Había anochecido. El agua chapoteaba suave y silenciosamente contra el vapor que remontaba el Volga. En el entrepuente se oía el sordo y monótono ruido de las máquinas. Las vacilantes linternas difuminaban luces y sombras sobre los doscientos hombres instalados allí, cada uno en el lugar en que se detuviera casualmente al subir al barco. Frente a los silenciosos embarcaderos callábanse las máquinas y se oían las voces profundas de los barqueros y cargadores, así como el golpeteo seco del agua contra la madera.
La mayoría de los prisioneros yacían tumbados en el suelo. Ciento veinte de los doscientos pasajeros del entrepuente iban encadenados. Llevaban cadenas en la muñeca y el tobillo derechos. Junto a ellos, los no encadenados parecían casi hombres libres. De vez en cuando aparecía un policía o algún marinero curioso. Los prisioneros no se preocupaban de sus guardianes ni de sus visitantes. Pese a que aún era muy temprano y a que en media hora más repartirían la comida, muchos de ellos dormían, extenuados por las largas marchas realizadas hasta aquel momento. El Estado los trasladaba por el medio lento y económico del transporte fluvial tras haberlos hecho caminar largo tiempo. Al cabo de dos días serían enviados por tren. De ahí que almacenaran grandes provisiones de sueño.
Algunos de ellos ya habían tenido esa experiencia. No era la primera vez que hacían aquel viaje y actuaban con mucho sentido práctico, repartiendo consejos a los novatos. Gozaban de cierta autoridad entre sus camaradas. A los gendarmes los unía una especie de íntima hostilidad.
Los llamaron para cenar como quien llama a una ejecución. Se pusieron en fila, haciendo resonar las cadenas: parecían estar todos atados a una sola, interminable. Un cucharón se hundía ruidosamente en la marmita a intervalos regulares; luego se escuchaba el suave borboteo de la sopa que volvía a caer en la olla y, finalmente, una masa húmeda se estrellaba sobre una superficie de hojalata. Ruidos de pies que avanzaban pesadamente, chirridos de cadenas arrastradas y, uno a uno, los prisioneros iban abandonando la fila como si alguien los desprendiera de un gran hilo invisible. El reducido espacio se fue llenando con el vaho que subía de doscientas bocas y platos de hojalata. Todos comían. Y aunque ellos mismos se llevaran las cucharas a la boca, parecían más bien alimentados por brazos extraños, no pertenecientes a sus cuerpos. Los ojos, satisfechos mucho antes que las entrañas, tenían ya esa mirada fija de la saciedad que caracteriza al padre de familia sentado a su mesa, esa mirada que empieza a adentrarse en los reinos del sueño.
—Cuando observo comer a los seres humanos —dijo Friedrich a Berzeiev, un ex lugarteniente—, me convenzo de que no necesitan nada más que un cepo en el tobillo, una cuchara en la mano derecha y un plato de hojalata en la izquierda. El corazón está tan cerca de los intestinos, la lengua y los dientes tan próximos al cerebro, las manos que escriben pensamientos pueden degollar un cordero o hacer girar un asador con tanta facilidad que la visión de los seres humanos me deja tan perplejo como la de un dragón legendario.
—Habla usted como un poeta —replicó Berzeiev. Luego sonrió, dejando al descubierto entre su negra barba dos hileras de dientes relucientes que parecían corroborar cuanto acababa de decir Friedrich—. Yo soy incapaz de encontrar palabras como las suyas. Pero también he observado que el hombre es un enigma y, sobre todo, que es imposible ayudarlo.
Ambos se sobresaltaron. ¿Acaso no estaban allí por querer ayudar al ser humano? Se dieron la espalda.
—Buenas noches —dijo Berzeiev.
Afuera cambiaron la guardia.
Cuatro días más tarde fueron desembarcados, conducidos a un enorme cobertizo e instalados nuevamente en vagones. Al poner pie en tierra cobraron nuevos ánimos y el estrépito de sus cadenas tornóse más ligero. Sentían la tierra aun bajo las ruedas del tren en marcha. Por las ventanillas enrejadas de los vagones veían hierba y campos, vacas y pastores, abedules y campesinos, iglesias y humo azul sobre las chimeneas, todo un mundo del cual habían sido separados. Sin embargo, era un consuelo que ese mundo no hubiera perecido, que ni siquiera hubiera cambiado. Mientras las casas permanecieran en pie y el ganado pastara, el mundo esperaría el regreso de los prisioneros. La libertad no era un bien propio que cada cual perdía. Era un elemento, como el aire.
Rumores de toda índole circulaban por los vagones. En recuerdo de los mensajes oídos e intercambiados en las últimas prisiones, los llamaban «novedades de letrina». Unos decían que todo el convoy se dirigía directamente a Verjoyansk, lo que era calificado de absurdo por los conocedores. Adrassionov, un suboficial, le había dicho a uno de los «viajeros», a quien transportaba por segunda vez, que acabarían en Tiumén, en el Tiuremni Zamok, una de las prisiones más grandes de Rusia y la central de los deportados. Los más experimentados, que ya la conocían, empezaron a describir los horrores de aquella cárcel. Fueron los primeros en temblar ante sus propias palabras e hicieron temblar también a sus oyentes. Mas poco a poco, a medida que iban relatando, el entusiasmo que les producía el simple hecho de hacerlo se volvió más intenso que el contenido de su discurso, y el temor de los oyentes fue cediendo paso a la curiosidad. Iban ahí sentados como niños que escuchan cuentos sobre palacios de cristal. Panfilov y Siemienuta, dos viejos ucranianos de barba blanca, llegaron incluso a describir las celdas con una especie de melancolía. Y como el corazón humano es olvidadizo y a todos les parecía infinito el camino e incierto el destino, creyeron por unas cuantas horas —pese a la advertencia de los experimentados— que no eran ellos quienes se dirigían a esas prisiones horrorosas, sino un grupo de desconocidos.
Friedrich y Berzeiev decidieron permanecer lo más posible juntos. Berzeiev tenía dinero. Sabía corromper y sustituir listas y nombres, y mientras los otros «políticos» discutían sobre el campesinado, la anarquía, Bakunin, Marx y los judíos, él iba calculando a quién darle un cigarrillo y a quién ofrecerle un rublo.
Aunque viajaran despacio, deteniéndose horas en las estaciones de mercancías, el viaje en tren les pareció más breve de lo que habían pensado. Una vez más sonaron las cadenas y pasaron lista. Ya habían llegado a la última estación y se despidieron del apasionante mundo de los ferrocarriles, de aquellos juguetes de la técnica, de las señales verdes y las banderitas rojas, de las estridentes campanillas de cristal y de las sólidas campanas de hierro, del inagotable tecleo del telégrafo y del fulgor nostálgico y evanescente de los rieles, de la afanosa respiración de la locomotora y de los gritos roncos que elevaba al cielo, de la voz del revisor y las señales del jefe de estación, de las piletas y del vallado de un jardín, del mísero bar de esa estación perdida y de la camarera que, detrás de las botellas, atendía un samovar. Sobre todo de aquella muchacha. Friedrich la contempló como si fuera la última mujer europea que le hubiesen permitido ver y tuviera que conservarla fielmente en su memoria. Pensó en Hilde como en una chiquilla con la cual hubiera hablado veinte años atrás. A ratos era incapaz de reconstruir mentalmente su rostro. Le parecía que en el ínterin se había vuelto vieja y gris, una abuelita.
Subieron en varios carros. Cada veinticuatro kilómetros hacían una parada para cambiar de caballos. Sólo el cochero siguió siendo el mismo durante todo el viaje. Gran parte del convoy se había quedado atrás para ser internado, efectivamente, en una de las enormes prisiones de la zona. Sólo unos cuantos grupos sueltos continuaron. Friedrich y Berzeiev, Freyburg y Lion iban en el mismo carruaje. Sin que los otros lo advirtieran, Friedrich le estrechó la mano a Berzeiev. Así sellaron un pacto secreto.
Cuando uno de los prisioneros se quitaba la gorra, se le veía la mitad izquierda del cráneo totalmente rapada y su rostro adquiría la delirante expresión de un loco. Cada cual se asustaba del vecino, pero todos ocultaban su terror detrás de una sonrisa. Sólo Berzeiev había logrado sobornar al peluquero: tenía todo el cráneo afeitado.
Los prisioneros cantaban una canción tras otra, acompañados por los soldados y cocheros. A ratos cantaba uno solo, y era como si lo hiciese con la fuerza de todos juntos. Su voz se diluía en el estribillo a varias voces, que era como un descenso del cielo a la Tierra.
Quien mejor cantaba era Komov, un tejedor de Moscú en cuya casa habían descubierto una imprenta clandestina. Lo esperaban quince años de prisión.
Una mañana iniciaron la marcha. A través de una llanura desolada se puso en movimiento un cortejo de hombres con hatillos, cadenas y bastones en las manos.
De los cincuenta hombres que avanzaban en grupos de ocho, seis y diez, vigilados por bayonetas puntiagudas fijadas a largos fusiles, sólo los más viejos dejaban traslucir su cansancio. Según los reglamentos, nadie podía llevar más de cincuenta puds[3] de equipaje. Aquellos que en la última estación se habían negado a reducir sus pertenencias, empezaron a tirar ahora las cosas superfluas junto con las útiles. Los soldados recogían todo y lo iban depositando en las cabañas del camino, en las que luego se detenían al volver. Berzeiev era el único que no tiraba nada. Los soldados llevaban su voluminoso equipaje. Y él sabía decirles alguna palabra amable, ponerles uno que otro cigarrillo en la boca y chasquearles la lengua como a los caballos.
Cuando ya habían recorrido un buen trecho en silencio, Berzeiev ordenó:
—¡Cantad!
Y ellos cantaron. Pero se detuvieron nada más terminar la primera estrofa. Al cabo de una tímida pausa, una voz no menos temblorosa entonó el estribillo y esperó un buen rato hasta que los otros se le unieron. La melodía no lograba animar ya esos pies pesados, que se acercaban cada vez más al lugar de su exilio. El mismo exilio les salía al encuentro. Habían dejado detrás de ellos, muy lejos, el ferrocarril, los caballos, los coches y los hombres. El cielo se combaba sobre la tierra plana como una bóveda de plomo gris soldada en sus márgenes. Se hallaban encerrados bajo el cielo. En la cárcel sabían al menos que sobre los muros se arqueaba un cielo. Aquí, en cambio, la misma libertad era una cárcel. Aquel cielo de plomo no tenía rejas que permitiesen suponer otro cielo, esta vez de aire azul. La vastedad del espacio enclaustraba aún más que una celda.
Poco a poco se fueron desmembrando en grupos más reducidos. Con lágrimas en los ojos y las barbas se iban diciendo adiós. Friedrich, Berzeiev y Lion permanecieron juntos. El primer día aún hablaron de tal o cual de esos camaradas con los que habían cantado a coro. No bien entonaban, en trío, una de las canciones que días atrás habían brotado de las gargantas de todos, recordaban a los otros, cuyas voces nunca volverían a escuchar. Esas canciones habían sido una especie de manifestación sonora de su unión y su amistad. Habían aproximado a un grupo de gente extraña entre sí con la fuerza de la sangre derramada colectivamente y de los dolores padecidos de manera conjunta. Luego fueron olvidando poco a poco a los desaparecidos. Y sólo a ratos se despertaba en la memoria un rostro ya sin nombre, una lágrima en alguna barba que ahora no pertenecía a ningún rostro, o bien se oía una palabra proferida por algún personaje irreconocible.
Les hicieron dar vueltas y más vueltas sin ningún criterio. Vieron las orillas despobladas del Obi. Las dos minúsculas colonias de Hurgut y Narym les parecieron ciudades grandes y animadas. Pernoctaron en Narym. Aprendieron a recoger las chinches con los puños y a ahogarlas en enormes cubos, así como a atraer las finas y blancas hileras de piojos de las paredes y quemarlos en conos de papel. Empezaron a encontrar cálidas y hogareñas las prisiones dispersas y aisladas en las que les permitían descansar. Vieron bosques incendiados a lo lejos y adquirieron, cambiándolos a mercaderes chinos de Chi Fu, guantes de puerto siberianos y botas de piel de reno. Escucharon la leyenda de los yakutos del río Indigirka y la del riachuelo Dogdo, cuyo fondo acarrea oro.
Llegó el invierno. Se acostumbraron a los sesenta y siete grados Celsius bajo cero, y a los cristales de las cabañas que el hielo volvía opacos. Y aguardaron los cuarenta días sin sol en Verjoyansk, la ciudad de las veintitrés casas.
Por ley, su lugar de destierro debía estar situado a diez verstas de una ciudad, a diez verstas de un río y a diez verstas de una carretera principal. Sin embargo, lograron llegar a un río, al río Kolymá, que es más grande que el Rin y sólo tiene tres ciudades en sus orillas. La primera tenía nueve habitantes; la segunda, cien, repartidos en treinta barracas militares. Friedrich, Berzeiev y Lion optaron por la tercera ciudad: Sredni-Kolymsk. En ella había unas cuantas cabañas muy dispersas y sólo tres casas con ventanas de cristal. Pero era, en un radio de muchas millas, el único lugar que tenía una iglesia, un campanario y varias campanas; campanas fundidas en el mundo civilizado y cuyo tañido era algo así como una lengua materna.
Los funcionarios del zar en Siberia no siempre merecían la mala reputación de la que gozaban entre la población los condenados e incluso sus propios superiores. Había algunos que, considerándose a sí mismos exiliados —y no sin motivo—, estaban decididos a compartir la suerte de los prisioneros mucho más que a agravarla. Muchos empezaban vengándose de su propio destino en la persona de los condenados, pero al cabo de varios años se ablandaban al ver que la severidad no les suponía ventaja alguna. La ambición, la vanidad y el miedo se desvanecían al vivir ellos mismos a gran distancia de sus superiores competentes. Otros se dejaban corromper y seguían viviendo con cierta mala conciencia. Una mala conciencia capaz de volver indulgente tanto a quien ejerce el poder como al hombre brutal.
Berzeiev se hizo amigo del coronel Lelewicz, un polaco que había asumido el mando de un destacamento de infantería en Siberia para tener la oportunidad de ayudar a sus compatriotas deportados. Estaba tan bien relacionado en San Petersburgo que no tenía necesidad, como otros oficiales y funcionarios, de ocultar sus ideas detrás de una fidelidad marcial al zar. Gracias a su ayuda, Friedrich, Berzeiev y Lion se instalaron en una de las tres casas provistas de ventanas con cristales. De este modo mantuvieron relaciones continuas y de buena vecindad con las autoridades; podían jugar a las cartas con los funcionarios y hasta conversar de política.
Una vez por semana llegaban los periódicos de diez días atrás. Las noticias que difundían en aquel desierto eran como esas estrellas que aún vemos brillar en el cielo pero que se han extinguido hace ya siglos. Según Lion, era indiferente cuándo se leyeran los periódicos, pues la simple transmisión de un acontecimiento lo modifica e incluso lo desmiente. De ahí que todas las noticias de los diarios nos parezcan tan inverosímiles.
Lion afirmaba haber sido deportado sólo por su parentesco con un conocido revolucionario del mismo nombre, pero era probable, según él, que lo dejasen pronto en libertad. No era, de hecho, más que un adversario moderado del Estado, y postulaba la introducción de la monarquía constitucional, una modernización de la burocracia según los modelos occidentales y la solución de los problemas políticos internos a base de leyes económicas aplicadas con más rigor. Sostenía entre los dedos sus quevedos atados a una ancha cinta negra y trazaba con ellos complicados y amenazadores arabescos en el aire. Sólo cuando tenía que escuchar a alguien se los ponía en la punta de la nariz, como si quisiera observar mejor a su interlocutor, cuando en realidad lo seguía mirando por encima de los cristales. Todo lo relacionado con la naturaleza le resultaba extraño e inquietante. Los perros le inspiraban el mismo respeto que los osos y los lobos. Apenas advertía el paso de las estaciones y le era indiferente que el termómetro marcara veinte o sesenta grados.
Pronosticaba incesantemente la guerra.
—En Alemania —dijo en una oportunidad— los socialdemócratas han confesado finalmente sus sentimientos de fidelidad al káiser. El señor Stücklen declara: «Nosotros, los socialdemócratas, amamos al país en el cual hemos nacido y somos más patriotas de lo que se cree». Y Noske proclama: «Nunca hemos pensado que las fronteras del imperio puedan dejarse abiertas sin un importante ejército defensivo». Como los socialdemócratas son partidarios, en principio, del impuesto extraordinario sobre la renta, votan a favor de los créditos militares. Vale decir que votan por la posibilidad de lanzar, en cuatro días, a medio millón de hombres contra la frontera francesa. Los representantes de la Internacional conceden al ministro de Guerra mil quinientos millones. Esto se llama guerra, señores —concluyó Lion agitando el periódico en el aire como una bandera.
Berzeiev y el funcionario Efreinov apoyaban a Alemania y desconfiaban de Francia. Berzeiev defendía al obrero germano. Y acababa comparando al propio zar con el káiser alemán.
—En todo caso —decía— el káiser no envía a nadie a Siberia.
Efreinov, que atribuía todos los males de Rusia a la influencia occidental —a la que habían sucumbido la sociedad, los intelectuales y el propio zar—, se sentía vivamente ofendido. Su barba rubia y sus anchas espaldas temblaban.
—Ya lo veis —exclamaba—, ¡vosotros sois todos iguales! Creéis que Rusia tiene algún parecido con el resto del mundo. No es cierto. Rusia es Oriente, y todo el resto es un Occidente marchito y decrépito. Ya se trate de su káiser, Berzeiev, o de su obrero alemán, todo viene a ser lo mismo. El socialismo empieza ya con un káiser que gobierna con parlamento y democracia. El káiser, la república, el marxismo… son todos conceptos occidentales. El zar de Rusia es más democrático que un parlamentario socialista. Es soberano por la voluntad del pueblo y de la tierra que éste cultiva. El zar es fruto del campesinado ruso. Administra los asuntos del Estado, de los que el pueblo no puede ocuparse por falta de tiempo. ¿Cuándo empezó realmente vuestro descontento? Cuando volvisteis la mirada hacia Occidente y comenzasteis a envidiar su civilización. Y ahora Witte se halla en tratos con los judíos americanos, y se envía por el mundo a un esnob anglómano como Isvolski para que informe sobre el tipo de corbatas que se usan en Londres y en París. Y de este modo se destruye la antigua y sagrada autocracia del zar.
Lion llevaba ya un buen rato dibujando inquietos nudos en el aire con sus quevedos.
—¿Cree usted que podemos aislarnos de Occidente? —exclamó por último.
—Nada puede hacerse contra la economía del mundo. Rusia no puede seguir siendo un país de campesinos. Se está industrializando. Y la industria dicta la forma política. Dos tercios de nuestra industria se hallan en manos extranjeras. Producimos hierro y petróleo a un ritmo tan lento que ya ni siquiera alcanzan a cubrir nuestro exiguo consumo. Nuestras minas de carbón sólo producen dos mil doscientos cincuenta millones de puds frente a los dieciocho mil millones de Alemania y a los treinta y dos mil millones de Estados Unidos. La renta promedio de un ciudadano ruso asciende a cincuenta y tres rublos al año; la de un francés, a doscientos treinta y tres; la de un inglés, a doscientos setenta y tres y la de un norteamericano, a trescientos cuarenta y cinco. El ruso medio sólo ahorra dieciséis rublos al año. Nuestra deuda pública asciende a nueve mil millones, lo que representa dos rublos y ochenta copeks por habitante. En cambio Inglaterra, que según usted forma parte de ese Occidente marchito, tiene un presupuesto estatal de ciento sesenta millones de libras esterlinas y sostiene su agricultura con otros ciento setenta millones al año.
Nada podía objetarse contra las cifras que Lion recitaba sin la menor vacilación, como quien lee un poema. Al pronunciarlas, las dibujaba velozmente en el aire como si tuviera enfrente una pizarra. Efreinov sacudió la cabeza. Según él, la estadística, no menos que el marxismo, era un producto de Occidente, y las cifras eran algo tan criminal como los atentados. Lion había sido enviado a Siberia con mucha mayor razón que los otros dos. Alzó la mirada hacia el icono dispuesto en una esquina, y la lamparita roja le encendió un consuelo dulce y sereno en el corazón.
Friedrich encendió la vela de parafina transparente.
Del suelo de la habitación subía el aliento helado de la tierra como un viento rigurosamente vertical. En torno a la casa cantaba, tranquilo, el aire frío, evocando el canto de los hilos telegráficos. Friedrich se imaginó que frente a la casa, en medio de una oscuridad impenetrable, se alzaban los lisos y enormes postes, rematados por flores de porcelana blanca y unidos por sus alambres al mundo de los vivos, cuyas perdidas voces transformaban en la monotonía nítida, consoladora y familiar de una cantilena infantil. Cuando se acostó, una imagen atravesó fugazmente su primer sopor, una imagen que era algo menos que una idea y algo más que un sueño: se vio a sí mismo yendo al encuentro de la mañana en medio de una ciudad bulliciosa y animada. Berzeiev le siguió hablando un buen rato sin esperar respuesta. Quería a ese compañero silencioso y más joven que él, le agradaba su rostro delgado y tímido y el valor con el que había entrado en el movimiento revolucionario. No es una persona reflexiva, constató Berzeiev. Su impulsividad le impide prever determinadas situaciones, pero en cuanto éstas se presentan, las soporta con tenacidad y firmeza. Se entusiasma y se desilusiona fácilmente. Pero tanto el desaliento como el entusiasmo son simples fenómenos fisiológicos. En realidad es un muchacho triste, uniformemente triste. Y Berzeiev dijo entonces en voz alta:
—Lion ha hecho perder los estribos al pobre Efreinov, que al estar desprevenido no logró encontrar argumentos. Yo le hubiera dado unos cuantos. Las deudas de Rusia son precisamente una consecuencia de sus esfuerzos precipitados por rivalizar con Occidente. Tal vez Rusia sería un país sano y próspero sin esa absurda aspiración, típica de cierto estrato de su clase dominante, a parecer civilizados y a que los consideren europeos auténticos en los balnearios de moda de Europa occidental. A decir verdad, los hoscos agricultores tienen tanta razón como nosotros, los revolucionarios consecuentes. Sólo les falta un conocimiento exacto de las cosas. En Rusia, todo lo que se halle a mitad de camino entre la reacción consecuente y la revolución consecuente es un absurdo. La clase burguesa ha surgido antes de encontrar cabida, y ahora reclama su industria. El zar está desorientado. Se ha transformado en un emperador a la antigua usanza occidental, algo así como el actual káiser alemán. La autocracia cede terreno a la burocracia, y los funcionarios forman la vanguardia de la burguesía. Los primeros en ocupar los puestos administrativos de la gran ciudad son los hijos de los nobles y burgueses ricos. Y la ciudad es enemiga del campo. Luego viene la intelectualidad, puesto de avanzada de la revolución. Los ideales semirrevolucionarios de estos intelectuales son ajenos a los instintos del pueblo ruso. Mucho más próxima les resultaba la crueldad de la autocracia agraria. Se advierte, pues, la inminencia de un estallido. El burócrata intelectual neutraliza al agricultor. Podrá derrocar al zar, mas no gobernar al pueblo. Su gobierno será un entreacto sin importancia. Luego obtendremos nosotros el poder. Rusia no puede convertirse en una república burguesa, debe convertirse en una de carácter proletario. Bastaría con una guerra para liquidar a la vieja Rusia. Y la guerra se acerca; no nos quedaremos mucho tiempo en Siberia.
Los precios de la harina eran prohibitivos. En esas regiones, las amas de casa sólo podían hacer pan tres veces al año. El pan era más raro que la carne. Por vez primera sintió Friedrich la relación inmediata entre el sol y la tierra. Por vez primera entendió el sentido primario de la oración que uno dirige al cielo pidiendo el pan nuestro de cada día. Al sentarse dos veces diarias a una mesa sin pan, recordaba las panaderías de las grandes ciudades. Cerraba los ojos y se imaginaba los distintos colores de la harina y las diversas formas de los panecillos.
—¿Con qué estás soñando? —le preguntó un día Berzeiev.
—Con panes. Cuando pienso en el mundo del que estamos separados, me vienen a la memoria cosas totalmente ridículas, como por ejemplo esas cajitas de cerillas chatas para el bolsillo del chaleco, o las bases redondas de cartón para los vasos de cerveza, o esos tinteros que se abren apretando un botón, o los cortapapeles de celuloide, o cosas totalmente ordinarias como puede ser una tarjeta postal. Ahora mismo recuerdo una: colgaba en el escaparate de una papelería en la esquina de la calle donde yo vivía. Era vieja, amarillenta y llevaba años colgada en ese escaparate. Un pequeño comerciante pobre y una tarjeta fea. Tenía un ancho borde dorado, punteado de negro por las moscas. Representaba una imagen célebre: una mujer con los ojos vendados, sentada en el Polo Norte de un mapamundi que dotaba en el espacio cósmico, y este espacio cósmico era, si mal no recuerdo, de color azul celeste.
—Sí, sí —dijo Berzeiev—. Yo también he visto esa imagen. Espera, creo que la mujer tenía algo en la mano y llevaba un vestido azul acuoso. Lo que no recuerdo es el ancho borde dorado.
—Sí —insistió Friedrich—, era una orla dorada muy ancha, punteada de negro por las moscas; y en la esquina de la calle había un buzón amarillo. Podías cerrar una carta, introducirla en él y oírla caer al fondo: un ruido sordo si el buzón estaba vacío, y un leve crujido si había otras cartas dentro.
—Mejor hablemos del pan —dijo Berzeiev—. Me has hecho cambiar de tema. Antes había dos diferencias esenciales: blanco o negro. Una vez estuve en Francia con mi padre (yo tenía catorce años) y comí barras de pan duras, largas y blancas, con la corteza dorada. Pero el pan integral ruso, negro y rojizo, de granos suaves y gruesos, es el que más me gusta.
—Recuerdo —prosiguió Friedrich— el aroma que sentías al pasar frente a una panadería.
—Sobre todo de noche —exclamó Berzeiev.
—Sí, de noche, en invierno, te llegaba de pronto un calor desde el sótano, algo así como un calor animal.
—Un calor de pan —dijo Berzeiev exultante.
—Y en el verano, cuando me despertaba muy temprano y salía a la calle, veía pasar corriendo a los mozos panaderos, blancos, con sus canastas cubiertas. ¡Cómo olían esos cestos! Y además se oía gorjear a los pájaros, porque las calles aún estaban en silencio.
Ambos se callaron un buen rato.
De repente dijo Berzeiev:
—¡Qué manera de estupidizarse!
—No, no es estupidizarse —exclamó Friedrich—, sino humanizarse. Eramos ideólogos, no seres humanos. Queríamos transformar el mundo y ahora dependemos de tarjetas postales y tenemos que comer pan.
—Estamos aquí —replicó Berzeiev en voz baja— porque no todos los hombres tienen pan. Así de simple. No necesitamos teoría ni economía política alguna. Porque no todos tienen pan…, así de simple y en realidad absurdo.
«R. ya hubiera inventado una fórmula —pensó Friedrich—. Hubiera dicho por ejemplo: “Queremos prestar ayuda, pero no hemos nacido para eso. A fin de compensar nuestra impotencia, la naturaleza nos ha dotado con un amor tan excesivo que trasciende nuestras fuerzas. Somos como un hombre que no sabe nadar, se tira al agua para salvar a otro que se está ahogando, y se va al fondo. Sin embargo, tenemos que saltar. A veces ayudamos al otro, aunque en general nos vamos los dos al fondo. Y nadie sabe si en el último instante se siente una felicidad intensa o una rabia amarga”».
—Cuando tenía catorce años —empezó a decir Berzeiev— mi padre me llevó con él de viaje. Por vez primera vi estaciones de tren nuevas, que me parecieron lo más hermoso. ¿Recuerdas muchas estaciones?
Los dos pensaron en la última estación que habían visto.
—¿Viste a la muchacha? —preguntó Friedrich. Y Berzeiev supo inmediatamente a qué muchacha se refería.
—Sí —repuso—, estaba detrás del mostrador y me alcanzó un vaso de té. Tenía las trenzas enroscadas sobre las orejas…
—Y mejillas rojas.
Hablaron de la muchacha desconocida como de una amante perdida.
—Pero también había otra cosa aparte de las estaciones a mis catorce años —prosiguió Berzeiev—. Una dama que conversaba con mi padre en nuestro compartimiento. Él le ofreció bombones de chocolate, le bajó sus pesadas maletas de la red para equipajes, volvió a subírselas, condujo a la dama al vagón —restaurante y dijo al camarero: «Una mesa sólo para tres, sin cuarta silla, ¿entendido?». «Sí, señoría», replicó el camarero. Pues mi padre era un alto funcionario, latifundista y gran señor. Se le notaba enseguida. A mí me encantaba salir al pasillo. Es donde mejor sentía que estaba de viaje. Cuando estás de pie, el tren avanza más rápido y tienes la impresión de estar también algo más libre y próximo al revisor. Al llegar a una estación, se baja más deprisa. Los retretes también eran hermosos. Yo me encerraba en ellos a menudo, y cuando alguien sacudía violentamente la puerta, me quedaba aún más tiempo dentro. Y esa vez, cuando volví al compartimiento, la dama se sobresaltó, lanzó un grito y mi padre se puso a mirar el paisaje por la ventanilla. Yo me senté en un rincón, me cubrí con el abrigo y me hice el dormido. Mi padre salió al poco rato: lo sentí pasar por encima de mis piernas. Al cabo de un instante la dama me sacó el abrigo de la cara, me besó rápidamente en la boca y volvió a sentarse. Yo pensé enseguida: «Me ha besado para que sea amable con ella y no cuente nada en casa». Pero en Niza volvimos a encontrarla. Se había citado con mi padre, y una tarde me mandó subir a su habitación. Vivíamos en el mismo hotel. Ya había anochecido y llamaban para cenar cuando salí de su cuarto. En el pasillo me esperaba mi padre. Yo intenté pasar corriendo por su lado, pero él me detuvo y me dio una bofetada.
—¿Y después?
—Ya puedes imaginarte. Desde aquel día no volví a intercambiar una sola palabra con mi padre, hasta su muerte, de la que me enteré con dos días de retraso: ¡ni una sola palabra! Comencé a odiarlo. Veía su boca carnosa bajo el digno bigote entrecano. En cuanto volvimos, me envió al colegio militar. Me escribía dos veces al año, y yo también le contestaba. Parecían cartas sacadas de un manual de correspondencia. Pero cuando yo volvía a casa en las vacaciones de Pascua, nos besábamos sin decir una palabra; y el resto del año yo pensaba con horror en el beso que me aguardaba al llegar a casa.
—Debió haber hablado —dijo Friedrich.
—En ese caso tal vez yo no estaría aquí —repuso Berzeiev.
A veces venía el coronel Lelewicz en persona. Otras veces enviaba a uno de sus amigos, que les traía pan, botes de conserva y periódicos. A intervalos irregulares los visitaba también Len Min Tsin, el mercader chino, con diarios, libros y pornografía barata. Eran paquetes de tarjetas postales como esas que en las noches centellantes de las grandes ciudades son ofrecidas a los forasteros, entre susurros prometedores, por uno que otro chamarilero tímido. El chino cargaba con sus postales por esas ciudades perdidas de Siberia y las prestaba como libros. Luego las recuperaba una por una entre sus abonados y se las cambiaba por otras nuevas. Los ávidos dedos de centenares de hombres habían desgastado esas postales, dejándolas como naipes viejos. Efreinov, Lion y Berzeiev las examinaban juntos con una armonía basada en intereses no políticos, sino puramente sexuales. Efreinov conservaba su dignidad mientras se perdía en los detalles. Fruncía las cejas, se peinaba la barba rubia con los dedos estirados, entornaba los párpados y, a través de una angosta ranura, examinaba las postales con la mirada indagadora de un crítico. Al mismo tiempo, sus labios ocultos entre el bigote y la barba se abrían sin él quererlo, como contrapartida a los párpados que se cerraban. Su lengua se insinuaba, curiosa, entre los dientes, el tipo empezaba a sonreír, su rostro se distendía y, pese al poderoso cuello sobre el cual reposaba y a la barba que lo enmarcaba, aprisionándolo, iba adquiriendo una expresión adolescente. Lion se acercaba los quevedos a los ojos y balanceaba sin parar uno de sus pies, de suerte que el cuerpo entero era agitado al final por un ligero temblor. Berzeiev enrojecía bajo la tez morena de su rostro simétrico, dando la impresión de que no era su tez la que enrojecía, sino que el tinte encarnado de su Yo interno afloraba a través de la tez morena del extremo. Su habitual impaciencia lo impulsaba a hojear las postales más deprisa que los otros, que eran, al parecer, naturalezas más escrupulosas.
«Éste es mi amigo —pensó Friedrich—. Es fiel, apasionado, bondadoso, inteligente y cauto. Se puede confiar en él. Sabe comandar un regimiento. El hambre no lo subyuga, pero sí una tarjeta postal. Si le quitase ahora las postales…». Se acercó a la mesa y cogió el paquetito que había frente a Berzeiev. Éste alzó la mano para salvar sus tarjetas de la intromisión. Pero no la bajó: la mantuvo en el aire unos instantes como para hacer un juramento. De pronto lanzó una sonora carcajada.
—Me dabas lástima —dijo Friedrich.
—Tal vez era ridículo —repuso Berzeiev. Y no volvieron a hablar del asunto.
Pero al cabo de unos días Berzeiev le contó de buenas a primeras:
—Me he acostado con la mujer de Efreinov. Él estaba con Lion en nuestra habitación.
Y como Friedrich no le hizo preguntas, añadió rápidamente y con voz muy seria:
—Sólo quería informarte.
Eso fue todo. Pero como si la aventura de Berzeiev hubiese abierto una nueva puerta al recuerdo, Friedrich empezó a pensar en millones de mujeres lejanas con la misma nostalgia con que había pensado en el sabor, el olor y la forma del pan. Recordó cientos de detalles mínimos, sin importancia ni consecuencias. La plataforma de un tranvía: frente a él, una mujer con el brazo en alto y la mano aferrada a una de las argollas de cuero que cuelgan del techo del vagón. Muy evidente la línea de sus pechos tensos y del cuello. No le alcanza a ver el rostro. Escucha los tiernos pasitos de una joven por una calleja angosta y silenciosa, el eco que acompaña sus pisadas como una afectuosa respuesta del adoquinado. El escarpín gris perla de Hilde sobre el terciopelo rojo del coche. Gris sobre rojo. Eran los colores de su amor. Pensó en ellos como un patriota en la bandera de su país. La pequeña guantería, la paciente espera de los dedos estirados y el delicado juego de las manos. El angosto brazalete entre la manga y el borde del guante. La tibieza que invade su mano al rozarle el brazo. Todos esos contactos fugaces, intencionadamente deseados y encubiertos, presentimientos embrionarios de un contacto mayor, y otros que se deslizan como sombras por sus cuerpos. Él rompe la carta. Ella se echa a llorar. Sin embargo, no recuerda haber visto sus lágrimas. Sólo cree haberlas escuchado. Hilde cruza el umbral del pequeño café: tras el cristal de la ventana, cubierto a medias por una cortina, Friedrich vislumbra una vez más su silueta en la calle, a punto de perderse en la ciudad. Cuando sale, la muchacha ha desaparecido. ¿Cómo pudo poner en duda que la amaba? Tuvo vergüenza frente a su conciencia, frente a R., frente a su propia ambición.
Durante semanas sólo habló lo estrictamente necesario. Escuchaba las eternas discusiones de los otros como un ruido confuso y sin sentido. Proletariado, autocracia, finanzas, clase dominante, militarismo. Simples fórmulas de las que había que servirse para actuar, pero que sólo incluían una parte mínima de aquello que pretendían abarcar. La vida queda encorsetada en los conceptos como un niño ya crecido en un traje demasiado estrecho. Una sola hora de vida encierra millares de impulsos inexplicables de los nervios, de los músculos y del cerebro, ¡y una sola palabra, vacía y altisonante, pretende expresarlos todos!
En aquel tiempo sólo había una palabra que tuviera un contenido: ¡huir!
Era posible huir. Friedrich tenía la impresión de haber desertado años atrás de su propia vida y estar viviendo una ajena. La suya lo esperaba en algún sitio, como una casa buena e injustamente abandonada. Huir, escapar de aquel cielo plomizo, de esa mesa sin pan. La idea permanece suspendida en el aire como el globo rojo de un niño. La vida es breve. Sesenta años de libertad son menos que diez años en Siberia.
—¿Qué te ocurre? —pregunta Berzeiev.
El día es aún joven. Pero al caer la tarde llegan nubes que la luna dispersa. Por la mañana vuelven a aparecer y arropan un sol rojizo, que se alza con gran dificultad. Se empiezan a preparar para el invierno. Los Cheldony dicen que llegará antes de lo acostumbrado y lo ven acercarse ya. El chino no vendrá, los diarios se harán más y más raros, y habrá que aprovisionarse de velas y de aceite.
—Tengo que huir —dice Friedrich.
—Ahora es imposible; pronto nos pondrán en libertad.
—Confía en mí: cada día le doy vueltas a la idea.
En ese instante Lion abre violentamente la puerta. Agita un diario en la mano.
El heredero del trono austríaco ha sido asesinado.
Aquella noche durmieron tranquilamente, como si fuese una noche cualquiera.
Mientras tanto, la guerra se preparaba en Europa. Las trompetas daban la alarma en los cuarteles. En todas las esquinas de las ciudades, grandes y pequeñas, se pegaron enormes carteles. Los trenes salían de las estaciones con guirnaldas verdes y los hombres andaban con chaquetas y gorras de colores, además de fusiles. Todas las mujeres se echaban a llorar.
Un día apareció en Kolymsk el coronel Lelewicz con un grupo de amigos. Lo cual no era nada extraño. Ya habían pasado pequeños destacamentos. Efreinov estaba muy contento. Los periódicos llegaban con más rapidez, como impulsados por la urgencia de las noticias que traían. La región entera pareció animarse.
Lelewicz se despidió de su amigo.
Sobre la mesa de Berzeiev dejó un paquete azul. Berzeiev no lo vio. Había acompañado al coronel hasta la puerta. Lelewicz montó en su caballo y le hizo un último saludo con la mano. Cuando Berzeiev volvió a la habitación, descubrió el paquete, lo cogió rápidamente y salió corriendo para alcanzar al coronel. Gritó, pero Lelewicz no parecía oírlo. Ya no era más que una manchita azul oscuro en el horizonte.
Friedrich retuvo a Berzeiev.
—¡Es para nosotros! —dijo abriendo desmesuradamente los ojos, pálido, jadeante y sin voz.
Cuando Efreinov se levantó a la mañana siguiente, Friedrich y Berzeiev habían desaparecido.
Temían atraer más fácilmente la atención de los espías si permanecían juntos. Por ello decidieron separarse unos cuantos días, volver a encontrarse luego y hacer el viaje por etapas hasta la primera gran ciudad. El que llegase primero debía esperar al otro. El que llegase el último debía partir más tarde. Si uno de los dos caía prisionero, el otro sabía que era mejor esconderse por un tiempo. Estaban dispuestos a caer en manos de la policía en cualquier momento, pero cada uno temblaba más por el otro que por él mismo. Y esa preocupación constante consolidó su amistad aún más que si hubieran tenido que arrostrar cada peligro juntos, y los fue obsequiando con todos los grados y modalidades del amor, que definen a su vez las relaciones de amistad: fueron sucesivamente padre, hermano e hijo uno del otro. Cada vez que se encontraban tras varios días de separación, se abrazaban efusivamente, se besaban y rompían a reír. Aunque ninguno de los dos hubiera topado en su camino con un peligro verdadero, cada uno se sentía conmovido por los peligros que, en su imaginación, podían amenazar al otro. Y aunque sus separaciones tuvieran por objeto evitar siquiera el arresto de uno de ellos, ambos se habían propuesto en secreto entregarse voluntariamente a la policía si al otro le ocurría algún percance.
Un día llegaron finalmente a la Rusia europea. Notaron el entusiasmo belicista del país. Eran, como se vería más tarde, los últimos momentos brillantes del zar, provocados en cierta manera por la voluntad consciente de la historia universal de engañar a un sistema condenado a muerte. Los radicales cayeron en brazos de los conservadores y, como sucede siempre que hombres de diversa ideología se unen frente al peligro y que los adversarios se reconcilian, también se creyó entonces en un renacimiento milagroso del país. Pues a los hombres les basta con el milagro de la fraternización para creer en otro más inverosímil todavía: ¡así de familiar le es la hostilidad de la naturaleza humana, y así de extraña le resulta la conciliación! Se fundaron muy deprisa asociaciones patrióticas. Se inventaron centenares de insignias y nombres nuevos. La gente desfilaba por las calles, destrozando los carteles alemanes.
—No deja de ser misterioso —dijo Friedrich a Berzeiev cuando estuvieron en un cuarto de hotel— que los individuos aislados, de los que, en suma, se compone la masa, renuncien a sus atributos y lleguen a perder incluso sus instintos primarios. El individuo aislado ama la vida y teme a la muerte. Cuando se une a otros, despilfarra su vida y desprecia la muerte. El individuo aislado se niega a hacer el servicio militar y a pagar impuestos. Cuando se une a otros, sienta plaza como voluntario y vacía sus bolsillos. Y una cosa es tan auténtica como la otra.
—Me interesaría saber —dijo Berzeiev— cuánto tiempo durará este entusiasmo y si no pueden convertirlo en su contrario. Además, me gustaría saber si en otros países la situación es idéntica o al menos parecida. Lion tenía razón: los socialdemócratas alemanes han empezado a marchar.
Según los documentos que les había procurado Lelewicz, debían enrolarse como voluntarios, por un año, en un regimiento de artillería en Volhinia. Tenían dos alternativas: o enrolarse y esperar una ocasión para ser tomados prisioneros y volver a huir de la cárcel, o bien ocultarse provisionalmente en el país y esperar una ocasión para irse al extranjero con ayuda de sus amigos y ser internados allí como prisioneros civiles. Por entonces no pensaron en una tercera posibilidad. La casualidad los ayudó.
En Charkov, un portero de hotel que debía incorporarse al mismo regimiento de ellos, les dijo que el regimiento se encontraba ya en territorio ocupado, en suelo austríaco. Podían, pues, dirigirse a Austria, no enrolarse, sino mezclarse entre la población de una de las ciudades ocupadas y, con ayuda de las antiguas relaciones que Friedrich tenía en la frontera, hacerse pasar por honrados ciudadanos de la zona de ocupación.
Helo aquí una vez más frente al albergue Los pies en el cepo: siempre se cruza en su camino. Deja esperando a Berzeiev en el enorme bar vacío y sube la escalera que conduce a la habitación del viejo Parthagener.
Friedrich mira por el ojo de la cerradura; la puerta está cerrada con llave. Sobre el diván verde, el viejo Parthagener hace su siesta, como de costumbre, de dos a cuatro de la tarde. Duerme como para desmentir la guerra. En el cuarto aún se ven los muebles viejos. Sobre la mesa hay un diario abierto, vigilado por las gafas azules. Friedrich se pregunta si debe despertar al anciano. Esperar parece peligroso. En cualquier momento puede llegar una patrulla al albergue. Llama. El viejo se incorpora de un salto.
—¿Quién es? —Siempre la misma exclamación. Abre la puerta—. ¡Ah, es usted! Hace ya tiempo que lo esperamos. Kapturak se enteró hace una semana de su fuga con el camarada Berzeiev. ¡Ha estado mucho tiempo fuera! ¡Pobre muchacho! ¡Las debe haber pasado negras! Pero ya lo tenemos de vuelta. ¿Tuvo realmente necesidad de hacer todo esto?
«¡De modo que nada ha cambiado! —piensa Friedrich—. Kapturak y Parthagener me han estado esperando como si hubiera ido a recibir a algún grupo de desertores». Y dice a Parthagener:
—¿Así que Kapturak está aquí?
—¿Y por qué no? Se ha enrolado como cirujano militar. ¿No ha visto la gran bandera de la Cruz Roja sobre nuestro techo? Somos un hospital sin enfermos, como quien dice. Kapturak hizo su entrada la primera semana con el ejército victorioso. ¡Un cirujano militar común y corriente! Aunque, en realidad, trabaja en el servicio de espionaje. Y está relacionado con los altos mandos. Nos trae soldados sanos a los que tratamos según recetas diferentes. Les damos ropa de paisano y documentación, inyecciones, narcóticos, síntomas de parálisis y trastornos visuales. Por desgracia me encuentro solo. Mis hijos han sido enrolados, ¡justamente ahora! No es que tema por sus vidas. Un Parthagener nunca cae en la guerra. Pero ya soy un hombre viejo y no puedo bandeármelas con todos estos desertores.
Cada vez le iban llegando más y más. El miedo a una guerra futura se había transmutado en el pánico, mucho mayor, a una guerra ya existente. En su albergue, el viejo vendía medicamentos contra el peligro como un farmacéutico vende polvos contra la fiebre.
—¿Y dónde está su amigo? —preguntó el anciano.
—¡Espera abajo!
Parthagener se caló las gafas y alisó con un peine su hermosa barba blanca, frente al espejo. Luego se volvió. Hasta entonces había hablado a título privado, como quien dice. En aquel momento se convirtió en el patrón oficial del albergue, listo para ofrecerle a un forastero lo que tenía: calma, dignidad y consuelo moral.
La víspera, al atardecer, llegó Kapturak. Llevaba uniforme y parecía mucho más pacífico que en tiempos de paz. En aquel entonces era un aventurero. Ahora, en medio de la gran aventura, era un hombre honesto que no había renunciado a su profesión civil.
Reinaba un silencio total en el albergue. A ratos se escuchaban las graves pisadas de una patrulla que hacía su ronda por la ciudad. Era fácil olvidar que la guerra había nacido allí después de una larga preparación: sí, justamente en aquella frontera, que es como su patria. Sentado ante un gran libro, el viejo Parthagener hacía cuentas. Berzeiev dormía, con la cabeza apoyada sobre la mesa. Sólo se le veía la revuelta cabellera castaña.
—¿Viajará usted con él? —preguntó Kapturak. La mirada que lanzó en dirección a Berzeiev tenía la consistencia física de un índice estirado.
—Él quiere ir a Suiza pasando por Rumanía, los Balcanes e Italia. Yo quisiera pasar por Viena.
—Ambos saldrán mañana —decidió Kapturak—. Como miembros de la Cruz Roja suiza. Yo prepararé la partida.
Durmieron en el cuarto de huéspedes. Friedrich fue despertado un par de veces por disparos lejanos cuyo eco prolongaba el silencio nocturno, y por el pálido resplandor de los reflectores que, durante breves segundos, iluminaban el horizonte y las ventanas. Soñó que avanzaba corriendo a campo traviesa, por un sendero que llevaba a un bosque. Era de noche. La ancha franja luminosa de un reflector recorría los campos en busca del estrecho sendero por el que avanzaba Friedrich. El sendero no tenía fin. La masa sombría del bosque se veía muy cerca. Pero el sendero presentaba curvas inesperadas, esquivaba una piedra o un charco de agua y, siempre que Friedrich decidía abandonarlo para correr a campo traviesa, el bosque se ocultaba a sus miradas. Un cielo desnudo, desvestido impúdicamente por reflectores blancos, se extendía, llano e infinito, sobre el mundo. Presuroso, Friedrich volvía a buscar el falaz sendero y, pese a su prisa, corría con cautela, poniendo un pie detrás del otro por miedo a desviarse y perder de vista el bosque.
Por la mañana recorrió una vez más el pueblo. Las tiendas estaban cerradas. No se veía un alma en las ventanas de las casitas bajas. En la plaza del mercado, de forma cuadrangular, había soldados acampados. Los caballos relinchaban. Un vaho cálido y grasiento subía de las gigantescas marmitas. Los furgones rodaban incesantemente y como a la deriva sobre el disparejo adoquinado. En el umbral de piedra de una casa cerrada se sienta un soldado. Tiene un saco entre sus rodillas e inclina la cabeza para mirar el interior. Cuando Friedrich pasa, cierra el saco con gesto de miedo y alza la cabeza. Su cara es ancha y pálida, con un par de cejas desteñidas sobre dos ojos rasgados de color gris claro. Su gorra, ladeada sobre sus cabellos, le presiona una oreja. Su uniforme amarillo de tela basta es demasiado estrecho, y sus anchos hombros llenan aún la parte superior de las mangas. Se diría un loco en una camisa de fuerza. Un rictus de terror invade lentamente su cara. Sus labios, tan cortos que nunca llegan a cerrarse del todo, ponen al descubierto las encías sobre sus largos dientes amarillentos. Deja una impresión de risa y llanto, de cordialidad e ira al mismo tiempo.
—¡Te he asustado! —le dice Friedrich. El soldado asiente—. ¿Qué llevas en ese saco? ¡No temas! —El soldado abre el saco rápidamente y deja que Friedrich le eche una mirada. En el interior ve cucharas de plata, cadenas, candeleros y relojes—. ¿Qué piensas hacer con todo eso?
El soldado se encoge de hombros y ladea la cabeza como un niño perplejo. Por último le implora:
—¡Dame tu reloj!
—¡Con todos los que tienes! —dice Friedrich—. ¡Yo no tengo ni uno!
—¡Déjame ver! —suplica el soldado. Se incorpora y hurga en los bolsillos de Friedrich: encuentra papeles, lápices, un diario viejo, una cuchilla y un pañuelo—. ¡No, no tienes reloj! —dice el soldado—. ¡Coge uno! —Y abre el saco.
—¡No necesito reloj! —replica Friedrich.
—¡Claro que sí! ¡Tienes que coger uno! —insiste el tipo y le introduce un reloj en el bolsillo del chaleco.
Friedrich se aleja. El soldado lo sigue a la carrera, balanceando el saco en la mano.
—¡Alto! —le grita. Y cuando Friedrich se detiene—: ¡Devuélveme el reloj! —Y lo recibe con manos temblorosas. Unos cuantos oficiales volvían de desayunar, haciendo repiquetear las espuelas, con el talle muy ceñido por el cinturón y esa elegancia belicosa que hace de todo oficial un modelo de virilidad y le da al mismo tiempo cierto aire de maniquí femenino. Al andar balanceaban las caderas, de las que pendían, como objetos decorativos, pistolas enfundadas. En la calle, los soldados los saludaban. Y los oficiales devolvían el saludo con un gesto jovial y desenvuelto. Al avanzar así entre saludos respetuosos, una obsequiosidad muda y una entrega casi amorosa, hacían pensar en esas damas celebradas por la alta sociedad que se lucen al atravesar una sala de baile.
Fueron llegando ambulancias de las que bajaban heridos envueltos en vendajos blancos como quien saca figuras de yeso de un cajón. Un caballo agonizaba en plena calle sin que nadie se ocupara de él. Un oficial pasó cabalgando a su lado: era tan alto como las casitas y parecía inspeccionar el mundo como un Dios azul.
Ese mismo día salieron rumbo a Rumanía. Berzeiev siguió viaje por Grecia e Italia para llegar a Suiza, y Friedrich se dirigió a Viena a través de Hungría. Quedaron en encontrarse en Zúrich. Viajaban con brazales de la Cruz Roja y documentación fabricada por Kapturak, que los acreditaba como miembros de una comisión sanitaria suiza.
En Rumanía separóse Friedrich de su amigo. En aquellos días, cuando me enteré de que se dirigía a Viena, no lograba explicarme por qué no había dado la vuelta por Italia, junto con Berzeiev, para ir a Suiza. E incluso cuando recibí, ya en el frente, la primera carta que Friedrich me enviaba después de largo tiempo —en una de las páginas siguientes citaré un pasaje muy significativo—, supuse que tendría algo importante que hacer en Austria, quizá por encargo de su partido. Pero lo cierto es que nada tenía que hacer allí. No lograba comprender cómo un hombre que había pasado más de un año preso en Siberia era capaz de regresar a una ciudad sólo por ver a un conocido o a una mujer. Sin embargo, Friedrich no parece haber tenido otro motivo. Savelli ya no vivía en Viena. P, el camarada ucraniano, llevaba un año internado en un campo de concentración para prisioneros civiles en Austria. R. se había trasladado a Suiza un mes antes de que estallara la guerra. Sin su documentación militar, Friedrich ni siquiera podía caminar seguro por las calles. Todo el mundo se había convertido —como sabemos— en la sombra de sus propios documentos. La quinta de Friedrich había sido convocada tiempo atrás. Y en la calle, él debía resultarle sospechoso a cualquier policía. Los grandes carteles de movilización en los que figuraba su nombre aún colgaban de las paredes, mustios y desgarrados, como testimonio de que los integrantes de esa quinta ya habían caído y empezaban a pudrirse. Friedrich, cuya nacionalidad exacta era más bien indemostrable, podía ser arrestado e internado en algún campo. En la frontera, y luego en el camino, había explicado que venía de Rumanía para alistarse. Y le habían creído: en el tren había muchos en idéntica situación. Se lo dijo un gendarme que controlaba la documentación: hombres que venían de países lejanos para coger un fusil. Ahí los trenes también iban adornados con follaje. Los soldados cantaban otras canciones y llevaban ropa y gorras diferentes de las de Rusia. Un mes antes aún iban de civil, allá y aquí, y no era fácil distinguirlos. ¿Cómo podían cantar todos tan repentinamente? Nunca habían cantado antes, cuando viajaban en tren como vendedores de perfumes, abogados o funcionarios que salían de vacaciones o volvían a sus puestos. ¿No sentían respeto alguno polla muerte? ¿O sólo la respetaban cuando aparecía con los atributos solemnes que ellos mismos le conferían en tiempos normales, en los cementerios acostumbrados, en las tiendas de ataúdes y en las empresas de pompas fúnebres?
«Poco a poco empecé a entender mi antigua ira contra la autoridad —me escribió después Friedrich al frente—. Sólo me rebelaba contra la autoridad pasajera, del momento, porque no reposa sobre presupuestos legales. Este contable que ahora se va a la guerra cantando es tan poco héroe como el policía es policía, el ministro, ministro, y el emperador, emperador. En tiempos de paz no lo advertimos. Pero ahora, esos cientos de miles de abogados y profesores transformados repentinamente en oficiales ponen al descubierto la ilegalidad incluso de los oficiales de carrera. Es evidente que, pese a haberse disfrazado, la sociedad se revela ahora tal como es.
»Fui a la asociación de jóvenes obreros que usted ya conoce. Siguen celebrando las veladas de los jueves. Leí el programa en el patio de entrada. He aquí los títulos de las conferencias: Las potencias centrales y la guerra. El socialismo y Alemania, El zarismo y el proletariado, La idea centroeuropea y la libertad de los pueblos. Busqué al presidente, un joven obrero metalúrgico. Pese a su juventud, había sido provisionalmente exonerado del servicio militar porque trabajaba en una fábrica de municiones y tenía conocimientos especiales. “¡Oh, camarada!”, me dijo el joven muy contento. En el ojal llevaba una insignia cuya forma no pude reconocer y que era al mismo tiempo una cruz, una estrella y un martillo. La había inventado un dibujante de la fábrica de municiones y había sido oficialmente patentada como distintivo de los “héroes del interior”, según llaman a los obreros metalúrgicos. “¡Celebro que se haya usted escapado! —me dijo el muchacho—. ¿Cuándo se enrola? ¿No quisiera darnos antes una conferencia? Ahora somos pocos. La mayoría está en el frente”. Y su manera de hablar revelaba la jovialidad del presidente de un comité de fiestas. Sobre su mesa se veían montones de tarjetas rosadas del correo militar, y un cenicero fabricado por él mismo con una de las granadas que contribuía a producir. De la pared colgaba uno de esos famosos carteles que representan a Karl Marx, mientras una bandera roja, atada con cuerdas, reposaba en un rincón. Parecía una sombrilla enrollada, de esas que los floristas suelen abrir sobre sus quioscos en los días calurosos del verano. Y como estaba nevando, por un momento tuve la extraña impresión de que esa bandera era en realidad un paraguas.
Evocó luego la figura de Grünhut como quien recuerda un medicamento empleado ya algunas veces con éxito. Grünhut era un hombre perdido, y ni siquiera una guerra podría liberarlo de su propio exilio. Mas como la sociedad se hallaba en guerra, concluía Friedrich con la insistencia de quien todavía no ha vivido la guerra, los que tenían antecedentes penales eran, forzosamente, personas normales.
Grünhut se incorporó de un salto.
—Venga, venga —dijo llevando a Friedrich a la mesa; y encendió su lámpara de gas, que empezó a difundir un frío verdoso y susurrante. Sin embargo, intentó calentar junto a la llama sus manos heladas.
Friedrich le contó su fuga. Grünhut se paseaba por la habitación, frotándose las manos.
—¡Qué heroísmo! —decía—. ¡Usted merece una condecoración aun antes de partir al frente! ¡Esto habría que publicarlo en los periódicos! ¡Qué héroe! ¡Qué héroe!
Y comenzó a hablar del inminente asedio de París, de la marcha de Hindenburg sobre San Petersburgo, de un regimiento de infantería que justamente aquel día había pasado bajo su ventana en dirección a la estación, y de sus perspectivas de ser finalmente revitalizado. Ahora calificaba su vieja y triste historia de «caso trágico». Había enviado una solicitud al regimiento donde, años atrás, sirviera un año entero hasta obtener el grado de sargento y ser admitido al examen para oficiales. Aún guardaba una copia: la sacó del bolsillo y empezó a leerla en voz alta. En ella se hablaba de la época extraordinaria en que vivían, de la patria y del emperador, de un «extravío juvenil» y del deseo de morir como hombre de honor y soldado, reparando así con una hermosa muerte una vida perdida. Pese a su edad, quería ir al campo de batalla.
Se secó el sudor de la frente, aunque sus enrojecidas manos revelaban que tenía frío. Sentía calor y frío al mismo tiempo. Su cabeza se hallaba en un clima diferente al de su cuerpo. Por el momento, dijo Grünhut, no tenía que copiar direcciones. Un sastre importante, que confeccionaba uniformes, le daba trabajo a domicilio. Cada tres días pasaba por el taller y recogía veinte pares de pantalones de uniforme y ciento cincuenta botones. Al cabo de tres días entregaba los pantalones con los botones ya cosidos. Sólo entregaba trabajos bien hechos. Otros se contentaban con pasar un solo hilo por cada agujero del botón, de modo que cuando un soldado se abotonaba los tirantes por vez primera, el botón salía disparado. La gente no tenía conciencia. Grünhut, en cambio, cosía los botones con tanto cuidado que luego quedaban firmemente adheridos, como hierro. Mientras que a los otros colaboradores externos les hacían pruebas, a él le creían todo a pie juntillas. Y encima le subieron el sueldo. Pero ahora las cosas iban mal. La señora Tarka había perdido poco a poco su clientela. Los hombres se iban a la guerra y las mujeres entraban a trabajar como enfermeras. Habían aprendido a actuar con prudencia y evitar los embarazos. Cuestión de práctica. Los temas sexuales no podían seguir siendo un tabú. Y, con el tiempo, las chicas también iban perdiendo el miedo a sus padres. La señora Tarka, en cambio, lo acosaba exigiéndole más dinero por la habitación. Ahora se podía alquilar a buen precio a los refugiados del Este. Él la consolaba con la perspectiva de su rehabilitación.
—¿Vamos a comer juntos?
Y fueron a comer a un restaurante.
El tiempo había cambiado. Soplaba un viento cálido que convertía la nieve en lluvia. Los heridos leves y los convalecientes caminaban con bastón, envueltos en vendajes negros y blancos, algunos del brazo de enfermeras en uniforme azul oscuro. Habían reducido el número de lámparas y la luz de los escaparates se apagaba temprano; algunas tiendas habían cerrado porque sus propietarios se hallaban en el frente. Las persianas metálicas bajas daban la impresión de tumbas, y los carteles que indicaban el motivo de la ausencia de los comerciantes parecían inscripciones sepulcrales. La oscuridad era tan grande en ciertas calles que se veían las estrellas entre jirones de nubes. Era una irrupción de la naturaleza entre las casas y las farolas. Las hileras de ventanales permanecían ciegas. En sus cristales se reflejaban el cielo y las nubes.
El salón del restaurante, débilmente iluminado, parecía más claro y acogedor que en tiempos de paz. Sentadas a las largas mesas había ahora más mujeres que hombres. Hablaban de sus hijos y maridos, y de recónditos bolsillos sacaban periódicos viejos y arrugadas cartas del correo militar. Unos cuantos señores canosos, que saludaron a Grünhut con un breve silencio, estaban hablando de política. Y Grünhut, a quien los señores llamaban doctor, les explicó la posición estratégica de los ejércitos aliados y los consoló por la ofensiva de los rusos en Galitzia, recordando que, en 1812, Napoleón debió sus fracasos justamente a una ofensiva.
—¡Ayer me presenté como voluntario! —les dijo; y sus palabras parecían contener la prueba última y definitiva de que la victoria de las potencias centrales era algo seguro. Los ancianos menearon la cabeza. ¿Qué edad tenía?, le preguntaron—. Cincuenta y dos —replicó Grünhut en el mismo tono de voz con que poco antes había hablado de unos «treinta mil prisioneros».
De la pared colgaba —Friedrich lo advirtió de golpe— una antigua oleografía del emperador en uniforme de gala. El retrato ya existía en tiempos de paz, pero estaba tan arriba y cubierto de polvo que siempre lo habían tomado por un paisaje. Ahora colgaba en un lugar visible, como un juramento de fidelidad renovado por todos los pobres y mendigos que frecuentaban aquel sitio.
El dinero de Friedrich aún alcanzaba para un mes, aproximadamente. Berzeiev había compartido con él su peculio. Friedrich esperaba una carta de su amigo desde Zúrich. No tenía documentación alguna para justificarse ante la policía. Seguía viviendo en su antiguo cuartucho, en casa del sastre, a quien habían licenciado provisionalmente por debilidad física general. Este golpe de suerte lo había vuelto más afable. Puso a Friedrich en guardia contra su mujer, y le aconsejó decirle que estaba esperando de un momento a otro una orden telegráfica para incorporarse al ejército.
Friedrich temía a sus vecinos. Temía también una denuncia anónima, la mirada de algún policía, e incluso a Grünhut, el patriota.
Quería ver a Hilde y le escribió, rogándole que fuera al café. Allí la esperó en un rincón. Enfrente de él, un señor de edad sostenía un periódico ante su cara. Sólo se le veía la cabellera canosa y partida por una raya al medio. Estaba inmóvil. No apoyaba el periódico ni volvía las páginas. Parecía haberse dormido sin dejar de leer a través de sus párpados cerrados. Sobre su mesa, un vaso de agua lleno, que él no había tocado, se hallaba cubierto por una hoja del periódico. Tal vez fuese un número muy viejo, de esos que anunciaban el estallido de la guerra, y él fuese incapaz de dejarlo. De la pared derecha colgaba un espejo alargado y angosto que nadie había podido ver nunca, pues siempre quedaba oculto por la espalda de algún cliente. La gente sólo podía mirarse en él muy de pasada. Y en aquel momento, pese a estar sentado, Friedrich pudo verse la cara por vez primera. En todo el local sólo había dos lámparas encendidas. La pared de la que colgaba el espejo aún se hallaba inmersa en las tinieblas grises del día moribundo, y el espejo parecía estar muy lejos de la zona iluminada del recinto. Su insondable profundidad reflejaba la imagen reducida de una de las lámparas. Friedrich miró su propio rostro como el de un extraño. Cuando, sin volver la cabeza, miraba de reojo, llegaba a ver su perfil y se asustaba, pues casi no se reconocía. Su boca era muy fina, y el labio inferior, algo prominente, le alzaba la barbilla. Su cabellera era más bien escasa, la frente, muy blanca y brillante, y por las sienes asomaba un incipiente resplandor plateado. La nariz se inclinaba suave y triste sobre la boca.
Detrás de las ventanas era ya de noche cerrada cuando Hilde entró. Él le salió al encuentro. La miró largo rato a la cara, como antes había mirado el espejo. También quería encontrar uno que otro cambio en ella, las sombras del tiempo. Pero aquel rostro liso y moreno había dejado transcurrir los meses como inocuas y acariciantes brisas estivales. El tiempo no había encontrado sitio en las mejillas de Hilde para dejar ni un solo rastro. Eterno era el negro fulgor de sus ojos, el brillo de los tiernos vellos plateados que protegían su piel, el ímpetu encarnado de sus labios, el grácil titubeo de su cuerpo, que parecía calcular cada movimiento como si los miembros tuvieran cerebro, y los nervios, razón. Friedrich aguardaba ya el primer sonido de su voz como un regalo. Quería verla y oírla al mismo tiempo. De pronto se acercó el camarero y ella lo saludó. ¡La salvación!
—¿Qué desean los señores? —preguntó. Y volvió a oír su voz.
Estaba informada de lo que le había sucedido. Había vuelto varias veces al café. Y en cierta ocasión R. se sentó a su mesa y le habló de Friedrich. Pero entonces estaban en guerra. Y él tenía un doble motivo para luchar contra el zarismo. La causa de la libertad se identificaba a tal punto con la de la patria que todas las diferencias de estamento y conflictos de clase quedaban abolidos. Ella lo sabía muy bien. Por fin tenía la oportunidad de conocer al pueblo, pues cada mañana atendía a los heridos en un hospital. Y por último llegó la pregunta inevitable:
—¿Cuándo se enrola?
—La semana próxima —respondió él maquinalmente.
¿Que si vendría mañana por la tarde? Aún quedaban varios de sus viejos amigos, algunos en uniforme, por supuesto.
—¡No! —dijo él. Pero al punto vio una sombra en el rostro de Hilde, cuya tristeza le conmovió. Era evidente que lo echaría de menos.
—¡Sí! —se corrigió—. Vendré.
Ya en el vestíbulo de los señores Von Maerker se percató de que la patria estaba en peligro. De las perchas colocadas a ambos lados del espejo colgaban kepis de oficiales y abrigos azules con botones metálicos, y en los espacios destinados en tiempo de paz a acoger paraguas, se alzaban dos sables. Cuando Friedrich entregó su sombrero a la criada, le pareció ver que lo colgaba con cierto desprecio en un gancho bastante alejado, junto a dos abrigos civiles, oscuros y perdidos. La criada tenía un remoto aire a vivandera.
La mayoría de los amigos de la casa estaba sirviendo en el ejército. El mismo señor Von Maerker era capitán y, de momento, comandante de una estación de trenes de la capital, a la que iba dos veces por día a observar con apasionamiento los batallones que partían y los convoyes que llegaban con heridos. Aquel insólito movimiento lo estimulaba. Hacía decenios que sólo pasaba a diario por dos calles bien determinadas. Trabajar en una estación por la que no solía pasar sino dos veces al año —al irse de vacaciones y al volver de ellas— le procuraba la grata ilusión de encontrarse, tras largos años de monótono trabajo burocrático, en medio de la vida y sus emociones. A sus relaciones en el Ministerio de Guerra debía una serie de informaciones sobre lo que estaba ocurriendo en política y en el cuartel general, así como la tranquilizadora sensación de que, mientras fuera posible, él seguiría al frente de una de las grandes estaciones de Viena. Cierto es que jamás se le ocurrió pensar que las protecciones de que disfrutaba no se compadecían demasiado de su amor a la patria. Era incapaz de comprender la estrecha vinculación existente entre patriotismo y riesgo de la propia vida, y tampoco se daba cuenta de que la consecuencia inmediata de la guerra era la muerte, no un cambio de vida. Apenas sabía —como muchos hombres de su misma clase, además— que la fórmula «Caído en el campo del honor» significaba también el fin irremediable del caído.
El ama de llaves del señor Von Maerker jugaba ahora con la consoladora perspectiva de convertirse, después de la victoria, en la legítima esposa de su patrón. Ya en los primeros meses la guerra había derribado unos cuantos prejuicios sociales que, pese a su carácter insensato, habían sido siempre más éticos que la propia guerra. Se veía venir una época nueva. Obligada a atribuir a los proletarios el calificativo aristocrático de héroes y caballeros, la clase social a la que pertenecía el señor Von Maerker creía haberse democratizado. Unas cuantas jovencitas que tenían lo que solía llamarse «relaciones» con señoritos de la aristocracia y del alto mundo financiero tuvieron la suerte de convertirse, gracias a un presuroso matrimonio de guerra, en las legítimas esposas de sus príncipes, en vez de obtener, como era habitual en época de paz, algún negocio de lavandería o de venta de guantes como liquidación pacífica. Gracias a la mediación de sus preciosas hijas, varios centenares de pequeñoburgueses quedaron así vinculados a las clases altas y podían, en caso de ser llamados a filas, ingresar en los servicios de sanidad. Nadie ponía, pues, en duda la posibilidad de una concordia patriótica. Todas las señoras eran enfermeras o desarrollaban una intensa actividad benéfica, llegando incluso a regalar a viudas de guerra desconocidas los vestidos que, en otros tiempos, hubieran dado a sus costureras particulares para prevenir reclamaciones de orden salarial. Cambiaban su alianza de oro por otra de hierro, aunque hubieran decidido conservar las piedras preciosas. También cambiaban las cadenas del reloj, sobre todo cuando estaban pasadas de moda. Dondequiera que uno mirase: hierro. Muchos hijos se encontraron en peligro de muerte para beneplácito de sus propios padres.
Hasta los haraganes que habían despilfarrado dinero eran perdonados: ahora eran héroes y ya no podían despilfarrar más. Las madres de los caídos llevaban su dolor como los generales sus cuellos recamados de oro, y la muerte en el campo de batalla se convirtió en una especie de condecoración para los sobrevivientes. Pero hasta los parientes de los «héroes» que realizaban trabajos exentos de peligro se sentían orgullosos, como si tuvieran un muerto que lamentar; y en medio de lo que solía llamarse «gravedad del momento», se confundían las diferencias entre madres de los caídos y madres de los vivos. Todo era precisamente trágico, y cada cual creía ofrecer sacrificios.
En todas las paredes se veían ya las exhortaciones a suscribir el primer empréstito de guerra, junto con las convocatorias al tercer reclutamiento.
El retratista estaba uniformado, aunque en un uniforme bastante extraño e inventado apresuradamente para él por alguna autoridad militar. No se había preparado de manera suficiente la participación de los artistas en la guerra. El cuartel general de los servicios de prensa no podía absorber tal cantidad de pintores y escritores, historiadores y periodistas, críticos teatrales y dramaturgos. Los periodistas llevaban polainas de cuero, revólver y un brazal con la palabra «prensa» bordada en letras de oro. Los críticos teatrales trabajaban en el Archivo de Guerra y podían ir en traje de paisano para no tener que presentarse como suboficiales. Los pintores eran abandonados a su propia fantasía. Retrataban a los generales jefes, decoraban las paredes de los hospitales con frescos vivaces y agradables, y escribían diarios o cartas que luego publicaban en calidad de «huéspedes» de la literatura. Ellos también se sometían a las revisiones médicas, pero en general tenían diversas enfermedades que los incapacitaban para llevar armas. Unos cuantos dramaturgos empezaron a escribir «historias de regimientos».
En casa del señor Von Maerker, donde Hilde actuaba de mediadora con la literatura, la historia del arte y el arte, se reunían no sólo combatientes, sino también pintores y escritores. Friedrich leía en sus miradas una mezcla de curiosidad y estima. Por sus ideas revolucionarias y su experiencia siberiana, así como por su disponibilidad —supuestamente invariable— a luchar contra el zarismo, encarnaba a la perfección aquella idea de la identidad entre libertad y causa patriótica. Su simple presencia bastaba para demostrar dicha identidad.
El escritor G., uno de esos satíricos cultivados que sabían combinar una actitud decadente, maneras distinguidas y grandes deudas con una delicada sensibilidad lingüística, se hallaba inmerso en una conversación con el joven barón K. sobre la literatura francesa de la Ilustración. Evitaba hablar sobre temas de actualidad, pues al ser un escéptico hubiera perjudicado el optimismo general. De haber expresado su opinión, hubiera dado al traste con las ventajas y los trajes civiles de aquellos militares. Sin embargo, por no parecer un hombre totalmente desligado de la idea de patria, dijo a su interlocutor:
—La guerra es precisamente el mejor momento para reflexionar. Nunca he podido leer tanto y con tanta tranquilidad. Ahora estoy leyendo a los franceses. Conocer mejor a nuestros enemigos me depara un placer muy particular. Son crueles e inteligentes. El pueblo entero es puesto en movimiento por la llamada raison. Y ahora entiendo perfectamente que con este sano sentido común pueda formarse una pequeña burguesía parsimoniosa, pero no una nación heroica. En las grandes ocasiones hace falta un moderado delirio.
Hilde sonrió e intercambió una mirada con el escritor.
Comprendió que había hablado para ella y no para el teniente. Sentía muy poca estima por la caballería. Pues mientras los escritores e intelectuales —término este que se usaba cada vez con más frecuencia— comentaban hasta los más simples partes de guerra de un modo tal que de su realidad concreta no quedaba sino un eco suave y grato a Hilde, el teniente de caballería citaba nombres, cifras, kilómetros y divisiones que la aburrían a muerte. Y aunque no dijera nada que no hubieran podido decir también los otros de no haber literaturizado los hechos, parecía ser el único en saber qué era la guerra.
Además de este teniente, sólo el padre de Hilde seguía siendo, entre todos los hombres presentes, un objeto apropiado al desprecio de la joven. El consejero ministerial había empezado a participar en las reuniones organizadas por su hija sólo tras el estallido de la guerra: ¡tanto lo había hecho cambiar el gran acontecimiento! De todos los grupos sociales que no producían oficiales, ni funcionarios ministeriales, ni diplomáticos o terratenientes, el más odioso le resultaba la bohème (término que él mismo utilizaba), sobre la cual tenía ideas infantiles. Incluso ahora que, revolucionado por el entusiasmo bélico, se entregaba a la ilusión general de que las diferencias habían quedado abolidas y de que un pintor en ropa de viaje o en pantalones de montar que pintara un hospital militar o retratara a algún comandante pertenecía al cortejo de los héroes, incluso ahora se estremecía imperceptiblemente cuando el pintor P., no bien se contaba algo emocionante, se cogía un pie con ambas manos como si necesitara de este gesto para poder oír mejor, o bien cuando el crítico teatral R., en el curso de un breve silencio, rompía entre sus dientes algún fósforo. En medio de su ignorancia, fruto de una juventud que transcurrió lejos del mundo y en un colegio feudal, el señor Von Maerker no comprendía que esos hombres no poseyeran los modales libres de una mentalidad de artista, sino sólo los malos modales de una educación pequeñoburguesa. Y consideraba todo aquello como una forma de expresar el temperamento artístico.
Friedrich miró a su alrededor. El corresponsal de guerra, recién llegado del frente, estaba hablando con un subteniente, jurista en el mundo civil, sobre la espléndida dotación de las tropas. En fecha próxima quería ir a Bélgica y describir la marcha victoriosa del ejército. Un diputado liberal de edad mediana y no sujeto aún al servicio obligatorio explicaba a un voluntario «de un año», a quien el problema no le interesaba en absoluto, que la guerra supondría la derrota definitiva del clericalismo y que la escuela laica ya era sólo cuestión de semanas. El escritor irónico estaba conversando con Hilde. Había dejado mudo al joven oficial de caballería, y aunque las sillas de ambos se rozaran, el literato se hallaba separado del oficial por todo un mundo, un mundo donde abundaban las obras francesas de la Ilustración. El escritor tenía ahora en los labios una sonrisa que podía ponerse y quitarse como una bigotera, y de la cual se servía para impresionar a las mujeres. Su traje, su aspecto general, su corbata y su peinado eran el producto de toda una mañana de trabajo. En son de escéptica protesta llevaba un traje de civil muy elegante y, en el bolsillo, un permiso especial para poder usarlo. Pero el efecto era provocador, como si hubiera cometido una injusticia contra todo el mundo uniformado. El excesivo cuidado que revelaba el nudo de su corbata era ya, según él, una manera de protestar contra el confusionismo de toda una época. La mirada afectuosamente crítica con que seguía los movimientos de Hilde y parecía anotarlos detrás de su frente, contenía la melancólica renuncia de un genio crítico que se había sometido a la censura y debía esconder en lo más profundo de sí mismo los mil y un chistes que se le ocurrían al leer cada parte bélico. Friedrich lo odiaba incluso más que al pintor.
Observó a Hilde. Un ligero rubor, que acentuaba aún más el tono parduzco de sus mejillas, revelaba que la joven se sentía el centro de un círculo de elegidos que la adoraban y a los que ella misma veneraba. Y Friedrich se preguntó si existiría alguna relación causal entre la adoración de que era objeto y la veneración que ella, a su vez, tributaba. La joven le pareció extraña y lejana, casi hostil, en medio de toda esa gente. Hubiera querido despojar de su sentido inmediato cada uno de sus gestos para liberarlos del contexto de aquel mundo, y privar de su significado cada una de las palabras que decía, para que ya sólo quedara en ellas el sonido de una voz inocente y amada. Él amaba su voz, mas no sus palabras. Amaba sus ojos, y odiaba lo que éstos miraban.
El ucraniano P. no salió del campo de concentración hasta el mes de agosto. Entretanto se supo que los revolucionarios rusos habían sido por un tiempo aliados naturales de las potencias centrales. La liberación de P. del campo de concentración se debió sin duda a motivos políticos. Se quedó en Viena; las autoridades lo sabían y hasta llegaron a protegerlo. Unos días después del regreso de P, Friedrich inició su viaje a Zúrich a través de Alemania. Todo el tiempo, incluso durante su reclusión en el campo, P. había estado en contacto con Zúrich y con el camarada Tomkin en Brandenburgo, uno de los enlaces entre los camaradas y la policía secreta. No había cambiado. Con su fuerza e indolencia características, parecía considerar los años de la preguerra, la miseria en la cual seguía viviendo y sus padecimientos en el campo de concentración, como una especie de gimnasia imprescindible. Desconocía el miedo; y no porque fuera valiente, sino porque la masa y fuerza de sus músculos, la inalterable elasticidad de sus nervios y tendones, y una sana abundancia de sangre roja no podían dejar paso a ningún sentimiento de miedo. Era tan incapaz de sentir miedo como un árbol. Pero comprendía, al igual que todos los impávidos, que el temor no siempre es consecuencia de la cobardía, sino también un atributo de la constitución física y de los nervios.
—Su miedo era superfluo —dijo P. a Friedrich—. Si lo hubieran internado, habría salido pronto. Por ahora somos, como quien dice, aliados, y estamos bajo la protección de una institución muy poderosa. A nuestros camaradas les han dado incluso pasaportes. Usted también recibirá uno. Ahora tiene que ir a M.: aquí le doy una dirección. El hombre que vive allí le entregará algo de dinero y un documento para entrar en Suiza. Salúdeme a los camaradas. De momento yo me quedaré aquí. Tal vez logre cruzar el frente y llegar a Rusia.
Dijo «cruzar el frente y llegar a Rusia» como si se tratara de un viaje de placer. Pensaba concertar una entrevista con los camaradas como quien se cita en algún célebre centro turístico. Tranquilo y poderoso, estaba sentado en su viejo sofá que, aunque era suficientemente ancho y grande para una persona adulta, parecía estrecho, corto y frágil bajo el peso y la potencia de su cuerpo.
—Para evitar cualquier problema viajará usted en primera —dijo P.—. Irá bien acompañado por altos oficiales y proveedores del ejército, y ningún gendarme se atreverá a pedirle documentación. No obstante, si esto sucediera, arme usted un escándalo y grite a cuanto funcionario se le cruce en su camino.
Caminaban lentamente por las calles. P. tenía la solemne placidez de un alcalde.
—Cuando se tiene un aspecto como el mío —dijo—, no se despierta sospecha alguna en Europa Central. Los alemanes y los pequeños pueblos del área cultural germánica tienen una confianza inquebrantable en las espaldas anchas. Compare por ejemplo la popularidad de Hindenburg con la escasísima fama de Hotzendorf, que es delgado y elegante. Sienten respeto por los rusos, aunque son enemigos. Pero los generales rusos tienen charreteras anchas, como los alemanes. Los jóvenes nerviosos como usted despiertan recelo.
Para dejar a Friedrich bien instalado, P. lo acompañó a la estación. Y con la jovialidad que lo caracterizaba, confió a Friedrich a la tutela del revisor.
—Caballero —le dijo—, mi amigo está enfermo y necesita vecinos agradables.
—Muchísimas gracias, excelencia —exclamó Friedrich en voz tan alta que el gendarme que escoltaba el tren tuvo forzosamente que escucharlo.
—¡Cuídese mucho! —repuso P. al despedirse. El revisor y el gendarme saludaron a P, que se alejó del andén a grandes pasos.
Friedrich no estuvo mucho rato solo en el compartimiento. Subieron un coronel alemán y un mayor austríaco. Lo saludaron. En tiempo de guerra se podía estar seguro de que en primera clase no viajaría un pasajero cualquiera. Quien subía a un tren vestido de civil era incluso más poderoso que un uniformado, y los oficiales más listos se habían acostumbrado paulatinamente a considerar como superiores a los civiles que encontraban en primera clase.
Tanto mayor fue su contrariedad cuando vieron que, segundos antes de la partida del tren, el revisor introdujo a un nuevo pasajero que hubiera tenido cabida en primera a lo sumo en tiempos de paz. Los dos oficiales intercambiaron una rápida mirada: mientras sus cejas se alzaban impulsadas por el asombro para luego arquearse, indignadas, sus bigotes ya habían empezado a sonreír. Ambos se juntaron aún más, como si a partir de entonces tuvieran que hacer un frente común. El pasajero recibido con semejante desconfianza no parecía darse cuenta de nada. Iba sentado con gran comodidad y holgura, ya que los otros se habían arrinconado en un espacio mínimo. Era miope, como lo revelaban los gruesos cristales de sus quevedos, su cabeza, constantemente inclinada hacia adelante, y la inseguridad de todos sus movimientos. Era evidente que había corrido para no perder el tren, y ahora se escuchaba su respiración fatigosa. Sus cortas piernas no le llegaban al suelo, afanosamente buscado por las puntas de sus pies. Sus manos blancas y redondas reposaban sobre sus rodillas, y sus dedos tamborileaban en silencio sobre el paño suave de los pantalones.
Una barbilla negra y puntiaguda, en la que apuntaban ya las primeras canas, confería al señor el aspecto de un alto empleado bancario.
—¡Un apoderado! —le oyó Friedrich susurrar el coronel alemán.
—¡Un rabino castrense! —replicó el mayor austríaco también en un susurro.
El hombre sobre cuya profesión no se sabía aún nada preciso se había puesto a observar con aire confiado y jovial a sus compañeros de viaje. Su respiración se había normalizado poco a poco. Se le veía contento con su situación.
Por último se puso en pie, le hizo una ligera venia al coronel primero, luego al mayor, y dirigió finalmente a Friedrich una débil inclinación de cabeza.
—¡Doctor Süsskind! —dijo en voz alta. Su voz revelaba más seguridad que su cuerpo.
—¿No será usted un capellán del ejército que se incorpora a filas, reverendo? —le preguntó el mayor austríaco al tiempo que una sombra oscurecía la cara del taciturno coronel.
—¡No! —repuso el hombre, que estaba otra vez sentado en su rincón, con las piernas colgando—. Soy corresponsal. —Y nombró un periódico de orientación liberal.
—¡Ajá! ¿Corresponsal de guerra? —inquirió el mayor.
—Acabo de estar en su país, recorriendo el territorio de la monarquía austrohúngara —replicó el corresponsal en tono oficial.
—Pues espero que le haya gustado —dijo el mayor con voz indiferente.
—¡No todo, lamentablemente! —empezó a decir el periodista—. He tenido oportunidad de hablar con varias personalidades de alto rango y hombres de gran lucidez, aunque sin cargos públicos. Me parece que a Austria, perdón, a nuestros aliados —se corrigió, inclinando visiblemente la cabeza hacia el coronel alemán— les falta un poder central más fuerte. La organización deja mucho que desear. El austríaco es de sangre ligera y las naciones que gobierna son aún poco civilizadas. Además, mientras estemos en guerra podrían acallarse un poco las reivindicaciones nacionalistas. ¡Así es, señores!
—¿Qué naciones ha visto? —preguntó el mayor.
—Los polacos, por ejemplo —replicó el periodista. En Cracovia había comido bien, pero dormido mal por miedo a las sabandijas. Y en Budapest había visto dos chinches en una sola noche. Los húngaros se negaban a hablar alemán con él, y sin embargo entendían todo. Un teniente de los húsares había sido sumamente amable, pero no tenía idea de la importancia de la artillería en el frente oriental. ¡Pues sí!
—En el frente hay piojos —dijo el mayor austríaco como queriendo iniciar otra historia. Pero no añadió nada.
En Presburgo, contó el periodista, había oído a un grupo de soldados, en una taberna, hablar dialecto eslavo.
—Debe de haber sido algo parecido al eslovaco —observó—. Y muy raras veces una palabra de alemán.
—¿No sería checo? —preguntó el mayor.
—Es posible —replicó el periodista—, pero ¿acaso no es lo mismo? El checo, por lo visto, no era una lengua independiente.
—¡Un bávaro no puede entender a un prusiano! —comentó el mayor.
—Se equivoca —dijo el periodista irritado—, sólo son dialectos. —Y empezó a exaltar la unidad de todas las tribus germánicas sin perder de vista al coronel alemán que, a su vez, miraba por la ventanilla.
De pronto, el coronel se volvió y le preguntó:
—A propósito de dialectos…, es usted de Fráncfort ¿verdad?
—¡No! ¡De Breslau! —replicó el periodista con voz firme y casi militar.
—¡Tampoco está mal! —dijo el coronel volviendo a contemplar el paisaje.
—Así que es usted de la prensa —empezó a decir el mayor austríaco, como si acabara de descubrir la relación del periodista con un órgano de prensa—. La séptima potencia, ¿verdad? —le preguntó en tono amable.
El corresponsal sonrió.
—Pues bien —continuó el mayor—, usted ha de saber mejor que nosotros cuándo acabará el conflicto. ¿Qué piensa al respecto?
—¡Quién podría decirlo! —replicó el periodista—. Nuestros ejércitos han realizado una gran incursión en territorio enemigo. La nación está más unida que nunca. Los socialdemócratas combaten como los otros. ¿Quién hubiera creído en la posibilidad de semejante milagro? ¿Viaja usted a Alemania? Pues ya verá como han desaparecido las diferencias entre clases y confesiones. El viejo conflicto entre catolicismo y protestantismo pertenece al pasado.
—¿De veras? —preguntó el mayor—. ¿Y qué pasa con los israelitas?
El periodista guardó silencio y el coronel sonrió al paisaje.
—¡En vías de extinción! —dijo el barbudo como queriendo decir: no queda ni uno.
—¡Nuestros israelitas son muy valientes! —prosiguió obstinadamente el mayor.
—¡Permiso! —dijo el periodista y salió del compartimiento. Por el cristal de la puerta lo vimos pasar a la derecha y después a la izquierda.
—¡Ocupado! —dijo el coronel, y como si el lavabo ocupado fuese un asunto geográfico, añadió—: Con que es de Breslau…
Una vez vuelto a su sitio, el periodista empezó a hablar del estallido de la guerra en París, donde él había trabajado varios años para su periódico. Habló detalladamente sobre las medidas que los parisinos tomaron contra los alemanes, que, según ellos, debían volver a sus acantonamientos. Mencionó varias veces los apellidos del embajador alemán, de algunos agregados militares y consejeros de la embajada. Parecía dispuesto a atribuir particular importancia al hecho de haber salido del país en el mismo tren que transportaba a los miembros de la embajada alemana. Y una decena de veces repitió la fórmula: «Nosotros, una docena de alemanes». El coronel seguía mirando el paisaje. Una embajada alemana que hubiera abandonado un país enemigo en compañía del doctor Süsskind le interesaba mucho menos que la cocina de un regimiento extranjero. En vano hablaba el periodista de agregados militares: el mayor austríaco no lo escuchaba. Sacó una agenda del bolsillo y preguntó:
—¿No sabe chistes judíos, doctor? —Y como el periodista no respondiera, el mayor, agenda en mano, empezó a leer chistes que comenzaban todos con estas palabras: «Dos judíos iban en un tren…». El coronel miraba al mayor con aire desesperado y serio al mismo tiempo, como queriendo castigarlo. El periodista esbozó una sonrisa de complacencia que, sin acentuarse ni languidecer, se mantenía idéntica tanto al principio como al final de los chistes. Tan sólo Friedrich reía. Una vez que el mayor empleó una de aquellas palabras del argot judío que ya se han integrado en el vocabulario de bromistas y modistos y que, según él suponía, debía resultarles comprensible a todos los presentes, el periodista le preguntó interesado qué significaba.
—¡Cómo! ¿No sabe lo que significa? —inquirió el mayor.
—No —repuso el periodista, pretendiendo no saberlo. Sólo lentamente recordó que una vez, en el curso de un viaje por Egipto, había oído una palabra turca que sonaba parecido. Y habló de Egipto como si este país no hubiera desempeñado ya un papel primordial en la historia de su pueblo. Y como si el paisaje fuera más y más interesante, el coronel redobló su interés por la ventanilla.
Se acercaban a la frontera alemana. El mayor acabó de contar sus chistes. Hojeó su libreta con la esperanza de encontrar una última anécdota perdida, pero no halló nada.
El periodista, cada vez más nervioso, se levantó y, con visible dificultad, bajó su maleta de la red de portaequipajes.
—¿Baja? —preguntó el coronel sin alzar la mirada de su libro y como queriendo preguntarle: ¿Por fin nos dejará usted en paz?
—Así es, mi coronel —sonó la respuesta, firme y marcial.
Cuando el tren empezó a disminuir su marcha y aparecieron las primeras señales de una estación cercana, el periodista puso su maleta en el pasillo, volvió al compartimiento y se despidió dando un taconazo fortísimo que nadie hubiera sospechado en él.
Para indignación del coronel prusiano, el mayor austríaco le tendió la mano y le dijo:
—Mucho gusto.
El coronel se limitó a decir: «¡Igualmente!», palabra que sonó como una maldición.
El periodista estaba ya sobre el andén, saludando a su esposa. La mujer llevaba un sombrero de plumas ancho y negro que parecía un plato sobre su cabeza. Sus enormes orejas se hallaban enrojecidas por el frío. En la mano tenía un paraguas con mango de cuerno trenzado.
El tren volvió a ponerse en marcha lentamente.
«Conque éste es el corresponsal Süsskind», pensó Friedrich. Conocía el nombre y el periódico en el que las iniciales de aquel hombre aparecían con frecuencia y en lugares bastante visibles. Era imposible relacionar de algún modo el estilo con que negaba su condición de judío.
—A este Süsskind —dijo el coronel como queriendo prolongar los pensamientos de Friedrich en voz alta— le valdría más ser invisible.
El tren, que llevaba retraso, no llegó sino a la mañana siguiente.
M. era una ciudad pequeña en la que estaba lloviendo. La mayoría de las casas eran edificios de ladrillo rojo oscuro. En el centro de la ciudad había un cuadrado verde, y en el centro del cuadrado se alzaba una construcción también de ladrillo rojo, algo inclinada. Era una iglesia protestante.
Frente a la entrada de la iglesia se elevaba una Escuela de niñas y varones, asimismo de ladrillos rojos. A la derecha de la escuela se veía una delegación de Hacienda… de ladrillos rojos. Y a la izquierda de la escuela se hallaba el ayuntamiento con una torre terminada en punta, construidos ambos con ladrillos rojos.
En los grandes escaparates de las tiendas se veían objetos de papel imitación cuero, relojes de pulsera para soldados, novelas de Ganghofer y muñequeras para pasar la Navidad en el frente.
De la Escuela de niñas y varones salía un canto de diáfanas voces infantiles: «En la patria, en la patria». De rato en rato pasaba un tranvía verde oscuro que, al bambolearse, emitía un violento campanilleo. Y una lluvia espesa, lenta y monótona seguía cayendo de un cielo plúmbeo, profundo, gris oscuro, que desde la creación del mundo no había sido azul ni siquiera una hora.
Llovía. Friedrich tomó asiento en un gran café vacío, en cuyos amplios ventanales habían pegado carteles patrióticos en favor de la pureza idiomática —«No digas adieu, sino auf Wiedersehen», «¡No uses palabras extranjeras!»— junto a tarjetas postales con versos de Theodor Körner impresos en letra gruesa. Una camarera le trajo un café ralo con un brillo rosado en los bordes. Sentado junto a un ventanal, veía correr la lluvia. El reloj del ayuntamiento dio las doce, y de la fábrica de municiones empezaron a salir las obreras y los escasos obreros. Era un pueblo silencioso. Sólo se oían los pasos sobre las piedras mojadas. Ni siquiera las más jóvenes hablaban. Iban a la cabeza de aquel cortejo desordenado porque eran más ágiles de piernas que las otras. Friedrich tenía tiempo. Tomkin era inencontrable hasta las cinco de la tarde.
Subió a un tranvía. Iba vacío. Una revisora le vendió un billete. Tenía las orejas descubiertas y el cabello tan firmemente atado en la nuca que podía pasar por un hombre. Del pecho le colgaba una trompeta de lata a guisa de broche. La pobre mujer llevaba unos quevedos. Avanzaba a grandes trancos por el vagón bamboleante como un viejo lobo de mar por la cubierta durante una tempestad. Como el tranvía iba vacío, Friedrich le preguntó si no deseaba sentarse. Ella dirigió hacia él sus quevedos y dijo:
—A los revisores nos está prohibido.
Friedrich se sintió ofendido por ese plural masculino en el que ella se incluía con tanto rigor y le dijo, irritado:
—¡Pero usted no es un revisor!
—Le advierto —replicó la mujer enfocándolo con sus quevedos— que es usted culpable de ofensa a un funcionario público. ¡Lo denunciaré!
«En esta ciudad vivió Bebel», pensó Friedrich. La mujer y el socialismo. Este país es la patria del pensamiento proletario. Es aquí donde el proletariado está mejor organizado.
La revisora seguía yendo de un extremo a otro, como si tuviera pasajeros que atender. «¡Me denunciará!», pensó Friedrich. Y aunque en ese momento tuviera motivos más que suficientes para evitar cualquier encuentro con las autoridades, decidió quedarse en el tranvía.
Éste llegó a la estación final. Friedrich permaneció sentado. La revisora se le acercó y le dijo:
—¡Baje!
—¡Volveré al centro! —replicó Friedrich.
—Pues tendrá que sacar otro billete.
—¡Por supuesto!
—No podría dejarlo viajar sin billete —dijo la revisora. Y los quevedos seguían fijos en él.
—¡Sea usted amable conmigo! —rogó el joven.
—¡Estoy de servicio! —repuso ella.
Atravesó de nuevo toda la ciudad. Nadie subió.
—¿Hay siempre tan pocos viajeros? —preguntó él.
—¡Pasajeros! —corrigió ella[4], sin responder a la pregunta.
Reducido definitivamente al silencio, se puso a mirar por los cristales empañados, a leer los avisos y carteles de reclutamiento. Por último se apeó y volvió a sentarse en el mismo café. Le sirvieron una cerveza sin preguntárselo.
Seguía lloviendo.
Pidió papel y le escribió una carta a Hilde, una de las cartas de amor más extrañas que se hayan escrito nunca. La copiamos a continuación:
Estimada señorita:
Le mentí al contarle que me alistaría la semana próxima. Nunca me enrolaré. Estoy de camino a Suiza. No tuve oportunidad de decirle lo que pienso de esta guerra; tampoco quiero intentarlo. Usted conoce mi vida lo suficientemente como para saber que no soy un cobarde. Si le digo que no me alistaré para combatir por vuestro Francisco José, por la industria bélica francesa, el zar o el káiser Guillermo II, no es que tema por mi vida, sino que prefiero conservarla para una guerra mejor, cuyo estallido esperaré en Suiza. Será una guerra contra la sociedad, contra las patrias, contra los poetas y pintores que frecuentan su casa, contra las buenas familias, contra la falsa autoridad de los padres y la falsa obediencia de los hijos, contra el progreso y contra vuestra emancipación: contra la burguesía, en pocas palabras. Hay otros que lucharán conmigo en esta guerra. Pero no son muchos los que estén debidamente preparados para ello por un destino personal. Sin duda habría odiado la institución familiar aunque la hubiera conocido. Sin duda habría desconfiado de las frases patrióticas aunque me hubiesen educado en el amor a la patria. Pero mi convicción se ha convertido en pasión, porque soy aquello que usted denomina, en su propio vocabulario, un «apátrida». Iré a la guerra por un mundo en el cual pueda sentirme a gusto.
Le escribo esta confesión porque quiero añadirle otra enseguida: la amo; o mejor dicho —pues desconfío de los conceptos que el diccionario burgués pone a nuestra disposición y de las palabras que vuestra sociedad suele emplear tan abusivamente— creo amarla. Cuando la vi por primera vez en su coche, usted aún formaba parte, en cierto modo, del objetivo que me había fijado, aunque no lo tuviera del todo claro. Usted era una de las metas que yo perseguía. Quería conquistar el poder en el seno de la sociedad a la que usted pertenece. La impotencia de dicha sociedad me fue revelada mucho antes de lo que había pensado. Aunque no estuviese convencido de que un mundo malo debe ser destruido, aunque sólo fuera, digamos, un egoísta, no podría hacer esfuerzo alguno por conquistar un poder que en el fondo es ficticio. Así pues, si bien ahora tengo un objetivo diferente de aquel en el que por entonces la creía yo integrada, jamás he dejado de pensar en usted. Desearía olvidarla y he tenido ocasiones más que suficientes para hacerlo. Pero el hecho de que no lo consiga me parece una prueba de que la amo.
En realidad debería intentar conquistarla. Pero antes uno de los dos tendría que convertir al otro. Y esto es imposible. Por ello quisiera renunciar a usted, como suele decirse. Confieso que le escribo todo esto con la vaguísima esperanza de que algún día me brinde la ocasión de no encontrar superflua mi renuncia y de sentir, al menos, arrepentimiento. Sumido en esta esperanza tan imprecisa y, no obstante, tan consoladora, beso sus manos, objeto de mis deseos más ardientes.
Suyo,
FRIEDRICH
A las cinco fue a ver a Tomkin.
Era uno de aquellos revolucionarios que R. denominaba los «duros ascetas». Sastre de profesión y de una fe obtusa.
—Hace cinco años que vivo aquí —explicó.
—¿Y se siente a gusto? —le preguntó Friedrich al tiempo que pensaba en la lluvia, la fábrica, la revisora y el café.
Tomkin no entendió la pregunta. «Tal vez sea la primera vez que la escucha», pensó Friedrich.
—¡Aquí encontré trabajo! —respondió finalmente Tomkin, como si acabara de captar el sentido de la pregunta. Y como si la estadística también formara parte de ésta, añadió—: Aquí viven ocho mil obreros. Todos son de filiación roja, en ellos se puede confiar. Los sindicatos funcionan muy bien. Hay cuatro mil mujeres sindicadas, incluyendo a las revisoras y al personal de asistencia municipal.
—¡Ajá! —dijo Friedrich.
—Esta guerra llevará a la revolución —prosiguió el sastre—. Usted lo sabe tan bien como yo, ¿verdad, camarada? Tenemos mucho que esperar del proletariado alemán.
—¿Aunque haya aceptado ir a la guerra? —preguntó Friedrich.
—Eso es asunto de los mandamases —repuso el sastre—. Aquí vive uno de ellos, yo soy amigo suyo. Cuando le dije que usted vendría, me pidió que lo llevara a su casa. ¿Quiere verlo?
—¡Lléveme a verlo! —dijo Friedrich.
Era uno de aquellos hombres cuyos discursos patrióticos eran citados, desde el estallido de la guerra, por los periódicos burgueses de Francia e Inglaterra como prueba de la decadencia de la solidaridad proletaria y del triunfo del sentimiento nacionalista.
Vivía en un apartamento de tres habitaciones cuyo mobiliario había sido comprado lentamente, pieza por pieza, cada una más nueva que la anterior. Dos de sus hijos se habían enrolado. Su fotografía, en la que aparecían uniformados y cogidos del brazo, se hallaba sobre el escritorio del padre, encuadrada por un marco con adornos de nomeolvides celestes. A ambos lados del gran espejo, que colgaba en medio de dos ventanas como si fuese una tercera, destinada, en cierto modo, no a atenuar la luz de la calle, sino la de la habitación, se veían sendos cuadros que representaban una cosecha con sol poniente y cielo rojo: por un lado un campesino con la guadaña levantada sobre un montón de espigas doradas, por el otro, tres mujeres inclinadas, atando las gavillas. Sobre una mesita de aspecto frágil se veían varios bibelots: un deshollinador de porcelana azul y un cerdito de la suerte hecho de arcilla roja, una cocina de muñecas con sartenes diminutas y un pastor que tocaba la flauta, la fotografía de un señor barbudo en un ancho marco de peluche rojo con los mismos nomeolvides celestes que enmarcaban la foto de los soldados. Un enorme tintero reposaba sobre el escritorio. Era de metal: un caballero de bronce armado de punta en blanco sostenía su escudo horizontalmente, como una tablilla, de modo que encima de él pudieran colocarse plumas de acero. A ambos lados, dos barrilitos coronados por sendas tapas de hierro en forma de pequeñas cúpulas contenían la tinta: roja uno de ellos; el otro, azul. Un cortapapeles de bronce en forma de sable yacía a uno de los lados. Pese a estar forradas, las sillas eran duras.
Era un buen hombre, que se había abierto camino gracias a su laboriosidad, a sus principios morales y a una meritoria ausencia de ideas originales. Desde la edad de veintiún años llevaba una dichosa vida conyugal con la misma mujer, siguiendo en parte los consejos de un médico naturista bastante popular. Era un buen hombre, con una ligera tendencia a echar barriga y unos rasgos tan simples que hasta un niño hubiera podido dibujarlos. Ofrecía a sus huéspedes puros en una cajita sobre cuya tapa los emperadores de Alemania y Austria, ambos con las mejillas rubicundas, miraban felices el mundo desde un pequeño óvalo enmarcado en oro.
—En Zúrich podrá ver, camarada —dijo a Friedrich—, cómo nos tratan en el mundo. La gente no puede admitir nuestra marcha victoriosa a través de Bélgica. Yo me opuse a ella desde el primer momento. Pero la guerra nos enseñó muy pronto a distinguir los hechos de la teoría. En tiempo de paz todo es distinto. En el seno de una economía floreciente es posible tener pretensiones. Pero cuando la economía entera corre peligro hay que tratar de sostenerla, al margen de que uno sea obrero o patrono. Yo sé que usted y sus camaradas no comparten nuestra opinión. Pero para ustedes todo es más fácil. No pueden compararnos a nosotros, ciudadanos proletarios aunque con igualdad de derechos, súbditos de una monarquía occidental, civilizada y constitucional, con los proletarios rusos, oprimidos y tratados a golpes de nagaika[5]. Es evidente que el proletario ruso no es un patriota, mientras que el alemán sí lo es. Después de la guerra, nuestro emperador tendrá que contentarse con cumplir funciones puramente decorativas, como lo hace, por ejemplo, el rey de Inglaterra. Una victoria del zar sólo conduciría a la opresión aún mayor del proletariado ruso. Una victoria alemana, a la liberación del alemán. Luego avanzaríamos a pasos gigantescos hacia la república.
Friedrich se despidió poco antes de la medianoche, cuando oyó que la mujer del líder lo llamaba desde el dormitorio. Seguía lloviendo. La ciudad estaba a oscuras. De ninguna de las numerosas ventanas salía un resplandor. La gente dormía en medio de la guerra. ¿No había ninguna viuda que llorara a su marido? ¿Podían dormir las madres cuyos hijos habían «caído»? Recordó la noche aquella en la que se paseara por las calles de Viena. También entonces dormían todos, con escasas excepciones. Los que aquella vez velaban estaban ahora en el frente, en campos de concentración, en prisiones o, en el mejor de los casos, en Suiza. Los demás dormían. Dormían cuando aún había paz y la guerra se estaba gestando; y ahora también dormían. «Hoy como ayer soy el único ser humano insomne en este mundo. Todos tienen su sepulcro, su tumba individual, su lápida con inscripción funeraria, su partida de bautismo, su carnet de identidad, su cartilla militar, su patria. Eso les da tranquilidad y pueden dormir. Las cifras burocráticas rigen sus destinos. No hay oficina pública en el mundo que tenga una cifra mía. Carezco de número. Carezco de número…».
En esa ciudad y aquella noche era el único ser humano despierto. Abrió la ventana y contempló la calle oscura. Desde el segundo piso vio reflejado en la pared de enfrente un rectángulo de luz muy débil: era su propia ventana. Esta visión le dio cierta satisfacción, como si aquella luz fuera mérito suyo.
Seguía lloviendo.
Y llovió también los dos días siguientes, durante los cuales tuvo que esperar su pasaporte.
—Las autoridades alemanas —le dijo el sastre para consolarlo— dificultan los trámites incluso cuando ellas mismas operan en la ilegalidad.
«¡Qué rápido es todo con Kapturak!», pensó Friedrich.
Sin embargo, se alegró cuando tuvo al fin su pasaporte y el sastre le prestó dinero para el viaje. «Por vez primera —se dijo—, tengo un documento auténtico. Las mismas autoridades son mis cómplices. Son los milagros de la guerra. Algún progreso ha de haber».
Al día siguiente partió a Zúrich.
Viajó en tercera clase, escuchando las conversaciones de los soldados, que hablaban de cosas cotidianas: tocino, platos de carne, un médico militar, un hospital, marcas de cigarrillos. Ya se sentían como en casa en medio de la guerra. Vivían cómodamente. La muerte violenta y prematura que los espiaba ahora parecíales algo tan familiar como, en tiempos de paz, la muerte natural, conocida y lejana. De fenómeno antinatural, la guerra había pasado a convertirse en algo natural.
En la última estación antes de la frontera depositó la carta a Hilde en un buzón. «Cuando le llegue… estaré ya al otro lado».
Telegrafió a Berzeiev anunciándole su llegada.
A partir de ese momento sólo pensó en Berzeiev. Pronto lo vería. Recordó el origen de aquella amistad. Más aún que los sufrimientos compartidos y los peligros que juntos superaran durante la fuga, vivían en el recuerdo de Friedrich una serie de palabras y gestos de Berzeiev que no estaban vinculados a ninguna circunstancia precisa. Recordaba cómo Berzeiev dormía y comía, cómo al sentarse se cogía la rodilla izquierda entre las manos y empezaba a pensar, y cómo se lavaba al amanecer, rápida y cuidadosamente, con un visible placer al sentir el agua fría que, cada mañana, era como una alianza renovada del hombre con los elementos.
Ya estaba viajando por territorio suizo. Se acabaron los afiches belicistas en las paredes de las estaciones y la gente uniformada en los trenes. Era como llegar directamente de una batalla, y no sólo de un país en guerra. Aquel mundo pacífico con el que había soñado en Siberia empezaba ahí solamente. La paz le parecía tener un rostro extraño y desconocido, mientras que la guerra era para él un estado obvio y natural. Durante todo el viaje a través de Rusia, Austria y Alemania se había ido haciendo a la idea de que la muerte reinaba infaliblemente en Europa. Y de pronto, en una frontera, comenzaba la vida normal. Era como asomarse a los límites de una tormenta y ver aún la brusca línea divisoria entre el cielo azul y el nublado, entre la tierra húmeda y la seca. De golpe vio jovencitos de civil que hubieran debido llevar uniforme hacía tiempo. De pronto vio hombres que se despedían tranquilamente de sus mujeres, y los oyó decirse: «¡Hasta luego!». Era evidente que estaban todos seguros de sus vidas. En los quioscos se veían diarios de todos los países uno junto al otro, como si no contuvieran noticias sangrientas. «¿Conque ésta es la esencia de la neutralidad? —dijo para sus adentros—. Ya en el tren empecé a sentir que la guerra puede ser algo secundario. La conciencia de tanta sangre derramada deja de acompañar los pensamientos. Empiezo a comprender la indiferencia de Dios. La neutralidad es una especie de semejanza con la divinidad».
«Ha de estar en la estación —se dijo. Y añadió de inmediato—: No, no vendrá a la estación: me esperará en la casa. No tiene sentido esperar a alguien en la estación. Por lo demás, siempre he llegado solo. Nadie me ha acompañado ni esperado nunca. De todas formas, me alegraría que estuviera en la estación».
Pero Berzeiev lo esperaba de veras, tranquilo como siempre.
—¿De modo que recibiste mi telegrama? —preguntó Friedrich.
—No —dijo Berzeiev—, hace una semana que vengo a esperar cada uno de los trenes que llegan de Alemania.
—¿Y a quién esperas?
—¡A ti! —replicó Berzeiev.
Era la primera vez que se veían vestidos de civil, a la europea. Por vez primera observaron en sus respectivos trajes un par de detalles mínimos que eran como la prueba última e irrefutable de su ideario común.
—¿De modo que ahora llevas el sombrero así? —dijo Friedrich.
—¿No te gusta? —preguntó Berzeiev.
—Al contrario. No logro imaginármelo de otra manera.
Y, como dos jovencitos mundanos, se pusieron a hablar de corbatas, sombreros, chaquetas con una o dos hileras de botones, como si no estuvieran en guerra ni se hubieran reunido allí para esperar la revolución.
—Si Savelli pudiera oírnos —dijo Berzeiev—, ¡cómo nos despreciaría! Aquí también se obstina en andar sin cuello duro, para mostrar su oposición contra nosotros, R. y, en general, todos los «intelectuales». En él no es una simple coquetería, es un auténtico odio.
Por lo demás, a todos les iba mal. No tenían con qué vivir. A duras penas reunían cada semana el dinero del alquiler. Savelli no comía más que una vez al día, R. necesitaba urgentemente unos pantalones. Escribía para una revista, y Savelli lo despreciaba por esto.
—¿Y tú? —preguntó Friedrich.
—Tengo dinero —dijo Berzeiev—. Estoy trabajando en un teatro gracias a un actor del que me he hecho amigo. No fue nada fácil. Los empleados teatrales en Suiza no son nada simpáticos. Al final les caí en gracia. He llegado incluso a ahorrar dinero. Podríamos vivir juntos un mes sin dar golpe. Vivirás en mi casa. Ni pienses en buscar cuarto. Los desertores y los pacifistas han invadido toda Suiza.
Y reanudaron su antigua vida.
En Zúrich, Friedrich empezó a llevar un diario detallado. A continuación reproduzco todos aquellos pasajes que me parecen importantes.
Del Diario de Friedrich:
Hoy he vuelto a ver a R. No ha cambiado. Estuvo hablando conmigo como si nos hubiéramos despedido ayer. Yo recordaba exactamente nuestra última conversación antes de mi partida a Rusia. Pero él, claro está, la había olvidado. Le debo la decisión de escribir este diario. «¿Cómo? —me dijo—, ¿no anota usted nada? ¡Grave error! En primer lugar, es una manifestación de individualismo. Un lápiz en la mano y frente a mí una hoja en blanco. De un pedacito de papel, y más aún de una gran hoja, emanan un silencio y una soledad enormes. La quietud del desierto no puede ser mayor. Siéntese usted con un cuaderno vacío en un café bullicioso… y enseguida estará solo. En segundo lugar es práctico, porque hay una serie de cosas que no debemos olvidar. En tercer lugar, un diario nos preserva de esa actividad excesivamente violenta que nuestra profesión, por así decirlo, nos impone. Nos ayuda a mantener cierta distancia ante los hechos. En cuarto lugar, escribo porque Savelli, si supiera que lo hago, despreciaría mi actitud tildándola de sentimentalismo burgués».
Yo también tengo una proclividad natural hacia cosas que Savelli denomina sentimentalismos burgueses. Lo he vuelto a ver. Ni una palabra sobre Siberia. Ni una palabra sobre mi fuga. Tan sólo: «Os fue muy bien…, como dice Berzeiev». En aquel instante tuve la sensación de tener que pedirle excusas por haber sido arrestado. Y por primera vez llegué a la conclusión de que me odia… en las épocas en que no me desprecia demasiado. Me repitió lo que ya le había dicho a Berzeiev: que ambos debimos quedarnos en Rusia, donde había mucho más que hacer. No pude contenerme y le dije que, en verdad, no me hubiera sentido nada cómodo en Rusia. «¡Tanto peor!», me contestó. Era una demostración explícita de nacionalismo. En aquel momento me sentí, por así decirlo, «europeo», como se define el propio R. aludiendo a las grandes tradiciones europeas: el humanismo, la Iglesia católica, la Ilustración, la Revolución francesa y el socialismo. Sí, hace poco dijo que el socialismo era un problema de Occidente, y que hablar de socialismo en Rusia era algo tan absurdo como hablar del cristianismo de los hotentotes. R. podría ser mi hermano mayor. Probablemente tengamos más cosas en común que simples atributos. Me parece que tenemos un destino similar. Ninguno de los dos es creyente. Ambos odiamos lo mismo y queremos la revolución por los mismos motivos. Ambos somos crueles. Estamos destinados a preparar una revolución, aunque tal vez no a vivir sus frutos. No estoy más convencido que él de que algo cambie en el mundo, aparte de la terminología. Aborrecemos la sociedad a título personal y privado, porque no nos gusta. Odiamos ese bienestar pingüe y sangriento en el cual vive y muere. De haber nacido en algún siglo anterior, hubiéramos sido reaccionarios; quizá sacerdotes, consejeros, ayudantes, secretarios anónimos en alguna corte europea. Ambos debimos nacer en una época en que aún era posible decidir su propio destino si se era un ser excepcional. Los mediocres aún estarían debajo.
Hace una semana que soy corresponsal de un diario radical danés. Estoy obligado a ocuparme de la sociedad, de la política y del teatro, y creo hacer bien mi trabajo. «Usted posee —me dijo R., que fue quien me consiguió esta corresponsalía— el primer atributo de todo periodista: es curioso».
Los desertores que viven aquí no se distinguen de los pacifistas. Ninguno de los afortunados que han logrado cruzar la frontera confiesa haber huido por amor a la vida. ¡Como si el amor a la vida tuviera necesidad de excusas! Es un rasgo típico de la burguesía disimular las exigencias simples de la naturaleza detrás de ideales complicados. Los hombres de otros tiempos podían perder la vida en un absurdo duelo. Pero morían por su propio honor y no negaban un solo instante que también amaban la vida. Los hombres de hoy, al menos la mayoría de los que viven en países neutrales, pretenden ser víctimas de sus propias convicciones.
Los que más me interesan son los que han llegado a Suiza con la venia de su país. De ellos se puede aprender muchísimo. Han venido aquí con la intención de espiar a los pacifistas de sus respectivos países y hacer propaganda oficial en favor de sus ideales. En nuestra pensión viven dos: un alemán y un francés. El alemán dice llamarse doctor Schleicher, y el francés, Bernardin. Al candor e inocencia de nuestra casera deben el tomar desayuno juntos a mi mesa. La casera creyó que ambos estaban unidos por sus idearios pacifistas y que les gustaría sentarse a la misma mesa, dos pobres víctimas de sus patrias. Lo cierto es que ambos son espías a sueldo de sus respectivos países. El doctor Schleicher es un hombre honrado y comodón. Se levanta tarde, va al lavabo en pantuflas y bata de dormir y se queda allí un buen rato. Lleva unas gafas que otorgan cierto aire de amabilidad a sus ojos y dilatan todavía más su ya ancha cara, coronando, como una segunda sonrisa de cristal enmarcada en oro, la perpetua sonrisa natural que anima sus mejillas. Siempre que paso ante su puerta oigo el tecleo de su máquina de escribir. Es un espía ingenuo: nos cree a todos convencidos de que él no escribe informes para sus superiores, sino cartas de amor. Bernardin es un hombre de unos cuarenta años. Tiene esa elegancia solemne y sombría del francés de provincia que, a juzgar por su aspecto, parece ir cada día a un funeral; tan sólo la expresión serena de su rostro al esperar la comida reduce su solemnidad. Lleva los zapatos siempre lustrados y cubiertos a menudo con unas polainas gris oscuro; sus pantalones lucen siempre bien planchados, su levita parece recién salida de la sastrería y su cuello duro y alto es de un blanco reluciente. Con dos dedos pensativos se acaricia constantemente el bigotito negro, que realza el tono ocre de sus mejillas. Lleva corbatines muy pequeños que son como una protesta deliberada contra las pesadas corbatas de seda y punto del doctor Schleicher. Ambos hombres no intercambian nunca una palabra. Se saludan con una sonrisa muda al levantarse y al sentarse. Conocen sus secretos mutuos. Sólo que el francés escribe a mano sus informes y al pasar ante su puerta no se escucha nada.
Ayer, el francés y el alemán se hablaron por primera vez. Por poco no vienen a comer. Se quedaron juntos un buen rato, bebiendo un café y fumando, cuando los demás ya habíamos acabado. Como siempre, yo estaba intrigado. Conocí al doctor Schleicher en el café; tenemos un conocido común: el doctor Gold. Este doctor Gold aún no ha decidido por cuál de los estados beligerantes tomar partido. Vivió mucho tiempo en Alemania y ha traducido algunas obras de Tolstói. Tiene amigos en Alemania y en Francia, y mantiene una posición neutral por miedo a que uno de los dos países resulte vencedor y él se entere demasiado tarde. En la mesa se sienta tanto al lado del doctor Schleicher como de Bernardin, y mantiene buenas relaciones con ambos. A uno le cuenta cosas del otro. El miedo a que ambos pudieran enfadarse algún día con él lo impulsó a tratar de unirlos. Y por fin ayer lo consiguió. Me contó lo sucedido en los siguientes términos:
—Por desgracia se me ocurrió decirle ayer al doctor Schleicher —empezó el doctor Gold— que Bernardin deseaba conocerlo hacía tiempo. ¡Y me entero de que cada día se sientan a la misma mesa! Estaba desesperado. De no ser por mi natural habilidad, hubiera quedado en ridículo. Pero con la impasibilidad que me caracteriza repliqué fríamente: «Entonces no debe saber con quién tiene el honor de compartir su mesa». Y el doctor Schleicher se lo cree. Sólo que Bernardin le resulta sumamente antipático, dice, y no sólo por razones patrióticas. Y acto seguido cometo el segundo error: «Es jurista —le digo a Schleicher—, un hombre encantador en tiempos de paz, pero la guerra se le sube a la cabeza a este tipo de gente». «¿Cómo? ¿Un jurista? —pregunta Schleicher—. Pues yo también soy jurista». En ese momento aparece Bernardin y Schleicher lo saluda y sonríe. ¡Por fin he podido unirlos! Y ¿quién lo diría? En media hora se hicieron amigos íntimos. Ya no hablan sino de alumnos y profesores.
Hasta aquí el doctor Gold, que, ocupado como siempre, me dejó al poco rato. Cuenta sus historias de un tirón, casi jadeante y como a punto de marcharse de un momento a otro. Además, susurra en vez de hablar. Y se cuida bien de que a su alrededor adviertan el empeño con que cuenta secretos. Es saludado y saluda constantemente. Conoce a todos los pacifistas. Colabora regularmente en La paz europea. Berzeiev lo llama «el masón», por la osadía con que confunde a los masones con los pacifistas. Sorprende su enorme grado de estupidez, unido al conocimiento de varias literaturas, lenguas y países, de personas sin importancia y de distintas personalidades. Es crédulo, toma en serio cualquier información y considera importante todo cuanto le dicen. Obviamente ha de ser crédulo para poder contar algo con convicción a otras personas. Extraordinaria e incomprensible es la complacencia con que todos lo escuchan. Pero esto parece ser un atributo de muchas naturalezas sociables: reciben noticias de otra gente como si las leyeran en un periódico y como si el sonido de una voz, la expresión de un rostro y el carácter de un narrador no fueran mucho más importantes que lo que dice, y como si la mirada del hablante jamás hubiera dado un mentís a sus labios.
Al doctor Schleicher y a Bernardin se les ve ahora todo el tiempo juntos. Evidentemente no sospechan que al caminar lado a lado, constituyen una aparición extraña en tiempo de guerra, incluso en una ciudad como Zúrich. Junto al solemne tono negro de Bernardin, que le da un aire a jefe de sección de una gran tienda, la rubia luminosidad del doctor Schleicher evoca un día de vacaciones apacible y soleado. La montura dorada de sus gafas, el brillo de los cristales, el gabán color arena, los borceguíes rojizos, los pantalones marrón claro, el sombrero pardo y el pálido rostro irradian un resplandor visible desde lejos, y cuando sale al encuentro de alguien es como un trozo de sol ambulante, mientras que el oscuro Bernardin más bien parece, a su lado, un largo y escuálido rayo de oscuridad. Poco a poco han llegado a ser objeto de ingeniosos comentarios incluso entre los pacifistas, de cuya vigilancia son ellos los encargados. Pero tanto el alemán como el francés parecen sentir más profundamente la afinidad de su profesión que su diferencia de nacionalidad. Me han contado que el alemán enseña francés, y el francés, alemán. Los gobiernos de los Estados beligerantes parecen considerar que el conocimiento de la lengua del enemigo es un título suficiente para ser espía o diplomático. R. me ha contado que los espías escasean tanto como los cañones, el pan y el azúcar, y que la utilización de un magistrado en la diplomacia secreta o los servicios de prensa corresponde aproximadamente al envío de una brigada de asalto territorial al frente bélico.
Cada día se ven caras nuevas. Siempre nuevos refugiados. Cuanto más dura la guerra, más numeroso se vuelve el ejército de pacifistas convencidos u ocasionales. Para defender su neutralidad, Suiza podría organizar una inmensa Legión Extranjera.
Buenas noticias de Rusia. Huelga en Moscú, en Ucrania veintiséis fábricas en paro. Una noticia del camarada P.: ya ha hecho todos los preparativos para atravesar el frente e ir a Rusia, como él mismo escribe. Pide material. Alguien tendrá que llevárselo. Yo iría con gusto, pero nadie tiene dinero para el viaje. Por correo no se le puede enviar debido a la censura. Mañana iré donde L. a recoger el material.
Ayer estuve en casa de L., ahora por tercera vez. Su estado sigue empeorando visiblemente. En este momento está enfermo, lleva un grueso pañuelo multicolor en torno al cuello y se niega a guardar cama, aunque en su cuarto no hay calefacción desde hace dos semanas. Vive en casa de un buen tipo, a quien la honestidad no le impide cobrar puntualmente el alquiler. T. estaba donde L. Hablaron sobre un artículo que G. acaba de enviar. «No logra liberarse de la metafísica —se quejó L.—. ¿Qué se habrá propuesto hacer con su maldito Dios?». No había la menor complacencia en su blasfemia, como he podido advertirla a menudo en los ateos convencidos. Chaikin, por ejemplo, que vivía en un constante pie de guerra con Dios, adquiría una expresión entre sarcástica y temerosa al pronunciar las palabras cielo, sacerdote, Iglesia y Dios. Cuando Berzeiev se burla, tiene el aire de un chiquillo que ha engañado al catequista. La expresión astuta de su cara me recuerda entonces la de un golfo que acaba de presionar el timbre eléctrico de algún portón por incordiar al portero. Y como la puerta permanece cerrada, supone que en aquel inmueble no hay portero. También he escuchado a T. hablar sobre la religión. Trata a Dios como a un empresario, un ser con intereses terrenales en el mantenimiento del orden existente. Pero tanto el sarcasmo como la burla infantil o la hostilidad seria me parecen otras tantas pruebas de la existencia de Dios. L., en cambio, vacía a tal punto el cielo con una simple palabrita que uno se imagina oír el gran vacío. Es como quitarle a una campana su badajo y dejar que se caiga balanceando sin repiques y sin eco: siempre metal y, no obstante, la sombra de una campana. L. tiene el don de apartar los obstáculos con una sola mano y abrir nuevas vías. No le gusta admitir posibles sorpresas. «Debemos contar con algunos obstáculos —dice—, pero no con aquellos que sean imprevisibles. Si aceptamos tomar en cuenta las contingencias impredecibles, caeremos en la fácil solución de no querer ver ni siquiera las predecibles. Vivimos en la Tierra. Nuestra inteligencia es terrenal. Los poderes ultraterrenos no intervienen en los asuntos terrenales. ¿Para qué rompernos la cabeza? En la Tierra sólo existe lo posible, y todo lo que es posible puede también ser calculado».
En esta limitación voluntaria reside el secreto de L. No creo que conozca ningún tipo de pasión: odio, amor o ira. Parece un pequeño funcionario. Se ha impuesto adrede esta disciplina de la insignificancia, poniendo tal vez en ella el mismo empeño que otros ponen en adquirir, por ejemplo, un perfil significativo. Vive inmerso en el frío. Soporta la enfermedad y la miseria como para servirnos de ejemplo. Y lo único conmovedor en él es su anonimato. Su barba es como una prolongación superflua e intencional de su fisonomía. El cráneo es ancho y blanco, los pómulos, tan anchos como el cráneo, y su barba es como la negruzca punta de un corazón blanco y espectral, que tiene ojos y es capaz de ver.
He estado dos días en Viena. Fui a ver a P., que mañana «atraviesa el frente» con nuestro material y varios encargos de L. Aparte de él no he visto a nadie. Traté de hablar con Grünhut. La «madame», como él solía llamar a la comadrona, me contó con orgullo casi maternal que Grünhut había sido rehabilitado de verdad.
—Ahora tendrá al menos una muerte digna —me dijo con un ligero cloqueo en la voz y llevándose a los ojos ese pañuelo que, curiosamente, las mujeres de su condición tienen siempre a mano, del mismo modo que las señoras burguesas se encargan siempre de perderlo—. ¡El buen señor Grünhut!
—Pero tal vez regrese —dije yo en un tono distraído, tratando de consolarla. Y entonces me di cuenta de que mi consuelo era poco apropiado.
—Cuando se va tan lejos como él —dijo la comadrona—, ya no se vuelve. En cualquier caso, he alquilado la habitación. Ahora está ocupada por judíos polacos. ¡Refugiados! —dijo esta palabra con una claridad vítrea y cargada de odio—, gente sucia que no quiere enrolarse, el marido se ha librado de todo, y los dos hijos están en la reserva territorial, sin armas. Todo el tiempo les aumento el alquiler. ¿No me cree? Las cosas suben, y esa gente gana dinerales.
Para no seguir oyéndola, le volví a hablar de la sentencia de muerte que ya había pronunciado sobre Grünhut.
—Puede usted conservar tranquilamente a sus refugiados —le dije—, Grünhut caerá en el frente.
Ella sacó de nuevo su pañuelo. En tiempo de guerra, las lágrimas también pueden significar una esperanza.
No le he escrito a Hilde. He estado pensando en ella todo el tiempo y no he querido verla un solo instante. Si no me hubiera propuesto ser sincero cada vez que me siento, solo, ante esta hoja de papel, la vergüenza me habría impedido anotar aquí que fui a ver el escaparate de un fotógrafo donde, durante mucho tiempo, estuvo expuesto un gran retrato de Hilde. Ya no está allí. En su lugar han colgado la fotografía en color de un teniente.
Savelli manifiesta ahora un odio declarado contra todos nosotros. Sólo en el cuarto de L. se comporta con modestia y habla poco. L. lo amansa con un método muy simple: decirle la verdad en su cara, tranquilamente, como si se la leyera de un libro. Ni siquiera Savelli lo cree capaz de decir algo por razones personales. Sólo tiene convicciones. «Es un auténtico fenómeno —dice R.—. Lo queremos, aunque él apenas sepa recibir cariño. Le tememos, aunque no tenga poder alguno para infundir miedo. La naturaleza parece dispuesta a experimentar en él a un tipo de santo totalmente inédito. Santos sin aureola, gracia ni recompensa eterna. La visión de esta santidad me produce cierto frío. Observen cómo Savelli intenta imitar a L. sin conseguirlo. Es simplemente un ser marmóreo. Hace el papel de alguien que ha matado todos sus intereses personales. Pero no es cierto. Sólo que su sangre es tan fría que hasta su ambición parece un principio moral, y su odio, otro de orden racional». Es lo que piensa R.
Mientras estuve alejado dos días de Zúrich, dejé de sentir la libertad de un país neutral. Durante el viaje de regreso pensé que encontraría grandes cambios en mis amigos, los cafés siempre llenos de esta ciudad, y todos sus soplones. Tuve la impresión de regresar tras diez años de ausencia, aunque los días en Viena hubieran transcurrido velozmente. La guerra ha envejecido, se ha vuelto torpe y perezosa y se asemeja mucho a uno de esos numerosos inválidos que ha producido. No sentí interés alguno por mis compañeros de tren, pues creía saber exactamente lo que pensaban. Si volviera a encontrarme ahora con Süsskind en un compartimiento, podría soplarle sus opiniones como un apuntador y hasta representar su propio papel. Pero también los del coronel prusiano y el mayor austríaco. También sé exactamente lo que dice R., lo que Savelli y Berzeiev opinan. Vivimos en esta ciudad como prisioneros, no como refugiados. Esta neutralidad tan limitada geográficamente ha cobrado aspecto de cárcel ahora que la guerra se ha vuelto geográficamente ilimitada. A ratos tengo la impresión de que vamos a la deriva en un barquito muy pequeño, buenos y malos, gente honrada y sinvergüenzas. Y de que el viaje no tiene fin. A veces me entran ganas de que ocurra algo terrible, de que Suiza declare la guerra a un país cualquiera y nos metan a todos en la cárcel o nos envíen al frente. Aquí suceden muchas cosas y el aire está cargado de lo que suele llamarse novedades. Pero son siempre los mismos acontecimientos, y una victoria se parece a la otra no menos que las derrotas y los enemigos se asemejan entre sí: los mismos partidos son tan difíciles de distinguir como los fusiles. Los acontecimientos golpean nuestra ciudad como las olas una nave: siempre los mismos, siempre los mismos. Y yo los describo en los periódicos radicales. Cuando leo una frase mía impresa en letras de molde, me parece oír un eco suave, extraordinariamente débil, de aquella idea que tenía la intención de anotar por escrito. ¿Cuándo podré expresarla realmente? Empiezo a dudar de que esta guerra sirva en verdad a nuestros objetivos; lo cierto es que no puede detenerse, es demasiado monstruosa. Ya ha abandonado el ámbito de las leyes terrenales y sigue su curso, enloquecida, como un cuerpo celeste, obedeciendo a la ley misteriosa de una inercia sin fin.
Interrumpimos aquí las citas del diario de Friedrich. A partir de ahora sus anotaciones empiezan a escasear más y más. El diario ya no contiene sino noticias de carácter general que entretanto pueden haber adquirido un valor histórico, pero que no nos interesan en este contexto. Sabemos que su temor, citado más arriba, de que la guerra no terminara resultó ser falso. A nosotros nos toca informar ahora que salió de Suiza un día de aquella memorable primavera de 1917, cuando el mundo empezó a cambiar una vez más su viejo rostro. La época en que la Duma rebelde decidió en dos breves días el arresto del zar. Los intelectuales revolucionarios y los obreros organizaron una manifestación en la Nievski Prospekt. Los primeros ochenta y tres muertos de la Revolución rusa cayeron sobre el pavimento húmedo y rodaron sobre montones de nieve que empezaba ya a fundirse; el zar se despidió por última vez de sus oficiales bañados en lágrimas. Rodzianko, Gutschkov, Kerenski y Schipov asumen el poder; Skoropadski se pone a las órdenes del emperador de Alemania. El general ruso Lukomski dicta en el cuartel general el acta de abdicación; el general Alekreiev anuncia a todo el frente ruso que el país ha dejado de ser un imperio zarista, y un tren histórico conduce a Petrogrado, a través de Alemania, a los líderes de la definitiva Revolución rusa. El zar se halla en Pskov, donde recibe todos los telegramas en que los jefes de su ejército le comunican su conformidad con la abdicación. Y mientras Rusia empieza a transformarse en una república democrática, el hombre que prepara la República soviética ya está alojado en el hotel Ksheshinska de Petrogrado. La primavera se muestra caprichosa como siempre, la nieve se funde, se licúa y vuelve a congelarse. Friedrich y Berzeiev trabajan en Moscú. Tienen acceso a un arsenal de armas y cada noche, bajo la sola mirada de un centinela sobornado, llevan a las fábricas cierto número de fusiles y municiones ocultos bajo montones de paja, en cochecitos veloces y pequeños.
Por segunda vez —y como aquella en que atravesó con Kapturak y los desertores el bosque fronterizo— cree Friedrich escuchar el grito de todo un pueblo. Recuerda a los cinco desertores. Con la primera luz del alba se habían inmovilizado de improviso, como obedeciendo a una orden, para despedirse de la patria. ¿Dónde estarían ahora? Inválidos sobre el duro asfalto de alguna ciudad americana, asesinados en distintas prisiones del mundo, reducidos a sombras por las epidemias de los campos de concentración, perseguidos por la policía o quizá podridos en sus tumbas. Recuerda comisarías grises, escribanos de mente estrecha, puños graníticos de vigilantes y manos suaves y viscosas de soplones, bayonetas cuadrangulares —la pirámide del mundo burgués— y fiscales sentados bajo retratos imperiales —los magos de la clase social dominante. Escucha el chirrido de las cadenas y el retumbar metálico de las bandas militares. Distingue oficiales que, ceñidos como las damas semimundanas de la guerra, atraviesan zonas de avituallamiento, y pintores en uniformes fantasiosos que pintan retratos sacralizados de comandantes; ve grupos de periodistas, los adivinos de la burguesía moderna, y mayores que cuentan chistes judíos; ve comadronas y Grünhuts convertidos en patriotas; ve comedores de mendigos y la sociedad de literatos en casa de Hilde.
—¡Estamos destruyendo este mundo! —le dijo a Berzeiev.
Atraviesan las oscuras calles suburbanas disfrazados de campesinos que vienen de sus aldeas a vender sus verduras en el mercado al día siguiente. Los fusiles, cuidadosamente embalados, yacen silenciosos entre la paja. Las estrellas brillan lejanas y frías como siempre, la inminente primavera se deja sentir como siempre, impelida por el viento del sudoeste, igual que todos los años. Sobre el desigual adoquinado de las calles, los cascos de los caballos van encendiendo un incesante fuego artificial formado por pequeñas chispas que surgen de la nada y en la nada se extinguen.