Los principios proclamados en estas páginas deben ser más generalmente admitidos como bases para la discusión de detalles, antes de que pueda intentarse con probabilidades de éxito su aplicación a las varias ramas del gobierno y la moral. Las pocas observaciones que me propongo hacer sobre cuestiones de detalle van destinadas a ilustrar los principios más bien que a seguirlas en sus consecuencias. Ofrezco, no tanto aplicaciones como muestras de aplicaciones, las cuales pueden servir para dar mayor claridad al sentido y límites de las dos máximas que juntas forman la doctrina entera de este ensayo; y a auxiliar el juicio, manteniendo la balanza entre ellas, en los casos en que aparezca dudoso cuál de los dos ha de ser aplicada.
Las máximas son: primera, que el individuo no debe cuentas a la sociedad por sus actos, en cuanto estos no se refieren a los intereses de ninguna otra persona, sino a él mismo. El consejo, la instrucción, la persuasión, el aislamiento, si los demás lo consideran necesario para su propio bien, son la únicas medidas por las cuales puede la sociedad, justificadamente, expresar el disgusto o la desaprobación de su conducta. Segunda, que de los actos perjudiciales para los intereses de los demás es responsable el individuo, el cual puede ser sometido a un castigo legal o social, si la sociedad es de opinión que uno u otro es necesario para su protección.
En primer lugar, no debe en modo alguno creerse que el daño o riesgo de daño a los intereses de los demás, única cosa que justifica la intervención de la sociedad, le justifica siempre. En muchos casos un individuo, persiguiendo un objeto lícito, necesaria, y por tanto legítimamente, causa dolor o pérdida a otro, o intercepta un bien que este tenía una esperanza razonable de obtener. Tales oposiciones de intereses entre individuos, frecuentemente tienen su origen en instituciones sociales defectuosas, pero son inevitables mientras estas duran y algunas lo serían con toda clase de instituciones. Cualquiera que tiene éxito en una profesión recargada, o en un concurso cualquiera, que es preferido a otro en la lucha para conseguir un objeto que ambos desean se beneficia con la pérdida de otros, con sus esfuerzos frustrados y con sus desengaños. Pero es cosa comúnmente admitida que por interés general de la humanidad es mejor que los hombres continúen persiguiendo sus objetivos, sin que les desanimen esta especie de consecuencias. En otras palabras, la sociedad no admite ningún derecho legal ni moral, por parte de los competidores fracasados, a la inmunidad de esta clase de sufrimiento; y sólo se siente llamada a intervenir cuando se han empleado con éxito medios inadmisibles por interés general, especialmente en el fraude, la traición y la fuerza.
Conviene repetirlo; el comercio es un acto social. Todo el que se dedique a vender al público mercancías de cualquier clase hace algo que afecta a los intereses de otras personas y de la sociedad en general; y, por consiguiente, su conducta cae dentro de la jurisdicción de la sociedad; de acuerdo con esto, se sostuvo en un tiempo que era deber de los gobiernos fijar los precios y regular los procesos de fabricación en todos los casos que se considerasen de importancia. Mas ahora se reconoce, no sin haber sostenido una larga lucha, que la baratura y buena calidad de los productos quedan más eficazmente asegurados dejando a productores y vendedores completamente libres, sin otra limitación que la de una igual libertad por parte de los compradores para proveerse donde les plazca. Esta es la doctrina llamada del libre-cambio, que se apoya en fundamentos distintos, aunque igualmente sólidos, que el principio de la libertad individual proclamado en este ensayo. Las restricciones al comercio o a la producción para fines comerciales constituyen verdaderas coacciones[30], y toda coacción, qua coacción, es un mal; pero las coacciones en cuestión no afectan sino a aquella parte de la conducta que la sociedad es competente para coaccionar, y son malas, sólo porque realmente no producen los resultados que con ellas se desea producir. Como el principio de la libertad individual es independiente de la doctrina del libre cambio, lo es también de la mayor parte de las cuestiones que se suscitan respecto a los límites de esa doctrina; como, por ejemplo, el de la cantidad de intervención pública admisible para prevenir el fraude por adulteración; en que tanto pueden los patronos ser obligados a tomar determinadas medidas sanitarias o de protección de los obreros empleados en trabajos peligrosos. Tales cuestiones envuelven, tan sólo, consideraciones de libertad, en cuanto dejar a las gentes entregadas a sí mismas, es siempre mejor, cœteris paribus, que someterlas a una intervención; pero es innegable que, en principio, pueden ser sometidas a intervención para estos fines. Por otra parte, hay cuestiones que se refieren a la intervención en el comercio, que son esencialmente cuestiones de libertad, tales como la ley del Maine, ya aludida; la prohibición de importar opio en China; la restricción en la venta de venenos; todos los casos, en suma, en los que se interviene para hacer imposible o difícil la obtención de una determinada mercancía. Estas intromisiones son censurables, no como atentatorias a la libertad del productor o vendedor, sino a la del comprador.
Uno de estos ejemplos, el de la venta de venenos, plantea una nueva cuestión: los límites propios de las que pueden ser llamadas funciones de policía; hasta qué punto la libertad puede ser legítimamente invadida para la prevención del crimen o del accidente. Constituye una de las funciones indiscutidas de gobierno, la de tomar precauciones contra el crimen antes de que se haya cometido, así como descubrirle y castigarle después. La función preventiva del Gobierno es, sin embargo, mucho más expuesta a abuso, en perjuicio de la libertad, que la función punitiva; pues difícilmente podrá encontrarse una parte de la legítima libertad de acción de un ser humano, que no admita ser fundadamente considerada como favorable a una u otra forma de delincuencia. No obstante, si una autoridad pública, y hasta una persona privada, ven a uno que evidentemente se prepara para cometer un crimen, no están obligados a contemplarle inactivos hasta que el crimen se haya cometido, sino que pueden intervenir para evitarlo. Si nunca se compraran ni usaran venenos más que para cometer asesinatos, sería justo prohibir su fabricación y venta. Sin embargo, pueden ser necesarios para fines no sólo inocentes, sino útiles, y las restricciones no pueden ser impuestas en un caso sin que se hagan sentir en el otro. Es, además, función propia de la autoridad pública la protección contra los accidentes. Si un funcionario público u otra persona cualquiera viera que alguien intentaba atravesar un puente declarado inseguro, y no tuviera tiempo de advertirle el peligro, podría cogerle y hacerle retroceder sin atentar por esto a su libertad, puesto que la libertad consiste en hacer lo que uno desee, y no desearía caer en el río. Sin embargo, cuando se trata de un daño posible, pero no seguro, nadie más que la persona interesada puede juzgar de la suficiencia de los motivos que pueden impulsarle a correr el riesgo: en este caso, por tanto (a menos que se trate de un niño, o que se halle en un estado de delirio, de excitación o de distracción que le imposibilite el completo uso de sus facultades reflexivas), mi opinión es que debe tan sólo ser advertido del peligro; sin impedir por la fuerza que se exponga a él. Semejantes consideraciones, aplicadas a una cuestión tal como la venta de venenos, pueden capacitarnos para decidir cuáles, entre los posibles modos de regulación, son o no contrarios al principio. Tal precaución como, por ejemplo, la de rotular la droga con alguna palabra que exprese su carácter peligroso, puede ser impuesta sin violación de la libertad; no es posible que el comprador desee ignorar las cualidades venenosas de la cosa que posee. Pero el exigir en todos los casos certificado de un médico, haría en ocasiones imposible, y siempre costosa, la adquisición de un artículo de uso legítimo. A mi juicio, el único modo de poner dificultades a la comisión de crímenes por estos medios, sin infringir la libertad de quienes deseen estas sustancias para otros fines, consiste en lo que tan propiamente denominó Bentham «previo testimonio» (preappointed evidence). Esta precaución es familiar a todos en caso de contrato. Es usual y justo que cuando se celebra un contrato, la ley exija como condición para imponer su cumplimiento la observancia de ciertas formalidades, tales como la firma, asistencia de testigos y otras semejantes, a fin de que si sobrevienen contiendas, disputas, pueda haber testimonios de que el contrato realmente se celebró y que no se dio ninguna circunstancia que le hiciera legalmente nulo: el efecto de esto es crear grandes obstáculos para la celebración de contratos falsos, o contratos celebrados en circunstancias que, una vez conocidas, habrán de producir su nulidad. Análogas precauciones podrían imponerse a la venta de artículos que pueden ser instrumentos para el crimen. Puede exigirse, por ejemplo, que el vendedor inscriba en un registro la fecha exacta de la transacción, el nombre y dirección del comprador, la calidad y cantidad exactas vendidas; y que pregunte el fin para el cual se desea, haciendo constar la respuesta que reciba. Cuando no haya prescripción médica, puede ser exigida la presencia de una tercera persona, para acreditar la personalidad del comprador, en el caso de que, más adelante, haya razón para creer que el artículo ha sido aplicado a fines criminales. Tales regulaciones no constituirían, generalmente, ningún impedimento material para obtener el artículo, pero sí uno muy considerable para que se hiciera de él, impunemente, un uso impropio.
El derecho inherente a la sociedad de protegerse contra los crímenes mediante precauciones anteriores, sugiere obvias limitaciones a la máxima según la cual la mala conducta puramente personal no puede ser objeto de prevención o castigo. La embriaguez, por ejemplo, no es en los casos ordinarios un objeto propio de intervención legislativa; pero tendría por perfectamente legítimo que una persona que en alguna ocasión haya sido convicta de un acto de violencia hacia los demás, bajo la influencia de la bebida, sea puesta bajo una restricción legal, especial y personal; que cuando sea hallado en estado de embriaguez se le castigue, y que si en ese estado comete otra ofensa, se aumente la severidad del castigo que por ella se le imponga. El acto de embriaguez en una persona a la que la embriaguez excita a causar daño a los demás, es un crimen contra estos. Así también, la ociosidad, excepto en una persona que recibe apoyo del público cuando constituye violación de un contrato, no puede, sin tiranía, ser convertida en objeto de un castigo legal; mas, si por holgazanería o por otra causa evitable, deja un hombre de cumplir sus deberes legales hacia los demás, como, por ejemplo, si no sostiene a sus hijos, no es tiranía forzarle a cumplir esta obligación mediante el trabajo obligatorio, a falta de otros medios.
Hay, además, muchos actos que por no ser directamente perjudiciales, más que a los mismos agentes, no deben ser legalmente prohibidos, pero que si se ejecutan con publicidad constituyen una violación de las buenas costumbres y, cayendo dentro de la categoría de ofensas contra las demás, pueden justamente ser prohibidos. De esta especie son las ofensas a la decencia, sobre las cuales es innecesario insistir, tanto más cuanto que sólo indirectamente se relacionan con nuestro asunto, ya que la publicidad es con igual fundamento objetable en el caso de muchos actos no condenables en sí, ni tenidos por tales.
Otra cuestión hay a la que debe encontrarse una respuesta concordante con los principios que han sido aquí establecidos. En los casos de una conducta personal condenable pero cuyo respeto por la libertad impide que la sociedad prevenga o castigue, porque el mal que directamente nace de ella recae en su totalidad sobre el agente, lo que este agente es Ubre de hacer, ¿deben otras personas ser igualmente libres de aconsejar o fomentar? Es una cuestión que no deja de ofrecer dificultades. El caso de una persona que solicita de otra la ejecución de un acto no es, estrictamente, un caso de conducta personal. Dar consejos o sugerir inducciones es un acto social, y puede, por consiguiente, como en general las acciones que afectan a otro, quedar sujeto a una intervención social. Pero un poco de reflexión corrige la primera impresión, mostrando que aunque el caso no está estrictamente dentro de la definición de libertad individual, le son aplicables las razones sobre las cuales el principio de la libertad individual está fundado. Si se debe permitir que las gentes obren como mejor les parezca y a su propio riesgo, en aquello que sólo a ellas concierne, deben igualmente ser libres para consultar unas con otras respecto a lo que sea más conveniente hacer, para cambiar opiniones y dar y recibir sugestiones. Todo aquello cuya realización esté permitida debe poder ser aconsejado. La cuestión sólo es dudosa cuando el instigador deriva de su consejo un beneficio personal; cuando su oficio, su medio de vida o de fortuna consiste en promover lo que la sociedad y el Estado consideran como un mal. Entonces, realmente, se introduce un nuevo elemento de complicación, a saber: la existencia de clases de personas cuyo interés es opuesto a lo que es considerado como el bien público, y cuyo modo de vivir mismo es un obstáculo para este. ¿Se debe intervenir en esto, o no? La fornicación, por ejemplo, y el juego deben ser tolerados; ¿pero debe consentirse que una persona se dedique a la alcahuetería o tenga una casa de juego? Es uno de los casos que se encuentran exactamente en la línea divisoria entre dos principios, y no es fácil ver, en el primer momento, a cuál de los dos pertenece en realidad. Hay argumentos por los dos lados. Por el de la tolerancia puede decirse que el hecho de tomar como una ocupación, para vivir o enriquecerse con su práctica, algo que sin esto sería admisible, no puede convertirlo en criminal; que el acto deberá ser o permitido siempre, o siempre prohibido; que si los principios aquí defendidos son verdaderos, la sociedad nada tiene que hacer como tal sociedad, en cuanto a decidir si es malo algo que concierna tan sólo al individuo; no puede ir más allá de la disuasión, y si una persona debe ser libre para persuadir, otra debe de serlo para disuadir.
En oposición a esto, puede alegarse que si bien el público o el Estado no tiene el derecho de decidir autoritariamente, con vista a la represión o el castigo, si esta o aquella conducta puramente personal es buena o mala, puede, con completa justificación, si la considera mala, afirmar, por lo menos, que si lo es o no, es una cuestión discutible. Supuesto esto, no puede hacer mal el Estado, procurando eliminar la influencia de solicitaciones interesadas y de instigadores que no pueden ser imparciales por tener un interés directo y personal por el lado mismo que el Estado considera malo, y que por su propia confesión sólo por motivos personales se inclinan hacia él. Seguramente, podría alegarse, nada se pierde ni se sacrifica ningún bien ordenando las cosas de manera que las personas puedan hacer su elección, discreta o estúpidamente, pero por su propia determinación, lo más libres que sea posible de las argucias de personas que estimulan sus inclinaciones en interés de sus propósitos personales. Así (puede decirse), aunque los estatutos que se refieran a los juegos ilícitos sean teóricamente indefendibles —aunque todo el mundo sea libre de jugar en sus propias casas o en las de los demás o en cualquier lugar de reunión establecido por sus suscripciones y sólo abierto a los miembros y sus visitantes—, las casas públicas de juego no deben ser permitidas. Es verdad que la prohibición no es nunca efectiva y que sea cual sea el poder tiránico que se atribuya a la policía siempre será posible mantener casas de juego bajo otra apariencia; pero pueden ser obligadas a conducir sus operaciones con un cierto grado de secreto y misterio, de modo que nadie más que los que las buscan tengan noticia de ellas; y la sociedad no debe pretender hacer más que esto. Estos argumentos tienen una fuerza considerable. No he de aventurarme a decidir si son suficientes para justificar la anomalía moral de castigar lo accesorio mientras lo principal se deja (y debe dejarse) libre; de multar o meter en prisión al alcahuete pero no al fornicador, al dueño de la casa de juego, pero no al jugador. Todavía menos deben ser intervenidas con esos fundamentos las operaciones comunes de comprar y vender. Casi todo artículo comprado y vendido puede ser usado con exceso, y el vendedor tiene un interés pecuniario en estimular este exceso; pero esto no puede ser un argumento en favor, por ejemplo, de la ley del Maná, porque la clase de expendedores de bebidas fuertes, aunque interesada en su abuso, es indispensable para el uso legítimo de las mismas. Sin embargo, el interés de estos comerciantes en promover la intemperancia es un mal positivo y justifica que el Estado imponga restricciones y exija garantías, las cuales, a no ser por esta justificación, serían infracciones de la legítima libertad.
Una cuestión ulterior es si el Estado, en tanto que tolera una conducta que considera contraria a los más sagrados intereses del agente, debe, no obstante, favorecer indirectamente su abandono; si, por ejemplo, debería tomar medidas para hacer más costosos los medios de embriagarse o aumentar la dificultad de conseguirlos limitando el número de expendedurías. En esta, como en la mayor parte de las cuestiones prácticas, es necesario hacer muchas distinciones. Hacer que las bebidas fuertes paguen un impuesto elevado con el solo propósito de dificultar su obtención, es una medida que se diferencia sólo en grado de su completa prohibición, y sólo sería justificable si esta lo fuera. Todo aumento de coste es una prohibición para aquellos cuyos recursos no alcanzan al precio elevado; y para los que no están en este caso, es una pena que se les impone por satisfacer un gusto particular. La elevación de sus placeres y el modo de gastar sus ingresos, una vez satisfechas sus obligaciones morales y legales para con el Estado y los individuos, es asunto suyo privativo y debe quedar por entero a su propio juicio. Puede aparecer a primera vista que estas consideraciones condenan la elección de las bebidas fuertes como objetos especiales de impuesto para fines fiscales. Pero debe recordarse que la imposición para estos fines es completamente inevitable; que en la mayoría de los países es necesario que una parte considerable de esta imposición sea indirecta; que el Estado, por tanto, no puede evitar la imposición de penalidades, que para algunos pueden ser prohibitivas sobre el consumo de determinados artículos. Es, por tanto, deber del Estado considerar, al establecer los impuestos, cuáles son las sustancias de que el consumidor puede prescindir con más facilidad, a fortiori, y elegir, preferentemente, aquellas cuyo uso, si excede de una cantidad muy moderada, puede serle perjudicial. Por consiguiente, los impuestos sobre los estimulantes, llevados hasta el extremo que produzcan su máximo rendimiento (suponiendo que el Estado necesite todos los ingresos de estos impuestos), son, no sólo admisibles, sino convenientes.
La cuestión de saber si se ha de hacer de la venta de estas sustancias un privilegio más o menos exclusivo, debe ser resuelta de diferente manera según sean los motivos a los cuales se subordine la restricción. Todos los lugares públicos necesitan la acción de policía, y particularmente los de esta especie, más aptos que los demás para que en ellos tengan origen ofensas contra la sociedad. Así pues, es conveniente no conceder el permiso de vender estas sustancias (al menos para ser allí mismo consumidas), sino a personas cuya respetabilidad sea conocida o esté garantizada; deben reglamentarse las horas de abrir y cerrar como lo exija la vigilancia pública, y se debe retirar la licencia si, gracias a la complicidad o incapacidad de quien rige el establecimiento, tienen lugar en él frecuentes violaciones de la paz pública, o si se convierte en lugar de cita para gentes que se hallan fuera de la ley. Ninguna otra restricción me parece, en principio, justificable. Por ejemplo, la limitación del número de expendedurías de cerveza y licores, para hacer su acceso más difícil y disminuir las ocasiones de tentación, no sólo expondría a todos a un inconveniente porque hubiera quien abusara de la facilidad, sino que sólo conviene a un estado social en el que las clases trabajadoras sean abiertamente tratadas como niños o salvajes y colocadas bajo una educación restrictiva que las capacite para que, en el futuro, puedan ser admitidas a los privilegios de la libertad. No es este el principio según el cual se profesa gobernar a las clases trabajadoras en los países libres; y nadie que conceda el debido valor a la libertad prestará su adhesión a que sean así gobernadas, a menos que hayan fracasado todos los esfuerzos dirigidos a su educación por la libertad y a gobernarles como hombres libres y esté definitivamente comprobado que sólo pueden ser gobernados como niños. La simple exposición de la alternativa muestra lo absurdo de suponer que semejantes esfuerzos se han hecho en ninguno de los casos, cuya consideración es aquí necesaria. Tan sólo porque las instituciones de este país son un tejido de incongruencias, se practican cosas que pertenecen al sistema de gobierno despótico, o como suele llamársele, paternal, en tanto que la libertad general de nuestras instituciones impide el ejercicio de la intervención necesaria para hacer la coacción realmente eficaz como una educación moral.
Ya queda indicado anteriormente en este mismo ensayo que la libertad del individuo en aquellas cosas que tan sólo a él conciernen implica una libertad análoga en un número cualquiera de individuos para regular por mutuo acuerdo las cosas en las que ellos, y sólo ellos, estén conjuntamente interesados. Esta cuestión no ofrece dificultad en tanto que la voluntad de todas estas personas no sufra alteración; pero como esta voluntad puede cambiar, con frecuencia es necesario, aun en cosas que tan sólo a ellos interesan, que estas personas adquieran compromisos entre sí, y entonces es conveniente, como regla general, que estos compromisos sean cumplidos. Esta regla general, sin embargo, tiene en las leyes, probablemente, de todos los países, algunas excepciones. No sólo no se obliga al cumplimiento de compromisos que violan derechos de tercero, sino que, a veces, se considera razón suficiente para libertar a una persona del cumplimiento de un compromiso, la de que este sea perjudicial para ella misma. En este, como en los más de los países civilizados, un compromiso por el cual una persona se vendiera, o consintiera en ser vendido, como esclavo, sería nulo y sin valor; ni la ley ni la opinión le impondrían. El fundamento de una tal limitación del poder de voluntaria disposición del individuo sobre sí mismo es evidente, y se ve con toda claridad en este caso. El motivo para no intervenir, sino en beneficio de los demás, en los actos voluntarios de una persona, es el respeto a su libertad. Su voluntaria elección es garantía bastante de que lo que elige es deseable, o cuando menos soportable para él, y su beneficio está, en general, mejor asegurado, dejándole procurarse sus propios medios para conseguirlo. Pero vendiéndose como esclavo abdica de su libertad; abandona todo el uso futuro de ella para después de este único acto. Destruye, por consiguiente, en su propio caso, la razón que justifica el que se le permita disponer de sí mismo. Deja de ser libre; y, en adelante, su posición es tal que no admite en su favor la presunción de que permanece voluntariamente en ella. El principio de libertad no puede exigir que una persona sea libre de no ser libre. No es libertad el poder de renunciar a la libertad. Estas razones, cuya fuerza salta a la vista en este caso particular, tienen, evidentemente, una aplicación mucho más amplia; a pesar de lo cual, en todas partes se ven limitadas por las necesidades de la vida, las cuales continuamente exigen, no que renunciemos a nuestra libertad, pero sí que consintamos en verla de esta o la otra manera limitada. No obstante, el principio que reclama una ilimitada libertad de acción en todo lo que sólo interesa a los mismos agentes, exige que aquellos que se han obligado recíprocamente en cosas que no interesan a terceros puedan mutuamente libertarse de su compromiso; y aun sin tal voluntaria liberación acaso no haya contratos o compromisos excepto los que se refieren a dinero, de los que pueda decirse que no deba haber libertad ninguna de retractación. El barón Guillermo de Humboldt, en el excelente ensayo que ya he citado, afirma que su convicción es la de que los contratos o compromisos que envuelven relaciones o servicios personales, no debían ser válidos pasando un cierto plazo; y que el más importante de todos ellos, el matrimonio, teniendo la peculiaridad de que su objeto se frustra en cuanto los sentimientos de las dos partes dejan de estar en armonía con él, no debía necesitar más que la voluntad declarada de una parte para disolverse. Este tema es demasiado importante y complejo para ser tratado en un paréntesis, y sólo le toco en cuanto es necesario por vía de ilustración. Si la concisión y generalidad de la disertación del barón de Humboldt no le hubieran obligado en este caso a contentarse con enunciar su conclusión, sin discutir las premisas, él mismo hubiera, indudablemente, reconocido que la cuestión no puede ser decidida con razones tan simples como aquellas a las que él mismo se limita. Cuando una persona, bien por promesa explícita, o por su conducta, ha inducido a otra a contar con una determinada línea de conducta por su parte —a fundar en ella esperanzas y cálculos, a trazar una parte del plan de su vida sobre esta suposición— nacen en ella una nueva serie de obligaciones morales para con esta, las cuales pueden ser pisoteadas pero no ignoradas. Y además, si la relación entre dos partes contratantes ha tenido consecuencias para tercero; si ha colocado a este tercero en una posición particular o, como en el caso del matrimonio, ha dado lugar a su propia existencia, las partes contratantes tienen obligaciones respecto a estas terceras personas, cuyo cumplimiento, o en todo caso el modo de cumplirse, dependerá grandemente de la continuación o interrupción de las relaciones entre las dos partes originales del contrato. No se sigue de esto, ni puedo yo admitirlo, que estas obligaciones lleguen a exigir el cumplimiento del contrato a costa de la felicidad de la parte que se resista; pero son un elemento necesario en la cuestión; y hasta si, como sostiene von Humboldt, no debieran modificar la libertad legal de las partes para libertarse de su propio compromiso (y yo mismo sostengo que no deben modificarla mucho), necesariamente habrían de modificar su libertad moral. Una persona está obligada a tener en cuenta todas estas circunstancias antes de resolverse a dar un paso que puede afectar a intereses tan importantes de otros. Y si no concede la debida importancia a estos intereses, él será moralmente responsable del perjuicio que se siga. Estas tan evidentes observaciones han sido hechas para mejor ilustración del principio general de libertad, no porque sean en modo alguno necesarias en esta cuestión particular, la cual, por el contrario, se discute ordinariamente como si el interés de los niños lo fuera todo y el de las personas adultas nada.
Ya he hecho observar que, debido a la ausencia de principios generales reconocidos, la libertad es frecuentemente otorgada donde debiera ser denegada, y denegada donde debiera ser concedida; y uno de los casos en que el sentimiento de libertad es más fuerte en el mundo europeo moderno es, a mi entender, un caso en el que ese sentimiento está completamente fuera de lugar. Una persona debe ser libre de hacer su gusto en sus propios asuntos, pero no debe serlo cuando obra en nombre de otro, con el pretexto de que los asuntos de este son propios suyos. El Estado, en tanto que respeta la libertad de cada uno en lo que especialmente le concierne, está obligado a mantener una vigilante intervención sobre el ejercicio de todo poder que le haya sido conferido sobre los demás.
Esta obligación está casi enteramente desatendida en el caso de las relaciones familiares, el cual, por su directa influencia sobre la felicidad humana, reviste más importancia que todos los demás juntos. Es innecesario insistir aquí sobre el poder casi despótico de los maridos sobre sus mujeres, porque lo único que se necesita para la remoción completa de este mal es que las mujeres tengan los mismos derechos y reciban igual protección de la ley que las demás personas; y, además, porque en esta materia los defensores de la injusticia establecida no se aprovechan de la excusa de la libertad, sino que abiertamente se presentan como los campeones del poder. En el caso de los niños es en el que la equivocada aplicación de las nociones de libertad constituye un verdadero obstáculo al cumplimiento de sus deberes por el Estado. Casi se creería que los hijos de un hombre son literal, y no metafóricamente, parte de él mismo; hasta tal punto recela la opinión de la más pequeña intervención de la ley en la absoluta y exclusiva autoridad de los padres sobre sus hijos, más recelosa que de cualquiera otra intervención en su propia libertad de acción, que, hasta ese punto, la mayoría de la humanidad tiene en menos la libertad que el poder. Considerad, por ejemplo, el caso de la educación. ¿No es casi un axioma evidente por sí mismo que el Estado exija e imponga un cierto grado de educación a todo ser humano que nace ciudadano suyo? Sin embargo, ¿a quién no asusta reconocer y afirmar esta verdad? Difícilmente se encontrará quien niegue que uno de los más sagrados deberes de los padres (como la ley y el uso lo han establecido del padre), después de traer al mundo un nuevo ser humano, es darle una educación que le capacite para cumplir sus obligaciones en la vida, tanto respecto de sí misma, como respecto de los demás. Pero mientras unánimemente se declara que este es el deber del padre, escasamente nadie, en este país, admitirá que se le pueda obligar a su cumplimiento. En lugar de exigirle que haga todo el esfuerzo y sacrificio necesario a fin de asegurar la educación de su hijo, se deja a su elección el aceptarla o no, cuando se le ofrece gratis. Todavía no se ha llegado a reconocer que dar la existencia a un hijo sin tener una seguridad fundada de poder proporcionar no sólo alimento a su cuerpo, sino instrucción y educación a su espíritu, es un crimen moral contra el vástago desgraciado y contra la sociedad; y que si el padre no cumple esta obligación, el Estado debe hacérsela cumplir, en lo que sea posible a su costa.
Si desde un principio fuera admitido el deber de imponer una educación universal, se pondría fin a las dificultades sobre lo que el Estado debe enseñar y la manera de enseñarlo; dificultades que, por ahora, convierten este asunto en un verdadero campo de batalla entre sectas y partidos, dando lugar a que se invierta en discutir acerca de la educación, el tiempo y el esfuerzo que debieran dedicarse a la educación misma. Si el Gobierno se decidiera a exigir una buena educación para todos los niños, se evitaría la preocupación de proporcionársela por sí. Puede dejar que los padres obtengan la educación para sus hijos donde y como prefieran, contentándose con auxiliar a pagar los gastos escolares de los niños de clases pobres, o pagarlos íntegramente a aquellos que carezcan en absoluto de los medios para hacerlo. Las objeciones que con razón se formulan contra la educación por el Estado no son aplicables a que el Estado imponga la educación, sino a que el Estado se encargue de dirigirla; lo cual es cosa totalmente diferente. Me opondré tanto como el que más a que toda o una gran parte de la educación del pueblo se ponga en manos del Estado. Todo cuanto se ha dicho sobre la importancia de la individualidad de carácter y la diversidad de opiniones y conductas, implica una diversidad de educación de la misma indecible importancia. Una educación general del Estado es una mera invención para moldear al pueblo haciendo a todos exactamente iguales; y como el molde en el cual se les funde es el que satisface al poder dominante en el Gobierno, sea este un monarca, una teocracia, una aristocracia, o la mayoría de la generación presente, proporcionalmente a su eficiencia y éxito, establece un despotismo sobre el espíritu, que por su propia naturaleza tiende a extenderse al cuerpo. Una educación establecida y dirigida por el Estado sólo podría, en todo caso, existir, como uno de tantos experimentos, entre otros muchos que le hicieran competencia, realizado con un propósito de ejemplaridad y estímulo, a fin de hacer alcanzar a los demás un cierto grado de perfección. A menos, es cierto, que la sociedad en general se encontrase en un estado tal de atraso que no pudiera proveerse o no se proveyera por sí de adecuadas instituciones de educación, a no ser tomando el Gobierno sobre sí esta función; entonces, realmente, puede el Gobierno encargarse, como el menor de dos grandes males, de lo relativo a escuelas y universidades, como puede suplir a las compañías por acciones, cuando no exista en el país una forma de empresa privada adecuada a las grandes obras industriales. Mas, en general, si el país tiene un suficiente número de personas cualificadas para dar la educación bajo los auspicios del Gobierno, esas mismas personas serían capaces, y se prestarían de buen grado, a dar una educación igualmente buena bajo el principio voluntario, asegurándoles una remuneración concedida por una ley que haga la educación obligatoria, combinada con un auxilio del Estado a aquellos incapaces de soportar este gasto.
El medio de imponer la ejecución de la ley no puede ser otro que el de examinar a todos los niños desde su infancia. Puede fijarse una edad en la cual todo niño o niña debe ser examinado a fin de averiguar si sabe leer. Si el niño no fuera capaz de leer, el padre, a menos que alegue un motivo suficiente de excusa, puede ser sujeto a una multa moderada que, si fuera necesario, pagaría con su propio trabajo, y el niño puede ser colocado en una escuela a sus expensas. Una vez cada año se renovaría el examen, sobre una serie de materias que se extendería gradualmente, de manera que resultara virtualmente obligatoria la adquisición, y más todavía la retención de un cierto mínimo de conocimientos generales. Más allá de este límite tendrían lugar exámenes voluntarios sobre todas las materias, pudiendo todos los que mostraran en ellos un cierto grado de progreso reclamar un certificado. Para evitar que el Estado ejerza, a través de estos arreglos, una influencia nociva sobre la opinión, los conocimientos exigidos para pasar un examen (fuera de las partes del conocimiento meramente instrumentales, tales como los idiomas y su uso) se limitarían, aun en los exámenes superiores, a hechos y ciencia positiva exclusivamente. Los exámenes sobre religión, política u otras materias objeto de discusión, no versarán sobre la verdad o la falsedad de las opiniones, sino sobre la cuestión de hecho de que tal opinión está mantenida, con tales fundamentos, por estos o los otros autores, escuelas o iglesias. Con este sistema, la generación naciente no estaría peor, respecto a todas las verdades discutidas, de lo que está la actual; sus hombres serían creyentes o disidentes como ahora lo son y el Estado cuidaría de que fueran creyentes o disidentes instruidos. Nada impediría que se les enseñara la religión, si sus padres lo deseaban, en las mismas escuelas en que se les enseñaran las demás cosas. Todos los esfuerzos del Estado para influir en las conclusiones de sus ciudadanos sobre cuestiones discutibles, son un mal; pero puede, perfectamente, ofrecerse para averiguar y certificar que una persona posee los conocimientos necesarios para que sus conclusiones sobre una determinada materia, sean dignas de atención. Nada mejor para un estudiante de filosofía que poder sufrir un examen sobre Locke y sobre Kant, cualquiera que fuera el que tuviera su adhesión, y aunque no la tuviera ninguno. Y ninguna objeción razonable puede hacerse a que un ateo sea examinado sobre las pruebas del cristianismo, con tal que no se le exija creer en ellas. No obstante, los exámenes en los grados superiores del conocimiento deberían ser, tal como yo los concibo, enteramente libres. Sería otorgar a los gobiernos un poder demasiado peligroso el permitirles excluir de las profesiones, aun de la de maestro, a una determinada persona por una supuesta falta de cualidades; y pienso, con Guillermo de Humboldt, que los grados, así como los demás certificados públicos de conocimientos científicos o profesionales, deben concederse a todos los que se presenten al examen y le pasen con éxito; pero que tales certificados no confieran otra ventaja sobre los competidores, que la del valor que la opinión pública pueda atribuir a su testimonio.
No es tan sólo en materias de educación en las que equivocadas nociones de libertad son obstáculo al reconocimiento de sus obligaciones morales, por parte de los padres, y a que se impongan las obligaciones legales, existiendo siempre razones poderosas para lo primero y en muchos casos para lo segundo. El hecho mismo de dar existencia a un ser humano es una de las acciones de más grande responsabilidad en el curso de la vida. Aceptar esta responsabilidad —dar lugar a una vida que tanto puede ser maldita como bendecida— es un crimen contra el ser mismo que nace, a menos que se tengan las probabilidades normales de que llevara una existencia deseable. Y en un país superpoblado o amenazado de estarlo, el hecho de tener muchos hijos, dando lugar a que por la competencia se rebaje la remuneración del trabajo, constituye un grave crimen contra todos los que viven de él Las leyes que en muchos países del Continente prohíben el matrimonio, a menos que las partes puedan demostrar que tienen los medios de sostener una familia, no exceden los legítimos poderes del Estado: y sean o no útiles estas leyes (cuestión que depende principalmente de circunstancias y sentimientos locales), no son censurables como violaciones de la libertad. Mediante ellas interviene el Estado para impedir un acto funesto, perjudicial a los demás, el cual debe ser objeto de la reprobación y el estigma social, aun cuando no se considere procedente añadir las castigos legales. No obstante, las ideas corrientes de libertad, que con tanta facilidad se prestan a verdaderas violaciones de la libertad del individuo en cosas que sólo a él conciernen, rechazarían todo intento de restricción en sus inclinaciones, cuando las consecuencias de su indulgencia fueran una o varias vidas de miseria y depravación en su descendencia, con innumerables males para todos aquellos que se encuentren dentro del alcance de sus acciones. Cuando comparamos el extraño respeto de la especie humana por la libertad, con su extraña carencia de respeto hacia esa misma libertad, podemos imaginar que un hombre goza del indispensable derecho de perjudicar a los demás, y no tiene el derecho de hacer su gusto sin causar perjuicio a nadie.
He reservado para el último lugar una larga serie de cuestiones relativas a los límites de la intervención del Gobierno, las cuales, aunque estrechamente relacionadas con el asunto de este ensayo, estrictamente no le pertenecen. Se trata de casos en los que las razones contra la intervención no se refieren al principio de la libertad: la cuestión no es si se han de restringir las acciones de los individuos, sino si se ha de ayudarles; se pregunta si el Gobierno ha de hacer o fomentar algo para su beneficio, en lugar de dejar que lo hagan ellos mismos, individualmente o en voluntaria asociación.
Las objeciones a la intervención del Gobierno, cuando no implica violación de la libertad, pueden ser de tres clases.
La primera aparece cuando hay probabilidades de que la cosa que se va a hacer se haría mejor por los individuos que por el Gobierno. Generalmente hablando, nadie está más cualificado para dirigir un negocio o determinar cómo ha de ser dirigido, que aquellos que están personalmente interesados en él. Este principio condena la intervención, en otros tiempos tan corriente, de la legislatura o los funcionarios del Gobierno en el proceso ordinario de la industria. Pero esta parte del asunto ha sido suficientemente desarrollada por los economistas y no tiene una relación especial con los principios de este ensayo.
La segunda objeción está más cerca de nuestro tema. Aunque pueda en muchos casos ocurrir que los individuos no hagan, en general, una determinada cosa mejor que los funcionarios del Gobierno, es, sin embargo, preferible que la hagan ellos como un medio para su educación mental, un modo de fortalecer sus facultades activas, ejercitando su juicio y dándoles un conocimiento familiar del asunto que así les queda encomendado. Esta es una de las principales recomendaciones, aunque no la única, del juicio por jurados (en casos no políticos); de las instituciones locales y municipales libres y populares; de la dirección de empresas industriales y filantrópicas por asociaciones voluntarias. No son estas cuestiones de libertad, y sólo por remotas tendencias se relacionan con ella; pero son cuestiones de desenvolvimiento. No es propio de esta ocasión extendernos sobre todo esto como parte de la educación nacional; pues constituyen, verdaderamente, la educación peculiar de un ciudadano, la parte práctica de la educación política de un pueblo libre, que les saca de los estrechos límites del egoísmo personal y de familia y les acostumbra a la comprensión de los intereses generales y al manejo de los negocios de todos, habituándoles a obrar por motivos públicos o semipúblicos, y a guiar su conducta hacia fines que les unan en vez de aislarles unos de otros. Sin estos hábitos y poderes no puede funcionar ni conservarse una Constitución libre; como lo prueba la naturaleza con excesiva frecuencia transitoria de la libertad política, donde no se apoya sobre una base suficiente de libertades locales. La gestión de los asuntos puramente locales por las localidades mismas y la de las grandes empresas industriales por la reunión de aquellos que voluntariamente facilitan los medios pecuniarios para ellas, se recomienda, además, por todas las ventajas que en este ensayo quedan indicadas como propias del desenvolvimiento individual y de la diversidad de modos de acción. Las operaciones del Gobierno tienden a ser parecidas en todos los sitios. Con individuos y asociaciones voluntarias tienen lugar, por el contrario, experimentos variados e infinita diversidad de experiencia. Lo que el Estado puede hacer útilmente es constituirse en el depositario central y activo propagandista y divulgador de la experiencia resultante de numerosos ensayos. Su función consiste en hacer posible que cada experimentador se beneficie con los ensayos de los otros, en lugar de no tolerar sino sus propios experimentos.
La última y más poderosa razón para restringir la intervención del Gobierno es el gran mal de aumentar innecesariamente su poder. Toda función que se agregue a las ya ejercidas por el Gobierno es causa de que se extienda su influencia sobre las esperanzas y los temores, y convierte, más y más, a la parte activa y ambiciosa del público en dependiente del Gobierno o de algún partido que trate de llegar a serlo. Si las carreteras, los ferrocarriles, los bancos, las oficinas de seguros, las grandes compañías anónimas, las universidades y la caridad pública, fueran todas ramas del Gobierno o si, además, las corporaciones municipales y consejos locales, con todo lo que ahora depende de ellos, se convirtieran en departamentos de la Administración central; si los empleados de todas estas diferentes empresas fueran nombrados y pagados por el Gobierno y de él esperaran toda mejora en su vida, la más completa libertad de la prensa y la constitución más popular de la legislatura, no harían libre a este o a otro país sino de nombre. Y cuanto más eficaz y científicamente fuera construida la maquinaria administrativa y más ingeniosas fueran las combinaciones para obtener y aplicar a su funcionamiento las manos y las cabezas más cualificadas, tanto mayor sería el mal. En Inglaterra se ha propuesto recientemente que todos los miembros del servicio civil del Gobierno fueran seleccionados mediante una oposición, a fin de obtener para esos cargos las personas más capaces e instruidas entre las disponibles; y mucho se ha dicho y escrito en pro y en contra de esta propuesta. Uno de los argumentos en que más insisten sus contrarios es que la ocupación de un cargo permanente del Estado no ofrece una perspectiva suficiente, en cuanto a emolumentos e importancia, para atraer a los talentos más elevados, los cuales siempre serán capaces de encontrar en las profesiones o en el servicio de Compañías u otros cuerpos públicos, una carrera más atrayente. No nos hubiera sorprendido ver empleado este argumento por los partidarios de la proposición, como respuesta a su principal dificultad. Lo extraño es que proceda de sus contrarios. Eso que se presenta como una objeción es la válvula de seguridad del sistema propuesto. Realmente, si el servicio del Gobierno pudiera absorber todos los talentos superiores del país, una proposición que tendiera a producir este resultado podía, con razón, inspirar inquietud. Si todo lo que en una sociedad exige una organización concertada y una visión amplia y comprensiva, estuviera en manos del Gobierno, y si las oficinas del Gobierno estuvieran universalmente ocupadas por los hombres más hábiles, toda la cultura y la inteligencia aplicadas en el país (excepto la puramente especulativa), estaría concentrada en una numerosa burocracia, de la cual tan sólo dependería, para todas las cosas, el resto de la comunidad: la multitud, para ser dirigida y aleccionada en todo lo que hubiera que hacer; el hábil y ambicioso, para su avance personal. Ser admitido en las filas de esta burocracia, y una vez admitido progresar dentro de ella, sería el único objetivo de la ambición. El público, bajo este régimen, no sólo carece de cualificación, por falta de experiencia práctica, para criticar o moderar la actuación de la burocracia, sino que si los accidentes de las instituciones despóticas o la marcha regular de las instituciones populares, encumbran, ocasionalmente, a un gobernante o gobernantes de inclinaciones reformadoras, ninguna reforma tendrá lugar que sea contraria a los intereses de la burocracia. Tal es la triste condición del imperio ruso, como la muestran las narraciones de quienes han tenido bastante oportunidad para observarla. El mismo zar es impotente contra el cuerpo burocrático; puede enviar a cada uno de sus miembros a Siberia; pero no puede gobernar sin ellos o contra su voluntad. Tienen un veto tácito sobre todos sus decretos, meramente con no ponerlos en ejecución. En países de civilización más avanzada y de espíritu más insurreccional, el público, acostumbrado a que todo lo haga el Estado por él, o al menos a no hacer nada por sí antes de consultar al Estado, no sólo si le es permitido hacerlo, sino también en qué forma hace, naturalmente, al Estado responsable de todo el mal que le sucede, y cuando el mal rebasa los límites de su paciencia, se levanta contra el Gobierno y hace lo que se llama una revolución; de la cual resulta que alguien, con o sin legítima autoridad de la nación, se apodera del trono, dicta sus órdenes a la burocracia y todo sigue aproximadamente como antes; la burocracia intacta y sin que nadie haya sido capaz de ocupar su lugar.
Muy diferente es el espectáculo que ofrece un pueblo acostumbrado a manejar sus propios asuntos. En Francia, por haber servido en el Ejército una gran parte del pueblo, llegando muchos al grado de sub-oficial, hay siempre en toda insurrección popular varias personas competentes que pueden tomar la dirección e improvisar algún plan de acción tolerable. Lo que son los franceses en asuntos militares son los americanos en toda clase de asuntos civiles; dejadles sin gobierno, y toda corporación de americanos será capaz de improvisar uno, y de dirigir este o aquel asunto público con un grado suficiente de inteligencia, orden y decisión. Esto es lo que todo pueblo libre debe ser; y un pueblo capaz de esto está seguro de ser libre; nunca se dejará esclavizar por un hombre o corporación, porque sean capaces de empuñar las riendas de la Administración central. Ninguna burocracia puede abrigar la esperanza de obligar a un tal pueblo a hacer o dejar de hacer lo que le plazca. Pero donde todo se hace por medio de la burocracia, nada, en absoluto, se hará de aquello a que la burocracia sea realmente adversa.
La constitución de semejantes países es una organización de la experiencia y habilidad práctica de la nación, en un cuerpo disciplinado, destinado a gobernar el resto; y cuanto más perfecta sea esta organización, cuando mayor sea su éxito en atraer a sí y educar para sí a las personas de mayor capacidad en todas las clases sociales, más completa será la sujeción de todos, incluso los mismos miembros de la burocracia. Pues los gobernantes son tan esclavos de su propia organización y disciplina como los gobernados lo son de los gobernantes. Tan instrumento y esclavo del despotismo es un mandarín chino como el más humilde cultivador. Un jesuita en particular es, hasta el último grado de rebajamiento, el esclavo de su orden, aunque la orden misma exista para el Poder e importancia colectivos de sus miembros.
Tampoco debe olvidarse que la absorción de todas las superiores aptitudes del país en el cuerpo gobernante es fatal, más pronto o más tarde, a la actividad y progreso mental de la corporación misma. Ligada, como está en todas sus partes, haciendo funcionar un sistema que, como todos los sistemas, necesariamente procede por reglas fijas, la corporación oficial se halla bajo la tentación de hundirse en una indolente rutina, o de dejarse arrastrar, si en un determinado momento salen de este continuo girar alrededor de la noria, por alguna novedad a medio examinar que haya llamado la atención de algún miembro influyente de la misma; y la única limitación a estas estrechamente unidas, aunque en apariencia contrapuestas, tendencias, el único estímulo que puede mantener en un alto nivel la capacidad misma del cuerpo, es la sujeción a una crítica vigilante e igualmente capaz, ajena a él. Es, por tanto, indispensable que independientemente del Gobierno existan medios para formar esas capacidades facilitándoles las ocasiones y experiencia necesarias para que puedan enjuiciar correctamente los grandes asuntos prácticos. Si queremos tener, permanentemente, un cuerpo de funcionarios competentes y eficaces, sobre todo un cuerpo capaz de iniciar mejoras y deseoso de implantarlas; si queremos que nuestra burocracia no degenere en una pedantocracia, este cuerpo no debe absorber todas las ocupaciones que forman y cultivan las facultades necesarias para el gobierno de la humanidad.
Determinar el punto en que estos males tan temibles para la libertad y el progreso humanos comienzan y, sobre todo, cuándo empiezan a predominar sobre los beneficios que pueden esperarse de la aplicación colectiva de las fuerzas de la sociedad, bajo sus jefes reconocidos, para la remoción de los obstáculos que se encuentre en el camino de su bienestar; asegurar cuantas ventajas sea posible de una centralización del poder y la inteligencia, sin hacer entrar en los canales de gobierno una proporción demasiado grande de la actividad general, es una de las cuestiones más difíciles y complicadas del arte de gobierno. Es, en gran parte, una cuestión de detalle, en la cual muchas y diversas consideraciones deben tenerse en cuenta, sin establecer ninguna regla absoluta.
Pero creo que el principio práctico en el cual reside la salvación, el ideal que debe tenerse ante la vista, el criterio con el que todos los arreglos propuestos deben ser juzgados, puede expresarse en las siguientes palabras: la mayor dispersión de poder compatible con la eficacia; pero la mayor centralización posible de información, y su difusión desde el centro. Así, en la Administración municipal debería haber, como en los Estados de Nueva Inglaterra, una división muy minuciosa entre distintos funcionarios, elegidos por las localidades, de todos los asuntos que no fuera más conveniente dejar entre las manos de las personas directamente interesadas; pero al lado de esto debería haber en cada departamento de asuntos locales una superintendencia central, formando una rama del Gobierno central. El órgano de esta superintendencia concentraría, como en un foco, toda la variedad de información y de experiencia obtenida de la dirección de esta especie de asuntos públicos en todas las localidades, de todo lo análogo que se hace en países extranjeros y de los principios generales de la ciencia política. Este órgano central tendría derecho a saber todo lo que se hace y su deber especial sería hacer útil para todos la experiencia adquirida por cada uno.
Emancipado de los mezquinos prejuicios y estrecha visión de una localidad, por su posición elevada y su comprensiva esfera de observación, su consejo tendría, naturalmente, una gran autoridad; pero su poder actual, como una institución permanente, estaría limitada, tal como yo la concibo, a imponer a los funcionarios locales la obediencia a las leyes establecidas para su guía. Para todo lo no previsto por reglas generales, estos funcionarios deberían estar entregados a su propio juicio, bajo responsabilidad ante sus comitentes. Por violación de reglas serían responsables ante la ley, y las reglas mismas serían establecidas por la legislatura; la autoridad central administrativa vigilaría, sólo por su ejecución y si no fueran debidamente cumplidas apelaría, según la naturaleza del caso, a los tribunales para que impusieran la ley, o a los electores para que destituyeran al funcionario que no la había ejecutado de acuerdo con su espíritu. Tal es, en su idea general, la inspección central que el Poor Law Board (Consejo Central de Beneficencia), ha intentado ejercer sobre los administradores del «impuesto de pobres» (Poor Rate), a través de todo el país. Cualesquiera que sean los poderes que este Consejo haya ejercido rebasando estos límites, fueron justos y necesarios en este caso particular para la cura de arraigados hábitos de mala administración en materias que afectaban profundamente no sólo a las localidades, sino a la comunidad toda; ya que ninguna localidad tiene derecho moral a convertirse por su mala administración en un nido de pauperismo, que necesariamente ha de transmitirse a otras localidades, rebajando la condición física y moral de toda la comunidad trabajadora. Los poderes de coacción administrativa y legislación subordinada que posee el Poor Law Board (pero que, a causa del estado de opinión sobre este asunto son muy parcamente ejercidos por él), aunque perfectamente justificables en un caso de interés nacional de primer orden, estarían completamente fuera de lugar en la inspección de intereses puramente locales. Mas un órgano central de información e instrucción para todas las localidades sería del mismo valor en todos los departamentos de la Administración. Un Gobierno no puede excederse en esta especie de actividad, la cual no impide, sino que ayuda y estimula, los esfuerzos y desenvolvimientos individuales. El mal comienza cuando, en lugar de fomentar la actividad y fuerzas de los individuos y grupos, los sustituye con su propia actividad; cuando en vez de informar, aconsejar y, en ocasiones, denunciar les hace trabajar encadenados, o les ordena que se mantengan apartados y hace su trabajo por ellos. El valor de un Estado, a la larga, es el valor de los individuos que le componen; y un Estado que propone los intereses de la expansión y elevación mental de sus individuos, a un poco más de perfección administrativa o a la apariencia que de ella da la práctica en los detalles de los asuntos; un Estado que empequeñece a sus hombres, a fin de que puedan ser más dóciles instrumentos en sus manos, aun cuando sea para fines beneficiosos, hallará que con hombres pequeños ninguna cosa grande puede ser realizada; y que la perfección del mecanismo, a la cual todo lo ha sacrificado, terminará por no servirle para nada por falta del poder vital que, en aras de un más fácil funcionamiento de la máquina, ha preferido proscribir.