La Nochevieja de 1926 a 1927 me hallaba en compañía de unos cuantos amigos y conocidos en Moscú, en la habitación número nueve del Hotel Bolschaia Moskovskaia. Para algunos de los presentes, aquella manera de celebrar la Nochevieja, en privado, era la única posible. Pues si bien su estado de ánimo les hubiera permitido manifestar en público su humor festivo, tenían que tomar ciertas precauciones y temer, por su parte, que otros las tomaran. No podían mezclarse con los extranjeros ni con ciudadanos nativos, y aunque más de uno —por amor a sus ideas— hubiera desempeñado ya repetidas veces el papel de «observador», evitaba, con justa razón, convertirse él mismo en objeto de observaciones extrañas.
En mi habitación flotaba aquel humo de cigarrillos que nos resulta familiar por las novelas de la literatura rusa. Yo abría tan pronto la parte superior de la ventana (mis invitados me hubieran prohibido abrirla toda), como la puerta que daba al pasillo y por la cual nos llegaban toda suerte de ruidos: música, voces, copas, pasos y canciones.
—¿Saben ustedes —preguntó Grodzki, un polaco de origen ucraniano que había trabajado un tiempo para la Checa en Tokio y al que me ligaba cierta intimidad desde que le encargaron preparar un informe sobre mi persona y yo le aseguré recordar perfectamente su actividad en el Japón—, saben ustedes quién vivía hace tres años en esta habitación, la número nueve? —Unos cuantos lo miraron con aire interrogativo, y él saboreó aquellos segundos de silencio. Como muchos de los que trabajaban en los servicios secretos, Grodzki se enorgullecía no sólo de saber muchas cosas, sino de saber algo más que los otros—. Kargan —dijo al cabo de un momento.
—¡Ah, el tipo aquel! —exclamó el periodista B., conocido por su ortodoxia.
—¿Por qué ese tono despreciativo? —preguntó Grodzki.
—Porque probablemente hayamos alojado a muchos individuos como él en esta habitación número nueve —replicó B. lanzándome una mirada.
Los demás intervinieron. Casi todos creían haber conocido a Kargan, y casi todos emitieron sobre él un juicio más o menos desfavorable. Ya conocemos el vocabulario inventado por la teoría ortodoxa para designar a los revolucionarios con un pasado intelectual, por lo que prefiero no citar literalmente la opinión de cada uno.
—¡Anarquista! —exclamó un tipo.
—¡Rebelde sentimental! —dijo un segundo.
—¡Intelectual individualista! —acotó un tercero.
Es posible que en aquel momento yo sobreestimara la ocasión de defender a Kargan. En cualquier caso, y pese a tener mis razones para suponerle entonces en París, me pareció, por algún motivo que no lograba explicarme, que él era mi huésped y yo tenía la obligación de protegerlo. Acaso Grodzki, al recordarnos que Kargan había vivido unos años antes en aquella habitación, ahora mía, me animó a pronunciar un extenso discurso apologético. Aunque en realidad no fue un discurso. Fue una historia, un intento de biografía. Entre todos los presentes éramos yo y Grodzki, al que su profesión obligaba a conocer a todo el mundo, quienes mejor conocíamos al atacado. Comencé, pues, a contar, secundado por Grodzki, y no nos bastó aquella noche. Continué narrando la noche siguiente y hasta una tercera. Pero en el curso de esta tercera noche desaparecieron todos nuestros oyentes salvo dos, los únicos que, no teniendo cargos oficiales, tampoco temieron escuchar la verdad.
Me pareció, por tanto, necesario dar a mi relato una resonancia más amplia que la que podía ofrecerle una simple versión oral. Y decidí escribir lo que había contado.
He escrito esta vida de Kargan respetando el orden cronológico en que la conté aquella vez. He omitido las interrupciones de mis oyentes, así como sus ademanes, bromas y preguntas. Asimismo he silenciado adrede aquellos hechos o características que pudieran inducir a la identificación de Kargan y ayudar así al lector, siempre dispuesto a ello por naturaleza, a reconocer en la persona descrita a algún personaje histórico preciso y existente. Esta biografía de Kargan no tiene más pretensiones de actualidad que cualquier otra. Tampoco es un ejemplo destinado a ilustrar ningún ideario político. Se hace eco, a lo sumo, de una verdad sempiterna: que el individuo aislado sólo puede sucumbir.
¿Estará Friedrich Kargan destinado a caer definitivamente en el olvido?
Según las noticias que algunos de sus amigos afirman haber recibido recientemente por vía indirecta, aunque muy de fiar, estaría decidido a no frecuentar ya más al mundo civilizado. Es posible, por lo tanto, que algún día acabe por sumirse en la más absoluta de las soledades, sin dejar traza alguna y sin que nadie lo advierta, como una estrella moribunda en una noche silenciosa y envuelta en brumas. Su fin, en este caso, permanecería ignorado, tal como sus comienzos lo habían sido hasta ahora.