El tren empleó más de dieciocho horas en cubrir el breve trayecto que separa Kursk de Vorónezh. Era un frío y diáfano día de invierno. Durante un escaso par de horas brilló el sol tan intensamente desde un cielo azul oscuro, casi meridional, que, en cada una de las paradas, los hombres saltaban fuera de los vagones fríos y oscuros, se quitaban las chaquetas como para empezar un trabajo pesado en pleno verano, se lavaban con la nieve crujiente y se dejaban secar por el aire y el sol. En el curso de aquel breve día quedaron todos con la cara bronceada como los que practican deportes de invierno en las montañas suizas. Pero el crepúsculo llegó de improviso, y un viento punzante, vítreo, uniforme y cantarino aguzó las frías tinieblas de esa larga noche, como afilando incesantemente el hielo para hacerlo aún más cortante y acerado. Las ventanillas de los vagones carecían de cristales y en su lugar habían colocado tablas, papel periódico y retales viejos. Aquí y allá brillaba vacilante algún cabito de vela, pegado a la casual excrecencia metálica de una pared o una puerta cuya función nadie hubiera podido explicar, y que por mísera que pareciese recordaba, gracias a su propia inutilidad, el lujo ya desaparecido de los trenes y los viajes de antaño. Eran vagones de primera y tercera clase acoplados a la buena de Dios, pero todos los pasajeros se congelaban. Uno que otro se levantaba cada cierto tiempo, se quitaba las botas, soplaba en ellas, se frotaba los pies con ambas manos y volvía a ponerse sus botas cuidadosamente, como si en el curso de aquella noche no tuviera más necesidad de quitárselas. Otros preferían ponerse de puntillas cada dos minutos y dar unos cuantos saltitos. Cada cual envidiaba al otro y creía que a su vecino le iba mejor, y en todo el tren sólo se oían comentarios sobre la presunta calidad y el posible calor que daría el abrigo tal o aquel gorro de piel de más allá. Un camarada había descubierto, bajo las mangas de un soldado, un par de muñequeras grises a rayas rojas cuyo origen ni el mismo propietario lograba explicarse. Juraba que no servían para nada. Otro, un hombre de unos cuarenta años con una barba roja y descuidada que hacía pensar a la vez en un verdugo, un duende de los bosques y un herrero, pero que dos años antes había administrado un pacífico negocio de alimentación, quiso ver las muñequeras a toda costa. Desde el estallido de la Revolución, en la que lo perdiera todo, se había ido pasando de un ejército a otro hasta quedarse definitivamente con los rojos. Se daba aires de hombre muy experimentado y profeta capaz de predecirlo todo. Adivinaba algunas cosas. Pese a la gran inocencia de su corazón, apenas podía estarse una hora sin entablar una disputa. Parecía aburrirse con su vida tan pródiga en vivencias. El dueño de las muñequeras era un joven y tímido campesino de la región de Tambov, que por vergüenza no quería mostrarlas. Por último se vio obligado a dejar que se las quitase su vecino, un marinero con cara de actor provinciano que era factótum, prestidigitador, cocinero y sastre al mismo tiempo. El marinero conocía ese tipo de objetos y explicó que los ingleses habían inventado las muñequeras de lana para calentar el pulso[6], auténtico depositario de toda la vida humana. Por eso bastaba con cuidarlas para ahorrarse una pelliza. Uno tras otro los viajeros se iban poniendo las muñequeras de lana y declaraban sentir un calor como de estufa. El marinero pretendía que la muchacha que había regalado esas muñequeras al joven de Tambov abrigaba aún más que ellas, y todos preguntaron si era cierto.
Los hombres que así conversaban sobre cómo abrigarse venían del frente siberiano, donde habían vencido a los legionarios checos en espera de permanecer más tiempo y poder recuperarse, durante un par de semanas, de una victoria decisiva a sus ojos, pero que en realidad sólo había significado un éxito provisional. En lugar de ello, tuvieron que trasladarse a Ucrania, donde el frío les parecía aún más cruel que en Siberia, aunque su comandante, el camarada Berzeiev, les demostrara cada día, termómetro en mano, que la temperatura nunca descendía a menos de veinticinco grados bajo cero. El hombre de la barba rubicunda dijo que nada era menos de fiar que el mercurio. Él mismo tuvo una vez fiebre y el médico le puso un termómetro en la boca. Cuando se lo sacó, no marcaba más de treinta y seis grados, o sea la temperatura de un pez, aproximadamente. El doctor le dijo entonces que tenía el pulso demasiado acelerado para una temperatura tan baja, y lo mismo ocurría con el hielo de fuera. Además, ¿por qué existían dos y hasta tres escalas diferentes para medir la temperatura? Porque los mismos científicos no se habían puesto de acuerdo si elegir entre Celsius o Réaumur.
En realidad, las tropas sentían más el frío porque avanzaban con mayor lentitud y tuvieron que retroceder, y porque en el sur habrían de enfrentarse con fuerzas enemigas mejor organizadas y más numerosas. Además, aún estaban agotadas por el largo viaje tras el cual se habían visto, una vez más, envueltas en la lucha armada. La pequeña guerra abierta les parecía ahora tan normal como en su momento lo fuera la gran guerra mundial, y así como habían aguardado pacientemente varios meses frente a la fortaleza de Przemysl y en los Cárpatos, las breves marchas forzadas resultábanles ahora algo tan natural como los interminables viajes en tren, la apresurada excavación de una trinchera en el suelo, el ataque sorpresivo a una aldea y la lucha por una estación, la refriega en una iglesia o un repentino tiroteo callejero, cobijados a la sombra de algún portón. Sabían lo que ocurriría al día siguiente, en cuanto bajaran del tren, pero no pensaban en la lucha armada, sino en termómetros y muñequeras, en cosas generales y cotidianas, en la política y en la revolución. Sí, en la revolución, de la que hablaban como si ellos mismos tuvieran muy poco que ver con ella y no estuvieran justamente a punto de ofrendarle su sangre, como si esa revolución se desarrollara en algún lugar situado fuera de sus filas. Sólo a veces, cuando una de las octavillas o de los periódicos improvisados llegaban a sus manos, caían en la cuenta de que ellos mismos eran la revolución. En aquel tren había una sola persona que no olvidaba un instante por qué y en nombre de quién combatía, y que lo repetía incesantemente a los soldados: era Friedrich.
Al cabo de tres largos meses, que a él le parecieron años, se encontró nuevamente en Kursk con Berzeiev.
—Cada vez que vuelvo a verte —le dijo Berzeiev— te encuentro cambiado. Esto me ocurría ya cuando teníamos que separarnos en el curso de nuestra fuga. Podría decirse que cambias de cara más rápidamente que de nombre.
Desde su regreso a Rusia, Friedrich utilizaba el seudónimo con el que había publicado artículos en los periódicos. Ni siquiera a Berzeiev le confesó que, en secreto, amaba su nuevo nombre como una especie de condecoración impuesta a sí mismo. Lo amaba como expresión de su nueva existencia. Amaba la ropa que llevaba puesta, las frases que ahora tenía en el cerebro y en la lengua y que decía y repetía hasta el cansancio; pues justamente encontraba cierto placer en la repetición. Cientos de veces había dicho lo mismo a los soldados. Cientos de veces había escrito lo mismo en octavillas. Y cada vez constataba que hay palabras que nunca se desgastan y tienen cierto parecido con las campanas: producen el viejo sonido de siempre, pero también un escalofrío nuevo al estar suspendidas, inalcanzables, tan por encima de la cabeza de los hombres. Existen sonidos que no han sido formados por lenguaje alguno, sino que, entre los millones de palabras de los idiomas de esta Tierra, han sido transportados desde esferas ultraterrenas por vientos desconocidos. Existe la palabra ¡libertad!, una palabra tan inconmensurable como el cielo, tan inaccesible a una mano humana como un astro, pero que ha sido creada por la nostalgia de los hombres, siempre empeñada en echar mano de ella, y se halla impregnada de la sangre roja de millones de muertos. ¡Cuántas veces había repetido ya la frase: «Queremos un mundo nuevo»! Siempre resultaba tan novedosa como lo que expresaba. Y siempre volvía a caer como una luz inesperada en un paisaje lejano. Existe la palabra pueblo. Cuando la pronunciaba delante de los soldados, en presencia de esos marineros y campesinos, jornaleros y obreros que él consideraba el pueblo, tenía la impresión de estar sosteniendo, frente a una luz, un espejo que la reforzaba. ¡Cuánto se había esforzado en otros tiempos, cuando pronunciaba sabias conferencias frente a jóvenes obreros, por emplear palabras nuevas y más precisas, y cuán poco había que decir realmente! ¡Cuántas palabras inútiles acumula el lenguaje cuando las pocas palabras simples que existen no tienen todavía su derecho, su dimensión ni su realidad adecuadas! El pan no será pan mientras no puedan comerlo todos y mientras su sonido vaya acompañado por el del hambre como un cuerpo por su sombra.
Para salir adelante bastaba con unas cuantas ideas, algunas palabras y una pasión que carece de nombre y es amor y odio al mismo tiempo. Friedrich creía llevarla en su mano como una luz que sirve tanto para iluminar como para provocar un incendio. La idea de asesinar le resultaba ahora tan familiar como la de beber y comer. No había otra forma de odio. ¡Destruir, destruir! Sólo desaparecía aquello que los ojos veían muerto. Tan sólo el cadáver del enemigo dejaba de ser enemigo. No se puede seguir rezando en iglesias incendiadas. Todas sus fuerzas parecían haberse concentrado en esta pasión única, como regimientos en un campo de batalla. En ella confluían la ambición de sus años mozos, el odio contra el tío de su madre y los superiores de su oficina, la envidia contra los hijos de familias ricas, su afán de conquistar el mundo, la absurda expectativa de encontrar una mujer, la dicha extraordinaria que aquélla le procuraba, la amargura de sus horas solitarias, su innata malicia, su inteligencia entrenada, la perspicacia de su ojo e incluso su cobardía y propensión al miedo. Pues sí, hasta con ayuda del miedo ganaba batallas. Y con esa lucidez fulmínea que sólo nos es dada en momentos de peligro mortal, comprendía las extrañas leyes de la estrategia militar. Traducía al plano táctico-militar lo que su innata malicia le había dictado desde la primera juventud. Llegó a ser un maestro en el arte de espiar al enemigo. Oculto tras muchos disfraces, deambulaba por las aldeas y ciudades del adversario. No había límite alguno al temerario juego de su fantasía, a las inclinaciones románticas de su naturaleza, a las peligrosas excursiones que le dictaba su curiosidad personal. El caso es que ni un comando superior podía vigilarlo en el caos de esa guerra civil, ni el enemigo estaba lo suficientemente organizado como para emprender una acción sensata según las sensatas normas de la guerra moderna. «Se sobrevalora el peligro cuando se lo ignora —pensaba Friedrich—. En realidad es un estado al que uno se acostumbra como a una vida burguesa con sus horas destinadas a las comidas. Casi se podría hablar de un componente pequeñoburgués del peligro». Sonriendo, escuchó una vez más la vieja pregunta de Parthagener: «¿Era realmente necesario hacer todo eso?», y él contestó, sin dejar de sonreír: «¡Sí! ¡Había que hacerlo! No se nace inerme, apátrida y proscrito en medio de un mundo hostil para permitirle seguir su antiguo curso. No se tiene una inteligencia para ponerla al servicio de la estupidez, ni un par de ojos para guiar a gente ciega».
—¡Hubiera podido llegar a ministro! —le dijo a Berzeiev, no sin una pizca de orgullo—. Sin embargo, preferimos ahorcar a los ministros.
—Te había considerado más inteligente —respondió Berzeiev—; eras tan sensatamente indeciso, tan agradablemente carente de orientación precisa, tan individual, tan falto de pasiones públicas…
Friedrich le interrumpió:
—El mundo en el que la casualidad me hizo nacer no es el mío. Nada tenía que hacer en él. Ahora sí tengo una tarea. Siempre he vivido con la sensación de haber llegado tarde a mi época. Ignoraba que aún me sería dado vivirla.
Hacía su propia guerra y tenía que arreglar cuentas con el mundo, personalmente. Tenía su propia estrategia, que Berzeiev calificaba de «antimilitar».
—Es más bien antiburguesa —replicaba Friedrich—. La del general burgués carece de palabras, es decir, de espíritu. El comandante burgués lucha con ayuda de la orden, nosotros, con ayuda de la palabra.
Y por tercera vez en aquella semana reunió a sus camaradas y pronunció una vez más las viejas palabras de «libertad» y «mundo nuevo».
—En la gran guerra, vuestros oficiales os mandaban: «¡Firmes!». Nosotros, vuestros camaradas oficiales, os decimos lo contrario: «¡Adelante!». Vuestros oficiales os mandaban callaros la boca. Nosotros os exhortamos a exclamar: «¡Viva la revolución!». Vuestros oficiales os mandaban obedecer. Nosotros os rogamos comprensión. Por entonces os decían: «¡Morid por el zar!». Nosotros os decimos: «¡Vivid! ¡Y si tenéis que morir, que sea por vosotros mismos!».
Se oyeron exclamaciones de júbilo. «¡Viva la revolución!», vociferaba el gentío. Y Berzeiev murmuró tímidamente:
—Eres un demagogo.
—Creo en cada una de las palabras que digo —repuso Friedrich.
En cuanto entraban en alguna localidad conquistada, ordenaba conducir a su presencia a los burgueses detenidos. Los hacía pararse en fila frente a él y estudiaba sus caras. Un silencioso delirio lo dominaba. Encontraba similitudes entre esa gente extraña y ciertos rostros de burgueses conocidos. Odiaba a toda aquella clase como se odia a una especie determinada de animales. Uno de ellos se parecía al escritor que había conocido en casa de Hilde, el otro al doctor Süsskind, cuya figura se repetía muy a menudo, un tercero al oficial prusiano, un cuarto al líder del partido socialdemócrata. Los dejaba ir a todos. Una vez cayó en sus manos un anodino director de banco cuya cara le resultaba conocida. Pero no lograba recordar de dónde.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Kargan —susurró el hombre.
—¿Eres hermano del Kargan de Trieste?
—¡Primo!
—Cuando le escribas —dijo Friedrich—, salúdalo de mi parte.
El hombre sospechó una trampa.
—¡Jamás le escribo! —dijo.
—¿A cuánto asciende tu fortuna? —preguntó Friedrich.
—¡Lo perdí todo! —balbuceó el hombre—. Tenía un negocio floreciente —prosiguió—. ¡Cincuenta empleados en el banco! ¡Y una pequeña fábrica!
—¡El vivo retrato de un señor! —dijo Friedrich a Berzeiev—. En la época feudal, alguien que tuviera cincuenta siervos era considerado un señor. Este tipo es un gusano, primo del tío de mi madre.
Y observó las gruesas lágrimas que resbalaban por las mejillas del director.
Otra vez encontró en la calle a un individuo que aún conservaba unos cuantos vestigios de su antigua elegancia. Friedrich se detuvo.
—¡Déjalo estar, ven! —dijo Berzeiev.
—No puedo —repuso Friedrich—, tengo que acordarme de a quién se parece. —El hombre echó a correr. Ellos lo siguieron, deteniéndolo. Friedrich lo observó atentamente—. ¡Ya sé! —exclamó, dejando en libertad al desconocido—. Se parece al compositor de operetas L. ¿Recuerdas la fotografía en los periódicos ilustrados? Tiene esa cara optimista del típico amante del vals.
Y se puso a cantar, muy contento:
—«Hay cosas que es preciso olvidar, son demasiado hermosas para ser ciertas…».
Ignoraba que él mismo empezaba a convertirse poco a poco en tema de comentario de los periódicos ilustrados y no ilustrados del mundo burgués, cuya mayor parte distaba mucho de haber sido destruida. Ignoraba que los corresponsales de diez grandes periódicos telegrafiaban su nombre cuando no sabían qué otra cosa comunicar, y que la poderosa maquinaria de la opinión pública se iba apoderando de él, aquel mecanismo que fabrica las sensaciones, la materia prima de la historia universal. Friedrich no leía los periódicos. No sabía que cada tres días figuraba en la lista de personajes que, bajo el titular «Los verdugos sanguinarios», constituían una rúbrica fija en la prensa, junto a las columnas de los boxeadores, compositores de opereta, corredores de fondo, niños prodigio y aviadores. Subestimaba —al igual que sus camaradas más perspicaces— la misteriosa técnica del método defensivo de la sociedad, que consistía en volver «ordinario» lo extraordinario ya fuera exagerándolo, ya fuera describiéndolo detalladamente, y en hacer confirmar por miles de «fuentes bien informadas» que los enigmas de la historia contemporánea están integrados por sucesos reales. No sabía que este mundo ya era demasiado viejo para los entusiasmos, y que la técnica podía apoderarse de las materias legendarias para transformar verdades eternas en actuales. Olvidaba que los gramófonos se habían inventado para reproducir también los truenos de la historia, y que el cine podía captar tanto un baño de sangre como una carrera de caballos.
Era ingenuo porque era un revolucionario.
Gracias al excepcional lapso que había ocupado la guerra, fueron muchas las cartas que, retenidas en las estafetas de correos, sólo llegaron a su destino al cabo de varios años. La carta que Friedrich escribiera a Hilde en el invierno de 1915 llegó a manos de la joven en la primavera de 1919, cuando hacía tiempo que ya no era la señorita Hilde von Maerker, sino la esposa del señor Leopold Derschatta, o Von Derschatta, partícula esta que no le estaba permitido llevar tras la revolución austríaca. Lo llamaban sin embargo señor director general, porque en los países centroeuropeos la gente es reacia a despojar a alguien de su rango y se siente tan honrada por el título que puede pronunciar como por el suyo propio.
El señor Von Derschatta había sido efectivamente director general durante los dos últimos años de la guerra, a su regreso del frente con el grado de teniente primero de reserva y un ligero impacto de bala en un codo que, de manera innecesaria, había expuesto al fuego enemigo por encima de la defensa. Sus enemigos —pues un director general siempre tiene enemigos— afirmaban que, en definitiva, había tenido razón al escurrir el bulto. ¡Mas no escuchemos a sus enemigos! Sus calumnias no tienen sentido. Pues aunque supongamos que aquel impacto de bala no fuera una casualidad, ¿a cuántos ha ayudado realmente un impacto de bala? ¿A quiénes ha salvado de volver al frente? No, el señor Von Derschatta, que cuando estalló la guerra tenía el cargo de comandante de estación, como el padre de Hilde (aunque por su edad no hubiera debido quedarse en la retaguardia), y que fue enviado al frente debido solamente a un descuido —un descuido que un mayor habría de lamentar más tarde en el Ministerio de Guerra—, aquel señor Von Derschatta no tenía necesidad de recibir impactos de bala. Se hallaba protegido. Su familia, que provenía de Moravia, había suministrado generaciones enteras de funcionarios, consejeros ministeriales y oficiales, y tan sólo un Derschatta había demostrado talento, llegando a ser actor, aunque con otro nombre. Su relación con una de las familias más antiguas del país procedía del bisabuelo Derschatta, que había sido administrador de los bienes de un conde. ¡Qué suerte para el bisnieto! Pues el descendiente de aquel conde era actualmente un hombre poderoso en el Estado, y quien podía decirse amigo suyo no tenía por qué temer la guerra. El señor Von Derschatta estaba decidido a no ir más al frente bélico cuando abandonó el hospital con el brazo definitivamente curado. Llevándolo envuelto aún en una venda negra, para impresionar, se dirigió a la oficina donde imperaba su amigo. Avanzó a un paso irresistible —era en cierto modo su propio destino— por pasillos largos, vacíos y retumbantes, corredores estrechos en los que manadas de gentuza sin uniforme aguardaban pasaportes, permisos y carnets de identidad, y, saludando indolentemente a cuanto ujier se ponía en pie de un salto —pues gracias a una intuición profesional adivinaban que el señor que pasaban era un teniente primero muy bien relacionado—, llegó a la puerta de su amigo después de unas cuantas averiguaciones. Pasó diez minutos exactos dialogando amablemente:
—Excelencia —dijo—, me he permitido…
—Lo sé todo —replicó Su Excelencia—, he recibido la carta de su señor padre. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está Fini?
—Su Excelencia es muy amable —dijo el señor Von Derschatta.
—¡Como siempre, como siempre! —replicó Su Excelencia—, ¡una muchacha estupenda!
Y cuando el teniente se puso en pie, el conde dejó escapar como al azar unas cuantas palabras, como pensando en voz alta algo no relacionado en absoluto con su visitante:
—Mañana estará arreglado.
La frase del conde se refería nada menos que a la Central Patatera, dependencia cuya función era restringir el libre comercio de la patata e impedir la especulación con los precios. La Central Patatera aún era dirigida entonces por un especialista, uno de los agricultores más ricos que, pese a sus aptitudes para el servicio en el frente, había sido declarado indispensable ya tres veces, y que, para desgracia suya, llevaba seis meses sin visitar a su protector en el Ministerio de Alimentación. ¡Ojos que no ven, corazón que no siente! Cuando el ejército reclamó nuevamente al verdulero, éste no volvió a ser declarado indispensable, para sorpresa del propio ejército. Indispensable era más bien ahora el señor Von Derschatta. Y con el convincente pretexto de que en tiempos tan difíciles una Central Patatera debía estar a las órdenes tanto del ministro de Guerra como del ministro de Alimentación, el teniente recibió el encargo, como miembro del ejército, de establecer un vínculo permanente entre el Ministerio de Guerra y los frutos de la tierra.
El señor Von Derschatta pasó a llamarse a partir de entonces director general, aunque tal título no le fuera atribuido oficialmente. Pero ¿acaso era preciso decirle «mi teniente» en una época tan seria, en la que uno de cada dos abogados era también teniente? Alguien había introducido el título de director general, y a partir de entonces se le dio el tratamiento de «director general Derschatta». Cierto es que al cabo de algunas semanas reapareció el agricultor que había presidido esos lugares en calidad de «indispensable». ¡Pero en qué estado tan calamitoso! Había tenido que hacer maniobras por espacio de cuatro semanas, lapso necesario para que su familia encontrara la protección decisiva. Por último volvió a enrolarse al servicio de sus patatas, pero ya no como soberano, sino como consejero técnico de Derschatta, y tuvo que conformarse con el título de director.
Derschatta, hombre cauto por naturaleza, no veía con buenos ojos la proximidad del agricultor. Dos hombres aptos para el servicio no podían hacer nada bueno uno al lado del otro. Por otra parte, necesitaba urgentemente un secretario y temía rescatar de las trincheras a tres hombres al mismo tiempo. En un principio intentó liberarse del agricultor, pero éste se hallaba sólidamente instalado. Entonces renunció al secretario y decidió buscarse una secretaria.
Hilde, cansada hacía tiempo de su trabajo de enfermera y convencida además de que una actividad en la Cruz Roja se compadecía más con su buen corazón que con su intelecto, estaba buscando hacía meses un puesto en la administración, como brazo derecho, por así decirlo, de algún caballero importante. La señora G., amiga suya que conocía al señor Derschatta, le habló a Hilde de él. El señor Von Derschatta sabía apreciar la gracia femenina. Y como en aquellos tiempos tan serios no era ya insólito instalar frente a una máquina de escribir a señoritas de buena familia, que de ese modo servían tanto a la patria como a la causa de la emancipación, Hilde aprendió estenografía rápidamente y se convirtió en secretaria.
Según la costumbre de la época, estaba orgullosa de «ganarse el pan». Su padre se hallaba agotado, desmoralizado por las amonestaciones de su ama de llaves, con la que aún no se había casado, y por la oposición de su hija. También estaba cansado de su trabajo en la estación, la guerra empezaba a resultarle demasiado larga, volvía a sentir nostalgia de la tranquilidad de su oficina, de su pacífico círculo militar, de los tiernos panecillos de semilla de amapola —su estómago soportaba muy mal la harina de maíz—, de modo que no puso objeción alguna a que su hija trabajase como secretaria.
Pese a su cansancio, no lo hubiera hecho de haber conocido mejor al señor Von Derschatta y, desde luego, a su propia hija. Pues Hilde, no menos convencida de la ridiculez de la antigua moral que de su propia independencia, y fascinada por el descubrimiento de que una mujer puede disponer libremente de su cuerpo (descubrimiento hecho por las jóvenes burguesas durante la guerra), no opuso ninguna resistencia —por puro amor a la teoría— a las exigencias que el señor Von Derschatta planteaba a una secretaria. Era una época en que las mujeres, cuando eran explotadas, vivían con la ilusión de verse obligadas a hacer algo que las distinguiera de sus madres. Y aunque los conservadores lamentasen la notoria relajación de los vínculos, la virginidad era calificada por los hombres como un fenómeno extraño y considerada un lastre por las jovencitas. Muchas mujeres no accedían al placer porque practicaban el acto sexual como una obligación y porque el orgullo de poder amar como los hombres las satisfacía más que el amor mismo. El señor Von Derschatta no tenía necesidad de fingir amor alguno. La ambición, por parte de Hilde, de juzgar a los hombres según sus capacidades físicas de la misma manera que los hombres, según ella, juzgaban a las mujeres excluía de entrada cualquier posible esfuerzo de Derschatta. Sin el menor asomo de pasión o de placer, simplemente por principios, Hilde se entregaba al señor director general —en las horas de trabajo, naturalmente— porque así podía seguir sintiéndose el «brazo derecho» de un funcionario importante. Si algo la atraía en esta aventura, era precisamente la curiosidad. Pero incluso a esta curiosidad se sumaba una especie de pasión investigadora afín a la de un naturalista. Y las horas de amor transcurrían como las horas de oficina —de las que eran sustraídas sólo hasta cierto punto—, en medio de una fría lujuria y de una sensación similar a la de palpar el cuero marrón del diván en el despacho en que se consumaban. El lápiz amarillo y el cuadernillo de notas esperaban sobre la alfombra el momento de entrar nuevamente en funcionamiento, pues al señor director general no le gustaba perder tiempo y comenzaba a dictar cuando aún estaba cumpliendo con las prescripciones de la higiene junto al grifo de agua corriente. Era, podría decirse, un idilio amoroso concebido según el sistema taquigráfico de Gabelsberg, y correspondía plenamente a la gravedad del momento y al peligro en que se encontraba la patria.
El asunto no habría tenido mayores consecuencias si el destino no hubiera introducido a un empleado llamado Wawrka. Éste, indispensable hasta la llegada de Derschatta, se había acostumbrado a considerar la guerra como un acontecimiento que no hacía peligrar su propia vida. Pero el señor director general, al que le interesaba tener el menor número posible de hombres sanos a su alrededor, anuló el «carácter indispensable» de Wawrka. En el curso de una larga audiencia, éste apeló a la indulgencia del director general. El pobre hombre cayó de rodillas frente al poderoso señor Derschatta. Invocó a su familia numerosa, sus seis hijos —la necesidad lo hizo inventar dos— y su mujer enferma, que en realidad estaba sana. Pero el miedo del señor director general por su propia vida lo volvió todavía más duro de lo que era por naturaleza: insistió en que Wawrka tendría que enrolarse.
El pobre individuo decidió vengarse. Sabía quién era el padre de Hilde, y en su cerebro simplón e incapaz de comprender el ideario de una muchacha emancipada, supuso que lo que ocurría en el diván —y que él había escuchado a escondidas— era consecuencia de una seducción perpetrada a la antigua usanza. Entre los grandes señores, pensaba en su simplicidad, existe un honor que se pierde, se protege o se venga en un duelo o con un pistoletazo. Ya veía al director general muerto en su oficina, con un balazo en la sien, y a su lado al viejo señor Von Maerker, abatido pero orgulloso y taciturno, y luego —lo más importante— se veía a sí mismo nuevamente indispensable y a salvo. Y fue a ver al señor Von Maerker y le contó lo que había espiado y escuchado. En el fondo, el señor Von Maerker no pensaba muy distinto de Wawrka. Los imperativos del honor social obligaban a un consejero ministerial y capitán de caballería a pedirle explicaciones al seductor de su hija. Y con la naturalidad de un hombre que nada sabe sobre su heredera, pero que lleva en la sangre las tradiciones de una antigua orden caballeresca, el señor Von Maerker se dirigió a casa del señor director general con un látigo en la mano.
El señor Von Derschatta estaba decidido a no morir de ningún modo, ni en el frente ni en la retaguardia. Para salvar su vida hizo el papel de pecador arrepentido, pero también de amante atormentado, y pidió al señor Von Maerker la mano de su hija. A Hilde le hubiera encantado prolongar su libertad sexual, pero se dio cuenta de que debía evitar una catástrofe. Se sacrificó, pues, a los prejuicios, y se casó, consolándose con la perspectiva de un matrimonio libre y moderno, en el que ambas partes podrían hacer lo que desearan.
Pero se equivocó, pues su marido, que antes había compartido sus opiniones sobre la libertad sexual de la mujer, empezó a considerar el matrimonio como una institución sagrada y a mostrarse decidido, según sus propias palabras, a preservar el «honor de su hogar». Y hasta se puso celoso e hizo vigilar a su mujer. Contrató a una nueva secretaria y prosiguió con ella su trabajo habitual. Wawrka fue enviado al frente y es probable que cayera «en el campo del honor». Pero Hilde tuvo un niño, lo cual fue sólo una medida de precaución de su marido. Ella lo sintió como una prueba de su propia humillación. Con ayuda de la naturaleza, Derschatta le había demostrado que el destino de la mujer es no ser libre y servir de receptáculo a posibles descendientes. Odiaba al niño, un varón que tenía la perfidia de parecerse a su padre. Ahora vivía rodeada por dos Derschattas. Cuando uno de ellos se iba a su oficina, el otro berreaba en la cuna. A menudo ambos dormían en la cama de Hilde, que no tenía a nadie en este mundo. Con su padre no podía hablar: no la entendía. Su única amiga, la señora G., le daba consejos razonables; que engañara a su marido, por ejemplo: la única venganza posible. Pero el señor Von Derschatta era receloso y circunspecto, un auténtico tirano doméstico de viejo cuño. Y en muchas leguas a la redonda no había un solo hombre por el cual valiera la pena cometer adulterio. Hilde se había vuelto más crítica. La desgracia genera descontento.
Llegó la revolución. El señor Von Derschatta perdió sus relaciones, su rango y su nobleza. Jamás había tenido una profesión. Redujeron su tren de vida. Despidieron a la niñera y contrataron a una cocinera que cobraba poco. Dejaron de dar fiestas y asistir a recepciones. El señor Von Derschatta perdió a sus secretarias y concentró toda su fogosidad viril en su mujer. Se volvió aún más celoso. Llegó un segundo hijo, tan parecido a su padre como el primero e igualmente aborrecido por Hilde. El señor Von Derschatta se lanzó al mundo de los negocios. Entabló relaciones con bolsistas judíos, raza odiada pero inteligente. Por encargo de uno de ellos se trasladó a Berlín para representar a su mandante ante las Bolsas de las ciudades alemanas. No confiaban en absoluto en sus conocimientos. Pero en opinión de mucha gente rica y horrible era más bien una «figura distinguida» y, en Alemania, «representativa». No podían echarle en cara una sola gota de sangre judía. Y encima era noble.
Vivía de negocios turbios que a duras penas comprendía. Frecuentaba gente rica a la cual despreciaba y, al mismo tiempo, temía y respetaba. Escuchándolos, intentaba enterarse de sus «trucos», pues como tales los consideraba. Ignoraba que para hacer buenos negocios eran necesarias generaciones enteras de gente torturada y muerta en pogromos, de ancestros encerrados en ghettos y obligados a realizar operaciones cambiarías. Se convirtió en uno de esos antisemitas temerosos que empiezan a odiar por respeto y, cuando algún negocio les falla o creen que el otro los ha timado, se dicen mil veces al día: si vuelvo a nacer, me haré judío. Debía gran parte de su mal humor al hecho de que renacer fuera tan difícil. Y como no podía hablar de sus problemas personales con sus clientes y conocidos, volcaba su corazón en Hilde. Ella le dejaba hablar, no le consolaba y, en realidad, se regocijaba al ver su mala suerte. Era arrogante y rencorosa. El director general, que aprobaba los principios del mundo nuevo y despreciaba los del viejo con la ligereza de la gente débil —cosa que él calificaba de «readecuación»—, daba a entender que su matrimonio había sido algo precipitado, consecuencia de una mentalidad reaccionaria. Juzgaba su matrimonio exactamente como su patriotismo, sus distinciones militares o sus ideas monárquicas. De todo aquel viejo mundo que se había derrumbado tan deprisa no le quedaba sino ese matrimonio absurdo, cuya premisa había sido un estúpido principio de honor. ¿Actualmente? Actualmente ningún hombre sensato aceptaría entablar una conversación con un consejero ministerial viejo y necio sobre el matrimonio de su hija. ¡Pistola, látigo de montar, duelo, ceremonias! ¡Vaya teatro! «De no haberme casado con Hilde —pensaba con amargura—, ahora viviría con la hija de un judío rico. Los arios rubios son muy solicitados».
A veces montaba en cólera. Había perdido uniforme, título y honor de casta. Y no había prescripción alguna capaz de obligarlo a mantener la compostura. Era descuidado. Una puerta se cerró de golpe, una silla se cayó, su puño se abatió sobre el tablero de la mesa, la lámpara colgante comenzó a temblar suavemente. Hilde abrió mucho los ojos. El dolor le hacía un nudo en la garganta, las lágrimas ya le ardían en las comisuras de los ojos. «¡Sobre todo no llorar! —pensó—, ¡no llorar delante de él! Preferible intentar asombrarse, tan sólo asombrarse. ¡Qué tal bestia! ¡Un carnicero!». Lo primero que se le ponía rojo era la nuca, la sangre le subía a la cara por detrás. Los pelos se le erizaban en el dorso de sus anchas manos. Ella tenía que pensar inmediatamente en alguien, ya el pensar era un consuelo. Y pensaba en su padre, que se dominaba cien veces al día, que era doblemente cortés cuando le venía un acceso de cólera muda, que se iba de casa cuando tenía que decir algo desagradable. ¡Su padre! Pero era viejo y necio y nunca la había comprendido. Aunque hubiera estado allí en ese momento, a lo sumo se habría batido en duelo con su marido.
Recordó a Friedrich. Ya no le veía claramente. Se acordaba de él, pero no como de un ser humano vivo, sino como de una especie de «fenómeno interesante». Un joven idealista, un revolucionario. Y ni siquiera consecuente consigo mismo. En definitiva era como los otros. «Se enroló y probablemente haya muerto», pensó.
Pero siguió pensando en Friedrich cuando el director general logró, una vez superada la inflación, acceder a una situación respetable y representativa —director de un trust del acero en Berlín— y, de acuerdo con las circunstancias, a estar de mejor humor.
Un día, la criada le trajo una carta. El sobre estaba recubierto de sellos. En los márgenes se cruzaban anotaciones de diversas estafetas de correos. Los sellos redondos se habían acumulado como condecoraciones sobre un pecho. La carta hacía pensar en un guerrero que vuelve de un recio combate. Llevaba la antigua dirección de Hilde y su apellido de soltera, que ella tanto echaba de menos. Contempló esa carta con la misma ternura con la que solía recordar su adolescencia. En cualquier caso era una carta de amor que la había buscado y encontrado tras muchas penurias y aventuras, una carta fiel, devota. «Viene de alguien que ha muerto hace ya tiempo», pensó, y esta idea duplicó su ternura. La abrió cuidadosamente. Era la última carta de Friedrich.
Lo sintió próximo a ella desde la primera palabra. Recordó su manera de andar, de saludar, de moverse, recordó su voz, su mutismo, su mano. Su rostro no lo veía ya tan claro. Sintió en su brazo los tímidos tanteos, volvió a oler el aire de aquellas tardes lluviosas en que caminaban juntos, y a ver el crepúsculo en el pequeño café. Un dolor repentino interrumpió sus recuerdos. Estaba muerto. Había sucumbido al caos de esos tiempos. Muerto en alguna prisión, de hambre, ejecutado. «Debería ponerme luto —pensó ella—, sí, ponerme luto. Fue el único ser humano que he conocido en mi vida. ¡Y cómo llegué a tratarlo!».
Pero cuando su marido entró en el cuarto, el luto de Hilde desapareció, pasó a un segundo plano, o bien quedó cubierto por un resplandor triunfal. El señor director general quedó asombrado al ver el buen humor de su mujer, que, sin saber por qué, lo irritaba. «¿Qué motivos tendrá para estar tan contenta? Hoy he vuelto a tener disgustos: le arruinaré el buen humor». Y añadió en voz alta:
—¿Por qué estás tan contenta?
Ella lo miró y no contestó. No sentía ningún nudo en la garganta y estaba segura de que no rompería a llorar. Desde un cajón, la carta irradiaba secretas energías. Los hijos de Derschatta volvieron de su paseo cotidiano. Tenían caras sanas, rojas y vacías, y se pasaban el tiempo riñendo. Hilde los envió fuera con la niñera. No comió. Por vez primera observó atentamente el comportamiento de su marido en la mesa. Aunque de niño aprendiera a coger tenedor y cuchillo, comía como un salvaje. Su mirada erraba sobre las finas columnas del periódico desplegado, y la cuchara avanzaba a tientas hasta su boca, como un ciego. Aunque una noticia parecía preocuparlo, no lograba disminuir el placer que le procuraba la comida. «¡Qué apetito!», pensó Hilde, como si el apetito fuera un atributo degradante. ¡De qué extraña manera se comportan algunas personas! Su marido le pareció de pronto un extraño al que hubiera conocido en un restaurante. No le importaba en absoluto. Era una mujer libre.
¿Cómo podría averiguar algo sobre el destino de Friedrich? De haber sido más valiente, hubiera podido ir por el mundo, viajar a Rusia a buscarlo. Pero rechazó esta idea novelesca. No obstante, le parecía que no hay sentimientos novelescos cuando se ama. ¿Acaso había algo más extraño que lo que hasta entonces había vivido? ¡Sus primeros encuentros, la partida de Friedrich, su encarcelamiento en Siberia, su regreso, su desaparición y, por último, esa carta! ¿No venía hasta ella como un enviado del cielo? ¿Sería acaso algún grito de alarma que le llegaba demasiado tarde? Todo era maravilloso, sin duda alguna, y no tenía por qué temer ningún hecho inverosímil.
Cuando subía a la tribuna y se dirigía a los jóvenes, el peso de sus vivencias lo oprimía y sentíase viejo, casi un centenario. A veces, en su casa, se miraba al espejo y se convencía de que su cara no estaba más vieja que hacía diez años. Sin embargo, la juventud y la salud de los demás no parecían ser atributos físicos, sino mentales. Eran seis, ocho o diez años más jóvenes que él. Entendían muy bien lo que les decía. Y, no obstante, Friedrich pensaba al decir cada frase: «Aquí estoy representando un manual de historia, y ni siquiera uno reglamentario». A veces, alguna palabrita suya ponía al descubierto al antiguo rebelde. Sentía entonces que un furtivo escalofrío recorría la espalda de sus oyentes. Y hacía una pausa. Era como si, por falta de palabras, tuviera que interrumpirse repentinamente. La pasión se sentía sorprendida. Ninguno de aquellos jóvenes había recorrido calles y ciudades como él, solitario y hostil. Desfilaban con cantos y banderas y asistían a fiestas, conferencias y reuniones. Aceptaban, como conquistadores, la herencia de un mundo nuevo; pero no habían conquistado nada: sólo eran herederos. Ya no necesitaban devolver odio por odio. Ninguno de ellos tenía por qué seguir siendo apátrida e infeliz. Había que desterrar la tristeza, una institución reaccionaria. Debía surgir una nueva generación: ya estaban ahí, con músculos vivaces, sol en los ojos, impávida porque no había más motivos de terror, y valiente, porque ningún peligro la amenazaba. Él no había envejecido, pero el mundo se había renovado como si él mismo, Friedrich, hubiera vivido ya mil años. Y fue conociendo la lenta indiferencia de la edad, que se extiende poco a poco por el cuerpo y lo cubre, vivo aún, como un sudario. Los dolores llegaban como ruidos amortiguados, las alegrías se quedaban a una respetuosa distancia. Sentía como algo ya pasado los placeres que aún estaba saboreando, como si fueran vestigios, dejados años atrás, de sí mismos. Eran recuerdos de placeres.
Los demás, sus camaradas y coetáneos, tal vez sintieran lo mismo, pero vivían sumergidos en su trabajo, sentados detrás de escritorios que se habían convertido en los muebles representativos del poder gubernamental, en sustitución de los tronos. Escribían y leían y evitaban las calles. Sus ventanas se abrían sobre remotas zonas periféricas o bien sobre los patios interiores del Kremlin. Veían la niebla de los campos, que se unía al humo de las chimeneas de unas cuantas fábricas, o bien un cuadradito de césped, un par de centinelas del Ejército Rojo y a los raros visitantes oficiales. Atravesaban la ciudad en coches blindados. Salud y enfermedad, mortalidad y número de nacimientos, hambre y saciedad, delitos y pasiones, escasez de vivienda y ebriedad, analfabetismo y escuelas, estupidez y genialidad: todo esto figuraba en los informes oficiales, e incluso lo que se denominaba «estado de ánimo de la población» adquiría cierto aspecto de dato estadístico. Y todos profetizaban cosas buenas. El optimismo se convirtió en la primera de las obligaciones. Con sus caras envejecidas y cansadas, sus cuerpos enfermos, sus ojos miopes y llenos de achaques, los viejos intentaban imitar el lenguaje vivaz y la alegría deportiva de los jóvenes, y hacían pensar en esos padres viejos a los que sus hijos sacan a dar un paseo.
—La gente es irreconocible —dijo un día Friedrich a Berzeiev—. ¿Te acuerdas de R.? Pues también se ha vuelto un optimista. Abandona sus libros para pasar una hora con los soldados allá abajo. «¡Qué tíos tan estupendos!», te cuenta luego. Lo tratan con guantes de seda y dejan que les dé palmaditas en la espalda. Él, que una vez confesó temerle al populacho y me recomendó que yo también le temiese, está dichoso como un niño. La gente del pueblo tiene un instinto seguro: sabe qué le agrada a R. Por eso le dan gusto diciéndole groserías. Y él queda extasiado. Colecciona esas expresiones de intimidad fingida como en otros tiempos los cortesanos notaban las demostraciones de benevolencia de Su Majestad. Y los soldados, por complacerlo, representan el papel de «Su Majestad el Pueblo». Luego vuelve feliz a sus libros, convencido de que nada lo distingue de la masa. Y tiene pruebas. Le han hablado con plena sinceridad. Sus tiernos dedos han tamborileado sobre esas espaldas macizas y los soldados le han confesado sinceramente que no confían en su forma de gobernar. El pueblo tiene notables dotes histriónicas.
—Si mi simple inteligencia de ex alumno de una escuela de oficiales me permite comprender qué es realmente un burgués —dijo Berzeiev—, creo que nuestros camaradas se han vuelto todos burgueses. Tal vez lo hayan sido siempre. Sólo que la tensión, la hostilidad y la pobreza en que han vivido habían frenado sus instintos burgueses. Ahora ha desaparecido la tensión. Creo que la característica del burgués es el optimismo. «Ya se arreglará». «Seguro que venceremos». «El general sabe perfectamente qué hacer. El enemigo está derrotado. Mi mujer me es totalmente fiel. Las cosas empiezan a arreglarse, etcétera». Ahora tienen viviendas amuebladas con retretes, y los niños juegan en los pasillos y hacen progresos en la escuela. ¿Has visto cómo se ha instalado Savelli? ¡Oh, sin ningún lujo! No es esto lo que nos reprochan los diarios de los países burgueses. Por desgracia, nuestros camaradas desprecian el lujo. Pero en cambio tienen una proclividad apasionada por las comodidades burguesas y las chucherías. Hablan de la crueldad terrible de Savelli y le atribuyen el ochenta por ciento de las ejecuciones. Hace una semana estuve en su casa. Se había comprado tazas de té con florecitas. Ya no toma el té en vasos. Alguien le había traído de Alemania un aparato fabuloso para preparar auténtico café turco. Pasó un cuarto de hora explicándome cómo se prepara y al final dijo, en tono admirativo: «¡Los alemanes son realmente geniales!». En su casa había un periodista americano. Savelli lo trataba como es debido, vale decir, muy mal, mirándolo de arriba abajo. A veces le decía, respondiendo a una pregunta del americano: «¡Esto no es asunto suyo!», o bien: «Dígale a su jefe que aquí tratamos a los periodistas burgueses con mucha más delicadeza de la que se merecen». Pero cuando el americano se marchó, Savelli me dijo, tras reflexionar unos cuantos minutos: «¡Qué pueblo tan sagaz estos americanos! Saben exactamente lo que quieren». Esperemos dos años más y Savelli se lo dirá a los americanos en la cara.
»¿Cuántos hay aún en Rusia que hablen nuestro lenguaje? —preguntó Berzeiev—. Los que combatieron con nosotros han desaparecido, han vuelto a sus casas y son ahora, una vez más, burgueses, obreros y oficinistas. ¡Qué pocos han quedado con nosotros! Se está empezando a organizar el ejército. La gente ya nos saluda con respeto. En el tranvía, un camarada me cedió su asiento. Estoy envejeciendo, estamos envejeciendo.
Una semana después dijo R. a Friedrich:
—Tal vez sea preferible que, dado su pesimismo, no se quede usted en Moscú. Uno de nosotros ha sugerido que lo envíen a la región del Volga.
—¡No mienta! —exclamó Friedrich—. Dígame de una vez que la sugerencia es suya.
—Pues sí, fue mía. Quería ahorrarle disgustos. Nadie lo conseguirá —replicó R.—. Lo quiera o no, tendrá que irse. Savelli se encargará de echarlo. Por lo demás, ¿ha leído mi artículo? He escrito contra el pesimismo. Me refiero, por supuesto, a usted y a sus amigos.
—¿Recuerda usted —preguntó Friedrich— lo que me dijo en Viena sobre Savelli? ¡«Nos ahorcará a todos», me dijo esa vez!
—Me estaba refiriendo a otro Savelli. Hay una diferencia. Savelli era impotente. Y ahora (ni siquiera conserva su antiguo nombre) ya no lo es.
—¿Me habla usted así por miedo?
—Por miedo no. Por prudencia. Y también por convicción. Savelli no debe enterarse de nuestra conversación. Tenga cuidado de no comentarla con nadie.
—¡Pero dígame la verdad! Dígame que ha decidido desembarazarse de mí por las buenas. Dígame que todos ustedes temen que yo pueda tener una ambición. Pues no tengo ninguna. Vuestra revolución me importa un bledo.
—Tanto mejor. En ese caso váyase enseguida. Pero no se lo diga a nadie. Nunca confesaré haber hablado con usted.
—¡Pero yo he escuchado vuestra conversación! —exclamó de pronto Berzeiev. Había abierto la puerta hasta dejar el pasillo a la vista—. Hace media hora que estoy aquí y la he escuchado a escondidas.
Se acercó a R. y levantó la mano. R. bajó la cabeza. La bofetada de Berzeiev le dio en la oreja. Un minuto después se hallaba bajo la mesa, gritando:
—¡Cálmense o váyanse enseguida!
Ellos se fueron.
—Probablemente me vaya a Alemania —dijo Friedrich—. ¿Supongo que vendrás conmigo?
—¡No! —repuso Berzeiev—. Nos separaremos. No lo tomes a mal. Debo confesarte que no puedo abandonar Rusia. Me siento feliz de vivir aquí sin peligro. Desde mi juventud, por vez primera sin peligro y sin tener que ocultar nada. Es mi patria y la amo. Sentía nostalgia cuando estaba lejos de ella. No podría vivir otra vez fuera. En pocas palabras: me quedo.
—Si estuviera en tu lugar —repuso Friedrich lentamente—, me sentiría obligado a acompañar a mi amigo. —«Yo no tengo patria», pensó en silencio. Le daba vergüenza decirlo en voz alta.
Pero Berzeiev lo adivinó:
—No soy más que un ruso —dijo, y sus palabras sonaron como un reproche—. No he aprendido nada. Sólo puedo quedarme en el ejército. ¿Qué haría en el extranjero? No sería sino un estorbo para ti…
—¡Adiós! —dijo Friedrich. Le dio la mano y se abrazaron, vacilantes, como si ambos hubieran tenido algo que decirse mutuamente, algo imposible de pronunciar. Como si, pese a estar abrazados, los separara un espacio inconmensurable; como si desde las orillas opuestas de un lago se mirasen uno al otro sabiendo que no podían oír sus propias palabras y que era perfectamente inútil pronunciarlas.
Y al cabo de tres días, Friedrich estaba nuevamente solo en una gran estación, esperando un tren hacia el oeste.
Empezaba a oscurecer. En el vagón iban algunos soldados destinados al servicio de fronteras. Hablaban de política.
—En Alemania —decía uno— la revolución estallará dentro de una semana. Luego llegará a Francia, después a Inglaterra y, por último, a Estados Unidos.
—¡Idiota! —le dijo otro—. ¿Quién te ha metido eso en la cabeza?
—Asistí a una conferencia que R. pronunció ante el estudiantado.
—¡Qué absurdo! —replicó el otro—. En primer lugar, no entendiste la conferencia; en segundo lugar, tal vez tuviera algún significado especial; tercero, R. es un judío al que ya no le creo una palabra. Siempre hablaba con nosotros cuando yo estaba de servicio donde T.
—Judío o no, entre nosotros ya no tiene sentido: las religiones han dejado de existir.
—Pero los idiotas siguen existiendo, pues tú todavía vives —exclamó un tercero, provocando la hilaridad general.
—¿Quiénes son los inteligentes? —preguntó Friedrich.
Ellos citaron los tres nombres cuyo eco resonaba en Rusia y el mundo entero. Por último alguien mencionó el nombre utilizado entonces por Savelli. Unos cuantos le dieron la aprobación.
—Un hombre extraordinario —dijo el tipo—; sabe lo que hay que hacer. Una vez lo encontré en un pasillo del Departamento X. El pasillo era estrecho y oscuro, yo retrocedí para dejarle paso y lo saludé. Él levantó la cabeza, no me contestó y se limitó a mirarme con sus ojos de hielo y tinieblas. Me invadió un frío muy intenso. Él sabe lo que hay que hacer. La mayor parte de los judíos inteligentes no hacen más que decir profecías, y eso se debe a la radio, pues los campesinos idiotas escuchan todo en las aldeas. Y por eso ya no se oyen cosas inteligentes: todo va destinado a la radio.
—Así es —dijo otro—. A veces pienso que los camaradas nos consideran más estúpidos de lo que somos. Repiten cien veces las cosas más simples. Ya me las sé de memoria. Y en los periódicos también escriben siempre lo mismo.
«¿Qué me importa lo que digan? —pensó Friedrich—. Voy a empezar una nueva vida».
Pero empezó su nueva vida como si ya la hubiese vivido. La conocía. Entró en ella como un actor en una escena donde ha trabajado muchas veces en la misma pieza, con la vaga esperanza de que un incidente secundario pudiese cobrar, en caso de necesidad, un cariz sensacionalista. Esperaba incluso pequeños infortunios: algún arresto, una expulsión, tal vez un encarcelamiento.
Cualquier otro, en su lugar, habría pensado en una revolución. Se admiraba de que la guerra no comenzara de nuevo. Cuando llegó a M., esa ciudad de Alemania central en la que había pasado unos cuantos días lluviosos durante la guerra, observó que seguía lloviendo. En los grandes escaparates del café todavía colgaban letreros donde se aseguraba que los franceses, ingleses, polacos y personas de otras nacionalidades no eran bien vistas en aquel local. La escuela era de ladrillos rojos, y al pasar frente a ella por la mañana se oía un coro de voces infantiles que cantaba: Yo tenía un camarada. En el centro se alzaba la iglesia de ladrillos rojos. La delegación de Hacienda también era de ladrillos rojos, como el ayuntamiento. Y aunque todos esos edificios tuvieran cierto aire de exquisitez y parecieran construidos por una raza de niños de extraordinarias proporciones, dejaban entrever, sin embargo, la misma aspiración a la eternidad propia de las pirámides. No había parado de llover hacía cinco o seis años. El tranvía continuaba haciendo el mismo recorrido. Sólo la revisora había vuelto a su hogar. Las mujeres llevaban aún los mismos sombreros. ¿Dónde estaba el camarada que aquella vez le consiguiera su primer pasaporte auténticamente falso? Aún vivía. Después de adquirir la nacionalidad, había sido elegido diputado. ¿Y dónde estaba el jefe del partido? Era miembro del gobierno en Berlín. Y aunque el sastre comunista fuera hoy día un adversario encarnizado de aquel jefe del partido socialdemócrata, Friedrich, que no había seguido de cerca la evolución de los acontecimientos, tenía la impresión de que ambos, el comunista y el jefe del partido, habían ascendido de manera consecuente y paralela, como los oficiales o funcionarios que acceden a un grado superior tras un determinado tiempo de servicios. Y aunque ambos hubiesen obtenido sus puestos luchando entre sí, el irónico destino que caracteriza a los políticos radicales les confería una similitud aterradora. Al igual que los judíos, que al rezar se vuelven siempre hacia el este, los revolucionarios se volvían siempre a la derecha cuando empezaban a ejercer una actividad pública. Y el hecho de que el sastre siguiera siendo tan radical no alteraba esta ley en absoluto. Cada mes esperaba seriamente la revolución. Tenía incluso que cumplir una condena penitenciaria por ofensas contra el jefe del partido, y debía su libertad provisional a la inmunidad parlamentaria. Veinte años antes, el ofendido se había encontrado en la misma situación. Pero ambos parecían haberlo olvidado. «Quién sabe —pensó Friedrich— si dentro de veinte años el ofendido será mi camarada y presentará una denuncia». La revolución permanecía siempre a la izquierda, sólo sus representantes se pasaban constantemente a la derecha.
—La semana pasada —le contó el sastre— dos policías tuvieron que sacarme a la fuerza del Parlamento. ¡Lástima que no viera usted la escena! ¡Oh, la tranquilidad no es tan común entre nosotros como suele creerse en Moscú! Estamos al borde de una huelga de ferroviarios. El partido trabaja intensamente. En Hamburgo contamos con cinco mil nuevos miembros. Aquí, en M., estamos sólidamente representados. Tenemos, con seguridad, al cincuenta y cinco por ciento de los obreros, y las cuotas del partido llegan puntualmente a nuestras cajas. Nos reunimos de dos a tres veces por semana.
«¡Qué patriotismo regionalista el de este camarada! —pensó Friedrich—. Así nace el amor a la patria. Está orgulloso de la comarca que lo ha elegido. Un poco más y empezará a defender a los partidos reaccionarios de su circunscripción electoral, considerándolos mejores que los de otras circunscripciones. Estoy ante una de las ocasiones (ya no tan raras, valgan verdades) de asistir al nacimiento ab ovo de cierto tipo de amor a la patria y a la circunscripción electoral. Considera a sus comunistas como los más revolucionarios. ¡Y cómo se ha transformado! Ahora lleva una blusa rusa. La última vez que estuve aquí todavía llevaba una modesta camisa sin cuello. Así como los hombres que hacen una carrera burguesa acaban con barriga y papada, aquellos que yo llamo camaradas se agencian un traje revolucionario y un portadocumentos. Hace unos años aún usaba sombrero. Ahora lleva una gorra deportiva. Antes se peinaba con raya al medio, ahora se peina hacia atrás. Y ni él mismo se da cuenta. Su actitud revolucionaria va creciendo imperceptiblemente, como una papada. Este camarada es de fiar».
En su condición de miembro del cuerpo diplomático, Friedrich hizo una visita al ex jefe del partido, que ahora vivía «de acuerdo a su rango social». El vestíbulo era casi igual al de la familia Von Maerker. Sólo el despacho del jefe del partido seguía siendo el mismo de antes. El cortapapeles en forma de sable de caballería estaba aún sobre el escritorio. Una pequeña cúpula se alzaba sobre el tintero, que recordaba una mezquita. Los marcos con los nomeolvides encuadraban todavía a los dos hijos uniformados, aunque ambos hubieran vuelto a casa sanos y salvos. Lo único nuevo era el gran retrato al óleo del jefe del partido, obra de uno de los más famosos retratistas del imperio. ¿Qué le importaba al pintor? Él pintaba y pintaba todo el tiempo. Una vez al emperador, dos veces al estimado general, una vez a un radical. El arte nada tenía que ver con la política. Los pintores querían trabajar en paz en sus talleres. El arte era como la Navidad, una fiesta en la que todos los corazones laten al unísono. ¡Qué hermoso era el jefe del partido en el retrato! La mirada dirigida hacia al futuro de la patria, la mano derecha apoyada en un ángulo del escritorio y la izquierda jugando con la cadenilla de hierro de su reloj, por la cual había cambiado la suya de oro. No cabía duda: estaba pintada en gris, era de hierro. Y él no tenía aspecto de jefe de un partido, sino de todos los partidos. El emperador no había conocido ni uno, pero él los conocía a todos.
—Seguimos con un interés apasionado lo que ocurre en Rusia —empezó. Y con la satisfacción de un hombre que habla en nombre de su Estado, el político fue adoptando giros a la Bismarck, cuyas Memorias había leído por pura objetividad. Pues sí, él siempre había estado por encima de los partidos. La patria, al igual que la pintura, nada tenía que ver con la política.
—Lo que suele llamarse «la izquierda» en Alemania —replicó Friedrich— tal vez llegue, dentro de cien años, a ser implacable con sus enemigos. Son incapaces de odiar. Ni siquiera son capaces de alarmarse. Su principal empeño no es vencer al adversario, sino comprenderlo. Y al final llegan a conocerlo tan a fondo que tienen que darle la razón y ya no pueden atacarlo.
El jefe del partido se perdió entonces en los vastos campos de la historia universal. Era evidente que creía estar hablando desde una tribuna y que trataba a su único oyente como a una asamblea entera. Al no olvidar un solo instante que él mismo era un «representante», se complacía en considerar también al otro como tal, y aumentaba la importancia que solía atribuirse a sí mismo acordando otra no menos grande a su interlocutor. Con la firme esperanza de que cada una de sus palabras llegara a ser un día proverbial, ponía ahora de relieve, como si fueran ideas originales, simples frases hechas y lugares comunes que pocos años antes había recitado con su modestia en presencia de Friedrich. Aparentemente, y a primera vista, seguía siendo el mismo de antes. Parecía llevar aún la misma americana de color aherrumbrado y doble hilera de botones, y sus pantalones caían todavía en amplios pliegues transversales sobre un par de botas anchas, sólidas y bien lustradas, de esas que ya no se ven en el escaparate de ningún zapatero y que por tanto parecían buscadas con mucho tiempo y empeño. Pero los cuidados que el hombre ponía en ser modesto recordaban precisamente los que desplegaba para ubicarse en el centro de la historia de su tiempo. Y cada vez que decía: «Si me hubieran escuchado entonces»; o: «Sucedió tal y como yo lo había profetizado, desde luego»; o: «La irreflexión que siempre he fustigado», parecía hallarse convencido de que el sólido desaliño de su traje justificaba sus predicciones. Y cuando a veces decía «nosotros», refiriéndose a su país, creía ser, incluso en el modo de expresarse, irreprochablemente modesto. Sin embargo, sus «nosotros» y sus «nuestros» recordaban más bien la manera en que los empleados de una gran tienda se identifican con su empresa, aunque no tengan parte alguna en los beneficios de sus patronos.
Al cabo de un tiempo pudo Friedrich encontrar al jefe del partido en una concurrida reunión de políticos, periodistas, diplomáticos e industriales, en una de esas recepciones que organizan las embajadas y que en los círculos autorizados y las gacetillas de prensa se llaman «reuniones cordiales». Todos los señores iban vestidos de chaqué, el uniforme de la cordialidad. Comían canapés sobre cuya mantequilla se extendía un retículo regular de filetes de sardina. Cada cual tenía un plato, una taza o un vasito vacío en la mano, sin saber por qué, y todos buscaban discretamente y en vano algún lugar donde depositar su vajilla. Los más astutos se acercaban al antepecho de las ventanas y volvían a alejarse tras haber abandonado su plato en un sitio poco seguro, con aire de inocencia y el ligero temor de que pudiera caerse de un momento a otro y romperse. Sólo lanzaban un suspiro de alivio al llegar al extremo opuesto del salón. Pero la mayoría se quedaba como encadenada a sus platos, perdiendo así gran parte de su vivacidad natural. La atmósfera se iba volviendo más y más cordial.
Friedrich se encontró con unos cuantos conocidos que había visto en Zúrich. Volvió a ver asimismo a Bernardin y al doctor Schleicher. Ambos trabajaban en el servicio diplomático y seguían entendiéndose perfectamente. Habían concluido un pacto vitalicio, eran inseparables y caminaban juntos y en silencio, porque no tenían nada que decirse. Se habían dicho todo y no tenían secretos entre ellos. Ahora los unía el recuerdo de las confesiones que habían intercambiado. Eran camaradas de paz, del mismo modo que dos hombres que se conocen en las trincheras son camaradas de guerra. Ellos también representaban a sus respectivos países. Y como ambos estaban interesados en las llamadas relaciones pacíficas entre Alemania y Francia —pues cualquier «perturbación» de las mismas hubiera podido reprochársele a uno de los dos como una negligencia—, los dos se preocupaban por la paz tanto como por su propia carrera: sus ambiciones se concentraban en la paz como las de un general en la guerra. Y así como los casamenteros profesionales se preocupan por la dicha amorosa de las «parejas» que han formado, pues sus ingresos dependen de ella, así también se preocupaban el doctor Schleicher y Bernardin por la paz entre los Estados. Negociaban con la paz como durante la guerra habían negociado con secretos de Estado. Su amistad se enturbiaba sólo cuando el nombre de uno de ellos era mencionado en los diarios con mayor frecuencia que el del otro, o cuando en las revistas ilustradas, donde se publicaban fotografías en grupo de los participantes en las conferencias, uno de los rostros era más claramente reconocible que el de su amigo. Esta «reunión cordial» también fue fotografiada para el gran público y estaba destinada a aparecer en los suplementos dominicales bajo el titular: «Un té diplomático». Bernardin y el doctor Schleicher se separaron, pues consideraban más hábil desde el punto de vista diplomático no dejar traslucir su alianza ante los pueblos. Y mientras con heroica modestia se situaban en un segundo plano, sus caras se insinuaban entre los hombros de quienes los precedían para no dejar de aparecer en la fotografía. Temiendo que en el momento decisivo en que brillara la luz de magnesio pudieran perder la expresión facial que juzgaban más ventajosa, se miraban de reojo preguntándose cuál de los dos ocuparía el lugar más visible y adecuado. Los periodistas, cuya profesión consiste en husmear constantemente secretos, creían que las miradas de ambos caballeros constituían algo así como unas notas diplomáticas abreviadas. Y los corresponsales que interceptaban esas miradas pensaban inmediatamente en mencionarlas, de ser posible en el diario de la mañana, bajo la fórmula mágica: «Según se afirma en círculos bien informados».
En aquella reunión sólo había un periodista que consideraba indigno preocuparse de miradas. Era el doctor Süsskind, a quien Friedrich conociera años atrás en un tren. Cierto es que el doctor Süsskind no reconoció a su ex compañero de viaje. Pero aunque lo hubiera reconocido, es probable que tal hecho no le hubiese impedido contarle en voz bastante alta a uno de los agregados de prensa (que habrían proliferado después de la guerra e inauguraban, en cierto modo, la era de la democracia):
—Cuando estuve en Austria durante la guerra, me di cuenta enseguida de que acabaríamos perdiéndola. Tal vez recuerde usted lo que escribí tras la batalla de Gorlice. —Y como el agregado de prensa, muy poco familiarizado aún con los medios diplomáticos como para ser cortés, le respondiera con un «¡No!», el doctor Süsskind empezó a hacerle un informe pormenorizado de su artículo, del que emanaba un pesimismo profético. Friedrich recordó el optimismo del periodista en el tren—. Ya tuve una vez el placer de conocerle —dijo el doctor Süsskind.
—Pues no me acuerdo —replicó aquel periodista sincero, para quien la verdad estaba por encima de todo.
—Iba usted en un tren con un coronel prusiano y un mayor austríaco —prosiguió Friedrich con obstinación.
—Correcto —dijo el doctor Süsskind—, pero yo no me fijé en usted en aquel momento.
No tenía ningún sentido hablar con él. Como si ante todo, y antes de entablar un diálogo, se hubiera propuesto averiguar si Friedrich decía la verdad, el doctor Süsskind repitió varias veces:
—Realmente, no me fijé en usted.
Y Friedrich, deseoso de refrescarle la memoria a su interlocutor:
—Su esposa le estaba esperando en K.
—¡Ah! —repuso Süsskind desconsolado—, no era mi esposa, era mi cuñada. —Y estas palabras cerraron la conversación.
En aquel ambiente de diplomáticos de la nueva hornada no era en absoluto extraño encontrar gente con la obstinada objetividad del doctor Süsskind. La herencia de los diplomáticos profesionales, que con su torpeza, ambición y ese placer absurdo en manipular secretos de Estado habían provocado la guerra (pero que al menos demostraban un dominio casi innato de las formas del convivir social), recayó después de la guerra en los intelectuales burgueses, periodistas, literatos, maestros y jueces, hombres todos que con un incurable amor por la sinceridad intentaban imitar las artimañas tradicionales de la política internacional, y cuyas caras revelaban, a dos kilómetros de distancia, que se esforzaban por custodiar aquello que se llama secretos de Estado. Cruzaban las fronteras con pasaportes diplomáticos que les inspiraban más respeto a ellos mismos que a los aduaneros y, siguiendo los instintos familiares de la pequeña burguesía de la cual provenían, ocultaban en sus valijas selladas encajes para sus mujeres y licores para sus amistades. Las relaciones diplomáticas entre los representantes de los nuevos estados y de los antiguos adquirieron el carácter intimista de las fiestas familiares burguesas, y no fue pura casualidad que la cerveza, la bebida festiva de la probidad, se convirtiera en un auténtico excitante para los políticos. Las veladas rociadas de cerveza se hicieron muy populares. Bajo el signo de la Pschorrbräu se llevaba a cabo la reconciliación de los pueblos, como en otros tiempos el champán había presidido los preparativos de guerra. La gente se había vuelto cordial. Acababa de empezar el dominio internacional de la burguesía.
En el seno de esa diplomacia pequeñoburguesa sólo los representantes del único Estado proletario dominaban a la perfección las antiguas formas de la diplomacia. Una astucia natural, practicada en largos combates contra las autoridades, un agudo sentido de la insidia y la simulación, un placer primitivo en engañar al amigo y al adversario, todo esto otorgaba a los representantes de la revolución aquellos atributos que una antigua tradición, las experiencias heredadas de una sangre noble y una educación basada en la insinceridad cortesana habían conferido a esos diplomáticos del viejo mundo en extinción. Entre todas las personas con las que Friedrich tenía que trabajar ahora —y su trabajo consistía fundamentalmente en hablar con ellas—, ni una sola le parecía capaz de practicar esa especie de reflexión apasionada sin la cual es imposible formarse un juicio simple sobre el mundo. Todos se hallaban como soldados en trinchera y sólo conocían su propio sector. Estaban en guerra. Y como cada cual tenía un grado o al menos una ocupación muy precisa, se contentaban con registrar el uniforme y las insignias del vecino, y de habérsele preguntado a uno de ellos si esa persona con la cual tenía un trato cotidiano hacía años era buena o mala, inteligente o necia, apasionada o tibia, convencida o indiferente, el interrogado habría respondido: «El señor X., sobre el cual me está pidiendo información, no fuma más que puros, es casado, negocia conmigo una posible concesión en Tomsk y es apreciado por sus superiores». Y era realmente como si los denominados «atributos humanos» hubieran sido los distintivos característicos de un período de la historia humana concluido tiempo atrás, y sólo fueran reconocibles en las cruces sepulcrales como un último adiós a los difuntos. Era como si aquellos atributos humanos fueran desapareciendo poco a poco, al igual que ciertas mercaderías que dejan de ser necesarias, y tuvieran que ser sustituidos por otras de gran demanda en el mercado actual. Cuando Friedrich preguntaba quién era X., B. o Y., nunca obtenía otra respuesta que: «X. ya no está en el partido. B. es redactor en el periódico democrático. Y. es director general de las empresas Z.». Y el tenor de las respuestas era tal no porque hubiera un desinterés mutuo, sino porque, en efecto, un redactor no parecía ser otra cosa que un redactor y un director general era sólo un director general. Entre los rasgos más íntimos que se podían comunicar de una persona figuraban el que ejerciera tal o cual profesión o pusiera de manifiesto tal o cual tendencia política. Y Friedrich, que nunca había sabido lo que era una profesión, pensaba: «Yo soy el único que posee atributos humanos. Soy maligno, perverso, egoísta, despiadado y muy cauto. Pero ya no ambicioso. Mi ambición se ha extinguido, pues su objetivo era ejercer el poder sobre seres humanos, no sobre directores generales, redactores, miembros del partido o gente sin partido. Mi pasión hubiera sido desenmascarar la astucia, castigar el mal, reforzar lo justo y destruir lo feo. Hubiera tomado partido. Pero ya no me queda otra cosa que observar. He observado durante veinte años para aprender. Sólo combatí un año. Seguiré siendo espectador el resto de mi vida».
«¿Para qué necesitaba usted todo esto?», dijo el viejo Parthagener.
Pero aún era lo suficientemente curioso como para ir en busca de experiencias. Ya no era, sin embargo, esa curiosidad primitiva que intenta saber lo que ocurre, sino una curiosidad de segundo grado, por así decirlo, que sólo busca una confirmación de todo cuanto, con razón, ya ha supuesto. Un día que Friedrich tuvo que tratar con el apoderado de una compañía de aviación, se dijo: «Será un tipo grande y de huesos anchos, con un traje nuevo color gris perla, cabellos cortos con raya a la izquierda, sin más adorno que una alianza matrimonial en el dedo. Una foto de su señora esposa sobre el escritorio. El teléfono sonará cada cinco minutos, para intimidarme. Los puros y cigarrillos de primera calidad estarán en un cajón bajo llave, mientras que sobre la mesa habrá cigarrillos ordinarios para los visitantes. La funcionalidad del mobiliario no excluirá cierto confort frío y basado en el cuero. En los brazos de mullidos sillones amarillo claro habrá ceniceros también amarillos y brillantes, limpiados con Sidol. El hombre será conservador y moderadamente monárquico. Se hará el hombre de negocios honrado y con principios, pero también dará a entender que no es idiota».
Al entrar, Friedrich vio corroboradas sus predicciones. La conversación lo aburrió desde el primer minuto. Hubiera podido reproducirla punto por punto sin haber asistido a ella. Para cambiar un poco y sorprender al apoderado le dijo de improviso:
—¡Tenga la bondad de desconectar su teléfono mientras hable conmigo!
El enorme individuo obedeció inmediatamente. Presionó un botón con el pie; su escritorio estaba acondicionado con los últimos adelantos de la técnica y tenía pedales como un piano. Las fuerzas eléctricas venían todas desde abajo, del suelo, mágicamente; no se veía cable alguno en la lámpara ni en el teléfono; tampoco había campanillas sobre la mesa ni candados en los cajones, y el tintero reposaba en una cavidad del escritorio. Sin necesidad de hacer el menor movimiento, el apoderado llamó a su secretario con sólo desearlo. Friedrich vio abrirse la pared de manera repentina y el secretario apareció, como si todo aquel tiempo hubiera estado oculto en una hendidura entre los ladrillos.
—¡Tenga la amabilidad de cortar la línea! —dijo el apoderado. El secretario desapareció en un abrir y cerrar de ojos y la pared volvió a cerrarse.
—En Rusia aún no estamos tan electrificados —dijo Friedrich al tiempo que señalaba la misteriosa pared.
—Le creo —replicó el apoderado—, en Alemania estamos muy adelantados. —Y como un hombre que, orgulloso de las bellezas de su patria, va guiando a un extranjero por una región y le nombra las montañas, valles y ríos, el apoderado se puso a explicarle los secretos técnicos de su oficina. Decía «nuestra» con la misma entonación con que los jefes de partido hablaban de sus partidos y de la patria—. Nuestra instalación —dijo— fue terminada hace sólo tres meses. Todos los cables están en el suelo, bajo la alfombra. Aquí, debajo de mi escritorio, puede usted ver tres botones con luz roja, verde y amarilla. El rojo es una señal de alarma, el verde es mi secretario y el amarillo, mi secretaria. Si presiono la pared a esta altura, aquel cuadro se abre de golpe.
Presionó, y el retrato, que representaba al director de la empresa, saltó de su marco como una ventana abierta por una fuerte ráfaga de viento, poniendo al descubierto un compartimiento secreto lleno de papeles y billetes de banco.
—No tengo más que levantar esta cortina —prosiguió el apoderado— para estar con mi familia.
La cortina se levantó y Friedrich pudo ver una hornacina con retratos coloreados, de tamaño natural, de una mujer y dos niños en traje de marinero. Una lamparita brillaba en el techo, por encima de las imágenes, dándole un aire de solemnidad a la hornacina. Friedrich se acercó y reconoció el retrato de Hilde. Su autor era el pintor de las cejas pobladas. En el acto decidió averiguar la dirección del director general, pero sólo por si acaso, no para perturbar la vida familiar.
—Su señora esposa —se aventuró a decir Friedrich— es muy bella.
—Ya llevamos diez años de casados —repuso el apoderado en tono confidencial—, pero no nos amamos con el mismo fervor de antes.
Y al decir esto miró una regla de acero brillante, como si la palabra «fervor» designase alguna dimensión precisa del sentimiento amoroso. Se puso de pie con aire pensativo y volvió a dirigirse hacia la pared lisa. Presionó una flor amarilla de la tapicería y al instante se abrió una pequeña puerta que dejó al descubierto el lomo dorado de un grueso volumen encuadernado en piel. Este lomo también se abrió, y Friedrich se dio cuenta de que no era un libro, sino una cajita con vasos y botellines de licor.
—¡No se puede hablar bien sin beber algo! —dijo el apoderado. Ya después de la primera copa se puso alegre y animado, dio unas cuantas palmaditas a Friedrich en la rodilla y abrió uno de los cajones secretos del escritorio verde, en el que Friedrich vio postales pornográficas y objetos higiénicos de naturaleza erótica—. Mi estimado amigo —dijo el apoderado—: he aquí el compartimiento sexual. La sexualidad es un factor importante. —Y empezó a desplegar sus postales. Por último las recogió y volvió a ponerse serio—. Las distracciones —dijo— son necesarias. Yo trabajo diez, doce o catorce horas diarias.
Y, alzando un brazo, hizo unos cuantos movimientos gimnásticos a la manera de esos acróbatas de varietés que, antes de presentar su número, juegan con sus músculos para hacer ver que las pesas que van a levantar son realmente pesadas.
«El apoderado señor Von Derschatta —escribió luego Friedrich en su informe— es un hombre bondadoso. Sus ingresos son elevados; su vida familiar, tranquila, y su laboriosidad, ilimitada. Es incorruptible. Ama a su patria porque es una sucursal de su empresa. Las condiciones que enumero a continuación no me parecen ser la última palabra. Se puede tratar mejor con él intimidándolo. Tiene cierta proclividad al servilismo».
Friedrich redactaba estos informes con el máximo cuidado, aunque sabía que tendrían que hacer un viaje largo y complicado, y que tampoco eran muy útiles. Ya mientras los plegaba para meterlos en un sobre, iba viendo las numerosas etapas del camino que habrían de recorrer y las caras de los hombres que se ocuparían de ellos. Conocía personalmente a varios de los integrantes de la nueva burocracia, que se había diseminado por todo el país como bandadas de cornejas abandonadas por la guerra y la revolución. Recordó sus caras de subalternos a las que una inexorable rigidez ideológica añadía un rasgo de cruel piedad. Una envidia mezquina presidía sus valientes palabras y sus acciones dubitativas, una envidia pequeña y mezquina, hermana de una ambición prematuramente desilusionada. Friedrich recordó cómo todos, fotógrafos y pequeños escribientes, abogadillos y suboficiales de administración, contables y comerciantes temerosos, se abalanzaron sobre las sillas vacías de las oficinas públicas, que tenían sin cuidado a los soldados de la revolución. Éstos volvieron a sus campos, que aún no se podían cultivar, y a sus máquinas, que seguían inmovilizadas. Los otros, que durante la guerra civil ya habían escrito y copiado manifiestos, ordenanzas, proyectos, manuales y opúsculos, conservaron sus plumas en la mano: sus plumas, esos finos instrumentos de acero que son a la vez los más sólidos instrumentos del poder. Pero resultó que aquellos hombres a quienes se les había permitido demostrar su fuerza y su talento no tenían talento alguno y sólo la fuerza necesaria para echar de su oficina, a codazos, a cualquier adversario de igual valía, y a reaparecer en la oficina si el otro lograba, a su vez, echarlos fuera. Recordó la sensación de triunfo que, durante la guerra, le procurara el hecho de no ser un simple número como los otros ni tener que obedecer órdenes impartidas por los instrumentos anónimos de un poder desconocido, oculto detrás de gruesas y lóbregas murallas. Había logrado engañar a esos registros que, blancos e inmaculados, esperaban su nombre y sus datos, y eludir aquellas plumas aceradas y mojadas en una tinta verde y venenosa, que cientos de miles de escribanos habían esgrimido contra él a manera de lanzas. Parecióle ver aún a cierto funcionario en una comisaría, una mezcla de toro y de esclavo al que él, con rabia infantil, le había entregado su documentación falsa: «¿Tuvo realmente necesidad de hacer todo eso?», le preguntó el viejo Parthagener.
Ahora era el propio Friedrich quien redactaba informes para los registros. Y todas las acrobacias que hacía para descartar y admitir nombres, o para encubrir e inventar existencias, sólo contribuían a hacer de él mismo un instrumento y un objeto de oficinas públicas y ministerios. ¿Se acabaría alguna vez el papel? ¿Qué extraña ley confería a materiales tan frágiles y delicados como el papel, el lápiz y la pluma, el poder sobre sangre y hierro, cerebros y músculos, fuego, agua y epidemias? Acababan de quemarse miles de oficinas. Él mismo las había incendiado, observando luego cómo se reducían a cenizas. Y ya volvía a escribirse en millares de otras oficinas, y ya había otra vez nuevos libros, muy finos, con rayas verdes y rojas, y cada ser humano tenía un número en una oficina como los niños un ángel guardián en el cielo. «¡Yo no quiero!», gritaba Friedrich. «¡No quiero!», pensaba mientras él mismo se hallaba en una oficina dictándole algo a una muchacha con traje de marinero azul. «¡Con qué rapidez corre el lápiz que tiene en la mano!». Era un Kohi-noor de color amarillo brillante y larga punta negra. La muchacha se dirigió luego al gran salón-escritorio y se oyó el tecleo de una máquina. Y el informe, depositado en la cartera del correo, llegó a una secretaría. Allí lo esperaba el doctor M., un hombre bajito y macizo cuya cara parecía componerse de puras excrecencias y cuyos ojos, diminutos y cargados de odio, se abrían bajo una frente surcada de arrugas absurdas, consecuencia de un capricho de la piel y no de pensamientos o preocupaciones. Aborrecía a Friedrich. Hubiera querido estar él mismo en el extranjero y redactar informes. Así como los peces gordos del partido no quieren ir al extranjero e intentan quedarse en Moscú a cualquier precio, los subalternos no anhelan nada tan ardientemente como una estancia en los países burgueses, donde puedan vivir de acuerdo con sus tendencias burguesas. Quieren beber buena cerveza y sentarse a una mesa bien servida. ¡Si al menos no existiera aquello que se denomina la causa del proletariado!
Pero ¿qué era la causa del proletariado? ¿Esos diputados que se hacían encarcelar y volvían a quedar en libertad, esos proletarios anónimos que eran olvidados en las cárceles, los fusilados y los ahorcados? ¿De qué servían? ¿Cómo era posible que justamente quienes intentaban construir un mundo nuevo actuaran según la más antigua de las supersticiones, la absurda y antiquísima superstición de la utilidad y santidad del sacrificio? ¿No era la patria la que exigía sacrificios? ¿No era la religión la que exigía sacrificios? ¡Ah, la revolución también los exigía! Y enviaba hombres a los altares, y todo el que se inmolaba moría convencido de perecer por una causa grande. Y, entretanto, ¡los vivos seguían teniendo razón! El mundo se había vuelto viejo, la sangre era un espectáculo habitual, y la muerte, una cosa sin valor. Todos morían en vano y eran olvidados al cabo de un año. Inmortal como el papel era el romanticismo.
«Yo sirvo a nuestra causa sin tener fe en ella —se decía Friedrich—. Hace veinte años la habríamos denominado una infamia. Percibo dinero sin justificarlo con mis convicciones. Desprecio a la gente con la que trabajo y no creo en el éxito de esta revolución. Entre las líneas, como quien dice, de las férreas leyes del materialismo (que gobiernan sin duda la parte civilizada del mundo) aún quedan misterios desconocidos e ilegibles».
Él seguía allí como un capitán al que se le ha hundido el barco y, contrariamente a su voluntad y a su deber, gracias a un destino maligno, permanece vivo, vivo en esta Tierra que le resultaba un elemento extraño.
Friedrich enfermó.
Estaba solo en su cuarto, arropado en la suave embriaguez de la fiebre y, por vez primera, acariciado por la soledad. Hasta entonces sólo había conocido su cruel fidelidad y su duro mutismo. Pero ahora pudo conocer su tierna amistad y escuchar la plácida melodía de su voz. Ni un amigo, ni un amante, ni un compañero. Sólo sus pensamientos acudían como niños que son engendrados, nacen y crecen al mismo tiempo. Por primera vez en su vida supo lo que era la enfermedad, la benéfica presión de sus delicadas manos, la sensación maravillosa y falaz de poder ponerse en pie y no querer levantarse del lecho, la capacidad de estar echado y de flotar al mismo tiempo, la fuerza que emerge del abandono —como la gracia de la desventura— y ese diálogo mudo con el cielo que, gris y vasto, llenaba la ventana del cuarto superior: el cielo, único visitante del mundo exterior. «Cuando otros se enferman —pensaba Friedrich—, viene algún amigo, pregunta si puede fumar un cigarrillo, da la mano al enfermo pensando en lavársela más tarde… por motivos de higiene. La mujer amada despliega sus instintos maternales, se confirma a sí misma que es capaz de amar, hace un sacrificio mínimo y coqueto y supera su repugnancia a tocar objetos repelentes con su tierna mano. Los compañeros se presentan con bullicioso optimismo y dejan junto al lecho del enfermo un informe sobre los últimos acontecimientos, calculadamente disfrazados por su sentido del humor. También ríen demasiado fuerte, sonríen con indulgencia y toman conciencia de su propia salud como esos benefactores que, al ver a un mendigo, meten la mano en su bolsillo y, sin quererlo, toman conciencia del dinero que llevan. Sólo yo estoy solo. Berzeiev se ha quedado en Rusia. Tiene una patria. Yo, no. Es posible que dentro de cien o doscientos años ningún hombre en el mundo tenga un lugar al que pueda considerar su patria o asilo. La Tierra tendrá en todas partes el mismo aspecto, igual que el mar; y así como el marinero se siente en casa allí donde oiga el rumor del mar, cualquiera se sentirá en casa allí donde crezca la hierba y haya rocas o arena. Yo he nacido demasiado pronto o demasiado tarde. Soy uno de esos experimentos que, de tanto en tanto, hace la naturaleza antes de decidirse a producir una nueva especie. Cuando me baje la fiebre, me levantaré y me iré. Daré pleno cumplimiento a mi destino: ser un extranjero. Prolongaré un poco más el dulce abandono de la enfermedad, y el viaje transformará mi soledad en dicha, como ya casi lo ha hecho la enfermedad.»
La fiebre disminuyó. Friedrich se levantó. No habiendo conocido infancia ni madre, y habiendo crecido sin oír los nombres de las enfermedades ni las conversaciones a que dan origen, ni siquiera sintió curiosidad por saber lo que había tenido. Pero tuvo que mencionar alguna enfermedad para que le dieran de baja, e hizo que le explicaran cómo se llamaba el estado del que acababa de salir. Obtuvo una baja por seis meses. «Y ahora cometeré lo que suele denominarse una infamia —se dijo—. Según las concepciones morales de este mundo estúpido, es ya una villanía trabajar por una causa en la que no se tiene la misma fe que la mayoría de quienes la administran. Pero es una villanía aún mayor interrumpir este tipo de trabajo y seguir percibiendo dinero por él. Tanto la sociedad burguesa como sus adversarios revolucionarios utilizan la misma denominación, por lo demás muy precisa, para designar al tipo que yo represento: lo llaman “cínico”. El cinismo nunca le es permitido al individuo aislado. Sólo las patrias, los partidos y los administradores del futuro tienen derecho a usufructuarlo. Al individuo no le queda más remedio que confesar por cuál de los llamados “colores” ha optado. Yo soy cínico».
Se procuró, pues, algo de dinero y —por centésima vez en su vida— un pasaporte con nombre falso. Pero las artimañas de la diplomacia habían acabado por legitimar la revolución, y un pasaporte falso ya no le hacía gracia alguna a Friedrich. Cualquier policía reaccionaria reconocía el seudónimo de un revolucionario tanto como el incógnito de un príncipe balcánico. Tan sólo los diarios financiados por industriales temerosos creían revelar a veces una novedad al gobierno de su país, comunicando que tal o cual mensajero peligroso de la revolución acababa de llegar con nombre falso. En realidad, los gobiernos trataban más bien de proteger a esos hombres peligrosos de la curiosidad de los diarios. Ya habían pasado los tiempos en que Friedrich se imaginaba llevando personalmente la lucha contra el orden establecido y sus defensores, desplegando su astucia, su temeridad y sus simulaciones superfluas. Ahora poseía un derecho no escrito, pero internacionalmente reconocido, a la ilegalidad.
Y recorrió las grandes ciudades del mundo civilizado. Vio los museos, donde los tesoros del pasado son almacenados como, en las tiendas, los muebles ya inutilizables. Fue a los teatros, en cuyos escenarios es posible ver, previo pago de una entrada, un fragmento de vida dividido en actos y presentado con gracia por unas cuantas personas maquilladas de color rosa. Leyó los periódicos, donde se presentan noticias sobre determinados hechos y se corren interesantes velos sobre temas indiferentes. Frecuentó bares y restaurantes en los que la gente se reúne como mercancías en un escaparate. Fue asimismo a los locales pobres, donde se divierte ese estamento de la sociedad denominado «pueblo», y disfrutó del esplendor áspero y recio que suele acompañar las alegrías de la pobreza. Como si nunca hubiera sido uno de ellos, se dirigió como un extraño a los locales donde se reunían para oír hablar de política y sentir que también eran elementos importantes en el engranaje del mundo. Y como si jamás hubiera hablado frente a ese tipo de gente, se admiró de aquel ingenuo entusiasmo que aplaudía el vacuo resonar de cualquier frase como la piedad de los fieles saluda el mortecino repique de una campana ordinaria. ¡Como si no hubiera habido una revolución y una guerra! ¡Nada! ¡Todo se había extinguido! Muchachos con pantalones anchos y flotantes y hombreras a la americana, de caderas suaves y coquetas: una generación entera de aviadores asexuados que circulaban por todos los estratos de la sociedad. El fútbol robustecía los músculos del joven obrero tanto como los del hijo del banquero, otorgándoles a los rostros de ambos la misma expresión de presencia de ánimo y ausencia de ideas. El proletario se entrenaba para la revolución, el burgués, para el placer. Las banderas ondeaban, los hombres desfilaban, y así como ciertos números de varietés se repetían en cada gran ciudad, en todas había una tumba al soldado desconocido. Friedrich descubrió monumentos a los caídos hasta en las localidades más pequeñas, como si se tratara de esos negros que suelen bailar zapateado.
Ahora veía con sus propios ojos esa «vida», cuya brillantez lejana y misteriosa, que permitía intuir maravillas, se había abatido sobre los deseos de sus años mozos. Era exactamente como si hubiese confundido el resplandor rojo oscuro de un anuncio luminoso reflejado en las ventanas de enfrente con la luminosidad de un incendio enorme y pavoroso. Y ahora veía el origen de sus hermosas ilusiones.
Y se burlaba de sí mismo con la satisfacción que siente un hombre inteligente al detectar errores. Siguió deambulando al tiempo que descubría una fuente tras otra, y triunfaba porque tenía razón contra sí mismo.
Con el tiempo descubrió todas las fuentes con mayor rapidez que la prevista. Supo lo que es perderse en ciudades extrañas, caminar sin rumbo entre las primeras sombras del atardecer, cuando se encienden súbitamente las farolas plateadas y producen en el cuerpo del solitario un dolor como de miles de alfilerazos. Deambuló por calles empapadas de lluvia, atravesando el asfalto brillante de grandes plazas que evocaban lagos de piedra, con el cuello del abrigo alzado, herméticamente abotonado y sin tener frente a sí más que su propia mirada, que lo guiaba por aquel mundo extraño. Se levantaba temprano, sumergiéndose en radiantes mañanas llenas de gente con prisa. Algunas mujeres que no veía lo iluminaban con su belleza; de los jardines le llegaban risas infantiles, mientras que de los lentos ancianos, que parecían doblemente dignos y doblemente lentos en medio de los apresurados transeúntes, emanaba una conciliadora dulzura. Por último hubo días en los que ciertas bellezas simples e indestructibles le eran reveladas, y en los que el deseo de rehacer su vida desde el principio era casi superado por el consuelo de poder rehacerla sin grandes esfuerzos.
Se encontraba en París cuando llegó la primavera. Cada noche recorría calles lisas y silenciosas y se cruzaba con carretas cargadas que iban al mercado. Escuchaba el pesado trote de los caballos de crin desordenada y el tintineo piadoso y rural de sus cascabeles. Veía el verde brillante de los haces de coles pulcramente apilados y la blancura inmaculada de sus caras entre las anchas y flotantes hojas; el rosa claro y artificial de las zanahorias de cola fina; el brillo macizo, húmedo y sanguinolento de las reses descuartizadas en trozos gigantescos. Cada noche iba a un mesón donde el pueblo bailaba: marineros, prostitutas, blancos y negros de las colonias. El acordeón desgranaba alegres marchas por la sala iluminada: era el instrumento de la melancolía plácida. Le gustaba porque lo hacía pensar en sus camaradas revolucionarios, porque era la música del desamparo y del sosiego al mismo tiempo, porque evocaba tanto la paz del crepúsculo en las aldeas de Europa oriental como el calor sofocante de los desiertos africanos, porque contenía el canto del hielo y la quietud eterna del verano. En todas las paredes, amplios espejos reflejaban las suntuosas hileras de lamparitas dispuestas en el techo, multiplicaban el espacio por veinte y a las bailarinas por cien. Y Friedrich perdía de vista la escalera y la puerta que conducían a las calles nocturnas. Esas paredes de espejos aislaban la sala más definitivamente aún que la piedra o el mármol, y transformaban el local en un paraíso subterráneo único e infinito. Se sentaba a una mesa y bebía aguardiente.
Una vez, a una hora en que le pareció realmente inútil tener miedo a desnudar su alma porque había llegado la última noche del mundo, una noche desprovista de mañana, ordenó que le trajeran una hoja de papel y escribió lo siguiente, sin encabezamiento alguno:
Durante muchos años no pensé en usted. Pero hace unos días que no logro apartarla de mis pensamientos. Ya sé que no se acuerda de mí. Sigue llevando una vida que, hoy como siempre, se halla tan distante de la mía como un planeta puede estarlo de otro. No obstante, aquí le envío mi dirección. Para ser sincero, le confesaré que no es un impulso irresistible lo que me lleva a escribirle. Tal vez no sea sino una esperanza irresistible…
Salió a la calle. Estaba amaneciendo, hoy como siempre. El mundo no se había acabado. Una luz azulina envolvía las casas; alguien abrió una ventana. El motor de un automóvil rugió entre terco e irritado. A la luz de la mañana que se despertaba, Friedrich depositó su carta en el buzón.
Los tiempos habían perdido su grandeza. Y el correo funcionaba normalmente. La carta le llegó a Hilde con tres días de retraso. Una tarde, cuando Friedrich volvió al hotel, alguien lo estaba esperando.
Permaneció largo rato sentado con el abrigo puesto, empapado y humeante, el sombrero en la mano, mudo. Ella le habló de su marido y de sus hijos, de sus años de amargura, de su anciano padre, al que además había traído consigo. El señor quería instalarse en alguna estación termal. Y su presencia tranquilizaba al marido de Hilde, que era muy celoso. Por ahora les iba bien. Al marido le había servido su propia mediocridad. Los otros, especuladores con talento innato para los negocios, habían naufragado en las tempestades que ellos mismos provocaran, como esos guerreros que sucumben a las aventuras que originan. El señor Von Derschatta, en cambio, era uno de esos burócratas mediocres del mundo de los negocios que ganan mucho porque no arriesgan absolutamente nada. En esa jerga que es como la lengua materna de los directores generales, Hilde hablaba de su «posición», que les permitía tal cosa, pero aún no, o nunca más, aquella otra. Varios desconocidos entraron en el salón donde estaban sentados. Ella dejó de hablar. Pero el silencio que se instaló entonces fue capaz de expresar todas las confesiones y de completar todas las semiconfesiones que Hilde reprimiera o silenciara a medias un rato antes. Aquel silencio la molestaba aún más en presencia de los otros. Como si todavía fueran los mismos jóvenes que solían encontrarse en el café aquel, la contingencia de la circunstancia externa los desconcertaba. Afuera llovía. Allí dentro había gente extraña. «Si ella subiera a mi cuarto —pensó Friedrich—, las cosas se aclararían». Ella espera. Él nada dice.
—¿Tal vez podríamos subir a su habitación? —Después del prolongado silencio, parecía que Hilde se hubiera preparado para esta pregunta.
Subieron la escalera a pie. La presencia de un extraño en el ascensor, de un testigo de su confusión, los habría perturbado. Avanzaban en silencio, separados por un gran espacio, como si arriba tuvieran que zanjar una vieja enemistad. Hilde se sentó sin quitarse el abrigo. El ala del sombrero, muy corta, le sombreaba los ojos. Llevaba el abrigo cerrado hasta la altura de la barbilla, y en su aspecto se advertía un componente alentoso y aguerrido. La decisión con la que cogió el tren aún seguía viva en ella. Friedrich se acercó a la ventana, gesto que uno de cada dos hombres hace cuando, en su propio cuarto, se siente incómodo ante una mujer.
—¿Por qué estás tan callado? —preguntó ella de improviso. El miedo temblaba en su pregunta.
Friedrich percibió ese miedo y, al mismo tiempo, el primer «tú» que circulaba entre ellos. Fue como el primer rayo de primavera. Se volvió, pensó que Hilde rompería a llorar, y vio un par de ojos húmedos que lo miraban fijamente, sin miedo, pues se hallaban armados de lágrimas.
Quiso preguntarle «¿Por qué ha venido?», pero se corrigió. Se preguntó qué sería menos hiriente, si un «por qué» o un «para qué», y al final se decidió por un inocente «cómo», combinado con un «tú». Le dijo, pues:
—¿Cómo has venido así?
Con la rápida presencia de ánimo que embarga a las mujeres cuando cometen una acción temeraria e insensata, Hilde había decidido viajar con su padre para acallar los temores del director general. Esta capacidad combinatoria, digna de un novelista, aterraba a Friedrich. Y para no prolongar el silencio dijo:
—¿De modo que has venido con tu padre?
—Dime lo que piensas —comenzó ella—. Di que jamás me has esperado y que tu carta fue un simple capricho. Tal vez estabas bebido cuando la escribiste.
—Sí —replicó él—, fue una especie de capricho más serio y profundo. Nunca te he esperado. Lo que te estoy diciendo ahora no es ningún reproche, es sólo un dolor: debiste haber venido hace diez años. Entretanto han sucedido muchas cosas.
—Cuenta —le dijo ella.
—Imposible hacerlo de un tirón. No sabría por dónde empezar. Tampoco sabría qué es lo importante. Tengo la impresión de que los hechos son muchísimo menos importantes que el resto, aquello que no se puede contar. Más serio, por ejemplo, que un combate en el que participé es el desconsuelo en el cual me debato, o bien una palabra que alguien deja caer en mi presencia y me revela a veces al ser humano y a veces incluso a la humanidad. Aunque acaso baste con citarte el nombre bajo el que he vivido estos últimos diez años.
Y mencionó su seudónimo, del que tanto se había enorgullecido.
Como si este seudónimo, que ella había leído y escuchado en todas partes sin saber a quién pertenecía, fuera una prueba definitiva de su ceguera y de su propia culpa, Hilde se echó a llorar. «Ahora debiera acercarme —pensó Friedrich— y besarla». Vio cómo ella, en medio de su desesperación, se quitaba el sombrero y se alisaba el cabello, que ahora llevaba corto como todo el mundo, y entonces se le acercó, contento de tener algo que hacer, y le quitó el sombrero de la mano.
Ella meneó la cabeza, se levantó, le pidió el sombrero con los ojos y dijo en voz baja:
—Tengo que irme.
«La dejaré ir», pensó él.
Pero cuando alzó los brazos para ponerse el sombrero, le pareció desesperada y, por ende, dos veces más bella, como nunca la había visto. Era joven, los años habían pasado sobre ella como brisas inocuas, había tenido hijos y aún se mantenía joven. Friedrich volvió a verla en el coche silencioso y en la tienda, probándose los guantes, y en un rincón de aquel café, a su lado, y en la calle, bajo la lluvia. En ese gesto único de alzar los brazos se hallaban cifrados todos sus encantos. Era un gesto que evocaba una súplica, un despojamiento, un rechazo y una entrega simultáneamente: todas las modalidades de la belleza. Los brazos se abatieron. La mano derecha empezó a ponerse el guante por encima de la izquierda, con un esmero escrupuloso.
—¡Quédate! —dijo él de pronto. Y añadió un «¡No te vayas!» en voz más baja, tierna e incluso ligeramente más enérgica, cosa que se reprochó enseguida.
«Sólo falta que haga girar la llave en la cerradura y la situación será perfecta», se dijo. Vio que Hilde echaba una mirada a la puerta y volvía a quitarse el guante lenta y esmeradamente. Ahora era una mano desnudada, muy distinta de una mano desnuda. Creyó verla por primera vez. Dio un solo paso rápido en dirección a la puerta y la cerró con llave.
El anciano señor Von Maerker quería partir al día siguiente a su balneario de aguas termales. Friedrich lo vio aquella tarde. El solemne resplandor de las numerosas lámparas del restaurante realzaba la dignidad de sus años y la blancura de sus cabellos, acentuando asimismo la belleza de su hija. El señor Von Maerker parecía mayor de lo que era, y también más importante. Recordaba esos viejos retratos, esos rostros en los que se advierte aún más claramente la huella del tiempo que la de la naturaleza o el arte, y a los cuales la irrevocabilidad de épocas desaparecidas —de las que a su vez son espejos— confieren un aura de melancólica solemnidad. El señor Von Maerker nunca había sido un hombre inteligente. Y ahora, como a veces sucede, la edad suplía en él a la razón. Y como era uno de esos hombres que habían sobrevivido a su época, aún despertaba en Friedrich el obsequioso respeto que se debe a un viejo monumento olvidado. No parecía poner en duda que el encuentro de Hilde con Friedrich hubiera sido algo casual. Pero incluso si dudaba, su respeto por la vida y los secretos de su hija era demasiado grande como para que intentase adivinar relaciones no reveladas espontáneamente. Tanto a él como a los hombres de su generación les resultaba obvio suponer en sus esposas y en sus hijas un sentido innato de lo que era decente o inconveniente, del honor y la conducta, de la reputación y el prestigio. El señor Von Maerker pertenecía aún a esa última generación de centroeuropeos bien educados que no pueden permanecer sentados si una dama está de pie frente a ellos, que se admiran constantemente de las costumbres de los jóvenes sin atreverse a censurarlos, que todavía hablan con gracia mientras comen y que aún pueden decir cosas juiciosas sin tener ellos mismos muchas luces: seres caballerescos e inofensivos, reparten cumplidos que son mínimas declaraciones de amor destinadas a no tener secuela alguna. Era consciente del desdichado matrimonio de su hija, pero no se le ocurría reprocharse el haber obligado al director general a casarse con Hilde. Había vivido años sin saber quién era su hija. Ahora, la edad lo había vuelto más perspicaz. Pero seguía guardando silencio, no sólo porque se hubiera avergonzado de preguntar, sino porque se hubiera avergonzado aún más de hacerle ver que era capaz de adivinar.
—Me acuerdo muy bien de usted —le dijo a Friedrich—, estuvo una vez en nuestra casa.
Friedrich pensó en aquel sincero periodista que había afirmado con tanta insistencia no reconocerlo.
—En el ínterin han ocurrido muchas cosas. Y, sin embargo, tengo la impresión de que ya lo sabíamos todo antes. Año tras año he podido ver con mis propios ojos cómo el Estado se desintegra y la gente se va volviendo más indiferente. Pero también más rencorosa, sí, más rencorosa —añadió. Decía estas cosas con la indulgencia de quien está por encima de ellas—. Hemos inventado chistes y nos hemos divertido mucho con ellos —prosiguió—, hasta yo mismo tendría que reprocharme unos cuantos. Créame: los chistes bastan para arruinar por sí solos un viejo Estado. Todos los pueblos se han burlado. Y sin embargo, en mis tiempos, cuando el ser humano todavía era más importante que su nacionalidad, aún era posible hacer de la vieja monarquía la patria de todos. Hubiera podido ser el modelo (a escala reducida) de un gran mundo futuro y, al mismo tiempo, el último recuerdo de esa gran época de Europa en la que Norte y Sur estaban todavía unidos. ¡Pero ya se acabó! —concluyó el señor Von Maerker con un leve gesto de la mano, como queriendo conjurar definitivamente el vestigio final de sus recuerdos.
Su tristeza misma aún iba acompañada de cierta alegría serena. La melancólica evocación de su patria no le impedía saborear con apacible fruición su café bien cargado y un delgado cigarrillo, y daba la impresión de alegrarse doblemente de su vida al ver que seguía prolongándose fuera de su época, y de disfrutar de cada día, cada tarde y cada comida que el cielo le regalaba, con la alegría que uno siente al obtener días de vacaciones inesperados e inmerecidos. El hundimiento de la monarquía no había puesto fin, en cierto modo, sino al período activo de su vida; él mismo había cesado de existir sólo como contemporáneo, pero seguía viviendo como observador pasivo de una nueva época que no le gustaba en absoluto, pero que tampoco le molestaba al serle, en definitiva, indiferente.
Se despidió de Friedrich, e Hilde le acompañó. Volverían a encontrarse una hora más tarde.
Friedrich pasó aquella hora dando vueltas frente al hotel, tal y como lo hubiera hecho diez años antes. «¡Todo sigue vivo! —pensaba—. Nada se interpone entre el día en que la vi en el coche por primera vez y hoy. Soy joven y feliz. ¿Debo creer aún en el milagro del amor? Es sin duda un milagro que todo lo sucedido pueda abolirse».
Y luego dijo a Hilde:
—Una vez, durante mi fuga de Siberia, pensé llevarte conmigo a un país remoto y pacífico. Aún existen países extraños y pacíficos. ¡Nos iremos!
—No los necesitamos para ser felices.
Recorrieron anchas calles iluminadas y atravesaron plazas muy animadas, esquivando sus peligros sin prestarles ninguna atención, sólo con el instinto que los impulsaba a permanecer vivos y a vivir. Hubieran podido salvarse de cualquier catástrofe y ser, entre millares de víctimas, los únicos supervivientes.
Friedrich no se salvó de ninguna de las locuras en que tanto abundan los hombres enamorados. Fue víctima de los celos, no contra hombres concretos y determinados, sino contra aquel largo período que Hilde había pasado sin él. Y un día le hizo la pregunta más necia y masculina de cuantas figuran en las guías de conversación amorosa:
—¿Por qué no me esperaste?
Y obtuvo la respuesta inevitable, que cualquier otra mujer le hubiera dado y no es en absoluto una respuesta lógica, sino más bien una prolongación de la pregunta:
—Siempre te he amado sólo a ti.
Y el amor empezó así a trasladarlo de una existencia anormal a otra más bien ordinaria; conoció los placeres mortales y, sin embargo, eternos y, por vez primera en su vida, aquella felicidad que consiste justamente en renunciar a grandes objetivos por otros más pequeños y en sobrevalorar tan desmesuradamente lo alcanzado que ya no queda nada que buscar. Atravesaron ciudades blancas, visitaron enormes puertos, vieron zarpar barcos hacia costas extranjeras, se cruzaron con trenes que volaban rumbo a lo desconocido, y nunca podían ver un tren o un barco sin verse a sí mismos viajando hacia sitios remotos, hacia un futuro impreciso. Contaban angustiosamente los días que aún podían pasar juntos, y cuanto más se reducían, más ricos y pródigos en acontecimientos inverosímiles se les antojaban los restantes. Si la primera semana aún había sido una unidad de tiempo indivisible, la segunda se dividió ya en días, la tercera, en horas, y en la cuarta, cuando empezaron a sentir cada instante como un día entero y muy fecundo, lamentaron haber prodigado tanto la primera.
—Te seguiré a todas partes —dijo Hilde—. ¡Incluso a Siberia!
—¿Qué haría yo allí? No pienso meterme más en situaciones peligrosas.
—¿Qué quieres hacer entonces?
—Absolutamente nada.
Hilde se sumió en un silencio profundo y desilusionado. Era la primera vez que, sin pensarlo, llegaban a un punto en el cual cesaban de comprenderse. Esos momentos empezaron a repetirse cada vez con más frecuencia, aunque ellos se empeñaran en olvidarlos. Ambos diferían las explicaciones en espera de ocasiones más favorables. Pero estas ocasiones no se presentaban nunca y las horas de silencio se iban haciendo más y más frecuentes. Hubo gestos de ternura no correspondidos por Friedrich. De los labios de ambos caían palabras sin eco, como piedras en un abismo sin fondo.
Ella le dijo una vez, acaso para calmarlo:
—Pese a todo, te admiro.
Y él no pudo menos que responderle:
—¿A quién no has admirado? A un pintor, a un escritor genial, la guerra, los heridos. Y ahora admiras a un revolucionario.
—La edad nos vuelve más inteligentes —repuso ella.
—O más necios —replicó él.
Y empezó un veloz intercambio de palabras vacías, sin sentido, como una batalla con cáscaras de nuez sin fruto.
«Siempre tiene que admirar a alguien —pensó Friedrich—. Yo soy ahora su héroe. Demasiado tarde, demasiado tarde. Empieza a creer en mí justo cuando yo comienzo a renegar de mí mismo. Ya no soy el hombre de antes, me limito a representar ese papel… por cortesía».
Sin embargo, ambos convinieron en que Hilde abandonaría a su marido y a sus hijos.
—No olvides —le dijo ella al dejarlo en el tren— que te seguiré a todas partes. Incluso a Siberia —añadió cuando el tren empezaba a ponerse en marcha. Friedrich no pudo contestarle.
Hilde debía reunirse con él al cabo de una semana.
En realidad, la historia de nuestro contemporáneo Friedrich Kargan hubiera podido hallar aquí un final feliz, si por esto se entiende el regreso definitivo junto a la mujer amada y la perspectiva de una especie de felicidad doméstica en las últimas páginas de un libro. Pero el destino singular de Friedrich, o bien esa inestabilidad de su naturaleza que hemos ido conociendo a lo largo de nuestro relato, se oponen a que una vida tan agitada tenga un fin tan apacible. Hace unas semanas nos sorprendió la noticia de que había sido deportado a Siberia por varios años, en compañía de unos cuantos «opositores», como suelen denominar a quienes —y esto lo sabemos todos— oponen una abierta resistencia al régimen político imperante en Rusia. ¿Qué lo impulsaría a sufrir otra vez por una causa de la cual, a todas luces, ya no estaba convencido? A partir de la escasa información que hemos podido obtener sobre los últimos acontecimientos de su vida, no nos queda sino la posibilidad de formular hipótesis y adivinar.
Después de separarse de Hilde, encontró una carta de su amigo Berzeiev.
No lamento —le escribía éste— no haberte seguido al extranjero, sino el hecho de que, probablemente, nunca más volveré a verte. Es un arranque de sentimentalismo por parte de un hombre con tendencias manifiestamente anarquistas, un sentimentalismo del cual no tengo por qué avergonzarme ahora que me han despojado públicamente de mi dignidad de revolucionario. Para consolarte, te diré que parto al exilio muy contento, aunque me hayan obligado a hacerlo. Si Savelli pudiera imaginarse lo mucho que satisface mis anhelos más secretos, tal vez me condenaría, para castigarme, a un eterno servicio de correo entre Moscú y Berlín; me refiero a un servicio de difusión cultural, de mensajero de la electrificación del proletariado, de su transformación en una sólida clase media. ¡Para hombres como nosotros, Siberia es la única morada posible!
De semejante nostalgia por los confines del mundo hubiera podido hablar también el propio Friedrich. Sin embargo, parece que cambiar o no la orientación de nuestra vida no depende en absoluto de una libre decisión. La alegría de haber sufrido un tiempo por una gran idea y por la humanidad sigue determinando nuestras decisiones mucho tiempo después de que la duda nos haya vuelto lúcidos, conscientes y desesperanzados. Hemos pasado a través de un aro de fuego y quedamos marcados por el resto de nuestras vidas. Tal vez la mujer llegara a la vida de Friedrich con retraso. Tal vez el viejo amigo le importara mucho más que ella.
El viejo amigo y la misma amargura que, como en otros tiempos el mismo idealismo, alimentaba ahora esa amistad. Y ambos iniciaron su peregrinación con la orgullosa tristeza de dos profetas mudos, y ambos fueron anotando, en su escritura invisible, los síntomas de un futuro inhumano y técnicamente perfecto, cuyos signos son el avión y el fútbol, no la hoz y el martillo. «Obligados y, sin embargo, muy contentos», como escribía Berzeiev, partieron también otros a Siberia.
Tal vez por esto obedeció Friedrich la orden de regresar a Moscú. Se hallaba en el despacho de Savelli, situado a su vez en aquel edificio tantas veces descrito y, podríamos decir, el más temido de Moscú. Una habitación clara y desnuda. Los habituales retratos de Marx y Lenin no colgaban de las paredes amarillo claro. Tres sillones de cuero, anchos y cómodos: dos delante del gran escritorio y uno detrás. Savelli tomó asiento en este último, de espaldas a la ventana y mirando hacia la puerta. Sobre el reluciente tablero de vidrio que cubría el escritorio no había más que una cuartilla amarillenta y vacía. El tablero reflejaba la porción de cielo opaco encuadrado por la ventana. Resultaba en cierto modo sorprendente entrar en esa habitación desnuda, que aún parecía esperar su mobiliario y en la que Savelli llevaba ya más de dos años, y caminar sobre una alfombra muelle y espesa de color rojo, destinada a absorber no sólo el ruido de los pasos, sino en general todos los ruidos. El aspecto de Savelli seguía siendo el mismo de aquella mañana en que cruzara la frontera. Era tan inmutable como un principio, había dicho R. refiriéndose a él.
—Tome asiento —dijo Savelli a Friedrich.
—¿Piensa hablar tanto rato?
—No quisiera estar sentado mientras usted está de pie.
—Y yo no quisiera que ninguno de los dos se sienta cómodo.
Savelli se levantó.
—Si lo desea —empezó el ucraniano—, puede tener compañía. R. parte mañana hacia Kemi, a sesenta y cinco kilómetros de Solovietsk. Se trata, como usted sabe, de unas islas muy simpáticas situadas a sesenta y cinco grados de latitud norte y treinta y seis grados de longitud este de Greenwich.
Las costas son rocosas y llenas de abismos románticos. En ellas viven ya ocho mil quinientos románticos. ¡Ah!, y no desdeñe el monasterio, que es del siglo XV y tiene incluso cúpulas doradas. Sólo hemos quitado las cruces, lo cual podría entristecer a R.
—R. no es compañía para mí —replicó Friedrich—. Se equivoca usted, Savelli. En un momento muy importante, R. fue amigo suyo y no mío. Usted sabe perfectamente que me gustaría ir donde esté Berzeiev.
—Eso de las amistades no es asunto mío. R. tenía una tarea como usted y yo, nada más. Y se niega a seguir cumpliéndola…, igual que usted.
—También existen los méritos.
—No es asunto nuestro. No somos nuestros propios historiógrafos. Yo nunca he tenido un mérito. Soy sólo un instrumento.
—Ya me lo dijo en cierta ocasión.
—Sí, hará unos veinte años. Tengo buena memoria. También estuvo presente aquella vez un buen conocido suyo. ¿Quiere verlo?
Savelli se acercó a la puerta y dijo algo en voz baja al centinela. La puerta quedó a medio abrir. Unos minutos más tarde apareció Kapturak en el umbral. Como si sólo hubiera venido para eso, comenzó diciendo:
—Parthagener ha muerto finalmente. Y yo estoy vivo, como puede ver.
Y como si tuviera que demostrarlo, se puso a dar vueltas en la habitación, la gorra en la cabeza y las manos a la espalda.
—Como ve, no es cierto que el camarada Savelli sea un ingrato. ¿Se acuerda? En una ocasión pude haberme ganado cincuenta mil rublos con él.
—¿Y cuánto gana usted aquí?
—Experiencias, todo tipo de experiencias. Las comisiones del ferrocarril no aportan mucho. A veces acompaño a viejos conocidos en un coche-cama. ¿Se acuerda de aquella vez que hubo que correr? Ahora ya no podría. ¡Fíjese! —Kapturak se quitó la gorra y le enseñó su cabellera espesa y blanca como la nieve, tan blanca como en su tiempo lo fuera la barba de Parthagener.
Acompañó a Friedrich hasta P. Friedrich ya no viajó en el entrepuente ni en un vagón enrejado. Le asignaron a Kapturak no porque desconfiaran de él, sino para que lo guiara, y porque Savelli poseía el don particular de dar mayor relieve a los sucesos que dependieran de sus caprichos.
Mientras escribo estas líneas, Friedrich sigue viviendo en P, junto a Berzeiev. Exactamente como en Kolymsk.
Sólo que P. es una ciudad más grande. Debe de tener unos quinientos habitantes. Y en ella vive un hombre que es un consuelo ambulante: un polaco llamado Baranowicz, que desde su juventud ha permanecido voluntariamente en Siberia sin sentir curiosidad alguna por los acontecimientos del mundo. Éstos apenas rebotan como ecos lejanos en las paredes de su casa solitaria. El original personaje vive feliz con sus dos grandes perros, Iegor y Barin, y aloja desde hace unos años a la bella y silenciosa Alia, mujer de mi amigo Franz Tunda, quien la abandonó al partir a Occidente. Excursionistas y cazadores de osos frecuentan la casa de Baranowicz. Una vez al año se presenta el judío Gorin con nuevos engendros de la técnica. Se dice que Friedrich y Berzeiev se han hecho amigos de Baranowicz. Un hombre de fiar.
Así pues, llevan la misma vida de antes, vieja y nueva. En las noches de invierno canta el hielo. Tal vez la melodía recuerde a los prisioneros las voces que susurran misteriosamente en los hilos del telégrafo, esas arpas técnicas de los países civilizados. Los crepúsculos son lentos, largos y pesados, y ocultan la mitad de los mezquinos días. ¿De qué hablarán los amigos? El consuelo de haber sido exiliados por la causa del pueblo no ha de servirles ya en modo alguno. Esperemos, pues, que estén preparando la fuga.
Pues, en nuestra opinión, es propio del hombre desilusionado reprimir su nostalgia de la soledad y perseverar valientemente en el bullicioso vacío de un presente que, para los espectadores resueltos y desesperados como Friedrich, ofrece todas las alegrías posibles: el olor a podrido del agua y los pescados en las tortuosas callejuelas de viejas ciudades portuarias; el resplandor paradisíaco de las luces y espejos en esas tabernas donde bailan muchachas maquilladas y marineros azules; la melancólica euforia del acordeón, órgano profano de la alegría popular; el tumulto absurdo y hermoso de las plazas y avenidas anchas, verdaderos ríos y lagos de asfalto; las señales luminosas verdes y rojas de las estaciones, salas de vidrio de la nostalgia. Y, por último, la recia y altiva melancolía de un solitario que deambula al margen de los placeres, las locuras y los dolores…