… La importancia que para el hombre y para la sociedad tiene… el dar entera libertad a la naturaleza humana para expandirse en innumerables y opuestas direcciones.

J. S. Mill, Autobiography.

Debo empezar por agradecerles el favor que me han hecho al invitarme a hablarles sobre el tema al que están dedicadas las Robert Waley Cohen Memorial Lectures; la tolerancia. En un mundo donde los derechos humanos no hubieran sido nunca pisoteados, ni los hombres se persiguieran los unos a los otros por lo que creen o por lo que son, este consejo no tendría razón de existir. Sin embargo, nuestro mundo no es ese. Estamos bastante más alejados de esa deseable situación que algunos de nuestros más civilizados antepasados; en este sentido, nos ajustamos demasiado a las pautas generales de la experiencia humana. Las épocas y las sociedades en las que las libertades civiles fueron respetadas y la diversidad de opiniones y creencias toleradas han sido muy escasas y distanciadas, oasis en el desierto de la uniformidad, intolerancia y opresión humanas. Entre los grandes predicadores Victorianos, Carlyle y Marx han demostrado ser mejores profetas que Macaulay y los wighs, pero no necesariamente más amigos de la condición humana; escépticos, por no emplear un adjetivo más duro, con respecto a los principios a cuya promoción debe este Consejo su razón de ser. El máximo defensor de estos principios, el hombre que los formuló más claramente y fundó con ello el liberalismo moderno fue, como todo el mundo sabe, el autor del ensayo Sobre la libertad, John Stuart Mill. Este libro —este gran pequeño libro, como lo ha llamado acertadamente sir Richard Livingstone en su conferencia en este ciclo— fue publicado hace cien años. El tema era entonces objeto de universal discusión. El año 1859 presenció la muerte de los dos más conocidos defensores de la libertad individual en Europa, Macaulay y Tocqueville; señaló el centenario del nacimiento de Friedrich Schiller, que fue aclamado como el poeta de la personalidad libre y creadora en pugna con fuerzas superiores. En medio de las fuerzas nuevas y triunfantes del nacionalismo e industrialismo, que exaltaban el poder y la gloria de las grandes masas humanas disciplinadas que estaban transformando el mundo en fábricas, campos de batalla o asambleas políticas, el individuo, según algunos, se había convertido en la víctima y, según otros, había llegado a su apoteosis. La condición del individuo frente al Estado o nación, la organización industrial, el grupo social o político, se estaba convirtiendo en un grave problema personal y público. Ese mismo año apareció On the Origin of Species, de Darwin, probablemente la obra científica más influyente de su siglo, que contribuyó poderosamente a destruir la antigua acumulación de dogmas y prejuicios, pero que, al ser aplicada erróneamente en psicología, ética y política, fue usada para justificar el imperialismo violento y la rivalidad encarnizada. Casi simultáneamente apareció un ensayo, escrito por un oscuro economista, divulgando una doctrina que ha tenido una influencia decisiva para la humanidad. El autor era Karl Marx; el libro, Crítica de la economía política, cuyo prólogo contenía la más clara exposición de la interpretación materialista de la historia, el meollo de lo que hoy se conoce bajo el nombre de marxismo. Pero la influencia del tratado de Mill sobre el pensamiento político fue más inmediata y quizá no menos perdurable. Invalidó las anteriores formulaciones en defensa del individualismo y la tolerancia, desde Milton y Locke hasta Montesquieu y Voltaire; y, a pesar de su desfasada psicología y de su falta de coherencia lógica, sigue siendo la obra clásica en pro de la libertad individual. Alguna vez hemos afirmado que la conducta de una persona constituye una expresión más genuina de sus creencias que sus escritos. En el caso de Mill no existe contradicción entre comportamiento y obra. Su vida fue encarnación de sus creencias. Su absoluta dedicación a la causa de la tolerancia y la razón fue ejemplar, incluso si se la compara con tantas otras vidas dedicadas a ello como hubo en el siglo XIX. El centenario de su profesión de fe, por lo tanto, no debe ser pasado por alto sin que se pronuncien algunas palabras ante este Consejo.

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Todos conocen la historia de la extraordinaria educación que recibió John Stuart Mill. Su padre, James Mill, fue el último de los grandes raisonneurs del siglo XVIII y no le afectaron en absoluto las nuevas corrientes románticas de la era en que vivió. Como su maestro Bentham y como los filósofos materialistas franceses, consideraba al hombre como un objeto natural y pensaba que el estudio sistemático de la especie humana —realizado a la manera de un estudio zoológico, botánico o físico— podía y debía establecerse sobre firmes cimientos empíricos. James Mill creía que había llegado a dominar los principios de la nueva ciencia del hombre y estaba firmemente convencido de que cualquier hombre formado a la luz de ellos —como un ser racional educado por otros seres racionales— podría ser preservado de la ignorancia y la debilidad, las dos grandes fuentes de irracionalidad de pensamiento y acción, únicas responsables de las miserias y vicios de la humanidad. Educó a su hijo, John Stuart, aislado de los demás niños, educados menos racionalmente. Prácticamente los únicos compañeros de John fueron sus propios hermanos y hermanas. A los cinco años el niño sabía griego; a los nueve, álgebra y latín. Le alimentaron con una dieta intelectual cuidadosamente elaborada por su padre, compuesta de ciencias naturales y literatura clásica. No tuvo acceso ni a la religión ni a la metafísica y muy poco a la poesía, es decir, a nada de lo que había sido condenado por Bentham como obra de la idiotez y el error humanos. Al único arte que pudo entregarse libremente fue al de la música, quizá porque su padre consideraba que no era fácil que presentara una visión equivocada del mundo real. El experimento tuvo en cierto modo un éxito aterrador. John Mill poseía al cumplir los doce años los conocimientos de un hombre de treinta excepcionalmente erudito. En su sobria, clara, literal y dolorosamente honesta descripción de sí mismo, cuenta cómo su capacidad emocional estaba anquilosada mientras su inteligencia estaba superdesarrollada. Su padre no dudaba del valor de su experimento. Había conseguido producir un ser excelentemente instruido y perfectamente racional. La verdad de los puntos de vista de Bentham sobre la educación había sido claramente demostrada.

El resultado de semejante tratamiento no extrañará a nadie de nuestra época, mucho menos ingenua en lo que a psicología se refiere. En su primera madurez, John Mill pasó su primera crisis agónica. De pronto, se sintió desprovisto de objetivos con una parálisis de la voluntad y una terrible desesperación. Habituado a reducir toda insatisfacción emocional a un problema claramente formulado, se hizo una sencilla pregunta: suponiendo que se realizara el noble ideal de Bentham de felicidad universal, en el que se le había enseñado a creer y en el que él creía con todas sus fuerzas, ¿podría esto, de hecho, colmar todos sus deseos? Con horror, tuvo que reconocer que no. ¿Cuál era, pues, el verdadero fin de la vida? No encontró ninguna razón que justificara la existencia. Todo en este mundo se le aparecía frío y seco. Intentó analizar su situación. ¿Estaba, quizá, totalmente desprovisto de sentimientos? ¿Era un monstruo, tenía una gran parte de su naturaleza humana atrofiada? Sintió que no tenía motivos para seguir viviendo y deseó la muerte. Un día, leyendo una historia patética en las memorias del escritor francés Marmontel, hoy prácticamente olvidado, rompió bruscamente a llorar. Esto le convenció de que era capaz de sentir emociones; y con este descubrimiento empezó su restablecimiento, el cual tomó la forma de una revuelta lenta, callada y difícil, pero profunda e irresistible, contra la visión de la vida inculcada por su padre y los discípulos de Bentham. Leyó la poesía de Wordsworth, leyó y conoció a Coleridge; su visión de la naturaleza del hombre, de su historia y de su destino, se transformó. John Mill no era rebelde por temperamento; quería y admiraba profundamente a su padre y estaba convencido de la validez de sus principales creencias filosóficas. Siguió a Bentham en su lucha contra el dogmatismo, el trascendentalismo y el oscurantismo, contra todo lo que se opusiera a la marcha de la razón, del análisis y de la ciencia empírica. Toda su vida se mantuvo fiel a estas creencias. Sin embargo, su concepción del hombre, y por lo tanto de otras muchas cosas, sufrió un gran cambio. No llegó a ser un declarado apóstata del movimiento utilitarista, pero sí un discípulo que abandona silenciosamente su congregación, conservando lo que piensa que es cierto y válido, pero sin sentirse atado por ninguna de las reglas y principios del movimiento. Siguió creyendo que la felicidad era el único fin de la existencia humana; pero su idea de qué era lo que contribuía a ella fue radicalmente distinta de la de sus educadores, ya que lo que más llegó a valorar no fue ni la racionalidad ni la satisfacción, sino la diversidad, la plasticidad y la plenitud de vida, la chispa indescriptible del genio individual, la espontaneidad y singularidad de un hombre, un grupo, una civilización. Lo que más odiaba y temía era la mezquindad, la uniformidad, el efecto destructor de la persecución, la opresión de los individuos por el peso de la autoridad, la costumbre o la opinión pública. Se opuso al culto del orden, de la nitidez e incluso de la paz, si tenían que ser compradas al precio de destruir la variedad y color de los indómitos seres humanos de inextinguibles pasiones y libre imaginación. Esto fue, quizá, una reacción bastante natural ante su infancia y adolescencia disciplinadas, coartadas y emocionalmente disminuidas.

Cuando cumplió diecisiete años estaba plenamente formado mentalmente. El bagaje intelectual de John Mill fue probablemente único en su época y en cualquier otra. Poseía una inteligencia clara, abierta, perfectamente articulada, profundamente seria y sin ningún rastro de temor, vanidad o humor. Durante los diez años siguientes escribió artículos y críticas llevando sobre sus hombros todo el peso de heredero oficial del movimiento utilitarista. Pero aunque sus artículos le dieron gran nombre y se convirtió en un destacado publicista y en un motivo de orgullo para sus educadores y aliados, la nota predominante en sus escritos no es utilitarista. Mill ensalzaba lo que su padre había ensalzado —el racionalismo, el método empírico, la democracia, la igualdad— y atacaba lo que los utilitaristas habían atacado: la religión, la creencia de verdades intuitivas e indemostrables y sus consecuencias dogmáticas que, desde el punto de vista de ellos y de John Mill, conducían al abandono de la razón, a sociedades jerárquicas, intereses creados, intolerancia frente a la libre crítica, prejuicios, reacción, injusticia, despotismo y miseria. Sin embargo, el énfasis había cambiado. James Mill y Bentham no habían deseado más que el placer, obtenido por el método que fuera más efectivo. Si alguien les hubiera ofrecido una medicina de la cual se pudiera demostrar científicamente que conducía a quienes la tomaran a un estado de satisfacción permanente, sus premisas les hubieran obligado a aceptarla como la panacea de todo lo que consideraban despreciable. Siempre que el mayor número posible de hombres recibieran una felicidad duradera, o incluso se liberaran del dolor, no importaba el medio de conseguirlo. Bentham y Mill creían que la educación y las leyes eran los caminos de la felicidad. Pero si se hubiera llegado a descubrir un camino más corto, en forma de pastillas, técnicas de sugestión subliminal o cualquier otro medio de condicionar a los seres humanos —cosas en las que tantos progresos nuestro siglo ha hecho— ellos, hombres fanáticamente consecuentes, lo hubieran aceptado como una alternativa mejor, por más eficaz y quizá menos costosa, que los medios que habían predicado. Ahora bien, John Stuart Mill, como claramente demostró en su vida y en sus escritos, hubiera rechazado con todas sus fuerzas tal solución. La hubiera condenado como degradante para la naturaleza humana. Para él, el hombre se diferencia de los animales no tanto por ser poseedor de entendimiento o inventor de instrumentos y métodos como por tener capacidad de elección; por elegir y no ser elegido; por ser jinete y no cabalgadura; por ser buscador de fines, fines que cada uno persigue a su manera, y no únicamente de medios. Con el corolario de que cuanto más variadas sean esas formas tanto más ricas serán las vidas de esos hombres; cuanto más amplio sea el campo de intersección entre los individuos, tanto mayores, serán las oportunidades de cosas nuevas e inesperadas; cuanto más numerosas sean las posibilidades de alterar su propio carácter hacia una dirección nueva o inexplorada, tanto mayor será el número de caminos que se abrirán ante cada individuo y tanto más amplia será su libertad de acción y de pensamiento.

En último análisis, mi opinión es que, pese a las apariencias, fue esto lo que más preocupó a Mill. Oficialmente se consagra a la búsqueda de la felicidad. Cree firmemente en la justicia. Sin embargo, su voz es más característicamente suya cuando describe las glorias de la libertad individual o denuncia cualquier cosa que atente contra ella o intente destruirla. También Bentham, apartándose de sus predecesores franceses que confiaban en moralistas y científicos expertos, había declarado que cada hombre es el mejor juez de su propia felicidad. Sin embargo, este principio hubiera seguido siendo válido para Bentham también en el caso de que cada ser viviente tomara la píldora de la felicidad y, por lo tanto, la sociedad se viera elevada o reducida a la condición de paraíso indestructible y uniforme. Para Bentham el individualismo es un dato psicológico; para Mill, un ideal. Mill ama la discusión, la independencia, los pensadores solitarios, los que desafían el régimen establecido. En un artículo escrito a los diecisiete años (pidiendo tolerancia para un ateo llamado Carlyle, ahora casi olvidado), pulsa una nota que suena una y otra vez en todos sus posteriores escritos: «Los cristianos, cuyos reformadores perecieron en prisión o quemados en la hoguera como herejes, apóstatas, blasfemos; los cristianos, cuya religión respira en cada línea caridad, libertad y piedad… el hecho de que ahora, habiendo ganado el poder del que fueron víctimas, la empleen… en una persecución vengadora… es lo más monstruoso»[2]. Mill fue, durante toda su vida, el defensor de los herejes, de los apóstatas y los blasfemos, de la libertad y la piedad. Su comportamiento estuvo en absoluta armonía con su pensamiento. Los programas políticos con los que el nombre de Mill estuvo asociado como periodista, reformador y político guardaron poca relación con los típicos proyectos utilitaristas propugnados por Bentham y realizados con éxito por muchos de sus discípulos: grandes planes industriales, financieros y educativos; reformas de la sanidad pública o de la organización del trabajo y el ocio. Los fines que Mill defendía tanto en sus escritos como en sus acciones se dirigían a algo diferente: la extensión de la libertad individual, especialmente de la libertad de expresión. Rara vez modificó sus objetivos. Cuando Mill declaró que la guerra era mejor que la opresión, o que una revolución que matara a todos los hombres con una renta superior a 500 libras al año mejoraría grandemente las cosas, o que el emperador Napoleón III de Francia era el más vil de los humanos; cuando expresó su alegría por la derrota de Palmerston al intentar este que fuera aprobada una ley declarando delito en Inglaterra la conspiración contra los déspotas extranjeros; cuando denunció a los Estados suristas en la guerra civil americana; cuando se hizo violentamente impopular al hablar en la Cámara de los Comunes en favor de los asesinos Fenianos (salvando probablemente de este modo sus vidas), o en favor de los derechos de la mujer, de los trabajadores, de los pueblos coloniales, convirtiéndose de esta manera en el más apasionado y popular defensor de los oprimidos y vejados en Inglaterra: ante todo esto cuesta trabajo suponer que era la utilidad (que mira los costes) y no la libertad y la justicia (al precio que fueran) lo que él buscaba primordialmente. Sus artículos y apoyo político salvaron a Durham y a su informe cuando ambos amenazaban ser derrotados por una coalición de adversarios de derechas y de izquierdas; de este modo, Mill contribuyó a asegurar el autogobierno en la Commonwealth británica. Ayudó a arruinar la reputación del gobernador Fyre, que había cometido brutalidades en Jamaica. Salvó el derecho de reunión y expresión pública en Hyde Parle, en contra de un gobierno que deseaba abolirlo. Escribió y habló en favor de la representación proporcional, ya que solamente esta, en su opinión, permitiría a las minorías (no necesariamente virtuosas y racionales) hacerse oír. Cuando, con gran sorpresa de los radicales, se opuso a la disolución de la East India Company, por la que tanto habían luchado él y su padre, lo hizo porque temía más la gestión del Gobierno que el dominio, paternalista pero inhumano, de los funcionarios de la Compañía. Por otro lado, no se opuso a la intervención estatal en cuanto tal. La consideró favorablemente en lo que a educación y legislación laboral se refería porque pensó que sin ella los más débiles serían oprimidos y aplastados, y también porque aumentarían las posibilidades de elección para la gran mayoría de los hombres, aunque limitara las de alguno. Lo que todas estas causas tienen en común no es una conexión directa con el principio de la «mayor felicidad», sino el hecho de que todas van en defensa de los derechos humanos, o lo que es lo mismo, de la libertad y la tolerancia.

Por supuesto, no quiero decir que no existiera tal conexión en el pensamiento de Mill, el cual muchas veces parece defender la libertad con el argumento de que sin ella no puede descubrirse la verdad, ni podemos llegar a realizar, mental o prácticamente, los experimentos que nos revelen nuevas e impensadas formas de maximizar el placer y minimizar el dolor, fuente última de todo valor. La Libertad, así pues, sería valiosa como medio, no como fin. Pero al interrogarnos sobre aquello que Mill entendía por placer o felicidad, la respuesta se halla lejos de estar clara. Sea lo que sea la felicidad, para Mill no es lo mismo que para Bentham. El concepto de la naturaleza humana de Bentham es, a su juicio, demasiado estrecho y por tanto inadecuado; Bentham no tiene, considera Mill, comprensión imaginativa de la historia, la sociedad o la psicología individual; tampoco acaba de captar qué es lo que hace —o debe hacer— permanecer unida a la sociedad: ideales comunes, lealtades, carácter nacional; no entiende de honor, dignidad, culto de sí mismo, de amor a la belleza, orden, poder, acción; solamente comprende el aspecto «negocio» de la vida. Todos estos objetivos, a los que Mill considera fundamentales, ¿son solamente medios para un único fin: la felicidad? ¿O bien son parte de ella? Mill nunca nos lo dice claramente. Mantiene que la felicidad (o la utilidad) no tiene sentido como criterio de conducta, destruyendo así de un soplo la pretensión más importante, y la doctrina central, del sistema de Bentham. «Pensamos —dice en su ensayo sobre Bentham, publicado sólo después de la muerte de su padre— que la utilidad o la felicidad es algo demasiado complejo e indefinido en tanto que fin para ser buscado fuera de la mediación de diferentes fines secundarios con respecto a los cuales puede suceder, y de hecho sucede muy a menudo, que coincidan muchas personas que difieren en cuanto al fin último». Este fin es sencillo y está bien definido en la concepción de Bentham, pero Mill rechaza su fórmula por basarse en una concepción falsa de la naturaleza humana. El fin último en Mill es «complejo e indefinido» porque abarca muchos de los fines diferentes (y quizá no siempre compatibles) que los hombres persiguen para su satisfacción y a los que Bentham había ignorado totalmente o había clasificado bajo la fórmula de placer: amor, odio, deseo de justicia, de acción, de libertad, de poder, de belleza, de conocimiento, de sacrificio. En los escritos de John Stuart Mill la felicidad viene a ser algo como «la realización de los propios deseos», sean estos los que sean. Esta definición amplía tanto su significado que le hace parecer trivial. Queda la palabra, pero el espíritu se ha esfumado; ha desaparecido la concepción clásica benthamiana de que la felicidad, de no constituir un criterio de acción claro y concreto, no es nada y se convierte en algo tan inservible como el irreal intuicionismo «trascendental» al que intenta reemplazar. Mill, bien es verdad, admite que «cuando dos o más principios secundarios entran en pugna, se hace necesaria una llamada directa a algún primer principio». Y este principio es el de la utilidad. Sin embargo, no nos da ninguna indicación acerca de cómo esta noción puede ser aplicada una vez que ha sido abstraída de su contenido, clásicamente materialista pero inteligible. Esta tendencia de Mill a evadirse hacia aquello que Bentham llamó «vaga generalidad» es lo que le hace a uno preguntarse cuál es de hecho la escala real de valores mostrada por Mill en sus escritos y comportamiento. Si su vida y las causas que en ella defendió nos son de alguna utilidad para ese objetivo, parece entonces claro que, al menos, en la vida pública los valores que consideró más elevados —llámeles o no «fines secundarios»— fueron la libertad, la variedad y la justicia. Si se le hubiera interrogado acerca de la variedad, Mill la hubiera defendido con el argumento de que sin ella muchas formas —completamente impredictibles en el presente— de felicidad humana (satisfacción, plenitud, niveles más altos de vida, aun cuando los grados de estos tendrían que ser determinados y comparados) permanecerían desconocidas, no probadas e irrealizadas; entre ellas, vidas más felices que las experimentadas hasta ahora. Esta es su tesis, a la que denomina utilitarismo. Pero si alguien le hubiera argumentado que un determinado orden social, existente o alcanzable, podría proporcionar un grado de felicidad tal que, teniendo en cuenta las limitaciones virtualmente insuperables de la naturaleza humana y sus circunstancias (por ejemplo, es enormemente improbable que el hombre se vuelva inmortal o se haga tan alto como el Everest), fuera más aconsejable conformarnos con lo que ahora tenemos, dado que el cambio significaría, según criterios de probabilidad empírica, un descenso de la felicidad general y por lo tanto debería ser evitado, podremos estar seguros de que Mill hubiera rechazado semejante argumento. Hubiera respondido que nunca, hasta haberlo probado, podemos asegurar que sabemos dónde se encuentran la verdad o la felicidad (o cualquier otra forma de experiencia). La finalidad es, por tanto, imposible en principio: todas las soluciones deben ser aproximativas y provisionales. Esta es la voz de un discípulo de Saint-Simon y de Constant o de Humboldt. Va directamente en contra del tradicional utilitarismo del siglo XVIII, que se basaba en la existencia de una naturaleza inalterable de las cosas, y que suponía que la respuesta a los problemas sociales y a otros muchos se podía hallar científicamente de una vez para siempre, al menos en principio. Es quizá esto lo que le hizo a Mill moderar su saint-simonismo, volverse en contra de Comte y no caer en la tendencia elitista de sus discípulos fabianos, a pesar de su miedo a la democracia ignorante e irracional y de su deseo de un gobierno de expertos e ilustrados (y de su insistencia, a lo largo de toda su vida, en la importancia de los objetos de adoración común e incluso aerifica).

En el pensamiento y comportamiento de Mill había un idealismo espontáneo y sin cálculo, totalmente ajeno a la ironía desapasionada y penetrante de Bentham o al vano y obstinado racionalismo de James Mill. John Stuart Mill nos cuenta cómo los métodos educativos de su padre le habían transformado en una máquina calculadora que no estaba demasiado lejos de la imagen popular del inhumano filósofo utilitarista; el hecho mismo de que fuera consciente de ello nos hace dudar de que esto pudiera haber sido enteramente cierto alguna vez. A pesar de su calvicie, de sus trajes negros, de su expresión seria, de sus frases comedidas y de su total carencia de sentido del humor, la vida de Mill es una incesante lucha en contra de los ideales y la manera de pensar de su padre, lucha tanto más meritoria cuanto que fue subterránea e inconsciente.

Mill no poseyó prácticamente ningún don profético, al revés que sus contemporáneos Marx, Burckhardt y Tocqueville; no tuvo la menor visión anticipadora de lo que habría de ser el siglo XX, ni de las consecuencias políticas y sociales de la industrialización, ni del descubrimiento de la influencia de los factores irracionales e inconscientes en el comportamiento humano, ni de las estremecedoras técnicas a las que estos conocimientos han conducido. La transformación de la sociedad que ha resultado de todo ello (el auge de ideologías seculares dominantes y las guerras entre ellas, el despertar de África y Asia, la peculiar combinación de nacionalismo y socialismo de nuestra época) estaba fuera del horizonte de Mill. Pero la falta de sensibilidad para conocer los perfiles del futuro no le impidió ser agudamente consciente de los factores que trabajaban en su propio mundo. Detestaba y temía la estandarización. Percibió que en nombre de la filantropía, la democracia y la igualdad se estaba creando una sociedad en la que los objetivos humanos se iban haciendo artificialmente más pequeños y estrechos, y en la cual se estaba convirtiendo a la mayoría de los hombres en un simple «rebaño industrioso» (para usar la frase de su admirado Tocqueville) en el que la «mediocridad colectiva» iba ahogando poco a poco la originalidad y la capacidad individual. Mill estaba en contra de lo que posteriormente ha sido llamado el «hombre-organización», tipo de persona contra la que Bentham, en principio, no hubiera puesto ninguna objeción racional. Conoció, temió y odió la timidez, blandura, conformidad natural y falta de interés en las cuestiones humanas. Era algo que tenía en común con su amigo, suspicaz y desleal, Thomas Carlyle. Ante todo, Mill se situó en contra de aquellos que estaban dispuestos a vender el derecho de todo hombre a participar en el gobierno, en las esferas de la vida pública, con el único fin de que les dejaran cultivar sus jardines en paz; hubiera contemplado con horror la difusión de esta característica en nuestra vida de hoy. Dio por supuesta la solidaridad humana, quizá con demasiada fe. No temió el aislamiento de los individuos o de los grupos, factores que trabajan por la alienación y desintegración de los individuos y sociedades; lo que le preocupaban eran los males opuestos: la socialización y la uniformidad[3]. Deseaba la mayor variedad posible en la vida y el carácter humanos. Comprendió que esto no podía ser obtenido sin defender al individuo frente a los demás y, sobre todo, frente al peso horrible de la presión social; esto fue lo que le condujo a sus insistentes y persistentes peticiones de tolerancia.

La tolerancia, como ha explicado el profesor Butterfield en una conferencia de este mismo ciclo, implica una cierta falta de respeto: tolero tus creencias absurdas y tus actos sin sentido a pesar de que sé perfectamente que son absurdos y no tienen sentido. Pienso que Mill hubiera estado de acuerdo con esto. Creyó que mantener firmemente una opinión significaba poner en ella todos nuestros sentimientos. En una ocasión declaró[4] que cuando algo realmente nos concierne, todo el que mantiene puntos de vista diferentes nos debe desagradar profundamente. Prefería esta actitud a los temperamentos y opiniones frías. No pedía necesariamente el respeto a las opiniones de los demás; lejos de ello, solamente pedía que se intentara comprenderlas y tolerarlas, pero nada más que tolerarlas. Desaprobar tales opiniones, pensar que están equivocados, burlarse de ellas o despreciarlas incluso, pero tolerarlas. Ya que sin convicciones, sin algún sentimiento de antipatía, no puede existir ninguna convicción profunda; y sin ninguna convicción profunda no puede haber fines en la vida, con lo cual nos encontraríamos al borde del terrible abismo en el que Mill se halló alguna vez. Ahora bien, sin tolerancia desaparecen las bases de una crítica racional de una condena racional. Mill predicaba, por consiguiente, la comprensión y la tolerancia a cualquier precio. Comprender no significa necesariamente perdonar. Podemos discutir, atacar, rechazar, condenar con pasión y odio; pero no podemos exterminar o sofocar, ya que esto significaría destruir lo bueno y lo malo, y equivaldría a la moral colectivista y el suicidio intelectual. El respeto escéptico para las opiniones de nuestros adversarios le parece a Mill preferible a la indiferencia o el cinismo; pero incluso estas actitudes serían menos nocivas que la intolerancia o que una ortodoxia impuesta que matara toda discusión racional. Tal es el credo de Mill. Su formulación clásica se encuentra en el ensayo sobre la libertad, que empezó a escribir en 1855 en colaboración con su mujer, la figura dominante de su vida, después de su padre. Hasta su muerte la consideró dotada de un genio muy superior al suyo; y después de su fallecimiento, en 1859, publicó el ensayo sin las mejoras que —afirma Mill— sólo sus dones únicos hubieran aportado. Este es el acontecimiento que hoy les invito a celebrar.

2

No quiero abusar de su paciencia ofreciéndoles un resumen del pensamiento de Mill. Desearía recordarles solamente aquellas ideas a las que Mill concedió especial importancia, creencias que sus adversarios atacaron durante su vida y que siguen siendo atacadas incluso con mayor vehemencia hoy en día. Estas proposiciones están muy lejos de ser evidentes por sí mismas; el tiempo no las ha convertido en lugares comunes; ni siquiera son ahora supuestos indiscutibles de una concepción civilizada. Trataré de hacer un breve examen de tales proposiciones.

Los hombres quieren restringir las libertades de otros hombres, bien (a) porque desean imponer su poder sobre los demás; (b) porque quieren conformidad (no quieren pensar diferente de los demás, ni que los demás piensen diferente de ellos); finalmente, (c) porque creen que a la pregunta de cómo debe uno vivir (como para cualquier otra pregunta) no puede haber más que una sola y verdadera respuesta. Los que utilizan este último argumento piensan que se puede llegar a descubrir esta respuesta por medio de la razón, de la intuición, de la revelación directa o por medio de una forma de vida o «unidad de teoría y práctica»; su autoridad puede ser identificada con uno de estos caminos que conducen al conocimiento final; cualquier desviación es un error que pone en peligro la salvación humana; y esto justifica la existencia de una legislación contra aquellos que se apartan de la verdad, e incluso su supresión, cualesquiera que sean sus intenciones o su carácter. Mill rechaza los dos primeros motivos como irracionales, puesto que no postulan ninguna pretensión intelectualmente fundada y, por lo tanto, no se les puede responder de una manera racional. El único argumento que parece estar dispuesto a considerar seriamente es el último, es decir, que si los verdaderos fines de la vida pueden llegar a ser descubiertos, quienes se oponen a estas verdades están difundiendo perniciosas falsedades y deben ser reprimidos. A esto Mill responde que los hombres no son infalibles; que el punto de vista supuestamente pernicioso puede resultar después de todo verdadero; que los que mataron a Sócrates y a Cristo los consideraban sinceramente propagadores de malvadas falsedades y eran hombres tan dignos de respeto como cualquiera pueda serlo hoy; que Marco Aurelio, «el más dulce y más amable de los filósofos y legisladores», el hombre más ilustrado de su tiempo y uno de los más nobles, autorizó sin embargo la persecución del Cristianismo como un peligro moral y social, aun teniendo a su alcance los argumentos utilizados por otros perseguidores. No podemos suponer que la persecución no llegue nunca a destruir la verdad. «Es un vano sentimentalismo decir —observa Mill— que la verdad goza, como tal verdad, de un propio poder inherente de que el error carece, para prevalecer contra las prisiones y la hoguera». La persecución es históricamente muy efectiva. «Para no hablar más que de opiniones religiosas: la Reforma fue intentada y rechazada veinte veces, por lo menos, antes de Lutero, Amoldo de Brescia fue vencido, Fra Dolcino fue vencido, Savonarola fue vencido, los albigenses fueron vencidos, los valdenses fueron vencidos, los lolardos fueron vencidos y los husitas fueron vencidos… En España, en Italia, en Flandes y en el imperio austríaco, el protestantismo fue desarraigado; y lo hubiera sido, muy probablemente, en Inglaterra si hubiera vivido la reina María o la reina Isabel hubiera muerto… Ninguna persona razonable puede dudar de que el cristianismo pudo haber sido extirpado en el imperio romano». ¿Y si se dice, en contra de esto, que aunque nos hayamos equivocado en el pasado es pura cobardía abstenerse de combatir la maldad por miedo a equivocarnos de nuevo cuando la vemos en el presente o, para decirlo de otro modo, que aunque no somos infalibles, sin embargo, si al fin y al cabo tenemos que vivir hemos de tomar decisiones y actuar, y debemos hacerlo basándonos nada más que en la probabilidad, de acuerdo con nuestro entendimiento y con riesgo constante de error; porque la vida implica riesgos y no tenemos otra alternativa? Mill responde que «existe la más grande diferencia entre presumir que una opinión es verdadera, porque oportunamente no ha sido refutada, y suponer que es verdadera a fin de no permitir su refutación». Se puede conseguir «que impidamos que hombres malvados perviertan a la sociedad con la propaganda de opiniones que consideramos falsas o perniciosas», pero solamente si se concede libertad a los hombres para poder negar que lo que se llama malo, pernicioso, perverso o falso, lo sea en realidad; de otro modo, la convicción se fundaría en un puro dogma, no sería racional y no podría ser analizada o alterada a la luz de nuevos hechos e ideas. Sin infalibilidad, ¿cómo podría surgir la verdad si no es por discusión? A priori no hay un camino hacia ella; una nueva experiencia, un nuevo argumento, pueden en principio cambiar nuestros puntos de vista por muy arraigados que estén. Cerrar puertas es cegarse deliberadamente a la verdad, condenarse a un error incorregible.

Mill era muy sutil, tenía gran capacidad intelectual y sus argumentos no pueden ser desatendidos. En este caso, sin embargo, está muy claro que su conclusión parte de premisas que no hace explícitas. Mill era un empirista, es decir, creía que ninguna verdad es —o puede ser— establecida racionalmente si no es a través de la observación. Nuevas observaciones siempre pueden, en principio, variar una conclusión basada en otras anteriores. Mill consideraba válida esta regla en las leyes de la física, incluso en las leyes de la lógica y de las matemáticas, y por lo tanto con más razón aún en campos «ideológicos» —en ética, política, religión, historia; en todo el campo de los asuntos humanos donde solamente reina la probabilidad, donde no prevalece ninguna certeza científica—; aquí, a menos que se permita total libertad de opinión y de discusión, nada puede ser establecido racionalmente. Pero aquellos que no estén de acuerdo con Mill y que crean en verdades intuidas, no susceptibles de rectificación por la experiencia, no tendrán en cuenta este argumento. Mill los hubiera considerado oscurantistas, dogmáticos e irracionalistas. Sin embargo, para combatir racionalmente tales puntos de vista, y con más fuerza hoy que en el siglo de Mill, se necesita algo más que un despectivo rechazo. Es posible que sin total libertad de discusión la verdad no pueda surgir. Sin embargo, esto puede ser una condición necesaria, pero no suficiente, para su descubrimiento; la verdad, a pesar de todos nuestros esfuerzos, puede permanecer en el fondo de un pozo, y mientras tanto la mala causa puede vencer y hacer un enorme daño a la humanidad. ¿Está tan claro que debemos permitir que opiniones que defiendan, por ejemplo, el odio de razas sean expresadas libremente, sólo porque Milton dijo que «aunque todas las doctrinas anduvieran sueltas por la tierra… cualquiera podría distinguir la verdad de la falsedad en un encuentro libre y abierto» porque «la verdad debe prevalecer siempre en la lucha contra la falsedad»? Estos son juicios valientes y optimistas, pero ¿hasta qué punto los apoya la evidencia empírica hoy en día? ¿Acaso siempre se detiene a tiempo o se refuta finalmente a los demagogos y a los mentirosos, a los canallas y a los fanáticos en las sociedades liberales? ¿Qué precio es justo pagar por el gran bien de la libertad de expresión? Sin duda alguna, uno muy caro; pero ¿sin límites? Y si no, ¿quién dirá qué sacrificio es, o no es, demasiado grande? Mill continúa diciendo que una opinión considerada como falsa puede ser, no obstante, parcialmente verdadera porque no hay una verdad absoluta sino sólo diferentes caminos hacia ella; la supresión de una falsedad aparente puede también suprimir lo que hay de verdad en ella, para daño de la humanidad. También en este caso el argumento dejará indiferentes a quienes creen que la verdad absoluta puede descubrirse de una vez y para siempre, bien mediante argumentos metafísicos o teológicos, bien por medio de la intuición directa, bien llevando un cierto tipo de vida, o bien, como creían los mentores de Mill, mediante métodos científicos o empíricos.

El argumento es plausible sólo si se parte del supuesto —que Mill, sabiéndolo o no, hizo suyo demasiado obviamente— de que en principio el conocimiento humano nunca es completo y siempre es falible; de que no existe una sola verdad, universalmente visible; de que cada hombre, cada nación y cada civilización pueden tomar su propio camino hacia su propia meta, no necesariamente en armonía con las de los demás; de que los hombres cambian y las verdades en las que creen sufren modificaciones por sus propias experiencias y acciones, a las que denomina experiments in living; de que, en consecuencia, es errónea la convicción, común a los aristotélicos, a muchos escolásticos cristianos y materialistas ateos, de que existe una naturaleza humana susceptible de ser conocida, una y siempre la misma en todos los tiempos, en todos los lugares y en todos los hombres (una sustancia estática, invariable bajo las apariencias cambiantes, con necesidades permanentes dictadas por un solo fin —o conjunto de fines— susceptible de ser descubierto y siempre el mismo para toda la humanidad); y de que también es errónea la noción, estrechamente unida a la anterior, de que existe una única doctrina verdadera portadora de la salvación para todos los hombres y lugares contenida en la ley natural, o la revelación de un libro sagrado, o la intuición clarividente de un hombre genial, o la sabiduría natural del hombre común, o los cálculos hechos por una élite de científicos utilitaristas dispuestos a gobernar al género humano.

Mill observa, valientemente para un declarado utilitarista, que las ciencias humanas (es decir, sociales) son demasiado confusas e inseguras para ser llamadas propiamente ciencias; no hay en ellas generalizaciones válidas, ni leyes, y en consecuencia no se puede deducir de ellas predicciones o normas de acción. Mill honraba la memoria de su padre, cuya filosofía se basaba en el supuesto contrario; respetaba a Augusto Comte y ayudaba a Herbert Spencer, los cuales pretendían haber establecido los fundamentos para una ciencia de la sociedad. Sin embargo, sus propios supuestos, explícitos a medias, contradicen tales pretensiones. Mill cree que el hombre es espontáneo, que tiene libertad de elección, que modela su propio carácter, que, como resultado de la relación del hombre con la naturaleza y con otros hombres, continuamente está surgiendo algo nuevo, y que esta novedad es precisamente lo más característico y humano del hombre. Precisamente porque la concepción de Mill de la naturaleza humana se basa no en la noción de la repetición de pautas siempre idénticas, sino en su percepción de las vidas humanas como algo perpetuamente incompleto, en auto-transformación, y siempre nuevo, sus palabras están todavía vivas y tienen validez para nuestros problemas, mientras que las obras de James Mill, Buckle, Comte y Spencer son como grandes barcas naufragadas y medio olvidadas en la corriente del pensamiento del siglo XIX Mill no pide ni predice condiciones ideales para la solución final de los problemas humanos o para conseguir un acuerdo universal sobre cuestiones cruciales. Da por supuesto que el logro del objetivo último es imposible, y sus palabras implican que tampoco es deseable. Sin embargo, no lo demuestra. El rigor de su argumentación no se puede contar como uno de sus méritos. Sin embargo, es esta creencia, la cual debilita los fundamentos sobre los que Helvétius, Bentham y James Mill construyeron sus doctrinas —un sistema nunca repudiado formalmente por Mill—, la que confiere plausibilidad y humanidad a su razonamiento.

Sus restantes argumentos son todavía más débiles. Afirma que a menos que sea sometida a discusión, la verdad está expuesta a degenerar en dogma o prejuicio; los hombres no la considerarán ya más como una verdad viva; la oposición es necesaria para mantenerla vigente. «Tanto los maestros como los discípulos se duermen en sus puestos tan pronto como el enemigo deja libre el campo», vencidos como están por «el profundo sueño de una opinión categórica». Mill creía en esto tan profundamente que declaró que si no hubiera verdaderos disidentes tendríamos la obligación de inventar argumentos contra nosotros mismos, con el fin de mantenernos en perfectas condiciones intelectuales. Esto recuerda mucho al argumento de Hegel en favor de la guerra como medio de evitar que la sociedad se estanque. Sin embargo, si en principio la verdad acerca de las cuestiones humanas fuera demostrable como lo es la verdad aritmética, difícilmente sería necesario, para preservar nuestra comprensión, la invención de argumentos falsos que derribar. Lo que Mill parece estar pidiendo realmente es diversidad de opiniones por sí misma. Habla de la necesidad de «juego limpio para todos los aspectos de la verdad», frase que un hombre difícilmente emplearía si creyera, como los primeros utilitaristas, en verdades simples y completas; y emplea argumentos poco convincentes para ocultar este escepticismo, incluso ante sí mismo. «En un estado imperfecto del espíritu humano —dice— los intereses de la verdad requieren una diversidad de opiniones». Y también «¿Estamos dispuestos a adoptar la lógica de los perseguidores, y decir que nosotros podemos perseguir a otros porque acertamos y ellos no pueden perseguirnos a nosotros porque yerran?». Católicos, protestantes, judíos y musulmanes han justificado la persecución en su día con este argumento; y partiendo de tal premisa, esto puede ser perfectamente lógico. Pero son tales premisas las que Mill rechaza; y las rechaza, me parece a mí, no como resultado de una cadena de razonamientos, sino porque cree —aunque nunca lo admite explícitamente, que yo sepa— que no hay verdades últimas que no puedan ser corregidas por la experiencia, al menos en lo que ahora se llama esfera ideológica (la de los juicios de valor y las concepciones generales y actitudes hacia la vida). Sin embargo, dentro de este conjunto de ideas y de valores, a pesar de toda su insistencia en el valor de los experiments in living y de lo que ellos pueden revelar, Mill está dispuesto a arriesgar mucho por la verdad de sus convicciones acerca de los intereses más profundos y permanentes del hombre. Aunque sus razones parten de la experiencia y no de un conocimiento a priori, las proposiciones son muy semejantes a las mantenidas, con argumentos metafísicos, por los defensores tradicionales de la doctrina de los derechos naturales. Mill cree en la libertad, es decir, en una rigurosa limitación del derecho a coaccionar, porque está seguro de que los hombres no pueden desarrollarse y llegar a ser completamente humanos a menos de hallarse ubres de interferencias por parte de otros hombres de un área mínima de sus vidas, que él considera —o desea hacer— inviolable. Esta es su visión de lo que es el hombre y, por tanto, de sus necesidades básicas morales e intelectuales. Formula sus conclusiones en las célebres máximas según las cuales «el individuo no debe cuentas a la sociedad por sus actos, en cuanto estos no se refieren a los intereses de ninguna otra persona, sino a él mismo», y que «la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es evitar _que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado, justificadamente, a realizar o no realizar determinados actos… porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo». Esta es la profesión de fe de Mill y la base última de su liberalismo político, y en consecuencia el punto de ataque —en el terreno psicológico y moral (y social)— que elegirán sus oponentes durante su vida y después de su muerte. Carlyle reaccionó con su furia característica en una carta a su hermano Alexander: «Como si fuese un pecado el controlar o coaccionar hacia mejores métodos al repugnante ser humano… Ach Gott in Himmel!»[5].

Algunos críticos más moderados y racionalistas no han dejado de señalar que los límites del dominio público y privado son difíciles de demarcar; que cualquier cosa que el hombre haga puede, en principio, frustrar a los demás; que el hombre no es una isla; que los aspectos sociales e individuales de los seres humanos son a menudo inextricables en la práctica. Se le hizo observar a Mill que cuando los hombres consideran las formas de culto de otros hombres no como «abominables» en sí, sino como una ofensa para ellos o para su Dios, tal vez se están comportando de forma irracional o intolerante, pero no por ello están necesariamente mintiendo; y que cuando Mill pregunta retóricamente por qué los musulmanes no deberían prohibir el comer cerdo a todo el mundo puesto que a ellos les repugna, la respuesta, en premisas utilitaristas, no es en modo alguno evidente por sí misma. Se puede afirmar que no existe a priori razón alguna para suponer que la mayor parte de los hombres no serían más felices —si esa es la meta— en un mundo completamente socializado donde la vida privada y la libertad personal estuvieran reducidas a un punto mínimo, que dentro del orden individualista de Mill; y que el que esto sea así o no es una cuestión de verificación experimental. Mill protesta constantemente contra el hecho de que las reglas sociales y legales estén demasiado a menudo determinadas puramente por «lo que gusta y lo que no gusta a la sociedad», y señala correctamente que estos gustos muchas veces son irracionales o se fundan en la ignorancia. Pero si el daño causado a los demás es lo que más le importa (como él afirma), entonces el hecho de que la resistencia a esta o a aquella creencia sea instintiva, o intuitiva, o no esté fundada sobre alguna base racional, no lo hace menos doloroso ni, en esa medida, deja de causarles daño. ¿Por qué los hombres racionales deberían tener más derecho a la satisfacción de sus fines que los irracionales? ¿Por qué no los irracionales, si el solo motivo justificatorio de la acción es la mayor felicidad del mayor número posible (y el mayor número raramente es racional)? Solamente un competente psicólogo social puede decir lo que haría más feliz a una sociedad dada. Si la felicidad es el único criterio, entonces el sacrificio humano o la quema de brujas, en los tiempos en que tales prácticas estaban muy arraigadas en el sentimiento popular, contribuyeron sin duda alguna en su día a la felicidad de la mayoría. Si no existe ningún otro criterio moral, entonces la pregunta de cuál de los hechos —si la muerte brutal de una anciana inocente (juntamente con la ignorancia y los prejuicios que la hicieron aceptable) o el avance en el conocimiento y la racionalidad (que acabó con tales actos abominables pero que privó al hombre de ilusiones confortadoras)— produjo una mayor felicidad es sólo cuestión de cálculo. Mill no prestó atención a tales consideraciones: nada podía ir más violentamente en contra de todo lo que pensaba y sentía. En el centro del pensamiento y de los sentimientos de Mill está, no su utilitarismo, ni su interés por el conocimiento, ni por separar el dominio público del privado —puesto que él mismo a veces concede que el Estado puede invadir el dominio privado con objeto de promover la educación, la higiene, la seguridad social o la justicia—, sino su apasionada creencia de que el hombre se hace humano mediante su capacidad de elección para el bien y para el mal. Falibilidad, derecho a equivocarse, como corolario de la capacidad de auto-mejora; y desconfianza de la simetría y del logro de fines últimos como enemigos de la libertad; tales son los principios que Mill nunca abandona. Es agudamente consciente de la multilateralidad de la verdad y de la irreductible complejidad de la vida, que hacen imposible cualquier solución simple o la idea de una respuesta final a un problema concreto. Con gran osadía, y sin volver la mirada hacia el estricto puritanismo intelectual en que había sido educado, Mill predica la necesidad de entender y recibir la luz de doctrinas que sean incompatibles entre sí, por ejemplo las de Coleridge y Bentham; en su autobiografía explicó la necesidad de entender y dominar ambas[6].

3

Kant señaló una vez que «del retorcido tronco de la humanidad no ha salido nunca nada derecho». Mill creía profundamente en esta afirmación. Esto, y su casi hegeliana desconfianza en modelos simples y fórmulas tajantes para abarcar situaciones complejas, contradictorias y cambiantes, le convirtieron en partidario dubitativo e inseguro de grupos políticos organizados y de programas. A pesar de la defensa de su padre, a pesar de la fe apasionada de la señora Taylor en la posibilidad de solucionar definitivamente todos los males sociales mediante un gran cambio institucional (en su caso el socialismo), Mill no podía conformarse con la idea de una meta final claramente discernible, puesto que veía que los hombres se hacían diferentes y evolucionaban, no sólo como resultado de causas naturales, sino también por lo que ellos mismos hacían, a veces de manera no intencionada, para variar su propio carácter. Este simple hecho hace que la conducta humana no sea predecible, y que las leyes o las teorías, inspiradas en analogías con la mecánica o con la biología, sean incapaces de englobar la complejidad y las propiedades cualitativas de un solo carácter individual (y no digamos de un grupo de hombres). De aquí que la imposición de cualquier construcción sobre una sociedad existente se limite —para decirlo con sus palabras preferidas— a impedir el crecimiento, mutilar, reducir y debilitar las facultades humanas.

La más grave ruptura de Mill con su padre se debió a esta convicción: su creencia (que nunca admitió explícitamente) de que los casos particulares requieren cada uno su propio tratamiento específico; de que la aplicación de un criterio correcto para curar una enfermedad social es al menos tan importante como el conocimiento de las leyes de la anatomía o de la farmacología. Mill era un empirista británico —no un racionalista francés o un metafísico alemán—, sensible al cambio de las circunstancias día a día, a las diferencias de «clima», a la naturaleza individual de cada caso (a diferencia de Helvétius, Saint-Simon o Fichte, interesados por las grandes lignes del desarrollo). De ahí su permanente ansiedad, tan grande como la de Tocqueville y mayor que la de Montesquieu, por preservar la variedad, por mantener las puertas abiertas a cualquier cambio, por resistir los peligros de la presión social; de ahí también, sobre todo, su odio a la masa humana que aúlla contra una víctima, y su deseo de proteger a los disidentes y a los herejes como tales. Todo el peso de su acusación contra los «progresistas» (quiere decir utilitaristas y quizá socialistas), reside en que, como regla general, sólo quieren modificar la opinión social para hacerla más favorable a este o a aquel plan o reforma, en lugar de atacar el principio, monstruoso en sí mismo, que dice que la opinión social «debería ser ley para los individuos».

El deseo dominante de Mill de la variedad y la individualidad por sí mismas surge bajo formas diferentes. Observa que «la Humanidad sale más gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás», verdad evidente que —declara— «es opuesta a la tendencia general de la opinión y de la práctica reinante». Otras veces habla en términos más severos. Señala que «es una costumbre de nuestro tiempo no desear nada fuertemente. Su carácter ideal es no tener ningún carácter acusado; mutilar por compresión, como el pie de una mujer china, toda parte de la naturaleza humana que resalte y tienda a hacer la persona marcadamente desemejante, en su aspecto general, al común de la humanidad». Y también: «La grandeza de Inglaterra es colectiva; pequeños, individualmente, sólo somos capaces de algo grande por nuestra costumbre de combinarnos; y con esto nuestros filántropos morales y religiosos están perfectamente contentos. Pero fueron hombres de otro cuño los que hicieron de Inglaterra lo que ha sido; y hombres de otro cuño serán necesarios para prevenir su decadencia». Este tono, si no el contenido, hubiera sorprendido a Bentham; también le hubiera sorprendido este eco amargo de Tocqueville: «Comparativamente hablando, ahora leen, oyen y ven las mismas cosas, van a los mismos sitios, tienen los mismos objetos de esperanzas y temores, los mismos derechos y libertades y los mismos medios de afirmarlos… Todos los cambios políticos de la época la favorecen en cuanto tienden a elevar al de abajo y a rebajar al de arriba. Toda extensión de la educación la fomenta, porque la educación pone al pueblo bajo influencias comunes. Las mejoras en los medios de comunicación la favorecen… El aumento del comercio y de las manufacturas la promueven… La ascendencia de la opinión pública forma una masa tan grande de influencias hostiles a la Individualidad que ahora el mero ejemplo de disconformidad, la mera repulsa a hincar la rodilla ante la costumbre es en sí misma un servicio». Hemos llegado a una situación en que las simples diferencias, la resistencia por sí misma y la protesta como tal son suficientes. La conformidad y la intolerancia (que es su arma ofensiva y defensiva) son para Mill siempre detestables y particularmente horribles en una época que se considera a sí misma ilustrada; en la que, sin embargo, un hombre puede ser enviado a prisión veintiún meses por ateísmo; en la que se rechaza a un jurado y se niega la justicia a extranjeros porque no profesan creencias religiosas reconocidas; en la que no se da dinero para escuelas hindúes o musulmanas porque, según la «insensata manifestación» de un subsecretario, la tolerancia es sólo deseable para los cristianos pero no para los no creyentes. La situación no es mejor cuando los trabajadores utilizan una «policía moral» para evitar que a algunos miembros de su sindicato se les pague salarios más altos, ganados por mayor destreza o laboriosidad, que los pagados a aquellos que no tienen esos atributos. Una conducta tal es incluso más detestable cuando interfiere en las relaciones privadas entre individuos. Mill afirma que «lo que cualquier persona pueda libremente hacer con respecto a las relaciones sexuales» debería ser considerado como una cuestión sin importancia y puramente privada, que sólo le atañe a ella misma; que el haber hecho responsable a un ser humano ante otras gentes, y ante el mundo, por el hecho en sí (aparte de las consecuencias, como el nacimiento de hijos, que crean deberes socialmente exigibles) será considerado un día como una de las supersticiones y barbarismos de la infancia de la raza humana. Mill opina lo mismo a propósito del cumplimiento obligatorio de la templanza o de la observancia sabática, o de cualquier otra cuestión acerca de la cual «se debería rogar inmediatamente a estos miembros de la comunidad, de una piedad tan entrometida, que cuiden de sus propios asuntos». Sin duda los comentarios de los que Mill fue objeto durante sus relaciones prematrimoniales con la señora Taylor —relaciones de las que Carlyle se burlaba considerándolas platónicas— le hicieron especialmente sensible a esta forma de persecución social. Pero en cualquier caso su posición está plenamente de acuerdo con sus convicciones más profundas y permanentes.

El recelo de Mill ante la democracia, única forma de gobierno justa y, sin embargo, potencialmente la más opresiva, nace de las mismas raíces. Se pregunta con inquietud si la centralización de la autoridad y la inevitable dependencia de cada uno respecto a todos y la «vigilancia de cada uno por todos» no acabarán por reducirlo todo a una «sumisa uniformidad de pensamiento, relaciones y acciones», y por producir «autómatas en forma humana» y «liberticidio». Tocqueville había escrito con pesimismo acerca de los efectos morales e intelectuales de la democracia en América. Mill estaba de acuerdo con él. Decía que aunque un poder tal no destruyera la existencia, era sin embargo un obstáculo para ella; que comprimía, enervaba, extinguía y embrutecía a la gente; y que la convertía en un rebaño de «tímidos y laboriosos animales a los que gobierna un pastor». El único remedio para tal situación, como mantenía el propio Tocqueville (aunque solamente medio convencido), es más democracia[7]. Sólo ella puede educar a un número suficiente de individuos para la independencia, la resistencia y la fuerza. La disposición de los hombres a imponer sus propias ideas a los demás es tan fuerte, en opinión de Mill, que solamente lo restringe el deseo del poder; este poder va creciendo; de aquí que a menos se erijan nuevas barreras el poder aumentará, conduciendo a una proliferación de «conformistas, aduladores e hipócritas, creados por una opinión silenciadora»[8] y, finalmente, a una sociedad donde la timidez habrá destruido el pensamiento individual y en la que los hombres se limitarán a ocuparse de cuestiones que no impliquen riesgos. Sin embargo, si colocamos las barreras demasiado altas, de forma que no interfieran para nada en la opinión, ¿no acabará esto, como Burke o los hegelianos habían ya advertido, en la disolución del tejido social, la atomización de la sociedad, la anarquía? A esto responde Mill que «los problemas derivados de una conducta que ni viola ningún deber específico respecto al público ni ocasiona un perjuicio perceptible a ningún individuo, excepto a él mismo, es un inconveniente que la sociedad pueda consentir en aras del mayor bien de la libertad humana». Esto es lo mismo que decir que si la sociedad, a pesar de la necesidad de cohesión social, ha fracasado en la tarea de educar a sus ciudadanos como hombres civilizados, no tiene derecho a castigarles porque molesten a los demás, o porque no se hallen bien adaptados, o porque no se ajusten a normas que la mayoría acepta. Quizá se podría crear durante algún tiempo una sociedad armónica y en perfecto acuerdo, pero el precio sería demasiado alto. Platón observó correctamente que en el momento en que surja una sociedad sin fricciones los poetas tienen que desaparecer; lo que horroriza a quienes se rebelan contra esta perspectiva no es tanto la expulsión de los poetas creadores de fantasías como el deseo subyacente de poner fin a la variedad, movimiento e individualidad de cualquier clase; el anhelo de un modelo establecido de vida y de pensamiento, intemporal, inmutable y uniforme. Sin el derecho a protestar, y sin la capacidad para ello, no existe para Mill justicia alguna, no hay fines que merezcan ser perseguidos. «Si toda la humanidad menos una persona fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad».

En su conferencia de este ciclo, a la que ya me he referido, sir Richard Livingstone, cuya simpatía por Mill no se puede poner en duda, le acusa de atribuir demasiada racionalidad a los seres humanos: el ideal de una libertad sin trabas puede ser el derecho de aquellos que han alcanzado la madurez; pero ¿de cuántos hombres hoy en día, o en otras épocas, cabe decir que esto sea verdad? ¿No pide acaso Mill demasiado? ¿No es excesivamente optimista? Hay un aspecto importante en el que sir Richard tiene razón: Mill no era un profeta. Muchos procesos sociales le causaron pesadumbre, pero no tuvo la menor intuición del creciente poder que alcanzarían en el futuro las fuerzas irracionales que han modelado la historia del siglo XX. Burckhardt y Marx, Pareto y Freud, fueron más sensibles a las corrientes más profundas de su tiempo, y penetraron bastante más profundamente en las causas de la conducta individual y social. Pero no tengo prueba alguna de que Mill supervalorara la ilustración de su época, o de que supusiera que la mayoría de los hombres de su tiempo eran maduros o racionales o llegarían pronto a serlo. Lo que sí vio fue el espectáculo de algunos hombres, a todas luces civilizados, que eran reprimidos o se hallaban discriminados, o eran perseguidos por prejuicios, estupidez y «mediocridad colectiva»; vio a esos hombres privados de lo que él consideraba como sus derechos más esenciales, y protestó. Creía que todo el progreso humano, toda la grandeza humana, la virtud y la libertad dependían principalmente de la preservación de estos hombres y de que los caminos se mantuvieran abiertos ante ellos. Sin embargo, no quería[9] que fueran designados como guardianes platónicos. Pensaba que otros como ellos podían ser educados y que, una vez formados, tendrían capacidad para elegir; y que la elección no debe, dentro de ciertos límites, ser bloqueada o dirigida por otros. Mill no defendía la educación olvidando la libertad a que daría derecho al educado (como hacen los comunistas); tampoco propugnaba una total libertad de elección, olvidando que la falta de educación adecuada llevaría al caos y —como reacción— a una nueva esclavitud (como hacen los anarquistas). Reclamaba ambas cosas. Pero no pensaba que este proceso sería rápido o fácil o universal; Mill era un hombre pesimista y, de forma consecuente, defendía a la democracia y desconfiaba, a la vez, de ella, razón por la cual fue —y sigue siendo— duramente criticado. Sir Richard ha observado que Mill era profundamente consciente de las circunstancias de su tiempo y que no vio más allá de su época. Esto me parece un comentario justo. La enfermedad de la Inglaterra victoriana era la claustrofobia; había una sensación de sofoco, y los hombres mejores y más dotados de este período, Mill y Carlyle, Nietzsche e Ibsen, hombres de la izquierda y de la derecha, reclamaban más aire y más luz. La neurosis de nuestro tiempo es la agorafobia; a los hombres les aterroriza la desintegración y la ausencia de dirección: piden, como los hombres sin amo de Hobbes en estado de naturaleza, muros para contener la violencia del océano, orden, seguridad, organización, una autoridad claramente delimitada y reconocible, y se alarman ante la perspectiva de una libertad excesiva que les arroje a un inmenso y desconocido vacío, a un desierto sin caminos, mojones ni metas. Nuestra situación es diferente a la del siglo XIX, y por lo tanto también lo son nuestros problemas: el área de la irracionalidad es más vasta y compleja que la que Mill pudiera nunca soñar. La psicología de Mill se ha quedado anticuada, y lo va siendo cada vez más, a medida que se realizan nuevos descubrimientos. Se critica justamente a Mill por prestar demasiada atención a los obstáculos puramente espirituales para el uso fructífero de la libertad, a la falta de luz moral e intelectual; y muy poca (aunque no tan poca como sus detractores han mantenido) a la pobreza, a la enfermedad y a sus causas, así como a las fuentes comunes a ambas y a la interacción entre ellas. También se le critica por concentrarse demasiado estrechamente en la libertad de pensamiento y de expresión. Todo esto es verdad. Sin embargo, ¿qué soluciones hemos encontrado, pese a nuestro nuevo conocimiento tecnológico y psicológico y nuestros nuevos grandes poderes, excepto la antigua prescripción defendida por los creadores del humanismo (Erasmo y Spinoza, Locke y Montesquieu, Lessing y Diderot): razón, educación, responsabilidad y, sobre todo, conocimiento de uno mismo? ¿Qué otra esperanza hay —o ha habido alguna vez— para los hombres?

4

El ideal de Mill no es original. Es un intento de fundir racionalismo y romanticismo: la aspiración de Goethe y Wilhelm Humboldt; un carácter rico, espontáneo, multilateral, sin temores, libre, y sin embargo racional y dirigido por uno mismo. Mill señala que los europeos deben mucho a la «pluralidad de caminos». De los desacuerdos y diferencias surge la tolerancia, la variedad, la humanidad. En una explosión súbita de sentimiento anti-igualitario, alaba a la Edad Media porque los hombres eran entonces más individuales y responsables. «¿A manos de quién perecieron la pobre Edad Media, su Papado, su caballería, su feudalidad? A manos del fiscal, de la quiebra fraudulenta y del falsificador de moneda»[10]. Este no es el lenguaje de un filósofo radical, sino el de Burke, Carlyle o Chesterton. En su pasión por el colorido y la textura de la vida, Mill ha olvidado su lista de mártires, ha olvidado las enseñanzas de su padre, de Bentham o Condorcet. Solamente se acuerda de Coleridge, solamente de los horrores de una sociedad niveladora y de clase media, la congregación gris y conformista que venera el malvado principio de que «es un derecho social absoluto de todo individuo el que todo individuo se conduzca en todos los respectos ateniéndose rigurosamente a su deber», o todavía peor, «que es deber de un hombre el que otro sea religioso», porque «Dios no sólo abomina el acto del infiel, sino que a nosotros mismos no nos considerará inocentes si le dejamos tranquilo». Estas son las consignas de la Inglaterra victoriana; si esa es su concepción de la justicia social, mejor que no existiera. En un momento anterior y similar de profunda indignación contra las farisaicas defensas de la explotación del pobre, Mill había expresado su entusiasmo por la revolución y por las matanzas, con el argumento de que la justicia valía más que la vida. Tenía veinticinco años cuando escribió eso. Un cuarto de siglo después declaró que una civilización que no tuviera fuerza interna para resistir a la barbarie sería mejor que sucumbiera. Puede que esta no sea la voz de Kant, pero tampoco es la del utilitarismo; más bien es la de Rousseau o la de Mazzini.

Pero rara vez Mill prosigue en este tono. Su solución no es revolucionaria. Para que la vida humana se haga tolerable, la información debe centralizarse y el poder diseminarse. Si todo el mundo sabe lo más posible y no tiene demasiado poder, podemos evitar un estado que «empequeñezca a sus hombres», en el que «exista el dominio absoluto del jefe de gobierno sobre una congregación de individuos aislados, todos iguales pero todos esclavos». Con hombres pequeños «ninguna cosa grande puede ser realizada». Los credos y formas de vida que «comprimen», «atrofian» y «empequeñecen» a los hombres encierran un terrible peligro. La aguda conciencia que existe hoy en día de los efectos deshumanizadores de la cultura de masas; de la destrucción de verdaderos proyectos, individuales y comunes, mediante el procedimiento de tratar a los hombres como criaturas irracionales que pueden ser engañadas y manipuladas por la publicidad y los medios de comunicación de masas —«alienados» de los proyectos básicos de los seres humanos al quedar expuestos a la acción conjunta de las fuerzas de la naturaleza y de la ignorancia, el vicio, la estupidez, la tradición y, sobre todo, el autoengaño y la ceguera institucional—: todo esto lo sentía Mill tan profunda y dolorosa-mente como Ruskin o William Morris. En este punto solamente difiere de ellos en su más clara conciencia del dilema originado por las necesidades simultáneas de auto-expresión individual y de comunidad humana. De este mismo tema se ocupa el estudio sobre la Libertad. «Es de temer —añadió Mill tristemente— que las enseñanzas de este ensayo conservarán su valor durante mucho tiempo».

Creo que fue Bertrand Russell, ahijado de Mill, quien señaló en alguna parte que las convicciones más profundas de los filósofos rara vez están contenidas en sus argumentos formales: las creencias fundamentales, las concepciones comprehensivas acerca de la vida son como ciudadelas que deben ser defendidas contra el enemigo. Los filósofos emplean su fuerza intelectual en argumentos contra objeciones, reales o posibles, a sus doctrinas; y aunque las razones que encuentren y la lógica que empleen sean complejas, ingeniosas y formidables, no son sino armas defensivas; la fortaleza interior (la visión de la vida por cuya causa libran la guerra) resultara, por lo general, relativamente simple y elemental. La defensa de Mill de su posición en el ensayo sobre la libertad no es, como se ha dicho a menudo, de la más alta calidad intelectual: muchos de sus argumentos se pueden volver contra él; ninguno es concluyente, ni convence a un adversario decidido o poco comprensivo. Desde los tiempos de James Stephen, cuyo vigoroso ataque a la postura de Mill apareció en el año de la muerte de este, hasta los conservadores, socialistas, autoritarios y totalitarios de nuestra época, los críticos de Mill han excedido en conjunto al número de sus defensores. Sin embargo, la ciudadela interior (la tesis central) ha soportado la prueba. Quizá necesite elaboración o matizaciones, pero es todavía la exposición más clara, simple, persuasiva y conmovedora del punto de vista de aquellos que desean una sociedad abierta y tolerante. La razón de ello no es solamente la honradez de Mill, o el atractivo moral e intelectual de su prosa, sino el hecho de que está diciendo algo verdadero e importante acerca de algunas de las características y aspiraciones más fundamentales de los seres humanos. Mill no está sólo expresando una serie de proposiciones claras (cada una de las cuales, examinada en sí misma, es de dudosa plausibilidad), unidas por lazos tan lógicos como le es posible aportar. Percibió algo profundo y esencial acerca del destructor efecto de los esfuerzos del hombre para su autoperfeccionamiento en la sociedad moderna que han tenido mayor éxito; acerca de las consecuencias no queridas de la democracia moderna, y de la falacia y peligros prácticos de las teorías por las que eran (y todavía son) defendidas algunas de las peores de tales consecuencias. Esto es por lo que, a pesar de la debilidad de los argumentos, de las proposiciones mal construidas, de los ejemplos anticuados, del toque de institutriz en decadencia que tan maliciosamente señaló Disraeli, a pesar de la falta total de esa audacia de concepción que sólo hombres de genio original poseen, su ensayo educó a su generación y todavía está sometido a controversia. Las proposiciones centrales de Mill no son verdades incontestables, no son en absoluto evidentes por sí mismas. Son expresiones de una postura a la que se han resistido y han rechazado los descendientes modernos de sus más notables contemporáneos —Marx, Carlyle, Dostoievski, Newman, Comte—, y que es atacada todavía porque todavía es contemporánea. El ensayo Sobre la Libertad se ocupa de cuestiones sociales específicas con ejemplos sacados de cuestiones reales y preocupantes de su tiempo; y sus principios y conclusiones están vivos en parte porque surgen de agudas crisis morales en la vida de un hombre, de una vida pasada trabajando por causas concretas y adoptando genuinas —y por eso a veces peligrosas^— decisiones. Mill examinó directamente las cuestiones que le preocupaban y no a través del prisma de una ortodoxia. Su rebelión contra la educación que le había dado su padre, su osada afirmación de los valores de Coleridge y de los románticos fue el acto de liberación que hizo añicos ese prisma. A su debido tiempo Mill se iría liberando también de esas medio-verdades y convirtiéndose en pensador por derecho propio. Por esta razón, mientras Spencer y Comte, Taine y Buckle —e incluso Carlyle y Ruskin—, figuras todas que sobresalieron en su generación, están desapareciendo en las sombras del pasado (o han sido ya devoradas por él), Mill sigue siendo real.

Uno de los síntomas de esta clase de cualidad tridimensional auténtica es que estamos seguros de poder decir qué partido habría adoptado Mill en las cuestiones de nuestro tiempo. ¿Puede alguien dudar de cuál hubiera sido su postura en el caso Dreyfus, en la guerra de los boers, ante el fascismo, frente al comunismo? ¿O sobre Múnich, Suez, Budapest, el Apartheid, el colonialismo o el informe Wolfenden? ¿Podemos decir lo mismo de otros eminentes moralistas Victorianos como Carlyle, Ruskin o Dickens, o incluso Kingsley, Wilberforce o Newman? Con seguridad ya sólo eso es una prueba de la permanencia de las cuestiones que Mill trató y del grado de su clarividencia respecto a ellas.

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Mill es generalmente descrito como un maestro de escuela victoriana, justo y de espíritu elevado, honorable, sensible, humano, pero «grave, severo y triste»; con algo de inocente y de pedante; un hombre bueno y noble, pero frío, sentencioso y seco; una figura de cera entre otras figuras de cera en una época ya desaparecida y reflejada en tales efigies. Su autobiografía, uno de los relatos más conmovedores de una vida humana, modifica esta impresión. Mill era desde luego un intelectual; era perfectamente consecuente de ello y no se avergonzaba de su condición. Sabía que su principal interés se dirigía a las ideas generales, en una sociedad que desconfiaba en gran medida de ellas: «los ingleses —escribe a su amigo d’Eichthal— desconfían invariablemente de las verdades más evidentes si sospechan que quien las enuncia tiene ideas generales». A Mill las ideas le estimulaban, y quería que fueran lo más interesante posible. Admiraba a los franceses porque, a diferencia de los ingleses, respetaban a los intelectuales. Aunque advertía que en Inglaterra se hablaba mucho acerca del avance del intelecto dentro del país, se mostró escéptico a este respecto. Se preguntaba si «nuestro avance del intelecto no será más bien un avance orientado a prescindir del intelecto y a suplir nuestra carencia de gigantes por el esfuerzo unido de la multitud cada vez mayor de enanos». La palabra «enanos», y el temor a lo pequeño, se encuentran en todos sus escritos.

Porque creía en la importancia de las ideas, estaba dispuesto a cambiar las suyas propias si los demás podían convencerle de su insuficiencia, o cuando le era revelada una nueva concepción —como ocurrió con Coleridge o Saint-Simón— o, como él creía, por el trascendente genio de la Sra. Taylor. Le gustaba la crítica por sí misma. Detestaba la adulación, e incluso el elogio de su propia obra. Atacaba el dogmatismo en los demás; personalmente, estaba realmente libre de él. A pesar del esfuerzo de su padre y de sus mentores, conservó una mente excepcional-mente abierta; y su «apariencia fría y tranquila» y «esa cabeza que razona cómo funciona una gran máquina de vapor»[11] estaban unidas (como decía su amigo Stirling) a un «espíritu caluroso, recto y realmente elevado» y a una disposición conmovedora y sincera para aprender de cualquiera en cualquier momento. Carecía de vanidad y le preocupaba muy poco su reputación; por ello, no se aferraba a la coherencia por ella misma ni a su dignidad personal si lo que estaba en juego era una cuestión humana. Fue leal a movimientos, causas y partidos; pero nada podía persuadirle para que los apoyara al precio de decir algo que a su juicio no era verdad. Un ejemplo característico es su actitud con respecto a la religión. Su padre le educó en el más estricto y severo dogma ateísta. Se rebeló contra ello. No abrazó ninguna fe reconocida pero, a diferencia de los enciclopedistas franceses o los seguidores de Bentham, no rechazó la religión como un conjunto de fantasías y emociones infantiles, ilusiones confortadoras, jerigonzas místicas y mentiras deliberadas. Mantenía que la existencia de Dios era posible e incluso probable, pero que no estaba probada. Sin embargo, si Dios era bueno no podía ser omnipotente, puesto que permitía que el mal existiera. No podía creer en un ser a la vez bueno y omnipotente cuya naturaleza desafiara los cánones de la lógica humana: Mill rechazaba la creencia en misterios, considerándola un mero intento de evadir cuestiones que causan angustia. Cuando no comprendía (lo que debió sucederle a menudo), no pretendía comprender. Aunque estaba dispuesto a luchar por el derecho de los demás a defender una fe separada de la lógica, sin embargo él la rechazaba. Reverenciaba a Cristo como el mejor hombre que jamás había vivido, y consideraba el teísmo un conjunto de creencias nobles pero ininteligibles. Consideraba la inmortalidad como posible, pero cifraba su probabilidad muy bajo. De hecho, Mill era un agnóstico Victoriano que no se sentía a gusto con el ateísmo y consideraba la religión como asunto exclusivo de cada individuo. Cuando se le invitó a presentarse como candidato a miembro del Parlamento (para el que sería posteriormente elegido), declaró que estaba dispuesto a responder a todas las preguntas que los electores de Westminster quisieran hacerle, excepto aquellas que versaran sobre sus opiniones religiosas. Esto no era cobardía: su comportamiento durante la campaña electoral fue tan ingenuo e imprudentemente intrépido que alguien comentó que con el programa de Mill ni el mismo Dios Omnipotente podía esperar ser elegido. La razón de su postura era que el hombre tiene el irrevocable derecho de defender su vida privada y de luchar por ello si fuera necesario. Cuando, más tarde, su hijastra Helen Taylor y otros le reprocharon el no identificarse más con los ateos, acusándole de contemporización y de indecisión, se mantuvo firmemente en su postura. Sus dudas eran propiedad suya: nadie tenía derecho a arrancarle una confesión de fe, a menos que se demostrara que su silencio causaba daño a los demás; puesto que esto no se podía demostrar, no veía razón para comprometerse públicamente. Al igual que Acton después de él, Mill consideraba la libertad y la tolerancia religiosa como protección indispensable de toda religión verdadera, y la distinción hecha por la Iglesia entre reino espiritual y reino temporal como uno de los grandes logros del cristianismo, en la medida en que había hecho posible la libertad de opinión. Valoraba esto último por encima de todo, y defendió apasionadamente a Bradlaugh, aunque, y precisamente, porque no coincidía con sus opiniones.

Fue el maestro de una generación, de una nación; pero sólo un maestro: no un creador ni un innovador. No se le conoce por ningún descubrimiento o invención duradera. Apenas hizo algún avance significativo en lógica, filosofía, economía o en el pensamiento político. Sin embargo, su influencia, y su capacidad para aplicar las ideas a campos en que dieran frutos, no tuvieron paralelo. No fue original, y sin embargo transformó la estructura del conocimiento humano de su época.

Mill es uno de los más grandes pensadores políticos de nuestro propio tiempo porque tuvo una mente honrada, abierta y civilizada, que encontró su expresión natural en una prosa lúcida y admirable; porque combinó la recta búsqueda de la verdad con la creencia de que su signo astrológico tenía muchas mansiones, de tal modo que incluso «un hombre con un solo ojo como Bentham podía ver lo que hombres con una visión normal no verían»[12]; porque a pesar de sus emociones inhibidas y de su intelecto súper-desarrollado, a pesar de su carácter desprovisto de humor, cerebral y serio, su concepción del hombre fue más profunda y su visión de la historia y de la vida más amplia y menos simple que la de sus predecesores utilitaristas o sus seguidores liberales. Rompió con el modelo pseudo-científico, heredado del mundo clásico y de la edad de la razón, de una naturaleza humana fija, dotada en todos los tiempos y lugares de las mismas inalterables necesidades, emociones y motivos, que responde de diferente manera sólo ante diferencias de situación y estímulos, o que se desarrolla según pautas inalterables. Sustituyó esta idea de la naturaleza humana (no conscientemente del todo) por la imagen del hombre como creador, incapaz de completarse a sí mismo, y por lo tanto nunca totalmente predecible: falible, compleja combinación de opuestos, algunos reconciliables, otros no susceptibles de ser resueltos o armonizados; incapaz de cesar en su búsqueda de la verdad, felicidad, novedad y libertad, pero sin garantía teológica, lógica o científica de poder alcanzarlas: un ser libre e imperfecto, capaz de determinar su propio destino en circunstancias favorables para el desarrollo de su razón y sus dotes. Le atormentaba el problema del libre albedrío, y su solución no fue mejor que otras, aunque a veces creyó que había resuelto el problema. Según Mill, lo que distingue al hombre del resto de la naturaleza no es ni su pensamiento racional ni su dominio sobre la naturaleza, sino la libertad de escoger y de experimentar; de todas sus ideas es esta la que le ha asegurado su fama duradera[13]. Entendía por libertad una condición en la que no se impedía a los hombres el escoger el objeto y el modo de su culto. Para él solamente una sociedad en la que esta condición estuviese realizada podría ser llamada propiamente humana. Ningún hombre merece más que Mill el homenaje de este Consejo creado para servir a un ideal al que él consideró más precioso que la vida misma.