Tales son las razones que hacen imperativo el que los seres humanos sean libres para formar sus opiniones y para expresarlas sin reserva; y tales las destructoras consecuencias que se producen para la inteligencia, y por ella para la naturaleza moral del hombre, si esta libertad no se concede, o al menos se mantiene a pesar de su prohibición. Permítasenos que examinemos si las mismas razones no exigen que los hombres sean libres para obrar según sus opiniones, para llevarlas a la práctica en sus vidas, sin impedimento físico o moral por parte de sus semejantes, en tanto lo hagan a sus propios riesgos y peligros. Esta última condición es, naturalmente, indispensable. Nadie pretende que las acciones sean tan libres como las opiniones. Por el contrario, hasta las opiniones pierden su inmunidad cuando las circunstancias en las cuales son expresadas hacen de esta expresión una instigación positiva a alguna acción perjudicial. La opinión de que los negociantes en trigo con los que matan de hambre a los pobres, o que la propiedad privada es un robo, no debe ser estorbada cuando circula simplemente a través de la prensa, pero puede justamente incurrir en un castigo cuando se expresa oralmente ante una multitud excitada reunida delante de la casa de un comerciante en trigos, o cuando se presenta ante esa misma multitud en forma de cartel. Acciones de cualquier especie que sean, que sin causa justificada perjudican a otro, pueden, y en los casos más importantes deben, absolutamente ser fiscalizadas por la desaprobación, y cuando sea necesario, por la activa intervención del género humano. La libertad del individuo debe ser así limitada, no debe convertirse en un perjuicio para los demás. Pero si se abstiene de molestar a los demás en lo que les afecta y obra, meramente, según su propia inclinación y juicio en cosas que a él sólo se refieren, las mismas razones que demuestran que la opinión debe ser libre, prueban también que debe serle permitido poner en práctica sus opiniones por su cuenta y riesgo. Que los hombres no son infalibles; que sus verdades, en la mayor parte, no son más que verdades a medias; que la unanimidad de opinión no es deseable, a menos que resulte de la más completa y libre comparación de opiniones opuestas y que la diversidad no es un mal, sino un bien, hasta que la humanidad sea mucho más capaz de lo que es al presente de reconocer todos los aspectos de la verdad, son principios aplicables a la manera de obrar de los hombres, tanto como a sus opiniones. De igual modo que es útil, en tanto la humanidad sea imperfecta, que existan diferentes opiniones, lo es que existan diferentes maneras de vivir; que se deje el campo libre a los diferentes caracteres, con tal de que no perjudiquen a los demás; y que el valor de las distintas maneras de vivir sea prácticamente demostrado, cuando alguien las considere convenientes. En una palabra, es deseable que en las cosas que no conciernen primariamente a los demás sea afirmada la individualidad[21]. Donde la regla de conducta no es el propio carácter de la persona, sino las tradiciones o costumbres de los demás, falta uno de los principales elementos de la felicidad humana, y el más importante, sin duda, del progreso individual y social.
La mayor dificultad con que se tropieza en el mantenimiento de este principio no está en la apreciación de los medios que conducen a un fin reconocido, sino en la indiferencia general de las personas para el fin mismo. Si se comprendiera que el libre desenvolvimiento de la individualidad es uno de los principios esenciales del bienestar; que no sólo es un elemento coordinado con todo lo que designan los términos civilización, instrucción, educación, cultura, sino que es una parte necesaria y una condición para todas estas cosas, no habría peligro de que la libertad fuera depreciada y el ajuste de los límites entre ella y la intervención social no presentaría ninguna dificultad extraordinaria. Pero el mal está en que a la espontaneidad individual con dificultad se la concede, por el común pensar, ningún valor intrínseco, ni se la considera digna de atención por sí misma. La mayoría, satisfecha con los hábitos de la humanidad, tal como ahora son (pues ellos la hacen ser lo que es), no puede comprender por qué estos hábitos no han de ser bastante buenos para todo el mundo; y lo que es más, la espontaneidad no forma parte del ideal de la mayoría de los reformadores morales o sociales, sino que más bien la consideran con recelo, como un obstáculo perturbador y acaso invencible para la aceptación general de lo que en su fuero interno consideran sería lo mejor para la humanidad. Pocas personas, fuera de Alemania, comprenden todavía el sentido de la doctrina sobre la cual Guillermo de Humboldt, tan eminente savant[22] como político, compuso un tratado, a saber: que «el fin del hombre, el prescrito por los eternos e inmutables dictados de la razón, y no el sugerido por deseos vagos y transitorios, es el desenvolvimiento más elevado y más armonioso de sus facultades en un conjunto completo y consistente»; que, por consiguiente, el objeto «hacia el cual todo ser humano debe incesantemente dirigir sus esfuerzos, y sobre el cual deben mantener fija su mirada especialmente aquellos que deseen influir sobre sus conciudadanos, es la individualidad de poder y desenvolvimiento», que para esto se necesitan dos requisitos: «libertad y variedad de situaciones»; y que de la unión de estos surge «el vigor individual y la diversidad múltiple», las cuales se combinan en la «originalidad»[23].
Por poco divulgada que esté entre la gente esta doctrina de Humboldt, y por mucho que sorprenda el alto valor que se da en ella a la individualidad, la cuestión, si bien se considera, es tan sólo de más o de menos. Nadie piensa que la excelencia en la conducta humana consista en que la gente no haga más que copiarse unos a otros. Nadie sostiene que en la manera como las gentes vivan y rijan sus negocios no deba influir para nada su propio juicio o su propio carácter individual. Por otra parte, sería absurdo pretender que la gente viva como si nada se hubiera conocido en el mundo antes de su venida a él; como si la experiencia no hubiera hecho nada para mostrar que una manera de vivir es preferible a otra. Nadie niega que la juventud deba ser instruida y educada de manera que conozca y utilice los resultados obtenidos por la experiencia humana. Pero el privilegio y la propia madurez de sus facultades consiste en utilizar e interpretar la experiencia a su manera. A él corresponde determinar lo que, de la experiencia recogida, es aplicable a sus circunstancias y carácter. Las tradiciones y hábitos de otras gentes son, en una cierta extensión, testimonio de lo que la experiencia les ha enseñado a ellas; testimonio y presunción que deben ser acogidos con deferencia por ellas; si bien, en primer lugar, su experiencia puede haber sido demasiado escasa, o pueden ellos no haberla interpretado derechamente. En segundo lugar, su interpretación de la experiencia, aun siendo correcta, puede no serles aplicable. Las costumbres están hechas para circunstancias y caracteres ordinarios; y sus circunstancias o su carácter pueden ser extraordinarios. En tercer lugar, aunque las costumbres sean no sólo buenas como tales, sino adecuadas a ellas, el conformarse a una costumbre meramente como costumbre, no educa ni desarrolla en ellas ninguna de las cualidades que son el atributo distintivo del ser humano. Las facultades humanas de percepción, juicio, discernimiento, actividad mental y hasta preferencia moral, sólo se ejercitan cuando se hace una elección. El que hace una cosa cualquiera porque esa es la costumbre, no hace elección ninguna. No gana práctica alguna ni en discernir ni en desear lo que sea mejor. Las potencias mentales y morales, igual que la muscular, sólo se mejoran con el uso. No se ejercitan más las facultades haciendo una cosa meramente porque otros la hacen que creyéndola porque otros la creen. Cuando una persona acepta una determinada opinión, sin que sus fundamentos aparezcan en forma concluyente a su propia razón, esta razón no puede fortalecerse, sino que probablemente se debilitará; y si los motivos de un acto no están conformes con sus propios sentimientos o su carácter (donde no se trata de las afecciones o los derechos de los demás), se habrá ganado mucho para hacer sus sentimientos y carácter inertes y torpes, en vez de activos y enérgicos.
El que deje al mundo, o cuando menos a su mundo, elegir por él su plan de vida no necesita ninguna otra facultad más que la de la imitación propia de los monos. El que escoge por sí mismo su plan, emplea todas sus facultades. Debe emplear la observación para ver, el razonamiento y el juicio para prever, la actividad para reunir los materiales de la decisión, el discernimiento para decidir, y cuando ha decidido, la firmeza y el autodominio (self-control) para sostener su deliberada decisión. Y cuanto más amplia sea la parte de su conducta, la cual determina según su propio juicio y sentimiento, más necesita y ejercita todas estas cualidades. Es posible que sin ninguna de estas cosas se vea guiado por la buena senda y apartado del camino perjudicial. ¿Pero cuál será su valor comparativo como ser humano? Realmente no sólo es importante lo que los hombres hacen, sino también la clase de hombres que lo hacen[24]. Entre las obras del hombre, en cuyo perfeccionamiento y embellecimiento se emplea legítimamente la vida humana, la primera en importancia es, seguramente, el hombre mismo. Suponiendo que fuera posible construir casas, hacer crecer el trigo, ganar batallas, defender causas y hasta erigir templos y decir oraciones mecánicamente —por autómatas en forma humana—, sería una pérdida considerable cambiar por estos autómatas los mismos hombres y mujeres que habitan actualmente las partes más civilizadas del mundo y que seguramente son tipos depauperados de lo que la naturaleza puede producir y producirá algún día. La naturaleza humana no es una máquina que se construye según un modelo y dispuesta a hacer exactamente el trabajo que le sea prescrito, sino un árbol que necesita crecer y desarrollarse por todos lados, según las tendencias de sus fuerzas interiores, que hacen de él una cosa viva.
Se concederá probablemente que es deseable que los hombres cultiven su inteligencia, y que vale más continuar inteligentemente una costumbre, y aun ocasionalmente apartarse de ella con inteligencia, que seguirla de una manera ciega y simplemente mecánica. Se admite, hasta un cierto punto, que nuestra inteligencia nos pertenezca, pero no existe la misma facilidad para admitir que nuestros deseos y nuestros impulsos nos pertenezcan en igual forma; el poseer impulsos propios, de cierta fuerza, es considerado como un peligro y una trampa. No obstante, los deseos y los impulsos forman parte de un ser humano perfecto, lo mismo que las creencias y las abstenciones: y los impulsos fuertes sólo son peligrosos cuando no están debidamente equilibrados, cuando una serie de propósitos e inclinaciones se desarrollan fuertemente, en tanto que otros, que deben coexistir con ellos, permanecen débiles e inactivos. No obran mal los hombres porque sus deseos sean fuertes, sino porque sus conciencias son débiles. No existe ninguna conexión natural entre impulsos fuertes y conciencias débiles; la relación natural se da en el otro sentido. Decir que los deseos y sentimientos de una persona son más fuertes y más varios que los de otra, significa meramente que la primera tiene más primera materia de naturaleza humana y, por consiguiente, que es capaz, quizá, de más mal, pero ciertamente de más bien. Impulsos fuertes son sencillamente otro nombre de la energía. La energía puede ser empleada en usos malos; pero mayor bien puede hacer una naturaleza enérgica que una naturaleza indolente o apática. Aquellos que tienen más sentimientos naturales son siempre los que pueden llegar a tener más fuertes sentimientos cultivados. La misma fuerte sensibilidad que hace a los impulsos personales vivos y poderosos es la fuente de la que nace el más apasionado amor a la virtud y el más estricto dominio de sí mismo (self-control). Por medio de su cultivo, la sociedad cumple su deber y protege sus intereses; no rechazando la materia de la que se hacen los héroes porque ella no sepa cómo hacerlos. Se dice que una persona tiene carácter cuando sus deseos e impulsos son suyos propios, es decir, son la expresión de su propia naturaleza, desarrollada y modificada por su propia cultura. El que carece de deseos e impulsos propios no tiene más carácter que una máquina de vapor. Si, además de ser suyos, sus impulsos son fuertes y están dirigidos por una voluntad poderosa, esa persona tiene un carácter enérgico. Quien quiera que piense que no debe facilitarse el desenvolvimiento de la individualidad de deseos y de impulsos debe mantener que la sociedad no tiene necesidad de naturalezas fuertes —que no es mejor por encerrar un gran número de personas de carácter— y que no es deseable un elevado promedio de energía.
En las sociedades primitivas estas fuerzas pueden estar y estuvieron demasiado por encima del poder que la sociedad entonces poseía de limitarlas y disciplinarlas. Hubo tiempo en el cual el elemento de espontaneidad e individualidad dominó excesivamente y el principio social sostenía con él dura lucha. La dificultad consistía, entonces, en inducir a hombres de cuerpo y espíritu fuertes a la obediencia de reglas que exigían de ellos el dominio de sus impulsos. Para vencer esta dificultad, la ley y la disciplina (como los papas luchando contra los emperadores) afirmaron su poder sobre el hombre todo, recabando la intervención en toda su vida, a fin de contener su carácter, para cuya sujeción ningún otro medio había parecido suficiente a la sociedad. Pero ahora la sociedad absorbe lo mejor de la individualidad; y el peligro que amenaza a la naturaleza humana no es el exceso, sino la falta de impulsos y preferencias personales. Las cosas han cambiado mucho desde los tiempos en que las pasiones de aquellos que eran fuertes, por su posición o por sus cualidades personales, se mantenían habitualmente en estado de rebeldía contra leyes y ordenanzas y necesitaban ser rigurosamente encadenadas para que las personas que las rodeaban pudieran gozar de alguna partícula de seguridad. En nuestros tiempos, toda persona, desde la clase social más alta hasta la más baja, vive como bajo la mirada de una censura hostil y temible. No sólo en lo que concierne a otros, sino en lo que solamente concierne a ellos mismos, el individuo o la familia no se preguntan: ¿qué prefiero yo?, o ¿qué es lo que más convendría a mi carácter y disposición?, o ¿qué es lo que más amplio campo dejaría a lo que en mí es mejor y más elevado, permitiendo su desarrollo y crecimiento?, sino que se preguntan: ¿qué es lo más conveniente a mi posición?, ¿qué hacen ordinariamente las personas en mis circunstancias y situación económica? o (lo que es peor) ¿qué hacen ordinariamente las personas cuyas circunstancias y situaciones son superiores a la mía? No quiero decir con esto que prefieran lo que es la costumbre a lo que se adapta a sus inclinaciones; no se les ocurre tener ninguna inclinación, excepto para lo que es habitual. Así el mismo espíritu se doblega al yugo; hasta en lo que las gentes hacen por placer, la conformidad es la primera cosa en que piensan; se interesan en masa, ejercitan su elección sólo entre las cosas que se hacen corrientemente; la singularidad de gusto o la excentricidad de conducta se evitan como crímenes; a fuerza de no seguir su natural, llegan a no tener natural que seguir; sus capacidades humanas están resecas y consumidas; se hacen incapaces de todo deseo fuerte o placer natural y, generalmente, no tienen ni ideas ni sentimientos nacidos en ellos o que puedan decirse propios suyos. Ahora bien, ¿es esta la condición deseable de la naturaleza humana?
Lo es en la teoría calvinista. Según esta teoría, el mayor defecto del hombre es tener una voluntad propia. Todo el bien de que la humanidad es capaz, está comprendido en la obediencia. No se da a elegir; es preciso obrar así y no de otra manera; «todo lo que no es un deber, es un pecado». Estando la naturaleza humana radicalmente corrompida, para nadie puede haber redención hasta que haya matado esa naturaleza humana dentro de él. Para quien sostenga esta teoría, el aniquilamiento de todas las facultades, capacidades y susceptibilidades humanas no es ningún mal; el hombre no necesita ninguna capacidad sino la de someterse a la voluntad de Dios; y si emplea sus facultades para algo que no sea el más eficaz cumplimiento de esa supuesta voluntad, mejor estaría sin ellas. Esta es la teoría del calvinismo profesada, con más o menos atenuaciones, por muchos que no se consideran calvinistas; consisten estas atenuaciones en dar a la voluntad de Dios una interpretación menos ascética; afirmando ser su voluntad que los hombres satisfagan algunas de sus inclinaciones; no, naturalmente, en la forma que ellos mismos prefieran, sino a manera de obediencia, es decir, en la forma que les sea prescrita por la autoridad que, por la misma naturaleza del caso, ha de ser la misma para todos.
Bajo tal insidiosa forma, existe actualmente una fuerte tendencia en favor de esta estrecha teoría de la vida y hacia este tipo inflexible y mezquino de carácter humano que patrocina. Muchas personas creen sinceramente, sin duda, que los seres humanos así torturados y reducidos al tamaño de enanos, son tales como su Hacedor quiso que fueran; ni más ni menos que como muchos han pensado que los árboles son más bonitos cuando están tallados en forma de bolas o de animales que en la que la Naturaleza les dio. Pero si forma parte de la religión creer que el hombre ha sido hecho por un Ser bueno, más se conforma con esta fe creer que este Ser le ha concedido todas las facultades humanas para que puedan ser cultivadas y desarrolladas, no desarraigadas y consumidas, y que complace toda aproximación lograda por sus criaturas a la concepción ideal que en ellas se encierra, todo aumento en cualquiera de sus capacidades de comprensión, acción o goce. Existe un tipo de perfección humana diferente del calvinista: una concepción de la humanidad en la que esta recibe su naturaleza para otros fines que para renunciar a ella. «La afirmación de sí mismo de los paganos es uno de los valores humanos tanto como la propia negación de los cristianos»[25]. Con el ideal griego del desenvolvimiento de sí mismos se combina, sin superarle, el ideal platónico y cristiano de autonomía (self-government). Acaso sea preferible ser un John Knox que un Alcibíades, pero mejor que cualquiera de ellos es un Pericles; y un Pericles que existiera hoy, no dejaría de tener algunas de las buenas cualidades que pertenecieron a John Knox.
No es vistiendo uniformemente todo lo que es individual en los seres humanos como se hace de ellos un noble y hermoso objeto de contemplación, sino cultivándolo y haciéndolo resaltar, dentro de los límites impuestos por los derechos e intereses de los demás; y como las obras participan del carácter de aquellos que las ejecutan, por el mismo proceso la vida humana, haciéndose también rica, diversa y animada, provee de más abundante alimento a los altos pensamientos y sentimientos elevados y fortalece el vínculo que une todo individuo a la raza haciéndola infinitamente más digna de que se pertenezca a ella. En proporción al desenvolvimiento de su individualidad, cada persona adquiere un mayor valor para sí mismo y es capaz, por consiguiente, de adquirir un mayor valor para los demás. Se da una mayor plenitud de vida en su propia existencia y cuando hay más vida en las unidades hay también más en la masa que se compone de ellas. No puede prescindirse de aquella cantidad de compresión necesaria para impedir que los ejemplares más fuertes de la especie humana violen los derechos de los demás; mas para esto existe una amplia compensación aun desde el punto de vista del desenvolvimiento humano. Los medios de desenvolvimiento que el individuo pierde al impedírsele satisfacer sus inclinaciones con perjuicio de su prójimo, se obtienen, principalmente, a expensas del desenvolvimiento de los demás. Y aun él mismo encuentra una comparación en el mejor desenvolvimiento de la parte social de su naturaleza, hecha posible gracias a la restricción impuesta a su parte egoísta. Atenerse, por considerarlos demás, a las rígidas reglas de la justicia, desarrolla los sentimientos y capacidades que tienen como objeto el bien ajeno. Pero constreñir en cosas que no afectan al bien de los demás, y sólo por causar una contrariedad, no desarrolla nada que tenga valor, excepto la fuerza de carácter que pueda desplegarse resistiendo a la imposición. Si se accede, esta sumisión embota y adormece toda nuestra naturaleza. Para dejar libre juego a la naturaleza de cada uno, es esencial que personas diferentes puedan seguir diferentes vidas. En la misma proporción con la que, en una época determinada, ha sido practicada esta latitud, se ha elevado su valor para la posteridad. Hasta el despotismo no produce sus peores efectos en tanto que la individualidad existe bajo él; y todo lo que aniquila la individualidad es despotismo, cualquiera que sea el nombre con que se le designe, y tanto si pretende imponer la voluntad de Dios o las disposiciones de los hombres.
Habiendo dicho que individualidad vale tanto como desenvolvimiento, y que es sólo el cultivo de la individualidad lo que produce, o puede producir, seres humanos bien desarrollados, puedo cerrar aquí el argumento: ¿pues qué más ni mejor puede decirse de ninguna condición de los negocios humanos, sino que ella acerca a los seres humanos mismos a lo mejor que ellos pueden ser?, ¿o qué peor puede decirse de alguna obstrucción al bien, sino que ella impide esto mismo? Indudablemente, sin embargo, estas consideraciones no serán bastantes para convencer a aquellos que más necesitan ser convencidos; y es, además, necesario mostrar que estos seres humanos desarrollados son de alguna utilidad a los no desarrollados: hacer ver a aquellos que ni quieren la libertad ni se servirán de ella, que pueden ser recompensados de una manera apreciable, por dejar a los demás hacer uso de ella sin obstáculo.
En primer lugar, me atrevo a sugerir que podrían, acaso, aprender algo de ellas. Nadie negará que la originalidad es un elemento de valor en los asuntos humanos. Siempre son necesarias personas no sólo para descubrir nuevas verdades y señalar el momento en el que lo que venía siendo considerado como verdadero deja de serlo, sino también para iniciar nuevas prácticas, dando ejemplo de una conducta más esclarecida, de un mejor gusto y sentido en la vida humana. Esto no puede ser negado por nadie que no crea que el mundo ha alcanzado ya la perfección en todas sus maneras y costumbres. Es verdad que no todos son igualmente capaces de hacer este beneficio; son pocas las personas, comparadas con toda la humanidad, cuyos experimentos, de ser adoptados por los demás, darían lugar a un mejoramiento en la práctica establecida. Pero estas pocas son la sal de la tierra; sin ellas la vida humana sería una laguna estancada. No sólo introducen cosas buenas que antes no existían, sino que dan vida a las ya existentes. Si nada nuevo hubiera que hacer, ¿cesaría de ser necesaria la inteligencia? ¿Es una razón que las cosas sean antiguas para que quienes las hacen olviden por qué son hechas, y las hagan como brutos y no como seres humanos? Demasiado grande es la tendencia de las mejores creencias y prácticas a degenerar en algo mecánico; y a menos que una serie de personas eviten, con su inagotable originalidad, que los fundamentos de estas creencias y prácticas se conviertan en meras tradiciones, semejante materia muerta no resistiría el más ligero choque con algo realmente vivo y no habría razón para que la civilización no muera como en el imperio bizantino. Es verdad que los hombres de genio son, y probablemente siempre lo serán, una pequeña minoría; pero para tenerlos es necesario cuidar el suelo en el cual crecen. El genio sólo puede alentar libremente en una atmósfera de libertad. Los hombres de genio son, ex vi termini, más individuales que los demás, menos capaces, por consiguiente, de adaptarse, sin una compresión perjudicial, a alguno de los pocos moldes que la sociedad proporciona para ahorrar a sus miembros el trabajo de formar su propio carácter. Si por timidez consienten en ser forzados dentro de uno de estos moldes y en dejar sin desenvolver aquella parte de ellos mismos que bajo la presión no pueda ser desenvuelta, la sociedad poca mejora obtendrá de su genio. Si son de carácter fuerte y rompen sus cadenas, se convierten en punto de mira de la sociedad, la cual, no habiendo logrado reducirles al lugar común, les señala solemnemente como «turbulentos», «extravagantes» o cosa parecida, que es tanto como si nos lamentáramos de que el río Niágara no se deslice tan suavemente entre sus orillas como un canal holandés.
Si insisto tanto sobre la importancia del genio y la necesidad de dejarle desenvolverse libremente, tanto en el pensamiento como en la práctica, es porque si bien estoy seguro de que en teoría nadie negará esta posición, no dejo de reconocer que en la realidad casi todos son totalmente indiferentes para con ella.
La gente considera al genio como una cosa hermosa cuando capacita a un hombre para escribir un poema inspirado o pintar un cuadro. Pero en su verdadero sentido, es decir, como originalidad de pensamiento y acción, aunque nadie diga que no sea una cosa admirable, casi todos, en el fondo de su corazón, piensan que pueden pasarse muy bien sin él. Desgraciadamente, es esto demasiado natural para que sorprenda. La originalidad es la única cosa cuya utilidad no pueden comprender los espíritus vulgares. No pueden ver lo que es capaz de hacer por ellos; ¿y cómo podrían verlo? Si pudieran ver lo que puede hacer por ellos, dejaría de ser originalidad. El primer servicio que la originalidad les presta es abrirles los ojos; lo que una vez hecho, y por completo, les pondrá en la posibilidad de ser ellos mismos originales. Entretanto, recordando que nunca se ha hecho nada que no haya sido alguien el primero en hacer, y que todas las cosas buenas que existen son fruto de la originalidad, dejémosles ser lo bastante modestos para creer que todavía queda algo a ser realizado por ella, y asegurarse de que tanto más necesaria les es la originalidad cuanto menos cuenta se dan de su falta.
La simple verdad es que sea cual sea el homenaje que se profese, y aun se rinda, a la real o supuesta superioridad mental, la tendencia general de las cosas a través del mundo es a hacer de la mediocridad el poder supremo en los hombres. En la historia antigua, en la Edad Media y, en menor grado, a través de la transición del feudalismo a los tiempos presentes, el individuo fue un poder en sí mismo; y si tenía grandes talentos o una elevada posición social, era una potencia considerable. Actualmente los individuos están perdidos en la multitud. En política es casi una trivialidad decir que es la opinión pública la que gobierna el mundo. El único poder que merece tal nombre es el de las masas, y el de los gobiernos que se hacen órgano de las tendencias e instintos de las masas. Esto es verdad tanto en las relaciones morales y sociales de la vida privada como en las transacciones públicas. Aquellos cuyas opiniones forman la llamada opinión pública no son siempre la misma clase de público; en América son toda la población blanca; en Inglaterra, principalmente la clase media. Pero son siempre una masa, es decir, una mediocridad colectiva. Y lo que todavía es una mayor novedad, la masa no recibe ahora sus opiniones de los dignatarios de la Iglesia o del Estado, de jefes ostensibles o de los libros. Su pensamiento se forma para ella por hombres de su mismo nivel, que se dirigen a ella, o hablan en su nombre, del asunto del momento, a través de los periódicos. No me lamento de todo esto. No afirmo que haya algo mejor que sea compatible, como regla general, con el bajo nivel del espíritu humano al presente. Pero esto no hace que el gobierno de la mediocridad deje de ser un gobierno mediocre. Ningún gobierno por una democracia o una aristocracia numerosa ha sabido elevarse sobre la mediocridad, ni en sus actos políticos ni en las opiniones, cualidades y tono del espíritu que en él alienta, excepto en aquellos casos en los que el soberano «Muchos» se han dejado guiar (como siempre ha hecho en sus mejores tiempos) por los consejos e influencia de Uno o Varios, mejor dotados e instruidos. La iniciación de todas las cosas nobles y discretas viene y debe venir de los individuos; en un principio, generalmente, de algún individuo aislado. El honor y la gloria del hombre medio consiste en que es capaz de seguir esta iniciativa; que puede responder, internamente, a las cosas nobles y discretas o ser conducido a ellas con los ojos abiertos. No es esto fomentar esa especie de «culto a los héroes» que aplaude al hombre fuerte y de genio que se apodera violentamente del gobierno del mundo, sometiéndole, a pesar suyo, a sus propios mandatos. Todo lo que puede exigir es libertad para señalar el camino. El poder de obligar a los demás a seguirle no sólo es incompatible con su libertad y desenvolvimiento sino que corrompe al hombre fuerte mismo. Parece, sin embargo, que cuando en todas partes la opinión de la masa de hombres ordinarios se ha convertido o se está convirtiendo en el poder dominante, el contrapeso y el correctivo a esta tendencia sería la individualidad más y más acentuada de quienes ocupan las preeminencias del pensamiento. En tales circunstancias es cuando los individuos excepcionales deben ser más que nunca no ya cohibidos, sino incitados a actuar de manera diferente que la masa. En otros tiempos no había ventaja alguna en que hicieran esto, a no ser que obraran no sólo de modo diferente, sino mejor. Ahora, el mero ejemplo de disconformidad, la mera repulsa a hincar la rodilla ante la costumbre es en sí misma un servicio. Precisamente porque la tiranía de la opinión es tal que hace de la excentricidad un reproche, es deseable, a fin de quebrar esa tiranía, que haya gente excéntrica. La excentricidad ha abundado siempre cuando y donde ha abundado la fuerza de carácter; y la suma de excentricidad en una sociedad ha sido generalmente proporcional a la suma de genio, vigor mental y valentía moral que ella contiene. El mayor peligro de nuestro tiempo se muestra bien en el escaso número de personas que se deciden a ser excéntricas.
He dicho que es importante dejar el campo más libre posible a las cosas desusadas, a fin de que, con el tiempo, pueda aparecer cuáles de ellas son adecuadas para convertirse en costumbres. Pero la independencia de acción y el menosprecio de la costumbre no sólo deben ser alentados por la posibilidad que ofrecen para que surjan mejores métodos de acción y costumbres más dignas de una general aceptación; ni son sólo las personas de una notoria superioridad mental las que pueden justamente aspirar a realizar su vida a su propia manera. No hay razón para que toda la existencia humana sea construida sobre uno o un corto número de patrones. Con tal de que una persona posea una razonable cantidad de sentido común y de experiencia, su propio modo de arreglar su existencia es el mejor, no porque sea el mejor en sí, sino por ser el suyo. Los seres humanos no son como los carneros; y aun los carneros no son tan iguales que no se les pueda distinguir. Un hombre no puede conseguir un traje o un par de botas que le estén bien, a menos que se los haga a la medida o que pueda escogerlos en un gran almacén; ¿y es más fácil proveerle de una vida que de un traje, o son los seres humanos más semejantes unos a otros, en su total conformación física y espiritual, que en la configuración de sus pies? Si fuera sólo que las gentes tuvieran diversidad de gustos, ya sería razón bastante para no intentar imponer a todos un mismo modelo. Pero personas diferentes requieren también diferentes condiciones para su desenvolvimiento espiritual; y no pueden vivir saludablemente en las mismas condiciones morales, como toda la variedad de plantas no pueden vivir en las mismas condiciones físicas, en la misma atmósfera o en el mismo clima. Las mismas cosas que ayudan a una persona en el cultivo de su naturaleza superior son obstáculos para otra. La misma manera de vivir excita a uno saludablemente, poniendo en el mejor orden todas sus facultades de acción y goce, mientras para otro es una carga abrumadora que suspende o aniquila toda la vida interior. Son tales las diferencias entre seres humanos en sus placeres y dolores, y en la manera de sentir la acción de las diferentes influencias físicas y morales, que si no existe una diversidad correspondiente en sus modos de vivir ni pueden obtener toda su parte en la felicidad ni llegar a la altura mental, moral y estética de que su naturaleza es capaz. ¿Por qué, entonces, la tolerancia, por lo que se refiere al sentimiento público, se extiende sólo a gustos y modos de vida aceptados por la multitud de sus partidarios? En ninguna parte (excepto en algunas instituciones monásticas) es absolutamente negada la diversidad de gusto; a una persona puede gustarle o no gustarle, sin que sea vituperable, el remar, el fumar, la música, los ejercicios atléticos, los dados, las cartas, o el estudio, porque el número de partidarios y de enemigos de todas estas cosas es demasiado grande para ser reducidos a silencio. Pero el hombre, y más todavía la mujer, que puede ser acusado de hacer «lo que nadie hace», o de no hacer «lo que hace todo el mundo», es víctima de una calificación tan despectiva como si él o ella hubieran cometido algún grave delito moral. Es preciso poseer un título, o algún otro signo de rango que como tal se le considere, para que se les consienta, en parte, el lujo de obrar a su gusto, sin perjudicar a su reputación. Para que se les consienta, en parte, repito, porque quien se fíe excesivamente en esta indulgencia corre el riesgo de algo peor que discursos injuriosos; estaría en peligro de comparecer ante una comisión como lunático y de verse desposeído de su propiedad, que sería entregada a sus parientes[26].
Hay un rasgo característico de la dirección presente de la opinión pública, singularmente propio para hacerla intolerante respecto a toda marcada demostración de individualidad. El promedio general de la humanidad es moderado, no sólo en inteligencia sino en inclinaciones; no tiene gustos ni deseos bastante fuertes para inclinarle a hacer nada que no sea usual, y, por consiguiente, no comprende a quienes los tienen, clasificándoles entre los seres extravagantes y desordenados a los cuales está acostumbrado a despreciar. Ahora, sobre este hecho, que es general, no tenemos sino suponer que se ha declarado un fuerte movimiento hacia el mejoramiento moral, y es evidente lo que debemos esperar. En nuestros días se ha declarado un tal movimiento como este; mucho se ha hecho, actualmente, en el camino de una mayor regularidad de conducta, y en la limitación de los excesos; y hay un espíritu filantrópico universal, para cuyo ejercicio ningún campo es más favorable que el del mejoramiento moral y prudencial de nuestros semejantes. Estas tendencias de los tiempos hacen que el público esté más dispuesto que en períodos anteriores a prescribir reglas generales de conducta y a tratar de hacer que cada uno se conforme al modelo aprobado. Y este modelo, expreso o tácito, consiste en no desear nada fuertemente. Su carácter ideal es no tener ningún carácter acusado; mutilar por compresión, como el pie de una mujer china, toda parte de la naturaleza humana que resalte y tienda a hacer la persona marcadamente desemejante, en su aspecto general, al común de la humanidad[27].
Como es corriente que ocurra con ideales que excluyen una mitad de lo que es deseable, el tipo actual de aprobación produce sólo una imitación inferior de la otra mitad. En lugar de grandes energías guiadas por una razón vigorosa y fuertes sentimientos poderosamente dominados por una voluntad consciente, su resultado es sentimientos y energías débiles, las cuales pueden, por consiguiente, ser sometidas a la regla, al menos exteriormente, sin ningún esfuerzo de voluntad ni de razón. Los caracteres enérgicos van siendo, en una gran escala, meramente legendarios. Actualmente en nuestro país apenas hay otro campo para la energía que el de los negocios. La energía gastada en ellos puede todavía ser mirada como considerable. La poca energía que este empleo deja libre se gasta en algún capricho (hobby); que puede ser útil y hasta filantrópico, pero que siempre es una sola cosa, y generalmente una cosa de reducidas dimensiones. La grandeza de Inglaterra es colectiva; pequeños, individualmente, sólo somos capaces de algo grande por nuestra costumbre de combinarnos; y con esto nuestros filántropos morales y religiosos están perfectamente contentos. Pero fueron hombres de otro cuño los que hicieron de Inglaterra lo que ha sido; y hombres de otro cuño serán necesarios para prevenir su decadencia.
El despotismo de la costumbre es en todas partes el eterno obstáculo al desenvolvimiento humano, encontrándose en incesante antagonismo con esa tendencia a conseguir algo mejor que la costumbre, denominada según las circunstancias, el espíritu de libertad o el de progreso o mejoramiento. El espíritu de progreso no es siempre un espíritu de libertad, pues puede tratar de imponer mejoramientos a un pueblo que no los desea; y el espíritu de libertad, en tanto que resiste estos intentos, puede alearse, temporal y localmente, con los adversarios del progreso; pero la única fuente de mejoras, infalible y permanente, es la libertad, ya que, gracias a ella, hay tantos centros independientes de mejoramiento, como individuos. El principio progresivo, sin embargo, en cualquiera de sus formas, sea como amor de la libertad o del mejoramiento, es antagónico al imperio de la costumbre, envolviendo, cuando menos, la emancipación de este yugo; y la lucha entre los dos constituye el principal interés de la historia de la humanidad. La mayor parte del mundo no tiene historia, propiamente hablando, porque el despotismo de la costumbre es completo. Este es el caso de todo el Oriente. La costumbre es allí, en todas las cosas, la apelación final; justicia y rectitud significan conformidad con la costumbre; nadie, excepto algún tirano intoxicado con el poder, piensa en resistir al argumento de la costumbre. Y estamos viendo el resultado. Aquellas naciones debieron, en un principio, haber tenido originalidad; no brotaron de la tierra populosas, ilustradas y versadas en muchas de las artes de la vida; todo esto se lo hicieron ellas mismas y fueron, entonces, las más grandes y las más poderosas naciones del mundo. ¿Qué son ahora? Los vasallos o los dependientes de tribus cuyos antepasados erraban por los bosques, cuando los suyos tenían magníficos palacios y espléndidos templos; pero sobre los cuales la costumbre compartía su imperio con la libertad y el progreso. Un pueblo, al parecer, puede ser progresivo durante un cierto tiempo, y después detenerse, ¿cuándo se detiene? Cuando cesa de tener individualidad. Si un tal cambio hubiera de afectar a las naciones de Europa, no tendría lugar exactamente en la misma forma: el despotismo de la costumbre que amenaza a estas naciones no es, precisamente, estacionamiento. Proscribe la singularidad, pero no es obstáculo al cambio, con tal que todo cambie a la vez. Hemos acabado con las costumbres inalterables de nuestros predecesores; cada cual debe todavía vestirse como los demás, pero la moda puede cambiar una o dos veces al año. Así cuidamos de que cuando se haga un cambio, se haga por el cambio mismo, no por ninguna idea de belleza o conveniencia; pues la misma idea de belleza o conveniencia no atraería la atención de todo el mundo, en un momento determinado, ni sería simultáneamente abandonada por todos, en otro. Pero nosotros somos tan progresivos como variables; continuamente hacemos nuevas invenciones en cosas mecánicas y las conservamos hasta que son superadas por otras mejores. Anhelamos el mejoramiento en política, en educación, hasta en moral, si bien en esta última nuestra idea de perfeccionamiento consiste principalmente en persuadir, o forzar, a los demás a ser tan buenos como nosotros mismos. No es al progreso a lo que objetamos; por el contrario, nos alabamos de ser el pueblo más progresivo que ha existido nunca. La individualidad es contra lo que nosotros luchamos; creeríamos haber hecho algo maravilloso si nos hubiéramos hecho todos iguales; olvidando que la desemejanza entre dos personas es, generalmente, la primera cosa que llama la atención de cada una de ellas respecto a la imperfección de su propio tipo, y la superioridad de otro, o la posibilidad de obtener algo superior a ambos, combinando sus respectivas ventajas. Tenemos un ejemplo en China, nación de mucho talento, y hasta, en ciertos respectos, de sabiduría, gracias a la rara y buena fortuna de haber sido dotada en un remoto período con una serie de costumbres particularmente buenas, obra en cierta medida de hombres a los que los más cultos europeos deben conceder, bajo ciertas limitaciones, el título de sabios y filósofos. Son también notables estas costumbres por la excelente manera de imprimir lo más posible sus mejores doctrinas en cada espíritu de la comunidad, y asegurar que aquellos que se las han apropiado mejor ocuparán los puestos de honor y poder. Seguramente que el pueblo que hizo esto ha descubierto el secreto del progreso humano y debe haberse puesto decididamente a la cabeza del movimiento del mundo. Por el contrario, se ha hecho estacionario, permaneciendo así durante miles de años; y si en lo sucesivo experimentan algún perfeccionamiento será por extranjeros. Han superado todas las esperanzas en lo que los filántropos ingleses tan industriosamente procuran: hacer un pueblo uniforme, que todo él gobierne sus pensamientos y conducta por las mismas máximas y reglas; y estos son los frutos. El moderno régime[28] de opinión pública es, en una forma inorgánica, lo que en forma organizada son los sistemas chinos, educativo y político; y a menos que la individualidad sea capaz de afirmarse triunfalmente contra ese yugo, Europa, a pesar de sus nobles antecedentes y de profesar el cristianismo, tenderá a convertirse en otra China.
¿Qué es lo que hasta ahora ha preservado a Europa de esta suerte? ¿Qué ha hecho a la familia europea de naciones una porción de la humanidad progresiva, y no una estacionaria? Ninguna superior excelencia en ellas, que cuando existe, existe como efecto y no como causa, sino su notable diversidad de carácter y cultura. Individuos, clases, naciones, han sido extremadamente desemejantes unos de otros; han seguido una gran variedad de caminos conduciendo todos a algo de valor; y aunque en todo momento aquellos que seguían caminos diferentes han sido intolerantes unos de otros y cada uno hubiera considerado como una cosa excelente que el resto hubiera sido constreñido a seguir su propio camino, sus intentos de interponerse en el desenvolvimiento de cada uno de los otros rara vez han tenido un éxito permanente, y todos y cada uno se han visto obligados, en ocasiones, a recibir el bien que los demás ofrecían. Europa, a mi juicio, debe totalmente a esta pluralidad de caminos su desenvolvimiento progresivo y multilateral. Pero empieza ya a poseer este beneficio en un grado considerablemente menor. Decididamente va avanzando hacia el ideal chino de hacer a todo el pueblo igual. M. de Tocqueville, en su última importante obra, observa cuanto más se asemejan uno a otro los franceses de hoy que los de la última generación. La misma observación, pero en un más alto grado, puede hacerse respecto a los ingleses. En un pasaje ya acotado de Wilhem von Humboldt, señala dos cosas como condiciones necesarias para el desenvolvimiento humano, en cuanto necesarias para hacer a las gentes desemejantes unas de otras, a saber: libertad y variedad de situaciones. La segunda de estas dos condiciones disminuye en nuestro país por días. Las circunstancias que rodean a las diferentes clases e individuos, formando sus caracteres, se hacen cada día más análogas. Antiguamente, los diferentes rangos, las diversas vecindades, las distintas industrias y profesiones vivían en lo que podían ser llamados mundos diferentes; actualmente viven en un cierto grado, en el mismo. Comparativamente hablando, ahora leen, oyen y ven las mismas cosas, van a los mismos sitios, tienen los mismos objetos de esperanzas y temores, los mismos derechos y libertades y los mismos medios de afirmarlos. Siendo grandes las diferencias de posición que quedan, no son nada comparadas con las que han desaparecido. Y la asimilación sigue su marcha. Todos los cambios políticos de la época la favorecen en cuanto tienden a elevar al de abajo y a rebajar al de arriba. Toda extensión de la educación la fomenta, porque la educación pone al pueblo bajo influencias comunes y le da acceso al caudal general de hechos y sentimientos. Las mejoras en los medios de comunicación la favorecen, poniendo a los habitantes de lugares distanciados en contacto personal, y estableciendo una rápida corriente de cambios de residencia entre las distintas ciudades. El aumento del comercio y las manufacturas la promueven difundiendo más ampliamente las ventajas de las circunstancias favorables y abriendo respecto a todos los objetos de ambición, aun los más altos, la competencia general, por donde el deseo de elevarse deja de ser el carácter de una clase particular y se convierte en carácter de todas las clases. Una influencia más poderosa que todas estas para producir una general semejanza en toda la humanidad es el establecimiento, en este y en otros países libres, de la ascendencia de la opinión pública en el Estado. A medida que se van gradualmente nivelando las varias eminencias sociales que permitían a las personas escudadas detrás de ellas despreciar la opinión de la multitud; a medida que la idea misma de resistir a la voluntad del público, cuando positivamente se ha reconocido que la tiene, desaparece más y más de las mentes de los políticos prácticos, deja de haber apoyo social para la disconformidad; no queda ningún poder sustantivo en la sociedad que, opuesto él mismo a la ascendencia del número, esté interesado en tomar bajo su protección opiniones y tendencias que disientan de las del público.
La combinación de todas estas causas forma una masa tan grande de influencias hostiles a la individualidad que no es fácil ver cómo podrá esta mantener su posición. Tendrá que hacerlo con creciente dificultad, a menos que la parte inteligente del público se apreste a darse cuenta de su valor, a ver que es bueno que haya diferencias, aunque no sean mejores e incluso aunque a ellos les parezca que son peores Si los derechos de la individualidad han de ser afirmados siempre, ahora es tiempo de hacerlo, cuando falta todavía mucho para completar la forzada asimilación. Sólo en los primeros momentos puede lucharse con éxito contra las usurpaciones. La pretensión de que todos se asemejen a nosotros mismos crece por lo que se alimenta. Si la resistencia espera a que la vida esté casi reducida a un tipo uniforme, toda desviación de este tipo será considerada impía, inmoral, hasta monstruosa y contraria a la naturaleza. La humanidad se hace rápidamente incapaz de concebir la diversidad cuando durante algún tiempo ha perdido la costumbre de verla.