa, me despertaré. Como si nada de esto fuera real.
Lo abracé por la cintura y le acaricié los músculos de la espalda.
—¿Eso es lo que te preocupa?
Se miró la muñeca y luego la gruesa alianza que llevaba en el dedo izquierdo.
—No puedo evitar tener la impresión de que la burbuja va a estallar y de que me despertaré tumbado solo en la cama, deseando que estés allí conmigo.
—¡Pero qué voy a hacer contigo, Trav! He dejado a alguien por ti dos veces, he decidido ir a Las Vegas contigo dos veces, literalmente he estado en el infierno y he vuelto, me he casado contigo y me he tatuado tu nombre. Se me acaban las ideas para demostrarte que soy tuya por completo.
Una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Me encanta oírte decir eso.
—¿Que soy tuya? —pregunté. Me levanté de puntillas y junté mis labios con los suyos—. Soy tuya. Soy la señora de Travis Maddox. Para siempre jamás.
Su ligera sonrisa se desvaneció cuando miró la puerta de embarque y, después, a mí.
—Voy a fastidiarlo todo, Paloma. Te vas a cansar de mis gilipolleces.
Me reí.
—Ya estoy harta de tus gilipolleces. Y aun así me he casado contigo.
—Pensaba que cuando nos casáramos tendría menos miedo de perderte, pero me da la impresión de que si subo a ese avión…
—¿Travis? Te amo. Vámonos a casa.
Levantó las cejas.
—No me dejarás, ¿verdad? Aunque sea un dolor de muelas.
—He jurado delante de Dios, y de Elvis, que estaría a tu lado, ¿no?
Su cara se iluminó un poco.
—Esto es para siempre, ¿verdad?
Levanté un extremo de la boca.
—¿Te sentirías mejor si hiciéramos una apuesta?
Los demás empezaron a rodearnos, lentamente, sin perder detalle de nuestra ridícula conversación. Como antes, era consciente de las miradas curiosas, solo que ahora era diferente. Lo único en lo que pensaba era en que la paz volviera a los ojos de Travis.
—¿Qué tipo de marido sería si apostara en contra de mi propio matrimonio?
Sonreí.
—Un marido estúpido. ¿No te acuerdas de que tu padre te dijo que no apostaras contra mí?
Arqueó una ceja.
—¿Tan segura estás? ¿Estarías dispuesta a jugarte algo?
Lo rodeé por el cuello con los brazos y sonreí junto a sus labios.
—Me apostaría a mi primogénito. Mira si estoy segura.
Y entonces la paz regresó.
—No puedes estarlo tanto —dijo él, sin ansiedad alguna en la voz.
Arqueé una ceja y mi boca se levantó por el mismo lado.
—¿Qué te apuestas?