Es de esperar que han pasado ya los tiempos en que era necesario defender la «libertad de prensa» como una de las seguridades indispensables contra un gobierno corrompido y tiránico. Suponemos que no es necesario ya argumentar contra que se permita a un legislativo o un ejecutivo, cuyo interés no sea el mismo del pueblo, prescribirle opiniones y determinar qué doctrinas y qué argumentos está autorizado a oír. Este aspecto de la cuestión, además, ha sido expuesto con tanta frecuencia y en forma tan irrebatible por anteriores escritores, que no necesita se insista especialmente sobre él aquí. Aunque la ley inglesa sobre la prensa es tan servil en el día de hoy como en tiempo de los Tudores, no es de temer que en la actualidad sea puesta en vigor contra la discusión política, excepto en algún pánico momentáneo, en que la insurrección prive a los ministros y jueces del dominio de sí mismos[14].
Generalmente, y en países constitucionales, no es de temer que un Gobierno, sea o no completamente responsable ante el pueblo, intente con frecuencia fiscalizar la expresión de la opinión, excepto cuando al hacerlo se haga al órgano de la intolerancia general del público. Permítasenos suponer que el Gobierno está enteramente identificado con el pueblo y que jamás intenta ejercer ningún poder de coacción a no ser de acuerdo con lo que él considera que es opinión de este. Pues yo niego el derecho del pueblo a ejercer tal coacción, sea por sí mismo, sea por su Gobierno. El poder mismo es ilegítimo. El mejor Gobierno no tiene más títulos para él que el peor. Es tan nocivo, o más, cuando se ejerce de acuerdo con la opinión pública que cuando se ejerce contra ella. Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad. Si fuera la opinión una posesión personal que sólo tuviera valor para su dueño; si el impedir su disfrute fuera simplemente un perjuicio particular, habría alguna diferencia entre que el perjuicio se infligiera a pocas o a muchas personas. Pero la peculiaridad del mal que consiste en impedir la expresión de una opinión es que se comete un robo a la raza humana; a la posteridad tanto como a la generación actual; a aquellos que disienten de esa opinión, más todavía que a aquellos que participan en ella. Si la opinión es verdadera se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error.
Es necesario considerar separadamente estas dos hipótesis, cada una de las cuales contiene una rama distinta del argumento que a esto se refiere. Nunca podemos estar seguros de que la opinión que tratamos de ahogar sea falsa, y si lo estuviéramos, el ahogarla sería también un mal.
En primer lugar, la opinión que se intenta suprimir por la autoridad puede ser verdadera. Aquellos que desean suprimirla niegan, naturalmente, su verdad; pero no son infalibles. No tienen autoridad para decidir la cuestión para todo el género humano, privando de los medios de juzgar respecto de ella, a todos los demás. Negarse a oír una opinión, porque se está seguro de que es falsa, equivale a afirmar que la verdad que se posee es la verdad absoluta. Toda negativa a una discusión implica una presunción de infalibilidad. Su condena puede basarse sobre este común argumento, que por ser común no es el peor.
Desgraciadamente para el buen sentido de la humanidad, el hecho de su falibilidad está lejos de alcanzar en sus juicios prácticos la importancia que siempre le es concedida en teoría.
Pues mientras todo el mundo se reconoce como falible, pocos piensan que es necesario tomar toda clase de precauciones contra su propia falibilidad, y admiten la posibilidad de que cualquier opinión que ellos consideren muy cierta, puede ser uno de los casos de error a los cuales ellos mismos se reconocen sujetos. Los príncipes absolutos, o aquellos que están habituados a una ilimitada deferencia, experimentan corrientemente esta completa confianza en sus propias opiniones sobre casi todas las materias. Los hombres más afortunadamente situados, que ven a veces discutidas sus opiniones, y no han dejado de ser rectificados cuando han caído en error, ponen la misma ilimitada confianza sólo en aquellas de sus opiniones compartidas por los que les rodean, o por aquellos hacia quienes habitualmente guardan deferencia; pues tanto mayor es la desconfianza que un hombre tenga en su propio juicio solitario, tanto más confía, con una fe implícita, en la infalibilidad de «el mundo» en general. Y el mundo, para cada individuo, significa la parte del mismo con la cual él está en contacto: su partido, su secta, su iglesia, su clase social; y, comparativamente, casi puede llamarse liberal y de amplias ideas al hombre para el cual el mundo significa algo tan comprensivo como su país o su época. Ni vacila en lo más mínimo su fe en esta autoridad colectiva por estar cierto de que otras épocas, países, sectas, iglesias, clases y partidos han pensado y aún piensan exactamente lo contrario. Arroja sobre su propio mundo la responsabilidad de acertar frente a los mundos disidentes de otros hombres y no le inquieta la idea de que un mero accidente ha decidido respecto a cuál de estos numerosos mundos obtendría su confianza, y que las mismas causas que le hicieron un cristiano en Londres le hubieran hecho un budista o un sectario de Confucio en Pekín. Sin embargo, la cosa es tan evidente por sí misma que puede probarse con toda clase de argumentos: las épocas no son más infalibles que los individuos; toda época ha sostenido opiniones que las épocas posteriores han demostrado ser, no sólo falsas, sino absurdas; y es tan cierto que muchas opiniones ahora generalizadas serán rechazadas por las épocas futuras, como que muchas que lo estuvieron en otro tiempo están rechazadas por el presente.
La objeción que se hará probablemente a este argumento quizá se formule así: no hay una mayor pretensión de infalibilidad prohibiendo la propagación del error que en cualquier otra cosa hecha por la autoridad pública según su propio juicio y bajo su responsabilidad. El juicio se ha dado a los hombres para ser aplicado. Porque pueda serlo erróneamente, ¿se va a decir a los hombres que no pueden aplicarlo de ninguna manera? Prohibiendo lo que consideren pernicioso no se proclaman exentos de error, sino que cumplen con el deber que, aunque falibles, les incumbe de obrar según sus convicciones conscientes.
Si nunca actuáramos según nuestras opiniones porque esas opiniones pudieran ser equivocadas, dejaríamos abandonados todos nuestros intereses e incumplidos nuestros deberes. Una objeción aplicable a toda la conducta puede no ser una objeción válida cuando se aplica a una conducta particular. Es el deber del Gobierno y de los individuos formar las opiniones más verdaderas que puedan; formarlas escrupulosamente y nunca imponerlas a los demás, a menos que estén completamente seguros de que son ciertas. Pero cuando estén seguros (pueden decir los que así razonen) no es obrar en conciencia, sino cobardía, el no hacerlo conforme a sus convicciones y dejar que se propaguen sin restricción doctrinas que se consideran peligrosas para el bienestar de la humanidad, en esta o en la otra vida, fundándose en que otros hombres en tiempos menos cultos han perseguido opiniones que ahora tenemos por verdaderas. Cuidemos, podrán decir, de no incurrir en la misma equivocación: pero los Gobiernos y las naciones han cometido errores en otras cosas que nadie niega son susceptibles de quedar sujetas al ejercicio de la autoridad: han exigido malos impuestos, han hecho guerras injustas. ¿Debemos nosotros, como consecuencia de esto, no imponer contribución alguna y no hacer guerra, sea cual sea la provocación? Los hombres y los Gobiernos deben proceder lo mejor que les permita su habilidad. No existe cosa alguna absolutamente cierta, pero sí con bastante seguridad para los fines de la vida. Podemos y debemos suponer que nuestra opinión es la verdadera como guía de nuestra propia conducta; y esto basta para que impidamos que hombres malvados perviertan a la sociedad con la propaganda de opiniones que consideramos falsas y perniciosas.
Yo respondo que eso es ir demasiado lejos. Existe la más grande diferencia entre presumir que una opinión es verdadera, porque oportunamente no ha sido refutada, y suponer que es verdadera a fin de no permitir su refutación. La libertad completa de contradecir y desaprobar una opinión es la condición misma que nos justifica cuando la suponemos verdadera a los fines de la acción; y por ningún otro procedimiento puede el hombre llegar a tener la seguridad racional de estar en lo cierto.
Cuando consideramos la historia de la opinión o la condición ordinaria de la vida humana, ¿a qué puede atribuirse que una y otra no sean peores de lo que son? No, ciertamente, a la fuerza inherente a la inteligencia humana, pues en cualquier materia no evidente por sí misma hay noventa y nueve personas totalmente incapaces de juzgarla por una capaz; y la capacidad de estas cien personas es sólo relativa; pues la mayoría de los hombres eminentes de las generaciones pasadas han sostenido muchas opiniones, reconocidas hoy como erróneas, y hecho o aprobado numerosas cosas que hoy nadie justificaría. ¿Por qué, entonces, ese predominio en la humanidad de las opiniones racionales y de la conducta racional? Si existe realmente esta preponderancia —la cual debe existir, a menos que los negocios humanos estén y hayan estado siempre en una situación casi desesperada— es debido a una cualidad de la mente humana, fuente de todo lo que hay de respetable en el nombre, tanto como un ser intelectual que como ser moral, y es, a saber, que sus errores son corregibles. El hombre es capaz de rectificar sus equivocaciones por medio de la discusión y la experiencia. No sólo por la experiencia; es necesaria la discusión para mostrar cómo debe ser interpretada la experiencia. Las opiniones y las costumbres falsas ceden gradualmente ante los hechos y los argumentos; pero para que los hechos y los argumentos produzcan algún efecto sobre los espíritus es necesario que se expongan. Muy pocos hechos son capaces de decirnos su propia historia sin necesitar comentarios que pongan de manifiesto su sentido. Toda la fuerza y valor, pues, del juicio humano dependen de esa única propiedad, según la cual puede pasar del error a la verdad, y sólo podrá tenerse confianza en él cuando tenga constantemente a mano los medios de hacerlo. ¿Por qué se llega a tener verdadera confianza en el juicio de una persona?; porque ha tenido abierto su espíritu a la crítica de sus opiniones y de su conducta; porque su costumbre ha sido oír todo cuanto se haya podido decir contra él, aprovechando todo lo que era justo, y explicándose a sí mismo, y cuando había ocasión a los demás, la falsedad de aquello que era falso; porque se ha percatado de que la única manera que tiene el hombre de acercarse al total conocimiento de un objeto es oyendo lo que pueda ser dicho de él por personas de todas las opiniones, y estudiando todos los modos de que puede ser considerado por los diferentes caracteres de espíritu. Ningún sabio adquirió su sabiduría por otro procedimiento; ni es propio de la naturaleza humana adquirir la sabiduría de otra manera. El hábito constante de corregir y completar su propia opinión comparándola con la de los demás, lejos de causar duda y vacilación al aplicarla en la práctica, es el único fundamento sólido de una justa confianza en ella: pues conocedor de todo lo que al menos obviamente puede decirse contra él y habiendo tomado su posición contra todos sus contradictores —sabiendo que ha buscado las objeciones, en vez de eludirlas, y que de ninguna parte ha podido obtener nueva luz que lanzar sobre el asunto—, tiene derecho a considerar su juicio mejor que el de cualquier otra persona o multitud que no le haya hecho pasar por un proceso semejante.
Si los hombres más sabios, los más capacitados para confiar en su propio juicio, encuentran necesario justificar su confianza, no es mucho pedir que se exija la misma justificación a esa colección mixta de algunos pocos discretos y muchos tontos que se llama el público. La más intolerante de las iglesias, la Iglesia católica romana, hasta en la canonización de un santo admite y oye pacientemente a un «abogado del diablo».
El más santo de los hombres no puede, según parece, ser admitido a los honores póstumos sin que se haya oído y pesado todo lo que el diablo pueda decir contra él. Si no se hubiera permitido la discusión de la filosofía newtoniana, a estas fechas no estaría la humanidad tan segura de su verdad como lo está. Las creencias en las que mayor confianza depositamos no tienen más salvaguardia para mantenerse que una permanente invitación a todo el mundo para que pruebe su carencia de fundamento. Si la invitación no es aceptada o si, aceptada, fracasa en su intento, podremos estar lejos todavía de la certidumbre, pero habremos hecho todo lo que el actual estado de la razón humana consiente; no hemos despreciado nada que pudiera dar a la verdad una probabilidad de alcanzarnos; abierto el palenque podemos esperar que, si existe una verdad mejor, será encontrada cuando la mente humana sea capaz de recibirla; y en tanto, podemos estar seguros de habernos acercado a la verdad todo lo posible en nuestro propio tiempo. Esta es toda la certidumbre a que puede llegar un ser falible, y ese es el único camino de alcanzarla.
Es extraño que los hombres admitan la validez de los argumentos en pro de la libertad de discusión y les repugne llevarlos a sus últimas consecuencias, sin advertir que las razones, si no son buenas para un caso extremo, no lo son para ninguno. Extraña cosa es que no piensen que asumen infalibilidad cuando reconocen que pueda haber libertad de discusión sobre todos los asuntos que puedan ser dudosos, pero piensan que respecto de algunos principios o doctrinas particulares debe prohibirse la discusión porque son ciertos, es decir, porque ellos tienen la certidumbre de que son ciertos. Tener por cierta una proposición mientras haya alguien que negaría su certidumbre si se le permitiera, pero que no se le permite, es afirmar que nosotros mismos y aquellos que piensan como nosotros somos los jueces de la certidumbre y jueces sin oír a la parte contraria.
En la época presente —que ha sido descrita como «desprovista de fe, pero aterrorizada por el escepticismo»—, en la que los hombres se sienten seguros, no tanto de la verdad de sus opiniones como de que no sabrían lo que hacer sin ellas, la exigencia de una opinión a ser protegida contra los ataques públicos se apoya, más que en su verdad, en su importancia social. Hay, se alega, ciertas creencias tan sutiles, por no decir indispensables, al bienestar, que el Gobierno está tan obligado a mantenerlas como a proteger cualquiera de los otros intereses de la sociedad. En un caso de tal necesidad y que tan directamente entra en el orden de su deber, puede haber algo, se dice, que no sea la infalibilidad que justifique y hasta obligue al Gobierno a actuar según su propia opinión, confirmada por la opinión general de la humanidad. También se arguye con frecuencia, y con más frecuencia se piensa, que sólo los hombres malvados desean debilitar estas saludables creencias; y no puede ser malo, se piensa, reprimir a estos hombres y prohibir lo que sólo ellos desean practicar. Esta manera de pensar hace de las limitaciones impuestas a la discusión no una cuestión de la verdad, sino de utilidad a las doctrinas, y se lisonjea de escapar, por este medio, a la responsabilidad de reclamar el carácter de juez infalible de las opiniones. Pero los que así se satisfacen no piensan que la presunción de infalibilidad no ha hecho más que cambiar de sitio. La utilidad de una opinión es en sí materia opinable, tan discutible como la opinión misma y que exige, con la misma fuerza que ella, una discusión. Juez tan infalible es necesario para decidir si una opinión es nociva como para decidir si es falsa, a menos que la opinión condenada tenga plena oportunidad para defenderse por sí sola. Y no valdrá decir que al hereje puede permitírsele mantener la utilidad o la inocencia de su opinión, aunque se le prohíba sostener su verdad.
La verdad de una opinión es parte de su utilidad. Cuando pretendemos saber si es o no deseable que una proposición sea creída, ¿cómo es posible excluir la consideración de si es o no verdadera? En opinión, no de los hombres malos, sino de los mejores, ninguna creencia que no sea verdadera puede ser útil; ¿y es posible impedirles que aleguen esto en su defensa, cuando se les inculpe la negación de alguna doctrina que se tiene por útil pero que ellos consideran falsa? Los que participan de las opiniones reinantes no dejan nunca de sacar todas las ventajas posibles de esta alegación: no les encontraréis tratando el problema de la utilidad, como si pudiera ser completamente separado del de la verdad: al contrario, porque su doctrina es «la verdad», es, sobre todo, por lo que mantienen como tan indispensable su conocimiento o creencia. No puede discutirse lealmente la cuestión de utilidad, cuando un argumento tan vital sólo puede ser empleado por una de las partes. Y de hecho, cuando la ley o el sentir público no permiten que se discuta la verdad de una opinión, son tan intolerantes como cuando niegan su utilidad. Lo más que consienten es una atenuación de su absoluta necesidad y del delito de rechazarla.
A fin de ilustrar más completamente el error de negarse a oír a determinadas opiniones porque nosotros, en nuestro propio juicio, las hayamos condenado, será conveniente que fijemos la discusión en un caso concreto; y elijo, preferentemente, aquellos casos que son menos favorables para mí, en los cuales el argumento contra la libertad de opinión, tanto respecto a la verdad como a la utilidad, está considerado como el más fuerte. Supongamos que las opiniones impugnadas son la creencia en Dios y en la vida futura, o algunas de las doctrinas corrientes de moralidad. Dar la batalla en este terreno es conceder gran ventaja a un adversario de mala fe, que seguramente dirá (y muchos que no se propongan ir de mala fe lo dirán internamente): ¿son estas las doctrinas que no estimáis suficientemente ciertas para ponerlas bajo el amparo de la ley? ¿Es la creencia en Dios una de esas opiniones respecto de las cuales decís que el estar seguros de ellas significa una presunción de infalibilidad? Pero debe permitírseme observar que no es el sentirse seguro de una doctrina (sea ella cual sea) lo que llamo yo una presunción de infalibilidad. Esta consiste en tratar de decidir la cuestión para los demás, sin permitirles oír lo que pueda alegarse por la parte contraria. Y yo denuncio y repruebo esta pretensión igualmente cuando se refiere a mis más solemnes convicciones. Por positiva que pueda ser la persuasión de una persona no sólo de la falsedad, sino de las consecuencias perniciosas de una opinión —y no sólo de estas consecuencias perniciosas, sino (para adoptar expresiones que terminantemente condeno) de su inmoralidad e impiedad—, si a consecuencia de este juicio privado, aunque esté apoyado por el juicio público de su país o de sus contemporáneos, prohíbe que esa opinión sea oída en su defensa, afirma, quien tal haga, su propia infalibilidad. Y esta presunción, lejos de ser menos reprensible o peligrosa, por tratarse de una opinión que se llama inmoral e impía, es más fatal en este caso que lo que sería en cualquier otro. Estas son, exactamente, las ocasiones en las cuales los hombres de una generación cometen esos espantosos desaciertos que causan el asombro y el horror de la posteridad. Entre estas encontramos los ejemplos memorables en la Historia, en los que el brazo de la ley ha sido empleado en desarraigar los hombres mejores y las más nobles doctrinas; con éxito deplorable en cuanto a los hombres, aunque algunas de las doctrinas han sobrevivido y se invocan (como por irrisión) en defensa de una tal conducta contra aquellos que disienten de ellas o de su aceptada interpretación.
Difícilmente será excesiva la frecuencia con que se recuerde a la humanidad que existió en tiempos un hombre llamado Sócrates, entre el cual y las autoridades legales, con la opinión pública de su tiempo, tuvo lugar una colisión memorable. Nacido en una edad en la que abundaban las grandezas individuales, este hombre nos ha sido presentado por aquellos que mejor conocían a él y a su época como el más virtuoso de su tiempo. Le conocemos nosotros, además, como iniciador y prototipo de todos los grandes maestros de virtud que le siguieron, la fuente, tanto de la sublime inspiración de Platón como del juicioso utilitarismo de Aristóteles, i maestri di color che sanno los dos creadores de la ética* y de toda otra filosofía. Este maestro, reconocido de todos los pensadores eminentes que desde entonces han vivido —cuya fama creciente supera todavía, después de más de dos mil años, la de todos los nombres que hicieron ilustre su ciudad natal—, fue condenado a muerte por sus conciudadanos, después de una prueba judicial, por impiedad e inmoralidad. Impiedad, por negar los dioses reconocidos por el Estado; en realidad, su acusador aseguró (véase la «Apología») que no creía en dios ninguno. Inmoralidad, porque era, por sus doctrinas e instrucciones, un «corruptor de la juventud». Hay toda clase de motivos para creer que el Tribunal le creyó honradamente culpable de tales crímenes y condenó a morir como un criminal al hombre que, probablemente, de todos los entonces nacidos, había servido mejor a la humanidad.
Pasemos al único ejemplo de iniquidad judicial de que puede hacerse mención después de la condena de Sócrates, sin que sea cometer un anticlímax: el que tuvo lugar en el Calvario hace poco más de mil ochocientos años. El hombre cuya grandeza moral dejó tal impresión en todos aquellos que fueron testigos de su vida y conversación, que dieciocho siglos le han rendido homenaje cerno la omnipotencia en persona, fue ignominiosamente muerto, ¿como qué? Como un blasfemo. Los hombres no sólo no le tomaron como su bienhechor, sino que le tomaron exactamente por lo contrario de lo que era y le trataron como un prodigio de impiedad; que es lo que ahora se les considera a ellos por el trato que a él le dieron. Los sentimientos con que la humanidad mira ahora estos lamentables acontecimientos, especialmente el último, la hacen ser extremadamente injusta en su juicio sobre sus desgraciados actores. No fueron, según todas las apariencias, hombres malos, ni peores que son comúnmente los hombres, más bien lo contrario; hombres que poseían de una manera completa o quizá más que completa los sentimientos morales, religiosos y patrióticos de su tiempo y de su pueblo; la misma clase de hombres que en todos los tiempos, incluso en los nuestros, tienen las mayores probabilidades de pasar por la vida sin reproches y respetados. Cuando el gran sacerdote desgarró sus vestiduras al oír pronunciar aquellas palabras que, según todas las ideas de su país, constituían el más terrible de los crímenes, su indignación y su horror eran probablemente tan sinceros como lo son en la actualidad los sentimientos morales y religiosos profesados por la generalidad de los hombres piadosos y respetables; y la mayoría de los que ahora se estremecen ante esta conducta hubieran procedido exactamente igual si hubieran nacido judíos y en aquel tiempo. Los cristianos ortodoxos que se sienten tentados a creer que los que lapidaban hasta la muerte a los primeros mártires debieron ser hombres peores de lo que ellos mismos son, recuerden que uno de aquellos perseguidores fue San Pablo.
Permítasenos añadir un ejemplo más, el de mayor relieve de todos, si la gravedad de un error se mide por la sabiduría y virtud del que incurre en él. Si algún poderoso tuvo motivos para creerse el mejor y más inteligente entre sus contemporáneos fue el emperador Marco Aurelio. Monarca absoluto de todo el mundo civilizado, conservó a través de toda su vida no sólo la más intachable justicia, sino lo que era menos de esperar dada su educación estoica, el más tierno corazón. Las escasas flaquezas que se le atribuyen fueron todas debidas a la indulgencia; en tanto que sus escritos, la más alta producción ética del espíritu antiguo, difieren apenas, si difieren algo, de las enseñanzas más características de Cristo. Este hombre, mejor cristiano en todo, aparte del sentido dogmático de la palabra, que casi todos los soberanos ostensiblemente cristianos que después han reinado, persiguió al cristianismo.
Colocado en la cima de las precedentes conquistas de la humanidad, con una inteligencia abierta y libre y un carácter que le llevó a incorporar a sus escritos morales el ideal cristiano, no vio, sin embargo, que el cristianismo con sus deberes, de los que tan profundamente se hallaba penetrado, era un bien y no un mal para el mundo. Sabía que la sociedad existente estaba en un estado deplorable. Pero tal como era, vio o creyó ver que la fe y reverencia hacia las divinidades establecidas la sostendría y evitaría un estado peor. Como rector de la humanidad, estimó de su deber no consentir que la sociedad cayera despedazada; y no vio que si los vínculos existentes se rompían otros vendrían a sustituirles que podrían, de nuevo, ligarla.
La nueva religión claramente trataba de disolver esos vínculos; por consiguiente, a menos que su deber fuese adoptarla, estaba obligado a destruirla. Desde el momento en que la teología del cristianismo no le parecía verdadera o de origen divino; no siendo creíble para él esa extraña historia de un Dios crucificado, y sin poder prever que un sistema fundado sobre base tan completamente inverosímil a su juicio, tuviera la influencia renovadora que, después de todas las decadencias, han probado los hechos que tenía, el más dulce y más amable de los filósofos y legisladores, impulsado por un sentido solemne de su deber, autorizó la persecución del cristianismo. A mi juicio, es este uno de los hechos más trágicos de la historia. Produce amargura pensar qué diferente hubiera podido ser la cristiandad en el mundo si la fe cristiana hubiera sido adoptada como la religión del imperio bajo los auspicios de Marco Aurelio en vez de los de Constantino. Pero sería tan injusto como falso negar que todas las excusas que pueden alegarse hoy para castigar la enseñanza de doctrinas anticristianas, son aplicables a Marco Aurelio para castigar, como lo hizo, la propaganda del cristianismo. Ningún cristiano cree con más firmeza que el ateísmo es falso y tiende a la disolución de la sociedad, que Marco Aurelio lo creía del cristianismo; él, que entre todos los hombres de entonces puede ser considerado como el más capaz para apreciarle. Todo partidario de castigar la emisión de opiniones, a menos que se crea un hombre más prudente y mejor que Marco Aurelio, más versado que él, en la sabiduría de su tiempo, de mayor elevación intelectual, más ardiente en la investigación de la verdad o más devotamente consagrado a ella una vez hallada, debe abstenerse de declarar su propia infalibilidad con la de la multitud, como lo hizo con tan desdichado resultado el gran Antonino.
En vista de que el empleo de las penas para restringir las opiniones antirreligiosas no puede defenderse con ningún argumento que no justifique también a Marcus Antoninus[15] los enemigos de la libertad religiosa cuando se ven comprometidos aceptan esta consecuencia y dicen, con el doctor Johnson, que acertaron los perseguidores del cristianismo; que la persecución es una prueba por la que la verdad debe pasar y siempre pasa con éxito; que, al fin, las penalidades legales son impotentes contra la verdad y pueden ser beneficiosas en ocasiones contra errores perjudiciales. Se trata de un argumento en favor de la intolerancia religiosa, demasiado notable para que no hagamos mención de él.
Una teoría que justifica la persecución de la verdad, porque la persecución no puede hacerle daño alguno, no puede ser acusada de hostilidad intencionada frente a la recepción de nuevas verdades; pero no podemos alabar su generosidad respecto de las personas hacia quienes la humanidad es deudora de ellas. Revelar al mundo algo que le interesa profundamente y que hasta entonces ignoraba, demostrarle que ha sido engañado en algún punto vital para sus intereses temporales o espirituales, es el mayor servicio que un ser humano puede prestar a sus semejantes, y los que piensan como el doctor Johnson creen que en ciertos casos, como el de los primeros cristianos y el de los reformadores, fue el don más precioso que pudo hacerse a la humanidad. Que los autores de tan espléndidos beneficios sean pagados con el martirio, que se les recompense tratándoles como al más vil de los criminales, no es, según esa teoría, un deplorable error por el que la humanidad debería hacer penitencia con el saco y la ceniza, sino el estado normal y justo de las cosas. El que sostenga una nueva verdad debe presentarse, según esta doctrina, como se presentaba en la legislación de los Locrios el que proponía una nueva ley, con una cuerda atada al cuello, para tirar de ella inmediatamente si la asamblea, oídas su razones, no adoptaba en el acto su proposición. No puede creerse que los que defienden este trato para los bienhechores concedan gran valor al beneficio; y mi opinión es que esta manera de considerar la cuestión es propia casi exclusivamente de aquella clase de personas que piensan que las nuevas verdades fueron de desear por una vez y al principio, pero que ahora tenemos ya más que bastantes.
Realmente, sin embargo, este aserto de que la verdad triunfa siempre de la persecución es una de esas falsedades que los hombres se van trasmitiendo de unos a otros, hasta llegar a ser lugares comunes, a pesar de que la experiencia las rechaza por completo. La historia nos ofrece ejemplos de verdades arrolladas por la persecución; que si no suprimidas para siempre, han sido, al menos, retardadas durante siglos. Para no hablar más que de opiniones religiosas: la Reforma fue intentada y rechazada veinte veces, por lo menos, antes de Lutero. Arnoldo de Brescia fue vencido. Fray Dolcino fue vencido. Savonarola fue vencido. Los albigenses fueron vencidos. Los valdenses fueron vencidos. Los lolardos fueron vencidos. Los husitas fueron vencidos. Aun después de la era de Lutero dondequiera que se persistió en la persecución se hizo con éxito. En España, en Italia, en Flandes, en el imperio austríaco, el protestantismo fue desarraigado; y lo hubiera sido muy probablemente en Inglaterra si hubiera vivido la reina María o la reina Isabel hubiera muerto. La persecución siempre ha triunfado, salvo donde los heréticos formaban un partido demasiado poderoso para ser eficazmente perseguido. Ninguna persona razonable puede dudar de que el cristianismo pudo haber sido extirpado en el imperio romano, y que si se propagó y llegó a predominar fue porque las persecuciones fueron sólo ocasionales, de corta duración y separadas por largos intervalos de una propaganda casi libre. Es un vano sentimentalismo decir que la verdad goza, como tal verdad, de un propio poder de que el error carece para prevalecer contra las prisiones y la hoguera.
Los hombres no son más celosos por la verdad que suelen serlo por el error, y una suficiente aplicación de las penalidades legales, y hasta de las sociales, basta de ordinario para detener la propagación de cualquiera de ellos. La ventaja real que la verdad tiene consiste en esto: que cuando una opinión es verdadera, puede ser extinguida una, dos o muchas veces, pero en el curso de las edades, generalmente, se encontrarán personas que la vuelvan a descubrir, y una de estas reapariciones tendrá lugar en un tiempo en el que por circunstancias favorables escape a la persecución, hasta que consiga la fuerza necesaria para resistir todos los intentos ulteriores para suprimirla.
Se dirá que ahora no se da muerte a los introductores de nuevas opiniones; no somos como nuestros padres, que sacrificaban a los poetas, sino que hasta les erigimos sepulturas. Verdad es que ya no se condena a muerte a los herejes; y que la cantidad de sufrimiento penal que los sentimientos modernos tolerarían, aun tratándose de las opiniones más repulsivas, no sería bastante para su extirpación. Pero no nos alabemos todavía de estar libres de la mancha de la persecución legal. Hoy existen todavía leyes penales contra opiniones o, al menos, contra su expresión; y su imposición no es, aun en estos tiempos, tan extraordinaria como para considerar completamente increíble que un día puedan de nuevo revivir en toda su fuerza. En el año 1857, la Sala de vacaciones del condado de Cornualles condenó a veintiún meses de prisión a un desgraciado[16], de conducta intachable, al decir de las gentes, en todas las relaciones de la vida, por haber emitido y escrito en una puerta algunas palabras ofensivas para el cristianismo. Un mes más tarde, en el Old Bailey, dos personas, en dos ocasiones diferentes[17], fueron rechazadas como jurados y una de ellas groseramente insultada por el juez y uno de los asesores, porque honradamente declararon no tener creencia teológica alguna; y a un tercero, extranjero[18], le fue denegada la justicia contra un ladrón por este mismo motivo. Esta denegación tuvo lugar al amparo de la doctrina legal, según la cual ninguna persona que no crea en un Dios (cualquiera que sea) y en la vida futura, puede ser admitido a comparecer como testigo ante los tribunales, lo que equivale a declarar tales personas fuera de la ley y privados de la protección de los tribunales y a admitir que no sólo puedan ser ellos mismos impunemente robados y asaltados, si sólo ellos o personas de sus mismas creencias se hallaban presentes, sino que pueda serlo cualquiera con la misma impunidad, si la prueba del hecho pende de su declaración. Se basa esto en la suposición de que el juramento de una persona que no cree en la vida futura carece de valor; proposición que entraña grave ignorancia de la historia en sus defensores (puesto que es históricamente cierto que en todas las épocas una gran proporción de infieles han sido personas de notoria integridad y honorabilidad), y que no sería sostenida por nadie que tuviera la más pequeña noticia de cuantas personas, entre las de mayor reputación en el mundo, tanto por sus virtudes como por sus acciones, fueron con toda certeza, al menos para sus íntimos, incrédulos. Esta regla es, además, suicida y destruye sus propios fundamentos. Al suponer que todos los ateos son embusteros, admite el testimonio de que no tienen reparo en mentir, y rechaza el de aquellos que afrontan la detracción de la publicidad al confesar un credo detestado antes que afirmar una falsedad; una ley tan absurda respecto a su misma finalidad sólo puede ser mantenida en vigor como símbolo de odio o reliquia de persecución. Persecución que tiene, además, la peculiaridad de que los motivos por los cuales tiene lugar son la prueba más concluyente de no ser merecida. Tal ley y la teoría en que se apoya no son menos insultantes para los creyentes que para los infieles, pues si el que no cree en una vida futura miente siempre, esto significa que lo único que impide mentir a los que creen en ella es el temor al infierno. No hemos de inferir a los autores y defensores de esta ley la injuria de suponer que el concepto que se han formado de la virtud cristiana responde a su propia conciencia.
Todos estos son, en realidad, residuos de persecución que deben ser mirados, no como muestras del deseo de perseguir, sino como un ejemplo de esa anomalía, tan frecuente en el espíritu inglés, que consiste en complacerse afirmando un mal principio cuando ya ha dejado de ser lo bastante perverso para desear su efectiva aplicación. Pero, por desgracia, no puede asegurarse, en el estado actual de la opinión pública, que sigan en suspenso estas odiosas formas de persecución legal, que ya durante una generación han dejado de ser aplicadas. En nuestro tiempo, la serena superficie de la rutina se ve tan frecuentemente turbada por tentativas para resucitar viejos males como para introducir beneficios nuevos. Lo que en nuestros días se ensalza como renacimiento de la religión es siempre, al menos en los espíritus estrechos e incultos, renacimiento del fanatismo. Y cuando en los sentimientos de un pueblo existe esa poderosa y permanente levadura de intolerancia, que en todo tiempo existió en la clase media de este país, se necesita poco para provocarle a perseguir activamente a aquellos que nunca dejó de considerar como dignos de persecución[19].
Por ser esto así, las opiniones que los hombres mantienen y los sentimientos que abrigan respecto a aquellos que distienden en creencias que consideran importantes, son las que hacen de este país un lugar en el que no existe la libertad de pensamiento. Desde hace ya mucho tiempo el mal principal de las penas legales es el de fortalecer el estigma social. Estigma social verdaderamente eficaz, y en tal medida, que la profesión de opiniones que caen bajo el anatema de la sociedad es en Inglaterra mucho menos frecuente de lo que es en muchos otros países la confesión de aquellas que implican el riesgo de un castigo judicial. Para todo el mundo, con la excepción de aquellas personas cuya posición pecuniaria las hace independientes de la buena voluntad de los demás, la opinión es, en este sentido, tan eficaz como la ley; tan fácil es aprisionar a un hombre como privarle de los medios de ganarse el pan. Aquellos que tienen asegurado el sustento y que no desean favores de los hombres que están en el Poder, ni de ninguna corporación o del público, nada tienen que temer de la franca profesión de todas las opiniones, a no ser que se piense o se hable mal de ellos, lo que deben ser capaces de soportar sin necesidad de un gran heroísmo, sin que haya lugar para ninguna apelación ad misericordiam en su favor. Mas, aunque no inflijamos tantos males como en otros a aquellos que no piensan como nosotros, puede ocurrir que nos perjudiquemos a nosotros mismos, más que nunca, por nuestra manera de tratarles. Sócrates fue condenado a muerte, pero la filosofía socrática se elevó como el sol en el cielo y esparció su luz sobre todo el firmamento intelectual. Los cristianos fueron arrojados a los leones, pero la Iglesia cristiana se convirtió en un árbol magnífico y henchido de vida que superó a los más viejos y menos vigorosos secándoles con su sombra. Nuestra intolerancia meramente social no mata a nadie, no desarraiga ninguna opinión, pero induce a los hombres a desfigurarlas o a abstenerse de todo esfuerzo activo para su difusión. Entre nosotros las opiniones heréticas no ganan ni pierden terreno perceptiblemente en cada década o generación; pero nunca resplandecen con fuerza, sino que continúan encerradas en el estrecho círculo de pensadores y estudiosos en que nacieron, sin iluminar nunca los problemas generales de la humanidad con un destello, sea verdadero o falso. Y así se sostiene un estado de cosas muy satisfactorio para algunos espíritus, porque mantiene todas las opiniones prevalecientes en una aparente calma, sin el enojoso procedimiento de la multa o la prisión, sin impedir en absoluto el ejercicio de la inteligencia a aquellos disidentes afligidos por la enfermedad del pensamiento. Un plan muy a propósito para conservar la paz en el mundo intelectual, dejando que las cosas vayan sucediendo poco más o menos como antes. Pero el precio que se paga por esta especie de pacificación intelectual es el completo sacrificio de todo el ímpetu moral del espíritu humano. Un estado de cosas en el cual una gran parte de los entendimientos más activos e investigadores consideran prudente dejar encerrados en su pecho los principios generales y los fundamentos de sus convicciones, y cuando se dirigen al público procuran amoldar todo lo posible sus conclusiones a premisas que interiormente repudian, no puede producir esos caracteres francos y despreocupados ni esas inteligencias lógicas y consistentes que adornaron en tiempos el mundo del pensamiento. La especie de hombres que en él se producirán serán, o meros repetidores del lugar común o servidores circunstanciales de la verdad, cuyos argumentos sobre todos los grandes problemas están hechos a la medida de sus oyentes, sin ser los que a ellos mismos les han convencido. Los hombres que evitan esta alternativa lo consiguen circunscribiendo sus pensamientos y su interés a las cosas de las que se puede hablar sin aventurarse en la región de los principios, es decir, a materias prácticas de escasa importancia, las cuales se arreglarían por sí mismas en cuanto el entendimiento humano se fortaleciera y extendiera, y sin que puedan serlo efectivamente hasta entonces, en tanto que queda abandonado lo que habrá de producir ese fortalecimiento y extensión, a saber: la especulación libre y audaz sobre los problemas más elevados.
Aquellos a cuyos ojos no sea un mal esta reserva de los herejes deberían pensar, en primer lugar, que gracias a ella no tiene lugar nunca una leal y profunda discusión de las opiniones heréticas, con lo que las que entre ellas no pudieran resistir una tal discusión no desaparecen, siquiera pueda ser impedida su difusión. Pero no son las inteligencias de los herejes las que más daño sufren cuando se prohíbe toda investigación que no termine en conclusiones ortodoxas. El mayor perjuicio se irroga a quienes sin ser herejes ven todo su desenvolvimiento mental entorpecido, y su razón intimidada por el temor a la herejía. ¿Quién puede computar lo que el mundo pierde en la multitud de inteligencias prometedoras, unidas a caracteres tímidos, las cuales no osan seguir caminos mentales audaces, vigorosos e independientes, por temor a caer en algo que pudiera ser considerado irreligioso o inmoral? Entre ellos podemos ver, ocasionalmente, algún hombre de profunda conciencia y entendimiento sutil y refinado, que se pasa la vida sofisticando con una inteligencia a la que no puede hacer callar, y que agota los recursos de su ingenio en el intento de reconciliar las inspiraciones de su conciencia con la ortodoxia, lo que, quizá, en definitiva, no logra realizar. Nadie puede ser un gran pensador sin reconocer que su primer deber como tal consiste en seguir a su inteligencia cualesquiera que sean las conclusiones a que se vea conducido. La verdad gana más por los errores del hombre que con el estudio y la preparación debidos, piensa por su cuenta, que con las opiniones verdaderas del que sólo las mantiene por no tomarse la molestia de pensar. No es que la libertad de pensar sólo sea necesaria para la formación de grandes pensadores. Al contrario, es tanto o más indispensable para que el promedio de los hombres pueda alcanzar el nivel intelectual de que sea capaz. Pueden haber existido y pueden volver a existir grandes pensadores en una atmósfera de esclavitud mental. Pero nunca se ha dado, ni se dará en esta atmósfera, un pueblo intelectualmente activo. Cuando en un pueblo se ha manifestado temporalmente este carácter ha sido debido a que durante un cierto tiempo quedó en suspenso el temor a la especulación heterodoxa. Cuando existe una convención tácita para que los principios no sean discutidos; cuando la discusión de las más grandes cuestiones que pueden preocupar a la humanidad se considera terminada, no puede abrigarse la esperanza de encontrar ese general y alto nivel de actividad mental que tan notables ha hecho a algunas épocas de la historia. Nunca fue el espíritu de un pueblo removido en sus mismos fundamentos, ni dado el impulso que eleva hasta las personas de una inteligencia más vulgar a algo semejante a la dignidad de seres pensantes, mientras la controversia evitaba aquellos temas cuya importancia y profundidad eran bastante para encender el entusiasmo. Un ejemplo de esto lo hemos tenido en la condición de Europa en los tiempos que han seguido inmediatamente a la Reforma; otro, limitado al Continente y a clases más cultivadas, en el movimiento especulativo de la segunda mitad del siglo XVIII, y un tercero, de más breve duración todavía, en la fermentación intelectual de Alemania en el período de Fichte y Goethe. Difirieron hondamente estos períodos en las opiniones particulares desenvueltas en cada uno; pero coincidieron los tres en que en todo fue roto el yugo de la autoridad. En cada uno un viejo despotismo mental fue destronado, sin que ninguno nuevo ocupase su puesto. El impulso dado en estos tres períodos ha hecho de Europa lo que hoy es. Todas las mejoras concretas que han tenido lugar en el espíritu humano o en las instituciones pueden ser claramente referidas a uno o a otro de ellos. Todo indica que los tres impulsos están ya agotados, y que no podemos esperar un nuevo arranque en tanto no aseguremos de nuevo nuestra libertad mental.
Permítasenos ahora pasar a la segunda parte del argumento, y descartando la suposición de que las opiniones recibidas puedan ser falsas, demos como bueno que sean verdaderas y examinemos el valor de la manera como son mantenidas cuando su verdad no es libre y abiertamente debatida. Por poco dispuesta que se halle una persona a admitir la falsedad de opiniones fuertemente arraigadas en su espíritu debe pensar que por muy verdaderas que sean, serán tenidas por dogmas muertos y no por verdades vivas, mientras no puedan ser total, frecuente y libremente discutidas.
Hay una clase de personas (felizmente no tan numerosas como en otros tiempos) que se conforman con que otra asienta sin vacilación a lo que ellas consideran verdadero, aun cuando desconozca por completo los fundamentos de tal opinión y no pueda hacer una defensa aceptable de ella contra la más superficial de las objeciones. Una vez que tales personas consiguen ver impuesto su credo por la autoridad piensan que ningún bien, y acaso algún mal, puede resultar de permitirse su libre discusión. Donde prevalece su influencia hacen casi imposible la impugnación consciente de la opinión aceptada, aunque pueda ser discutida con ignorancia y desconsideración, ya que impedir toda discusión, en absoluto, es casi imposible, y donde la discusión llega a abrirse paso las creencias que no se apoyan en la convicción con facilidad cederían el paso ante el más ligero argumento. Descartando, no obstante, esta posibilidad, admitiendo que la opinión verdadera se mantenga en el espíritu, lo hace como un prejuicio, como una creencia, independientemente de su razón y de la prueba contraria, y no es esta la manera cómo la verdad debe ser profesada por un ser racional. Esto no es conocer la verdad. La verdad así proferida es tan sólo una superstición más, casualmente expresada en las palabras que enuncian una verdad.
Si la inteligencia y el juicio de la especie humana deben ser cultivados, lo que no niegan, al menos, los protestantes, ¿sobre qué pueden ser ejercitadas estas facultades con mayor propiedad, por cada uno, que sobre las cosas que le afectan lo bastante para que se considere necesario que tenga opinión respecto de ellas? Si el cultivo de nuestro entendimiento consiste, con preferencia, en algo, es seguramente en averiguar los fundamentos de nuestras propias opiniones. Cualquier creencia que se tenga respecto de asuntos en los cuales es de primera importancia creer con acierto, debería, al menos, poder ser defendido contra las objeciones ordinarias. Pero podría decírsenos: «Que se enseñe a los hombres los fundamentos de sus opiniones. Pero de que nunca se haya oído controvertirlas no se deduce que estén sólo en la memoria y no en la inteligencia. Las personas que aprenden geometría no confían sólo los teoremas a la memoria, sino que comprenden y estudian igualmente las demostraciones; y sería absurdo decir que ignoran los fundamentos de las verdades geométricas porque nunca oyeron a nadie negarlas, o intentar desaprobarlas». Sin duda alguna una tal enseñanza basta en un asunto como las matemáticas, en el que no hay absolutamente nada que decir sobre el aspecto falso de la cuestión. Lo peculiar de la evidencia de las verdades matemáticas es que todos los argumentos están de un lado. No hay objeciones ni réplicas a las objeciones. Pero en todo asunto sobre el que es posible la diferencia de opiniones, la verdad depende de la conservación de un equilibrio entre dos sistemas de razones contradictorias. Hasta en la filosofía natural hay siempre alguna otra posible explicación de los mismos hechos; una cierta teoría geocéntrica frente a la heliocéntrica; una teoría del flogisto frente a la del oxígeno, y es preciso mostrar por qué esta otra teoría no puede ser la verdadera; hasta que esto se muestre y mientras no sepamos cómo se ha mostrado, no comprendemos los fundamentos de nuestra propia opinión. Pero cuando nos volvemos a asuntos infinitamente más complicados, como los morales, religiosos, políticos, las relaciones sociales o los negocios de la vida, las tres cuartas partes de los argumentos en pro de una determinada opinión consisten en destruir las apariencias que favorecen las opiniones distintas de ella. Es sabido que el orador más grande de la antigüedad (con una sola excepción) estudiaba siempre el caso de su adversario con tanta o mayor atención que el suyo propio. Lo que Cicerón practicaba con vista a los éxitos forenses debe ser imitado por todos los que estudien un asunto con el fin de llegar a la verdad. Quien sólo conozca un aspecto de la cuestión no conoce gran cosa de ella. Sus razones pueden ser buenas y puede no haber habido nadie capaz de refutarlas. Pero si él es igualmente incapaz de refutar las razones de la parte contraria, si las desconoce, no tiene motivo para preferir una u otra opinión. La posición racional para él sería la suspensión de todo juicio, y si no, se contenta con esto, o se deja llevar por la autoridad, o adopta, como hace la generalidad, el partido por el cual siente mayor inclinación. Y no basta que oiga los argumentos de sus adversarios de boca de sus maestros, presentados en la forma que ellos les den, y acompañados por los que ellos mismos le ofrecen como refutación. No es esta la manera de hacer justicia a tales argumentos ni de ponerlos en verdadero contacto con su propio espíritu. Debe poder oírlos de boca de aquellas personas que actualmente creen en ellos, que los defienden de buena fe y con todo empeño. Debe conocerlos en su forma más plausible y persuasiva, y sentir toda la fuerza de la dificultad que es necesario vencer para llegar a una opinión verdadera en la materia; de otra manera jamás se adueñará de la porción de verdad necesaria para hacer frente y remover esta dificultad. El noventa y nueve por ciento de los hombres llamados educados están en esta situación; incluso aquellos que pueden argüir con soltura en defensa de sus opiniones. Su conclusión puede ser verdadera, pero por todo lo que ellos saben lo mismo podría ser falsa. Nunca se han colocado en la posición mental de aquellos que piensan de manera diferente que ellos ni han considerado lo que estas personas puedan tener que decir; y, por consiguiente, no conocen, en el sentido propio de la palabra, la doctrina que ellos mismos profesan. Desconocen de ella aquellas partes que explican y justifican el resto; las consideraciones que muestran cómo un hecho, aparentemente contradictorio con otro, es conciliable con él, o que de dos razones, aparentemente fuertes, una debe ser preferida. Son extraños a toda esta parte de la verdad, la cual decide y determina el juicio de los espíritus bien informados; esta es sólo conocida de aquellos que han oído igual e imparcialmente a las dos partes y tratado de ver sus razones a la luz más clara posible. Tan esencial es esta disciplina a una comprensión real de los asuntos morales y humanos, que si no existieran impugnadores de las verdades fundamentales sería indispensable imaginarlos y proveerlos con los argumentos más fuertes que pudiera inventar el más hábil abogado del diablo.
Con el fin de disminuir la fuerza de estas consideraciones, acaso pueda decir un enemigo de la libre discusión: «que ninguna necesidad tiene la humanidad, en general, de conocer y comprender todo lo que puede ser dicho en contra o en pro de sus opiniones, por filósofos o teólogos; que no necesitan los hombres comunes y corrientes ser capaces de descubrir los errores y las falacias de un adversario ingenioso; que basta con que haya siempre alguien capaz de contestarles, de tal modo, que nada de lo que verosímilmente pueda engañar a las personas ignorantes quede sin ser refutado; que los espíritus ordinarios, que conocen los principios evidentes de las verdades que se les ha inculcado, pueden, en lo demás, fiarse a la autoridad, y dándose cuenta de que no tienen ni conocimiento ni talento para resolver todas las dificultades que puedan presentarse, quedan tranquilos con la seguridad de que todas las que puedan surgir, o han sido o puedan ser contestadas por quienes tienen una especial preparación para hacerlo».
Aun accediendo a esta manera de considerar el asunto, que es todo lo que en su favor reclaman aquellos que se satisfacen con la menor cantidad de comprensión de la verdad como compañera de su creencia, la argumentación en pro de la libre discusión no resulta en modo alguno debilitada. Porque esta misma doctrina conoce que la humanidad debe tener una seguridad racional de que todas las objeciones han sido satisfactoriamente contestadas; y ¿cómo van a ser contestadas si lo que requiere contestación no ha sido expuesto?, o ¿cómo puede salvarse si la contestación es satisfactoria, no teniendo los objetantes oportunidad para mostrar que no lo es? Los filósofos y los teólogos, que han de resolver las dificultades ya que no el gran público, deben familiarizarse con ellas en su forma más embarazosa, y para eso es preciso que puedan ser libremente afirmadas y expuestas en el aspecto más ventajoso de que sean susceptibles. La Iglesia católica trata, a su modo, este enojoso problema. Hace una separación bien marcada entre aquellos que pueden ser admitidos a recibir sus doctrinas por convicción y los que han de aceptarlas como materia de fe. A ninguno se concede la facultad de elegir lo que ha de aceptar; pero el clero, al menos el que merece una absoluta confianza, puede, de una manera admisible y meritoria, tener conocimiento de los argumentos de los adversarios, a fin de contestarlos, y puede, por consiguiente, leer libros heréticos; los laicos no pueden hacerlo, a no ser por permiso especial, difícil de obtener. Esta disciplina reconoce como beneficioso para los maestros el conocimiento del caso contrario, pero encuentra medios compatibles con esto, para negárselo al resto del mundo; dando así a la élite[20] más cultura mental, aunque no más libertad que a la masa.
Por este expediente consigue obtener esa especie de superioridad mental requerida por sus finalidades; porque si bien cultura sin libertad nunca formó un espíritu liberal y amplio, puede hacer un hábil nisi prius abogado de una causa. Pero en los países que profesan el protestantismo no es posible este recurso porque los protestantes sostienen, al menos en teoría, que la responsabilidad por la elección de la religión debe ser personal de cada uno, y no puede ser imputada a los maestros. Aparte de que en el estado actual del mundo es prácticamente imposible que los escritos que leen las gentes ilustradas sean sustraídos al conocimiento de las no ilustradas. Si los maestros de la humanidad han de conocer todo lo que deben saber, nada debe de haber que no pueda ser escrito y publicado libremente y sin restricción.
Sin embargo, si la ausencia de libre discusión no causara otro mal, cuando las opiniones recibidas son verdaderas, que el de dejar a los hombres en la ignorancia respecto a los fundamentos de esas opiniones, podría considerarse como un daño intelectual, pero no moral, que no afectaba, por tanto, al valor de las opiniones consideradas en su influencia sobre el carácter. El hecho es, sin embargo, que, ausente la discusión, no sólo se olvidan los fundamentos de la opinión, sino que con harta frecuencia es olvidado también su mismo sentido. Las palabras que la expresan dejan de sugerir ideas o sugieren tan sólo una pequeña porción de aquellas para cuya comunicación fueron originariamente empleadas. En lugar de una concepción fuerte y una creencia viva sólo quedan unas cuantas frases conservadas por la rutina; y si algo se conserva del sentido es absolutamente la corteza y la envoltura, perdiéndose su más pura esencia. El gran capítulo de la historia humana que este hecho ocupa y llena no será nunca estudiado y meditado con exceso.
Está ilustrado en la experiencia de casi todas las doctrinas éticas y credos religiosos. Todas están llenas de sentido y vitalidad para los iniciadores y sus inmediatos discípulos. Su significación continúa siendo fuertemente sentida, y hasta quizá lo sea con más clara conciencia, mientras dura la lucha para dar a la doctrina o credo la supremacía sobre las demás. Al fin, o prevalece, convirtiéndose en opinión general, o se detiene su progreso; entonces toma posesión del terreno conquistado, pero cesa en su expansión. Cuando alguno de estos resultados se ha producido aparentemente, la controversia declina y progresivamente se extingue. La doctrina ha ocupado su lugar propio, si no como una opinión recibida, como una de las sectas o divisiones de opinión admitidas; los que la sostienen, generalmente, la han heredado, no la han adoptado; y como la conversión de una de estas doctrinas en otra va siendo un hecho excepcional, ocupa poco lugar en las mentes de sus partidarios. En vez de estar, como en un principio, constantemente alerta, sea para defenderse contra el mundo, sea para atraérselo a sí, han caído en una muda aquiescencia y ni oyen, cuando pueden, los argumentos contra su credo ni turban a los disidentes (si los hay) con argumentos en su favor. Desde este momento arranca, de ordinario, la decadencia en la fuerza vital de la doctrina. Con frecuencia oímos a los maestros de todos los credos lamentarse de la dificultad de mantener en el espíritu de los creyentes una concepción viva de la verdad que nominalmente reconocen, de modo que pueda penetrar en el sentimiento e influir así realmente en la conducta. No se quejan de tal dificultad mientras el credo está luchando todavía por su existencia; entonces hasta los combatientes más débiles saben y sienten por lo que luchan y la diferencia entre su doctrina y la de los demás; y en este período de la existencia de todo credo pueden encontrarse bastantes personas que han comprobado sus principios fundamentales en todas las formas del pensamiento, que los han examinado y estudiado en todos sus aspectos importantes, y han experimentado por completo el efecto que sobre el carácter debe producir la fe en este credo, en un espíritu totalmente penetrado de ella. Pero cuando se ha convertido en un credo hereditario, que es recibido pasivo, no activamente —cuando la inteligencia deja de ser compelida a ejercer en el mismo grado que al principio sus fuerzas vitales sobre las cuestiones que su fe la presenta—, se produce una tendencia progresiva a olvidar de la creencia todo, excepto los formulismos, o a darla un torpe y estúpido asentimiento, como si aceptarla como materia de fe dispensara de la necesidad de realizarla en la conciencia, o de comprobarla por medio de la experiencia personal, hasta que llega a perder toda relación con la vida interior del ser humano. Entonces se ven esos casos, tan frecuentes en nuestra época que casi forman la mayoría, en los que el credo permanece como al exterior del espíritu, petrificándole contra toda influencia dirigida a las partes más elevadas de nuestra naturaleza; manifestando su poder, en no tolerar que ninguna convicción nueva y viva se produzca en él, pero sin hacer él mismo otra cosa por la inteligencia o el corazón que montar la guardia, a fin de conservarlos vacíos.
Examinando cómo profesan el cristianismo la mayoría de los creyentes se ve hasta qué punto doctrinas intrínsecamente aptas para producir la más profunda impresión sobre el espíritu pueden permanecer en él como creencias muertas, sin ser nunca comprendidas por la imaginación, el sentimiento o la inteligencia. Entiendo aquí por cristianismo lo que como tal es considerado por todas las iglesias y sectas: las máximas y preceptos contenidos en el Nuevo Testamento. Todos los cristianos practicantes las consideran sagradas y las aceptan como leyes. Sin embargo, no es exagerado decir que no más de un cristiano entre mil guía o juzga su conducta individual con referencia a estas leyes. El modelo a que la refiere es la costumbre de su país, clase o su profesión religiosa. Tiene así, de una parte, una colección de máximas éticas que cree le han sido transmitidas como reglas para su gobierno por la sabiduría infalible; y de otra, una serie de juicios y prácticas de cada día, que concuerdan bastante bien con algunas de aquellas máximas, no tan bien con otras, y que están en abierta oposición con algunas, y son, en su conjunto, un compromiso entre el credo cristiano y los intereses y sugestiones de la vida mundana. Al primero de estos modelos presta el cristiano su homenaje y al otro su real obediencia. Todos los cristianos creen que los pobres, los humildes y todos aquellos que el mundo maltrata son bienaventurados; que es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos; que no deben juzgar a nadie por temor a ser juzgados ellos mismos; que no deben jurar jamás; que deben amar a su prójimo como a sí mismos; que si alguno les toma la capa deben darle también el vestido; que no deben pensar en el día de mañana; que para ser perfectos deberían vender todo lo que poseen y darlo a los pobres. No dejan de ser sinceros cuando dicen que creen estas cosas. Las creen como creen los hombres aquello que siempre han oído elogiar y nunca discutir. Pero en el sentido de esa fe viva que regula la conducta, sólo creen estas doctrinas hasta el punto en que es costumbre obrar según ellas. Estas doctrinas, en su integridad, son útiles para anonadar a los adversarios; y se comprende que, cuando sea posible, deben ir siempre delante como las razones de todo lo que los hombres hagan considerándolo laudable. Pero si alguien les recordara que esas máximas exigen una infinidad de cosas, las cuales nunca han pensado hacer, no conseguiría sino verse incluido entre los caracteres, muy impopulares, que afectan ser mejores que los demás. Las doctrinas no tienen ningún arraigo en los creyentes ordinarios, no ejercen poder sobre su espíritu. Conservan un respeto habitual hacia su fondo, pero carecen del sentimiento que salta de las palabras a las cosas, fuerza al espíritu a tomarlas en consideración y las hace conforme a la fórmula. Siempre que se trata de la conducta miran a su alrededor para aconsejarse de Fulano o Mengano hasta qué punto deben obedecer a Cristo.
Bien seguros podemos estar de que los primeros cristianos procedían de manera muy diferente. De no haber sido así nunca el cristianismo hubiera pasado de ser una oscura secta de los despreciados hebreos a ser la religión del imperio romano. Cuando sus enemigos decían: «Ved cómo los cristianos se aman los unos a los otros» (observación que, probablemente, nadie haría hoy), experimentaban, seguramente por la significación de su credo, un sentimiento mucho más vivo del que han experimentado desde entonces. Y esta será probablemente la causa principal de que el cristianismo haga ahora tan escasos progresos en la extensión de sus dominios, y siga, después de dieciocho siglos, casi limitado a los europeos y sus descendientes. Hasta los estrictamente religiosos, que ponen verdadero fervor en sus doctrinas y atribuyen a muchas de ellas más sentido que el común de las gentes, suele ocurrirles que la parte relativamente activa en su espíritu es aquella formada por Calvino, Knox o alguna tal persona, mucho más análoga en carácter a ellos mismos. Las sentencias de Cristo coexisten pasivamente en sus mentes, no produciendo apenas otro efecto que el causado por la mera audición de palabras tan dulces y amables.
Sin duda existen muchas razones para que las doctrinas inscritas en la bandera de una secta conserven mayor vitalidad que las que son comunes a todas las sectas reconocidas, y para que los maestros se esfuercen más en conservar vivo su sentido; pero, indudablemente, una de estas razones es que esas doctrinas son más discutidas y tienen que ser con más frecuencia defendidas contra declarados contradictores. Tanto los maestros como los discípulos se duermen en sus puestos tan pronto como el enemigo deja Ubre el campo.
Esto mismo es verdad, generalmente hablando, respecto de todas las doctrinas tradicionales, tanto las referentes a la prudencia y conocimiento de la vida como a la moral y la religión.
Todos los idiomas y literaturas están llenos de observaciones generales sobre la vida, respecto a lo que es y a la conducta de cada uno en ella; observaciones que todo el mundo conoce; que todo el mundo repite u oye con aquiescencia, que son admitidas como verdades evidentes, a pesar de lo cual la mayor parte de la gente no aprende su significado verdadero hasta que una experiencia, generalmente dolorosa, las ha transformado en una realidad para ellos. ¡Con cuánta frecuencia, cuando una persona padece una desgracia o un desengaño imprevistos, recuerda algún proverbio o sentencia que le ha sido familiar durante toda su vida, y cuyo sentido, si lo hubiera apreciado siempre como lo aprecia entonces, le hubiera librado de la calamidad! Es verdad que existen otras razones para esto, además de la falta de discusión; hay muchas verdades cuyo sentido total no puede comprenderse hasta que la experiencia personal nos lo enseña. Pero el sentido de estas mismas verdades hubiera sido mucho más comprendido, y al ser comprendido hubiera impresionado más profundamente el espíritu, si el hombre hubiera tenido la costumbre de oír argüir el pro y el contra por las gentes entendidas en él. La fatal tendencia de la humanidad a dejar de pensar en una cosa, en cuanto deja de ser dudosa, es causa de la mitad de sus errores. Un autor contemporáneo ha hablado con razón del «profundo sueño de una opinión categórica».
¡Pero qué! (puede preguntarse): ¿La falta de unanimidad es una condición del conocimiento verdadero? ¿Es necesario que una parte de la humanidad persista en el error, para que la otra pueda comprender la verdad? ¿Cesa una creencia de ser real y vital tan pronto como es generalmente aceptada, y una proposición no es por completo comprendida y sentida, a menos que se mantenga alguna duda respecto de ella? Tan pronto como la humanidad ha aceptado unánimemente una verdad, ¿perece esta dentro de ella? Hasta ahora se ha considerado que el fin más elevado y el mejor resultado del progreso de la inteligencia es el de unir a la humanidad, más y más, en el reconocimiento de todas las verdades importantes: ¿y va a durar la inteligencia tan sólo mientras no ha conseguido su objeto? ¿Han de perecer los frutos de la conquista por la misma plenitud de la victoria?
No afirmo semejante cosa. A medida que la humanidad progresa va constantemente creciendo el número de doctrinas que dejan de ser objeto de discusión o de duda; y el bienestar de la humanidad casi puede medirse por el número y gravedad de las verdades que han conseguido llegar a ser incontestables. La terminación de toda controversia seria, primero sobre un punto, más tarde sobre otro, es uno de los incidentes necesarios de la consolidación de la opinión; consolidación tan saludable cuando se trata de opiniones verdaderas, como peligrosa y nociva cuando las opiniones son erróneas. Pero aunque este estrechamiento gradual de los límites de la diversidad de opiniones es necesario en los dos sentidos de la expresión, por ser, al propio tiempo, inevitable e indispensable, no nos obliga esto a deducir que todas sus consecuencias hayan de ser beneficiosas. La pérdida de un auxilio en la inteligente y viva aprensión de la verdad, tan importante como el que ofrece la necesidad de explicarla o defenderla contra sus contradictores, no es desventaja que sobrepuje, pero sí que equilibre, el beneficio de su universal reconocimiento.
Confieso que cuando esta ventaja no puede ser conservada me gustaría ver a los maestros de la humanidad tratando de hallarle un sustitutivo; alguna invención por la que las dificultades de la cuestión fueran presentadas a la conciencia del discípulo como si se las plantease algún campeón disidente, ansioso de su conversión.
Pero en vez de buscar tales medios, para este propósito se han perdido los que en otros tiempos tenían. La dialéctica socrática, de la que tan magníficos ejemplos nos ofrecen los diálogos de Platón, era uno de estos medios. Consistían en una discusión negativa de las grandes cuestiones de la filosofía y de Ja vida, dirigida con un arte consumado a convencer a aquellos que meramente habían adoptado los lugares comunes de las doctrinas admitidas, de que no entendían el asunto, de que no habían llegado a dar un significado definido a las doctrinas que profesaban; a fin de que, conscientes de esta ignorancia, pudieran ponerse en el camino de obtener una creencia sólida, fundada en una clara comprensión, tanto del sentido de las doctrinas como de su evidencia. Las disputas de escuela en la Edad Media tenían un objeto algo semejante. Trataban de asegurar que el discípulo comprendiera su propia opinión y (por una correlación necesaria) la opuesta, y pudiera defender los fundamentos de una y refutar los de la otra. Estas últimas disputas tenían el incurable defecto de sacar sus premisas de la autoridad, no de la razón; y como una disciplina para el espíritu eran inferiores, desde todos los puntos de vista, a la poderosa dialéctica que formaba la inteligencia de los Socratici viri; pero el espíritu moderno debe mucho más a ambos de lo que de ordinario se está dispuesto a reconocer, y las modas presentes sobre educación no contienen nada que pueda llenar, en el más mínimo grado, el lugar de la una o de la otra. Una persona cuya instrucción esté toda ella obtenida de los maestros o los libros, aunque logre escapar a la tentación de aprender sin comprender, no está, en manera alguna, obligada a oír las dos partes; consiguientemente es raro, aun entre pensadores, conocer las dos tendencias; y lo más débil de lo que todo el mundo dice en defensa de su opinión, es lo que propone como una réplica a sus contradictores. En vuestros días está de moda despreciar la lógica negativa que es la que descubre los puntos débiles en la teoría o los errores en la práctica, sin establecer verdades positivas. Semejante crítica negativa sería pobre como resultado final; pero como medio de alcanzar un conocimiento positivo o una convicción digna de tal nombre, nunca será valorada demasiado alto; y hasta que los hombres sean de nuevo y sistemáticamente educados para esto, habrá pocos grandes pensadores y el nivel intelectual medio será bajo, excepto en las especulaciones matemáticas y físicas. En todas las demás materias, ninguna opinión merece el nombre de conocimiento, en tanto que, bien forzado por los demás, bien espontáneamente, no ha seguido el mismo proceso mental a que le hubiera obligado una controversia con sus adversarios. ¡Qué enorme absurdo el despreciar, cuando espontáneamente se ofrece esto, que cuando falta es tan indispensable y tan difícil de crear! Si hay, pues, personas que contradigan una opinión ya admitida, o que lo harían si la ley o la opinión se lo consintieran, agradezcámoselo, abramos nuestras inteligencias para oírlas y regocijémonos de que haya alguien que haga para nosotros lo que en otro caso, si en algo tenemos la certidumbre y la vitalidad de nuestras convicciones, deberíamos hacer nosotros mismos con mucho más trabajo.
Réstanos por hablar de una de las principales causas que hacen ventajosa la diversidad de opiniones, y continuará haciéndola hasta que la humanidad entre en un estado de progreso intelectual, que al presente aparece a una distancia incalculable. Hasta ahora hemos considerado sólo dos posibilidades: que la opinión aceptada pueda ser falsa y, por consiguiente, alguna otra pueda ser verdadera, o que siendo verdadera sea esencial un conflicto con el error opuesto para la clara comprensión y profundo sentimiento de su verdad. Pero hay un caso más común que cualquiera de estos: cuando las doctrinas en conflictos en vez de ser una verdadera y otra falsa, comparten entre ambas la verdad; y la opinión disidente necesita suplir el resto de verdad, de la que sólo una parte está contenida en la doctrina aceptada. Las opiniones populares sobre asuntos no perceptibles por los sentidos, son frecuentemente verdaderas; pero rara vez, o nunca, lo son del todo. Contienen una parte mayor o menor, pero exagerada, desfigurada, desprendida de las otras verdades que deben acompañarla y limitarla. Por otra parte, las opiniones heréticas son, generalmente, algunas de estas verdades suprimidas o despreciadas, que rompiendo las ligaduras que las sujetan tratan de reconciliarse con la verdad contenida en la opinión común, o de afrontarla como enemiga, afirmándose con el mismo exclusivismo que si fueran toda la verdad. El último caso es, hasta ahora, el más frecuente, porque en la mente humana la unilateralidad ha sido la regla, y la plurilateralidad, la excepción. De aquí que hasta en las revoluciones de opinión una parte de la verdad decae en tanto que otra se eleva. El progreso mismo, que debería acrecer la verdad, no hace, la mayor parte de las veces, sino restituir una verdad parcial e incompleta por otra; la mejora consiste, principalmente, en que el nuevo fragmento de verdad es más necesario y se adapta mejor a las necesidades del momento que el sustituido. Siendo tal el carácter parcial de las opiniones prevalecientes, aun cuando se apoyen en un fundamento verdadero, toda opinión que contenga algo de porción de verdad no contenida en la opinión común debe ser considerada preciosa, sea cual sea la suma de error y confusión en la que la verdad aparezca envuelta. Ningún juez de asuntos humanos se sentirá indignado, porque aquellos que nos hacen reparar en verdades que de otro modo nosotros hubiéramos despreciado, desprecien algunas de las que nosotros percibimos. Más bien pensará que siendo la verdad popular unilateral, es deseable que la impopular tenga también unilaterales defensores; porque son, usualmente, los más enérgicos y los que más probabilidades tienen de atraer la atención pública distraída hacia el fragmento de sabiduría que proclamaban como si fuera la sabiduría entera.
Así, en el siglo XVIII, cuando casi todas las gentes instruidas y las que sin serlo se dejaban conducir por ellas se extasiaban admirando la llamada civilización y las maravillas de la ciencia, la literatura y la filosofía modernas, y mientras exagerando grandemente la diferencia entre los hombres de los tiempos antiguos y modernos daban por sentado que toda ella era en su propio favor, explotaron muy saludablemente, como bombas, las paradojas de Rousseau, dislocando la compacta masa de la opinión unilateral y forzando a sus elementos a combinarse de nuevo en una forma mejor y con elementos adicionales. No porque las opiniones corrientes estuvieran, en general, más lejos de la verdad que lo estaban las de Rousseau; por el contrario, estaban más cerca; contenían más verdad positiva y mucho menos error. Sin embargo, había en la doctrina de Rousseau, y se ha incorporado con ella a la corriente de la opinión, una considerable cantidad de verdades de las que, precisamente, faltaban en la opinión corriente; y estas son el sedimento que quedó una vez que el turbión hubo pasado. El valor superior de la sencillez en la vida; el efecto enervante y desmoralizador de las trabas e hipocresías de una sociedad artificial, son ideas que nunca han estado ausentes de los espíritus cultivados desde que Rousseau escribió; y producirán, con el tiempo, su debido efecto, aunque por el momento necesiten ser proclamadas más que nunca y proclamadas por actos, ya que las palabras, respecto a este asunto, han agotado su poder.
Además, casi ha llegado a ser un lugar común en política que un partido de orden o estabilidad y un partido de progreso o reforma son elementos necesarios de una vida política en estado de salud; hasta que uno u otro hayan extendido tanto su poder intelectual que puedan ser a la vez un partido de orden y de progreso, distinguiendo lo que merece ser conservado de lo que debe ser barrido. Cada uno de estos modos de pensar deriva su utilidad de las deficiencias del otro; pero es, en gran medida, esta oposición la que mantiene a cada uno dentro de los límites de la razón y la prudencia. A menos que las opiniones favorables a la democracia y a la aristocracia, a la propiedad y a la igualdad, a la cooperación y a la competencia, al lujo y a la abstinencia, a la sociedad y a la individualidad, a la libertad y a la disciplina, y a todos los demás antagonismos de la vida práctica, sean expresadas con igual libertad y energía, no hay posibilidad ninguna de que los dos elementos obtengan lo que les es debido; un platillo de la balanza subirá y otro bajará. La verdad, en los grandes intereses prácticos de la vida, es tanto una cuestión de conciliar y combinar contrarios, que muy pocos tienen inteligencia suficientemente capaz e imparcial para hacer un ajuste aproximadamente correcto, y tiene que ser conseguido por el duro procedimiento de una lucha entre combatientes peleando bajo banderas hostiles. Si, a propósito de cualquiera de las cuestiones que acabamos de enumerar, una de las dos opiniones tiene un mejor derecho, no sólo a ser tolerada, sino a ser animada y sostenida, es aquella que en el momento y lugar determinado de que se trate esté en minoría. Esta es la opinión que, en aquel tiempo, representa los intereses abandonados, el lado del bienestar humano que está en peligro de obtener menos que la parte que le corresponde. Estoy seguro de que no existe en este país ninguna intolerancia respecto a las diferentes opiniones sobre la mayor parte de estos tópicos. Son aducidos tan sólo para mostrar, por medio de ejemplos múltiples y admitidos, la universalidad de este hecho, que, en el estado existente de la inteligencia humana, sólo a través de la diversidad de opiniones puede abrirse paso la verdad. Cuando se encuentran personas que forman una excepción en la aparente unanimidad del mundo sobre cualquier asunto, aunque el mundo esté en lo cierto, es siempre probable que los disidentes tengan algo que decir que merezca ser oído, y que la verdad pierda por su silencio.
Puede objetarse: «Pero algunos principios admitidos, especialmente sobre los asuntos más elevados y más vitales, son más que verdades a medias. La moral cristiana, por ejemplo, contiene toda la verdad sobre moralidad, y si alguien enseña una moral que se diferencia de ella incurre totalmente en error». Como este es el más importante de todos los casos en la práctica, ninguno más a propósito para probar la máxima general. Pero antes de decidir lo que la moral cristiana es o no es, convendría fijar lo que se entiende por moral cristiana. Si se entiende por esta la moral del Nuevo Testamento, me asombra que nadie que haya llegado a su conocimiento mediante la lectura del libro mismo pueda suponer que fue anunciado o interpretado como una doctrina completa de moral. El Evangelio siempre se refiere a una moral preexistente, y limita sus preceptos a los particulares, en los que esta moral ha de ser corregida o reemplazada por otra más amplia o más elevada; se expresa, además, en los términos más generales que frecuentemente es imposible interpretar literalmente y poseen más bien la unción de la poesía o la elocuencia que la precisión del legislador. Nunca ha sido posible extraer de él un cuerpo de doctrina ética sin complementarle con el Antiguo Testamento, esto es, un sistema realmente elaborado, pero en muchos respectos bárbaro y destinado solamente para un pueblo bárbaro. San Pablo, enemigo declarado de este modo judaico de interpretar la doctrina, siguiendo las huellas del Maestro, admite igualmente una moral preexistente, a saber, la de los griegos y los romanos; y su consejo a los cristianos es, en gran medida, un sistema de acomodación con ella, hasta el extremo de dar una aparente sanción a la esclavitud. La que se llama moral cristiana, pero estaría mejor llamarla moral teológica, no fue obra de Cristo ni de los Apóstoles, es de origen muy posterior, y ha sido gradualmente edificada por la Iglesia Católica de los cinco primeros siglos, y aunque los modernos y los protestantes no la han adoptado implícitamente, la han modificado mucho menos de lo que podía esperarse. Realmente se han contentado, en su mayor parte, con despojarla de las adiciones que se le hicieron en la Edad Media, llenando cada secta el lugar vacío con nuevas adiciones adaptadas a su carácter y tendencias. Que la Humanidad debe una gran deuda a esta moral y sus primeros maestros es cosa que seré el último en negar; pero no siento escrúpulo en decir que es, en muchos importantes extremos, incompleta y unilateral, y que si ideas y sentimientos, no sancionados por ella, no hubieran contribuido a la formación de la vida y el carácter europeos, los asuntos humanos estarían en peor situación de la que ahora están. La llamada moral cristiana tiene todos los caracteres de una reacción; es, en gran parte, una protesta contra el paganismo. Su ideal es negativo más que positivo; pasivo más que activo; inocencia más que nobleza; abstinencia del mal más que enérgica persecución del bien; en sus preceptos (como se ha dicho con acierto), el «no harás» predomina indebidamente sobre el «harás». En su horror de la sensualidad hace un ídolo del ascetismo, que gradualmente ha sido sustituido por el de la legalidad.
Tiene la esperanza del cielo y el temor del infierno como los móviles indicados y propios de una vida virtuosa; queda en esto bastante por debajo de los mejores entre los antiguos y hace lo necesario para dar a la moralidad humana un carácter esencialmente egoísta, separando los sentimientos del deber en cada hombre de los intereses de sus semejantes, excepto cuando un motivo egoísta le lleva a tenerlos en cuenta. Es, esencialmente, una doctrina de obediencia pasiva; inculca la sumisión a todas las autoridades constituidas, las cuales, en verdad, no deben ser activamente obedecidas cuando ordenan algo que la religión prohíbe, pero que no deben ser resistidas, y mucho menos rebelarse contra ellas, por grande que sea la injusticia que cometan con nosotros. Y mientras que en la moral de las mejores naciones paganas los deberes hacia el Estado retienen un lugar desproporcionado, infringiendo la justa libertad del individuo, en la pura ética cristiana este gran departamento del deber no está apenas mencionado ni reconocido. En el Corán, no en el Nuevo Testamento, es donde leemos la máxima: «Un gobernante que designa un hombre para un cargo público, cuando en sus dominios existe otro hombre mejor cualificado para él, peca contra Dios y contra el Estado». La escasa aceptación que en la moral moderna obtiene la idea de obligación hacia el público se deriva de fuentes griegas y romanas, no cristianas; como en la moral de la vida privada, todo lo que existe de magnanimidad, de elevación espiritual, de dignidad personal, hasta el sentido del honor, se deriva de la parte puramente humana de nuestra educación, no de la religiosa, y nunca podría haber sido fruto de una ética en la que el único valor expresamente reconocido es la obediencia.
Estoy tan lejos como el que más de decir que estos defectos son necesariamente inherentes a la ética cristiana, de cualquier manera que se la conciba; o que los muchos requisitos que le faltan para ser una doctrina moral completa sean imposibles de conciliar con ella. Mucho menos insinuaría esto de la doctrina y preceptos de Cristo mismo. Creo que las palabras de Cristo son visiblemente todo lo que han pretendido ser; que no son incompatibles con nada de lo que requiere una moral comprensiva; que todo lo que en la ética es excelente puede hallarse en ellas, sin mayor violencia en su lenguaje que la que ha sido hecha por todos aquellos que han tratado de deducir de ellas un sistema práctico de conducta cualquiera. Pero es completamente compatible con esto creer que contienen y trataban de contener sólo una parte de la verdad; que muchos elementos esenciales de la moral más elevada están entre las cosas a que no se refería, ni trataba de referirse, las enseñanzas del Fundador del cristianismo y que han sido por completo rechazadas en el sistema ético erigido sobre la base de aquellas enseñanzas por la Iglesia Cristiana. Y siendo esto así, considero un gran error el persistir en el intento de hallar en la doctrina cristiana la regla completa de conducta, que su autor intentó sancionar y fortalecer, pero sólo parcialmente declarar. Creo también que esta estrecha teoría se ha convertido en un grave mal práctico, restando valor a la educación e instrucción moral, la cual tantas personas bien intencionadas están ahora procurando impulsar.
Temo mucho que por intentar formar el espíritu y los sentimientos sobre un modelo exclusivamente religioso, descartando aquellos valores seculares (llamados así a falta de nombre más adecuado), los cuales hasta ahora coexistían y suplementaban la ética cristiana, recibiendo algo de su espíritu e infundiendo en ella algo del suyo, resultará, si no está ya resultando, un tipo de carácter bajo, abyecto y servil, que si puede someterse a lo que se llama la Voluntad Suprema es incapaz de elevarse a la concepción de la Suprema Bondad o de simpatizar con ella. Soy de opinión que otras éticas, distintas de las que se pueden considerar originarias de fuentes exclusivamente cristianas, deben existir al lado de la ética cristiana para producir la regeneración moral de la humanidad; y que el sistema cristiano no es una excepción a la regla de que, en un estado imperfecto del espíritu humano, los intereses de la verdad requieren una diversidad de opiniones. No es necesario que al dejar de ignorar los hombres las verdades morales no contenidas en el cristianismo olviden algunas de las que en él se contienen. Tal perjuicio o inadvertencia, cuando ocurre, es a la vez un mal; pero es un mal del cual no podemos esperar estar siempre exentos y debe ser considerado como el precio pagado por un bien inestimable. Debe protestarse contra la pretensión exclusiva de una parte de la verdad a ser toda la verdad; y si el impulso de la reacción hiciese a los protestantes a su vez injustos, este exclusivismo puede ser demostrado, pero debe ser tolerado. Si los cristianos pretendieran enseñar a los infieles a ser justos con el cristianismo, ellos mismos deberían ser justos con la infidelidad. Ningún servicio se presta a la verdad olvidando el hecho, bien conocido para cuantos están ordinariamente familiarizados con la historia literaria, que una parte de la enseñanza moral más noble y más valiosa ha sido obra de hombres que, no sólo desconocían, sino que rebajaban la fe cristiana.
No pretendo que el más ilimitado uso de la libertad para proclamar todas las opiniones posibles pusiera fin a los males del sectarismo religioso o filosófico. Siempre que hombres de espíritu estrecho crean de buena fe una verdad es seguro que la afirmarán, la inculcarán y en muchos casos obrarán en consecuencia de ella, como si ninguna otra verdad existiera en el mundo, o, en todo caso, ninguna que pueda limitar o cualificar la primera. Reconozco que la tendencia de todas las opiniones a hacerse sectarias no se cura por la más libre discusión, sino que frecuentemente crece y se exacerba con ella, porque la verdad que debió ser, pero no fue vista, es rechazada con la mayor violencia porque se la ve proclamada por personas consideradas como adversarios. Pero no es sobre el partidario apasionado, sino sobre el espectador más calmoso y desinteresado sobre quien la colisión de opiniones produce su saludable efecto. El mal realmente temible no es la lucha violenta entre las diferentes partes de la verdad, sino la tranquila supresión de una mitad de la verdad; siempre hay esperanza cuando las gentes están forzadas a oír las dos partes, cuando tan sólo oyen una es cuando los errores se convierten en prejuicios y la misma verdad, exagerada hasta la falsedad, cesa de tener los efectos de la verdad. Y puesto que hay pocos atributos mentales que sean más raros que esta facultad judicial que permite dictar un juicio inteligente entre las dos partes de una cuestión, de las cuales una sola ha sido presentada ante él por un abogado, la única garantía de la verdad está en que todos sus aspectos, todas las opiniones que contengan una parte de ella no sólo encuentren abogados, sino que sean defendidos en forma que merezcan ser escuchadas.
Hemos reconocido que para el bienestar intelectual de la humanidad (del que depende todo otro bienestar), es necesaria la libertad de opinión, y la libertad de expresar toda opinión; y esto por cuatro motivos que ahora resumiremos.
Primero, una opinión, aunque reducida al silencio, puede ser verdadera. Negar esto es aceptar nuestra propia infalibilidad.
En segundo lugar, aunque la opinión reducida a silencio sea un error, puede contener, y con frecuencia contiene, una porción de verdad; y como la opinión general o prevaleciente sobre cualquier asunto rara vez o nunca es toda la verdad, sólo por la colisión de opiniones adversas tiene alguna probabilidad de ser reconocida la verdad entera.
En tercer lugar, aunque la opinión admitida fuera no sólo verdadera, sino toda la verdad, a menos que pueda ser y sea vigorosa y lealmente discutida, será sostenida por los más de los que la admitan como un prejuicio, con poca comprensión o sentido de sus fundamentos sociales. Y no sólo esto, sino que, en cuarto lugar, el sentido de la misma doctrina correrá el riesgo de perderse o debilitarse, perdiendo su vital efecto sobre el carácter y la conducta; el dogma se convertirá en una profesión meramente formal, ineficaz para el bien, pero llenando de obstáculos el terreno e impidiendo el desarrollo de toda convicción real y sentida de corazón, fundada sobre la razón o la experiencia personal.
Antes de abandonar el tema de la libertad de opinión conviene decir algo de aquellos para quienes la libre expresión de todas las opiniones debe ser permitida a condición de que la manera de hacerlo sea templada y no vaya más allá de los límites de una discusión leal. Mucho se puede decir respecto a la imposibilidad de fijar dónde estos supuestos límites deben colocarse; pues si el criterio es que no se ofenda a aquellos cuyas opiniones se atacan, pienso que la experiencia atestigua que esta ofensa se produce siempre que el ataque es poderoso; y que todo contradictor vigoroso a quien encuentren difícil contestar se les aparecerá, si pone un verdadero interés en el asunto, como un contradictor intemperante. Pero esto, aunque es una consideración importante desde un punto de vista práctico, se esfuma ante una objeción más fundamental. Indudablemente la manera de afirmar una opinión, aunque sea verdadera, puede ser muy objetable y merecer justamente una severa censura. Pero las principales ofensas de esta especie son tales que, salvo confesiones accidentales, no pueden ser demostradas. La más grave entre ellas es argüir sofísticamente, suprimir hechos o argumentos, exponer inexactamente los elementos del caso o desnaturalizar la opinión contraria. Pero todo esto, aun en el grado más agudo, se hace con tanta frecuencia y de la mejor fe por personas que ni son consideradas, ni en muchos otros respectos merecen ser consideradas como ignorantes o incompetentes, que muy rara vez es posible declarar, en conciencia y con suficientes motivos, moralmente culpable un falseamiento de los hechos; y todavía menos podía la ley mezclarse en esta especie de deslealtad polémica. Respecto a lo que comúnmente se entiende por una discusión intemperante, especialmente la invectiva, el sarcasmo, el personalismo y cosas análogas, su denuncia atraería más simpatía si se propusiera siempre su prohibición para ambas partes; pero sólo se desea restringir su empleo contra la opinión prevaleciente; contra la que no prevalece no sólo pueden ser usadas sin la desaprobación general, sino que probablemente quien las use será alabado por su honrado celo y justa indignación. Sin embargo, el daño que ocasionan estos procedimientos, no es nunca tan grande como cuando se emplea contra opiniones comparativamente indefensas; y la ventaja injusta que una opinión puede obtener de esta manera de proclamarse recae casi únicamente en las opiniones aceptadas. La peor ofensa de esta especie que puede ser cometida consiste en estigmatizar a los que sostienen la opinión contraria como hombres malos e inmorales, Aquellos que sostienen opiniones impopulares están expuestos a calumnias de esta especie porque, en general, son pocos y de escasa influencia, y nadie, aparte de ellos mismos, tiene interés en que se les haga justicia; pero este arma está negada, por la misma naturaleza del caso, a aquellos que atacan una opinión prevaleciente, no pueden servirse de ella sin comprometer su propia seguridad, y si pudieran no conseguirían otra cosa que desacreditar su propia causa. En general, las opiniones contrarias a las comúnmente admitidas sólo pueden lograr ser escuchadas mediante una estudiada moderación de lenguaje y evitando lo más cuidadosamente posible toda ofensa inútil, sin que puedan desviarse en lo más mínimo de esta línea de conducta, sin perder terreno, en tanto que el insulto desmesurado empleado por parte de la opinión prevaleciente desvía al pueblo de profesar las opiniones contrarias y de oír a aquellos que las profesan. Por tanto, en interés de la verdad y de la justicia, es mucho más importante restringir el empleo de este lenguaje de vituperio que el otro; y, por ejemplo, si fuera necesario elegir, sería mucho más necesario restringir los ataques ofensivos para la infidelidad que para la religión. Es, sin embargo, obvio que la ley y la autoridad nada tienen que hacer en la restricción de ninguno de los dos, mientras que la opinión debe, en todo caso, determinar su veredicto por las circunstancias de cada caso individual; sea cualquiera la parte del argumento en que se coloque, debe ser condenado todo aquel en cuya requisitoria se manifiesta la mala fe, la maldad, el fanatismo o la intolerancia, pero no deben inferirse estos vicios del partido que la persona tome, aunque sea el opuesto al nuestro en la cuestión; y debe reconocerse el merecido honor a quien, sea cual sea la opinión que sostenga, tiene la calma de ver y la honradez de reconocer lo que en realidad son sus adversarios y sus opiniones, sin exagerar nada que pueda desacreditarlas, ni ocultar lo que pueda redundar en su favor. Esta es la verdadera moralidad en la discusión pública; y aunque con frecuencia sea violada, me felicito de pensar que hay muchos polemistas que la observan escrupulosamente y un número mayor todavía que conscientemente se esfuerzan por observarla.