Friedrich nació en Odesa, en la casa de su abuelo, el rico comerciante en tés Kargan. Hijo natural, y por lo tanto mal visto, tuvo por padre a un maestro de piano austríaco apellidado Zimmer, a quien el rico comerciante en tés había negado la mano de su hija. El maestro de piano desapareció de Rusia; en vano lo hizo buscar el viejo Kargan al enterarse de que su hija estaba embarazada.
Medio año después, la envió junto con el recién nacido a casa de su hermano, un acaudalado comerciante afincado en Trieste. En aquella casa pasó Friedrich su infancia, que no fue del todo desdichada, aunque él hubiera caído en manos de un benefactor.
Sólo cuando murió su madre —joven aún y de una enfermedad a la que nunca pudieron asignar un nombre exacto—, Friedrich fue trasladado a un cuarto de servicio. Los días festivos y en ciertas ocasiones le permitían sentarse a la mesa con los hijos de la casa. Pero él prefería la compañía de los criados, con los que aprendió a disfrutar del amor y a desconfiar de los grandes señores.
En la escuela primaria reveló ser mucho más talentoso que los hijos de su protector, quien al ver esto le hizo interrumpir sus estudios e ingresar como aprendiz en una agencia marítima, donde Friedrich tendría la oportunidad de convertirse, al cabo de algunos años, en un hábil empleado con ciento veinte coronas de sueldo mensual.
Por esa época se fue multiplicando el número de desertores, emigrantes y víctimas de los pogromos que llegaban de Rusia por las fronteras austríacas. Y las compañías de navegación empezaron a instalar sucursales en las ciudades fronterizas de la monarquía con el fin de «recapturar» a aquellos emigrantes y enviarlos al Brasil, Canadá o Estados Unidos.
Estas filiales disfrutaban del beneplácito de las autoridades. Era evidente que el gobierno austríaco quería alejar lo antes posible del país a aquellos refugiados pobres, sin trabajo y más bien peligrosos, pero confirmar al mismo tiempo el rumor de que los desertores rusos recibían billetes de embarque y cartas de recomendación para ciertos países de ultramar… de suerte que el deseo de abandonar el ejército se apoderara, en Rusia, de un número cada vez mayor de descontentos. Las autoridades recibieron, probablemente, la consigna de no vigilar muy de cerca la actividad de estas filiales.
No era, sin embargo, fácil encontrar funcionarios hábiles y de fiar para las tales agencias fronterizas. Los de más edad se negaban a abandonar su país, sus casas y sus familias. Además, desconocían los idiomas, las costumbres y el tipo de habitantes de esas regiones limítrofes. Y, por último, temían que el trabajo pudiera resultarles algo peligroso.
En el despacho donde trabajaba, Friedrich era considerado un joven diligente y talentoso. Dominaba varias lenguas, entre ellas el ruso. Era más bien circunspecto. Nadie sospechaba que su cortesía apacible y siempre alerta ocultaba en realidad una arrogancia lúcida y silenciosa. Confundían con modestia su orgullo lacónico. La verdad era que detestaba a sus superiores y maestros, a su benefactor y a cualquier forma de autoridad. Era cobarde y reacio a los juegos corporales con gente de su edad; nunca daba ni recibía palizas, evitaba cualquier peligro y su miedo superaba siempre su curiosidad. Se había propuesto vengarse de un mundo que, según creía, lo trataba como a un ser humano de segunda categoría. El hecho de no poder ir al colegio como los otros muchachos de su edad, como sus primos, laceraba terriblemente su orgullo. Sin embargo, tenía la intención de concluir sus estudios secundarios e ingresar en la universidad para ser luego estadista, político o diplomático…, en cualquier caso, un hombre poderoso.
Cuando le ofrecieron un puesto en una de esas sucursales fronterizas, lo aceptó de inmediato, esperando se produjera algún cambio favorable en su destino y se interrumpiera el curso normal de su carrera de empleado, que era lo que más le aterraba. En ese primer viaje se llevó consigo su prudencia, su astucia y su capacidad de simulación, atributos con que lo había dotado la naturaleza.
Antes de subir al tren que lo llevaría hacia el este, lanzó una mirada nostálgica y cargada de reproches hacia un elegante coche-cama color café que se disponía a partir de Trieste con destino a París. «Algún día seré uno de los pasajeros de ese tren», pensó Friedrich.
Cuarenta y ocho horas más tarde llegó a la ciudad fronteriza donde la familia Parthagener dirigía una sucursal de la compañía de navegación. Hacía más de cuarenta años que el viejo Parthagener poseía el albergue Los pies en el cepo. Era la primera casa en la ancha carretera que llevaba de la frontera a la ciudad. A ella llegaban los prófugos y desertores, que eran recibidos luego por aquel viejo de carácter jovial y reposado al mismo tiempo, cuya plateada barba parecía demostrar la ciega voluntad de la naturaleza de investir a todos los hombres con la blancura de la dignidad, sin tener en cuenta sus pecados ni sus méritos. Unas gafas azules protegían los ojos del señor Parthagener, débiles y reacios a la luz solar, y acentuaban aún más la serenidad de su rostro, dando la impresión de una oscura persiana sobre la ventana de una fachada clara y luminosa. Los asustados fugitivos le cogían confianza enseguida y dejaban al viejo una buena parte de los bienes que lograban llevar consigo.
Gracias a sus gorros blancos de marinero y a sus brazales color azul marino, los tres hijos de Parthagener tenían cierto aire oficial y náutico. Repartían entre los emigrantes prospectos ilustrados en los que se podían ver praderas verde oscuro, vacas de piel manchada, cabañas por cuyas chimeneas subía un humo azul e inmensos campos de tabaco y de arroz. Dichos prospectos irradiaban una paz opulenta y bien alimentada. Los fugitivos sentían nostalgia de Sudamérica, y los Parthagener les vendían billetes de barco.
Mas no todos los emigrantes poseían los papeles necesarios. Y los que carecían de ellos eran remitidos, desde su llegada, a otros países. Vivían un tiempo en enormes barracas, eran sometidos a una desinfección tras otra y emprendían finalmente una larga peregrinación por las prisiones de diversos Estados. Para los que podían pagar había, sin embargo, agencias fronterizas que fabricaban documentos de identidad. Un individuo llamado Kapturak entregaba esta documentación falsa a los prófugos pudientes y circunspectos.
¿Quién era Kapturak? Un hombrecito minúsculo, de tez gris verdosa, complexión enjuta y gestos muy vivaces, barbero y escritorzuelo de profesión, célebre como contrabandista y conocido por las autoridades fronterizas. Su contrabando de mercancías no era más que un pretexto para encubrir el contrabando humano. Y las múltiples detenciones que purgaba en diferentes cárceles del país constituían sus concesiones voluntarias a la ley. Cada año, en primavera, hace su aparición en la frontera como un ave migratoria. Sale de una de las muchas prisiones del interior del país. La nieve empieza a fundirse. En las noches encapotadas cae una lluvia tibia y olorosa. Y la frontera duerme. Uno puede atravesarla en silencio, sin ser visto.
Trabajaba durante los meses de febrero, marzo y abril. En mayo se instalaba en un tren, de día, con un paquetito de mercancías no declaradas, simulaba un intento de fuga en el curso de una inspección y se hacía detener. A veces se permitía unas vacaciones y viajaba a Karlsbad, a curarse de sus males de estómago.
La familia Parthagener trabajaba con él. Por la mañana, una hora después del amanecer, Kapturak conducía a sus protegidos al albergue Los pies en el cepo, donde todos pagaban con antelación tres días de pensión completa. Luego se presentaba uno de los jóvenes Parthagener con sus prospectos.
Sin embargo, algún empleado de la agencia tenía que cruzar de vez en cuando la frontera, de noche, y realizar una especie de «sondeo». Pues, a veces, Kapturak solía guiar a sus fugitivos a través de otra ciudad, llevándolos a otros albergues y poniéndolos en manos de otros Parthageners y otras agencias. Y había que sorprenderlo cuando aún estuviera en territorio ruso, en alguna «cantina fronteriza», como suelen llamarlas.
Friedrich llegó al albergue de los Parthagener un soleado día de marzo de 1908. Los carámbanos del canalón goteaban con uniforme alegría. El cielo era de un intenso azul claro. El viejo Parthagener se hallaba sentado ante la puerta de su albergue. Una costra sucia y grisácea cubría la nieve amontonada a ambos lados de la carretera. El invierno empezaba a descomponerse.
Friedrich era lo bastante joven como para observar todos los cambios que se iban operando en la naturaleza y relacionarlos con sus propias vivencias. Bebió, pues, la extraña luminosidad de aquel día, una luz fuerte como el joven y cálido viento del sudeste, la penumbra del oblicuo portal y la plateada dignidad del anciano.
—La semana que viene podrá hacerse cargo de una «partida» —dijo el anciano a sus hijos, que, tocados con sus deslumbrantes gorras de marino, se hallaban de pie junto a la ventana abierta—. ¡Adelante! —dijo luego a Friedrich—: ¡Tome usted algo!
Y a partir de entonces Friedrich se instaló en el albergue Los pies en el cepo.
Una semana más tarde fue enviado a una «cantina fronteriza» para ocuparse de una «partida». Aunque el tren llegó a las once de la noche, no dejaron cruzar la frontera hasta las tres de la mañana. Cuatro desertores dormían en el suelo, en doble fila, utilizando sus hatillos como almohada. Detrás del mostrador se hallaba sentado el posadero sordomudo. Solía abrir mucho los ojos que, sustitutos de sus orejas, le permitían escuchar. Pero esta vez no había nada que escuchar. Kapturak dormitaba en un sillón. Savelli, un caucasiano enjuto y muy moreno, se apoyaba en la puerta con aire amenazador. No quiso tomar asiento por miedo a dormirse. Y tampoco confiaba en Kapturak. El gobierno se hallaba dispuesto a pagar una suma elevada por Savelli. Y ¿cómo saber si Kapturak no tendría intenciones de entregarlo?
Excepto Friedrich, ninguno de los presentes disfrutaba del ambiente aventurero de esa hora nocturna, habitual para quienes se dedicaban al contrabando hacía años. Los desertores, vencidos en aquel instante por el agotamiento, no recordarían sino años más tarde y en países remotísimos aquel lugar siniestro, a medio camino entre la muerte y la libertad, y el silencio de esa noche redonda en cuyo centro aquel bar era lo único iluminado: el núcleo luminoso de una gran oscuridad. Sólo Friedrich escuchaba el tictac lento y uniforme de un reloj que iba contando sus propios segundos como si en la composición del tiempo intervinieran las preciosas gotas de un metal noble y extraño. Solamente él contemplaba las enormes y perezosas moscas que revoloteaban en torno al quinqué, cuya mecha se hallaba reducida a un estrecho borde y cuya ancha pantalla de cartón pardo oscurecía la mitad superior de la habitación. Y sólo él oyó además el silbido lejano de una locomotora, que resonó en la noche como el grito de auxilio de un hombre angustiado.
Hacia las dos de la madrugada se escuchó un nuevo silbido, más entrecortado, sofocado y tímido. Kapturak lo oyó, e incorporándose de un salto, despertó a los durmientes, que se echaron su hatillo al hombro y salieron. La noche era brumosa y húmeda, y el suelo estaba empapado. Se oían los pasos de cada cual por separado. Atravesaron un bosque. De pronto, Kapturak se detuvo.
—¡Al suelo! —dijo en un susurro, y todos se tumbaron en silencio. Una rama crujió.
Al cabo de un momento, Kapturak se incorporó bruscamente y echó a correr.
—¡Síganme! —gritó. Y todos saltaron un foso detrás de él y corrieron hasta el lindero del bosque. Un disparo retumbó a sus espaldas, prolongándose en un largo eco.
Ya estaban fuera del país. Los hombres caminaban en silencio, con pasos lentos y graves. Podía oírse la respiración de cada uno. Friedrich no lograba verlos, pero recordaba sus caras simples de campesinos, achatadas y de frente diminuta, así como sus torsos macizos y sus pesados miembros.
Sintió cariño por ellos, pues compartía su desdicha. Pensó en las innumerables fronteras del gigantesco Imperio. Aquella noche, miles de hombres como éstos emigrarían de su país, huyendo de un mal para caer en otros. La inmensa noche silenciosa se iría poblando de rostros miserables y achatados, de torsos macizos y pesados miembros.
El alba empezó a despuntar al este. Como obedeciendo a una orden, todos se detuvieron de improviso y volvieron la cara hacia la dirección por la que habían venido, como si esa noche que dejaban ahí atrás fuera su patria, y la mañana, la frontera. Inmóviles, se despidieron de la patria, de un cortijo, de un animal, de una madre: éste de un centenar de desiatinas[1], aquél de una sola parcela de terreno, del repique de una campana determinada, del canto de un gallo, del chirrido de alguna puerta familiar. Y así permanecieron un buen rato, como participando en la celebración de un ritual. De pronto, Savelli entonó una canción militar con voz fuerte y clara. Todos lo secundaron. Aún les quedaba una hora larga de marcha hasta el albergue de Parthagener.
—Probablemente sea éste su himno de acción de gracias —dijo en voz muy alta Kapturak a Friedrich. Pese a que todos cantaban, Savelli lo escuchó y repuso:
—De nosotros dos, Kapturak, es usted quien debiera entonar un himno de acción de gracias. Agradézcale a Dios no haberme entregado: lo habría matado.
—Lo sé —dijo Kapturak—, y no hubiera sido el primero ni el último. ¿Es cierto que usted mató a Kalaschwili?
—Estuve presente —replicó Savelli. En su respuesta había un eco misterioso, aunque él mismo no pareciera interesado en ocultar nada—. Lo vi morir —prosiguió—. En ningún momento pensé que tuviera también una vida privada, aparte de su existencia policial. De todos modos, le hubiera sido imposible vivir en paz. No creo en la paz de los traidores.
—Seguro que usted lo odiaba ¿verdad? —se atrevió a preguntar Friedrich.
—¡No! —repuso Savelli—. No sentía el menor odio. Creo que sólo es posible odiar a quien nos hace un mal personalmente. Y eso no puede ocurrirme: soy un simple instrumento. Utilizan mi cabeza, mis manos, mi temperamento. Mi vida no me pertenece. Ni yo me pertenezco a mí mismo. Si quisiera odiarlo, tendría que transgredir los derechos que se le atribuyen a un instrumento. ¡O también amarlo!
—Pero usted ama, sin embargo…
—¿Qué cosa?
—Me refiero —replicó Friedrich lentamente, avergonzado de emplear grandes palabras— a la Idea, a la Revolución.
—Llevo ocho años trabajando para ella —dijo Savelli en voz baja— y, sinceramente, no puedo decir que la ame. ¿Cómo podría amar algo que es tanto más grande que yo? ¡No entiendo cómo los creyentes pueden amar a Dios! Para mí, el amor es una fuerza que ha de ser capaz de abrazar y conservar su objeto. No, no creo que ame la revolución…, al menos en este sentido.
—A Dios es posible amarlo —afirmó Kapturak en tono decidido.
—Tal vez un creyente lo vea —dijo Savelli—. Y tal vez yo debiera ver la revolución…
—Si usted huye —acotó Kapturak—, ¿quién la hará entonces?
—Ignoro quién la hará —exclamó Savelli—. Pero vendrá. ¡Sus hijos podrán verla!
—¡Que Dios proteja a mis hijos! —repuso Kapturak.
Friedrich sabía quién era Savelli. Solía aparecer en los periódicos bajo el falso nombre de Tomyshkin. Era el organizador de unos célebres atracos a diversos bancos y a los transportistas de oro en el Cáucaso y el sur de Rusia. La policía llevaba años buscándolo inútilmente.
Kapturak pensó: «Hubiera podido continuar en el país: la policía le tiene sin cuidado. Pero ahora le necesitan en el extranjero».
Savelli permaneció unos cuantos días en el albergue.
—¿Es usted pariente de los Parthagener? —le preguntó un día a Friedrich. Y tras la respuesta negativa de éste, añadió—: Entonces, ¿qué hace en compañía de estos bandidos?
—Quiero ahorrar dinero para estudiar —repuso Friedrich—. Pronto viajaré a Viena.
—En ese caso venga a verme cuando pueda —dijo Savelli. Y le dio su dirección en Viena, Zúrich y Londres.
Friedrich sentía por el famoso personaje esa especie de penosa gratitud que un enfermo siente por el médico que, en tono bondadoso y delicado, le anuncia que su enfermedad va a durarle una buena temporada. Savelli era un hombre extraño, duro y sombrío. Friedrich detestaba la idea de sacrificio y la anonimidad ligada a dicho sacrificio, esa especie de camaradería que el caucasiano mantenía voluntariamente con la muerte.
Ante la juventud de Friedrich, la vida se extendía inmensa e infinita, incalculablemente rica en años y aventuras. Cuando pronunciaba la palabra mundo, veía desfilar ante él placeres, mujeres, fama y riquezas.
Acompañó a Savelli a la estación. Y en el breve espacio de un segundo —Savelli estaba ya en la plataforma—, Friedrich creyó sentir que el forastero se había adueñado de su juventud, su vida y su futuro. Quiso devolverle la dirección y decirle: ¡no pienso visitarlo nunca! Pero en ese instante Savelli le tendió la mano. Y él se la aceptó. El caucasiano sonrió antes de cerrar la puerta del vagón. Friedrich aguardó un rato. Savelli no se asomó a la ventanilla.
Friedrich aprendió a mentir, a falsificar documentos, a explotar la impotencia, la estupidez e incluso la brutalidad de los funcionarios. A su edad, otros muchachos acababan de superar el miedo producido por una libreta de notas o un certificado de buena conducta. Él sabía ya que en este mundo no existe un solo hombre incorruptible; que con ayuda del dinero se puede hacer todo, y casi todo con ayuda de la inteligencia. Comenzó a ahorrar. En sus horas libres preparaba el examen de bachillerato. Con este fin conoció a un estudiante de derecho que, por algún motivo secreto, se había visto obligado a dejar la universidad. El estudiante vivía provisoriamente allí como pasante de abogado, y declaraba hallarse a la espera de tiempos mejores. Se autodenominaba un «revolucionario libre» y aún se atenía a los ideales de la Revolución francesa. Deploraba el fracaso de la del 48 y hablaba de las grandes jornadas de París, de la guillotina, de Metternich y del ministro Latour, como si se tratara de acontecimientos recientes y todavía vivos en el recuerdo. Algún día deseaba convertirse en político, en diputado de la oposición. Y, de hecho, poseía ya esa agresividad sólida, jovial y envolvente de un parlamentario capaz de sacar de quicio a un frágil ministro del Antiguo Régimen. Por entonces, su actividad política se limitaba a participar en las reuniones que, dos veces por semana, se celebraban en casa del zapatero Chaikin.
Chaikin era uno de esos emigrantes rusos a los que la pobreza había impedido abandonar aquella ciudad fronteriza. Aunque apenas ganaba lo suficiente para pagarse un té, un mendrugo de pan y algún rábano, ayudaba a los revolucionarios que cruzaban la frontera. De mes en mes aguardaba el estallido de la revolución, a cuya causa creía estar prestando importantes servicios, y con el tiempo se convirtió en cabecilla de una conspiración impotente. En torno a él se reunían los rebeldes y descontentos; pues también los había en aquella ciudad situada en la periferia del mundo capitalista, donde si bien es cierto que los códigos sólo tenían una eficacia débil y desacralizada, las leyes no escritas de la economía y costumbres burguesas conservaban todo su vigor. En medio de ese color local, extraño y muy poco europeo, entre el abigarrado tumulto de aventuras, confusión lingüística y semirrusticidad, resplandecía aún el mustio brillo de un patriarcalismo bonachón con el cual los propietarios reducían los salarios de los pequeños artesanos y de los escasos obreros, manteniendo a los pobres en un estado de sumisión que era visible en las calles, junto a la postración de los mendigos. Los que estaban establecidos odiaban también allí a los inmigrantes nuevos; todo pobre recién llegado —y cada semana llegaban varios— era acogido con la misma hostilidad con que, en su momento, habían sido recibidos ellos mismos. E incluso los mendigos, que vivían de limosnas, temían la competencia como si ellos mismos fueran comerciantes. Los oficiales de la guarnición irradiaban un resplandor metálico que subyugaba a las hijas de los pequeñoburgueses. En época de elecciones parlamentarias, soldados y gendarmes entraban en la ciudad sembrando el pánico, y los burgueses no eran menos obsecuentes con ellos que sus colegas de las grandes ciudades europeas.
Los rebeldes se congregaban en casa de Chaikin. Por respeto a la teoría, éste denominaba «esbirros del capitalismo» a los dos o tres guardias urbanos, «capitalista explotador» a un comerciante que no pagaba a su aprendiz, «parásitos de la sociedad» a los consejeros municipales, «ganapanes» a los aprendices y «masa proletaria» a los ciento veinte obreros de la fábrica de cepillos. Organizaba debates. Explicaba todos los programas políticos, importantes o no, y preparaba manifestaciones en circunstancias diversas. Nada lo hubiera hecho más feliz que una detención. Pero nadie lo consideraba peligroso.
Friedrich participaba regularmente en las reuniones de Chaikin. Empezó a asistir por curiosidad. Y se quedó por ambición. En las discusiones aprendió a tener razón a cualquier precio, desarrollando su enorme talento para hacer formulaciones falsas. Le agradaba el silencio que se imponía en cuanto él pedía la palabra, y en el cual creía oír su propia voz aun antes de que resonase. Pasaba días enteros preparándose contra cualquier probable objeción. Aprendió a simular una agilidad en la réplica que en realidad no poseía. Repetía, como propias, frases tomadas de diversos folletos. Y disfrutaba de sus triunfos. Sin embargo, aún amaba sinceramente a los pobres que lo escuchaban, así como el rojo incendio que deseaba encender en el mundo.
¡El mundo! ¡Qué palabra! La escuchaba con oídos jóvenes. Irradiaba una gran belleza, al tiempo que escondía una injusticia enorme. Dos veces por semana creía necesario destruir el mundo, mientras que los otros días se preparaba a conquistarlo.
Con este fin estudiaba tan intensamente que un día su amigo, el estudiante, pudo decirle:
—Creo que dentro de dos meses podrá usted presentarse. Trate de hacerlo en el otoño.
Friedrich contó sus ahorros. Le alcanzaban para unos seis meses.
Fue a ver a Kapturak por su documentación. Era un placer presentarse ante las autoridades del mundo capitalista con papeles falsos. No tenía padre ni patria. Su nacimiento no había sido registrado en ningún sitio. Consideró todo esto como un signo premonitorio y se dirigió a casa de Kapturak.
—¿A qué nombre?
—Friedrich Zimmer.
—¿Por qué Zimmer?
—Así se llamaba mi padre.
—¿Ruso o austríaco?
—Austríaco.
—Muy justo —observó Kapturak—, un hombre joven no puede quedarse en nuestra aldea. ¡Lánzate al mundo y estudia derecho! Es lo más práctico. Algún día serás jefe de distrito.
Era un día de julio cuando Friedrich se despidió. El sol gravitaba sobre los techos bajos de las cabañas que bordeaban el camino a la estación, abatiendo el humo de las chimeneas hasta la altura de las puertecitas. De en medio de la calle, flanqueada a ambos lados por andenes de madera, llegaban ruidos de niños y mujeres, de pacíficas aves de corral y perros belicosos. Una fragante energía estival lo colmaba todo, y por encima el humo de las chimeneas se abría paso, victorioso, un lejano olor a heno y a tronco de pino, proveniente del bosque contiguo a la estación.
Friedrich estaba dispuesto a resistirse a cualquier tipo de emoción tradicional. El miedo a la melancolía le había conferido esa falsa solidez de la que tanto se enorgullecen los jóvenes, considerándola una muestra de virilidad. Exageró la importancia del momento. Ya había leído demasiado. Y entonces revivió, de golpe, cientos de descripciones de otras tantas despedidas. Mas cuando el tren comenzó a moverse, olvidó la ciudad que iba dejando atrás para pensar sólo en el mundo al que se dirigía.
Hacia las doce de un diáfano día de agosto salió Friedrich, un diploma en el bolsillo, por el gran portón oscuro de un instituto vienés. Lentamente se dirigió a su casa bajo el bochorno inmóvil. Las calles estaban desiertas; no había en ellas más que sombras, sol y piedras.
Se cruzó con un coche. Las silenciosas ruedas cubiertas de goma deslizábanse sobre el adoquinado como sobre una mesa lisa. Sólo se oía el feudal y estimulante chacoloteo de los cascos de los caballos. En el coche, bajo un parasol de color claro como los que se usaban entonces, iba una joven. Al adelantarlo, la muchacha tuvo tiempo suficiente para observar a Friedrich con esa indiferencia torpe y ofensiva con que se mira un árbol, un caballo o el poste de una farola. Él se deslizó ante sus ojos como ante un par de espejos.
«No sabe quién soy —pensó Friedrich—. Mi traje es feo; lo cual no es nada extraño: el menor de los Parthagener me lo vendió a bajo precio. Tiene un brillo falso, deslucido. Los bolsillos son demasiado profundos; los pantalones, demasiado anchos. Es como un ilusorio sol de febrero. Llevo un pesado sombrero de paja que me oprime la cabeza como una red metálica espesa y simula una vivacidad estival. Las mujeres hermosas apenas me miran con indiferencia».
Era una mujer hermosa. Una nariz perfilada de tiernas alas, mejillas morenas y una boca fina, acaso excesivamente recta. El cuello, esbelto y probablemente moreno, se perdía tras un vestido cerrado hasta la barbilla. Uno de sus pies, enfundado en un escarpín gris perla, reposaba como un ave sobre el asiento de enfrente, tapizado de terciopelo rojo. Filtrada por el parasol, que, como un minúsculo cielo, se arqueaba sobre su propio mundo en miniatura, la luz solar le inundaba el cuerpo y el vestido color crema.
El cochero, embutido en una librea gris ceniza, llevaba las riendas tensas y los antebrazos estirados paralelamente sobre sus rodillas. La negrura reluciente y casi dorada de los caballos irradiaba una alegría solemne. Sus colas cortadas dejaban traslucir una coqueta energía, alzándose y volviendo a caer según las leyes secretas de un ritmo insondable para los peatones.
Aquel encuentro con una mujer hermosa fue como el primer contacto con un enemigo. Friedrich examinó su posición. Pasó revista a sus fuerzas, las convocó y se preguntó si podría arriesgar una batalla. Acababa de superar una barrera. Un ridículo examen lo había convertido en un ser apto para el juego social. Podía llegar a serlo todo: un defensor del género humano, pero también su opresor; general y ministro; cardenal, político, tribuno del pueblo. Nada —exceptuando su traje— le impedía elevarse muy por encima de la posición que aquella joven debía ocupar en la escala social, aparte de ser adorado por ella y sus semejantes, y de no hacerle ningún caso. Por supuesto… ¡no hacerle caso alguno!
¡Qué camino tan largo para un joven pobre y solitario! ¡Para alguien que ni siquiera posee un apellido o un documento de identidad! Todos los otros que se hallan arraigados en alguna casa. Todos se hallan firmemente ensamblados como los ladrillos de un muro. Tienen la deliciosa certidumbre de que su propia ruina supondría también el fin de los demás. Las callejas silenciosas aparecen bañadas en una luminosidad apacible. Ventanas cerradas. Persianas bajas. Detrás de esas cortinas verdes y amarillas sólo habitan el amor y la felicidad. Hijos que respetan a sus padres, madres que entienden a sus hijos, mujeres que adoran a sus maridos, hermanos que se abrazan entre sí.
No podía alejarse de aquel barrio tranquilo, de gente feliz y acomodada, en el que había ido a parar. Dio largos rodeos, como si en virtud de algún milagro pudiera llegar a su casa de buenas a primeras, sin haber cruzado antes las ruidosas y malolientes calles que conducían a ella. Las chimeneas de las fábricas surgieron de pronto detrás de los techos. La gente, que había dormido en albergues masificados, no lograba mantener el equilibrio y parecía ebria. La prisa de los pobres es tímida y silenciosa, a pesar de lo cual produce un ruido indefinido.
Está viviendo en casa de un sastre, en un cuartucho oscuro. La ventana, de cristales opacos, da al pasillo, impidiendo la entrada a la luz del día y a las miradas del vecindario. En el dormitorio del dueño rechinan las máquinas de coser. Sobre la cama hay una tabla de planchar. Un maniquí se apoya contra la puerta. En la cocina, alguien toma las medidas a un cliente, mientras la mujer, girada hacia el fuego y con la cara enrojecida, amenaza a los cuatro niños que están jugando.
«Si voy primero al restaurante —piensa Friedrich—, llegaré a casa cuando la familia haya comido. Y entonces sólo habrá que lavar la vajilla».
Entra en un pequeño restaurante. Un hombre se sienta a su mesa. Tiene un par de orejas sorprendentemente grandes y resecas, como de papel amarillento, y su cabeza recuerda un murciélago.
—Creo que usted es mi vecino —dice el hombre—. ¿No vive en el treinta y seis, enfrente?
—Sí.
—Le vi hace ya una semana. ¿Come siempre aquí?
—A veces.
—Será estudiante, supongo.
—Todavía no. Pero quiero matricularme.
—¿En qué, si no es indiscreción?
—Aún no lo sé.
—Yo copio direcciones —dijo el hombre—. Me llamo Grünhut. También estudié en una época. Pero no tuve suerte.
Parecía querer decir: «Y usted tampoco escapará a este destino».
—¿Y le va bien? —preguntó Friedrich.
—Como a cualquiera que copia direcciones. Tres céntimos por encima. Cien al día; a veces ciento veinte. Podría conseguirle a usted también unos cuantos. Sí, estoy dispuesto a hacerlo con sumo agrado. ¿Tiene usted letra clara? ¡Venga a verme mañana!
Se dirigieron al almacén de una lencería, donde el contable les entregó una lista y ciento cincuenta sobres verdes.
—¿Dónde cena por las noches? —le preguntó Grünhut—. Venga conmigo.
Cenaron en un mesón, donde les sirvieron una sopa preparada con restos de embutidos. Mesas largas. Cucharas presurosas, tintineantes. Vajilla de metal. Ruido de labios que chasqueaban, cucharas que rasqueteaban, gargantas gorgoteantes.
—¡Muy buena la sopa! —comentó Grünhut—. Tomaremos el café allí enfrente, donde Grüner; ahora se lo enseño. ¡Dentro de poco no lo necesitará! Podrá comer en el restaurante universitario. Yo también comía allí en mis tiempos de estudiante.
—Puede que algún día me vea en la misma situación —comentó Friedrich.
—¿Cómo? ¿De veras? ¿En qué situación? ¡La mía, por supuesto! ¡Créame! Sí. Está muy bien que le enseñe estos locales. Yo tuve que buscarlos por mi cuenta.
—¡Se lo agradezco!
—¡Oh, no, no! ¡Nada de eso! Cuando salí de la cárcel, estaba totalmente solo. ¡Divorciado! Mi hermano, convertido en un extraño. Se negó a reconocerme. Salvo la señora Tarka, nadie me conocía. Su hermano estuvo preso conmigo. Por eso me recomendó. Las relaciones son lo principal incluso en medios como el nuestro. ¿Conoce a la señora Tarka? Es la comadrona que vive justo encima de su sastre. Mi habitación queda encima de la suya. Me he dedicado a observarla. No se imagina qué gente visita a la señora Tarka. Ayer, por ejemplo, la hija del doctor D. Hace seis meses, la mujer de una auténtica «excelencia». ¡Y los jovencitos…! ¡Hijos de procuradores y de generales! Le llevan a sus amiguitas imprudentes. Yo una vez sólo le abrí la blusa a una de mis alumnas, porque también he enseñado historia y geografía en el colegio de la Floriangasse, sexto curso, colegio particular. Niñas bien de casas bien. Una hija de obrero no hubiera dicho nada. ¡Pero la buena sociedad…! Conozco a un abogado que violó a su pupilo. Y a un teniente que duerme con su ordenanza. Podría escribirles cartitas anónimas si fuera un granuja. Pero no lo soy. ¿Cuáles son sus tendencias políticas? ¡La izquierda, desde luego! ¿Cómo? Yo no comulgo con nadie. Pero creo que una revolución nos vendría muy bien. Una revolución pequeña, breve. De tres días, por ejemplo…
En aquella época se fue creando entre Friedrich y yo una relación bastante singular, que me atrevería a calificar de familiaridad no amistosa, o de camaradería sin estima. Incluso la simpatía que nos unió más tarde, al principio no existía. Fue surgiendo de la atención que un buen día comenzamos a prestarnos mutuamente, así como de la desconfianza recíproca en la que a veces nos sorprendíamos. Hasta que por último empezamos a estimarnos. La confianza creció lentamente, alimentada por las miradas que, casi sin darnos cuenta, intercambiábamos en compañía de otros, y no tanto por las palabras que nos decíamos como por el silencio en que solíamos enfrascarnos al estar sentados o paseando. Si nuestras vidas no hubieran seguido cursos tan distintos, quizá Friedrich habría llegado a ser amigo mío, como llegó a serlo Franz Tunda.
Pasó un buen tiempo sin que Friedrich se animara a buscar a Savelli, que seguía viviendo en Viena. Tenía miedo. Creía tener aún la posibilidad de elegir entre lo que él mismo llamaba el «ascetismo del revolucionario» y el «mundo», vago concepto romántico integrado por alegrías, luchas y victorias. Odiaba las instituciones de ese mundo, pero aún creía en ellas.
La bella y armoniosa escalinata de la universidad no le parecía a él —como a mí— el baluarte de las ligas nacionalistas de estudiantes (por el que cada dos semanas eran precipitados judíos o checos), sino una especie de puerta de ingreso a la «sabiduría y al poder». Su respeto por los libros, típico del autodidacta, era aún más grande que el desprecio por los libros propio de todo hombre sabio. Cuando hojeaba un catálogo o se detenía frente a los escaparates de las librerías; cuando, sentado en las salas silenciosas y ligeramente polvorientas de la biblioteca, contemplaba el lomo verde oscuro de los innumerables libros repartidos en altos y espaciosos anaqueles, la alineación militar de las pantallas verdes sobre las largas mesas, y ese profundo recogimiento que permitía comparar a todos los lectores de la biblioteca con fieles piadosos rezando en una iglesia, lo invadía el miedo a ignorar lo «esencial» y a que una vida fuese demasiado breve para aprenderlo. Leía y estudiaba precipitadamente y sin método, siguiendo inclinaciones diversas, atraído por un título o por el recuerdo de haberlo escuchado alguna vez. Fue llenando cuadernos enteros con anotaciones que consideraba «fundamentales», y se ponía casi inconsolable cuando se le olvidaba alguna frase, una fecha o un nombre. Asistía a todos los cursos necesarios y superfluos. Siempre se le podía ver en el aula, sentado invariablemente en la última fila que, en general, era también la más alta. Desde allí dominaba las cabezas de los auditores, inclinados sobre los blancos cuadernos abiertos y los diminutos y confusos signos de su escritura taquigráfica. Gracias a la distancia, el profesor perdía en cierto modo su condición de ser humano individual y no era más que un transmisor de sabiduría. Friedrich, sin embargo, permanecía aislado. En torno a él no había sino rostros en los que lo único visible era la juventud. Se podía, en caso de apuro, distinguir las razas. Las diferencias sociales sólo eran reconocibles por ciertas características secundarias. Los estudiantes acomodados tenían las uñas bien cuidadas y usaban alfileres de corbata y trajes bien cortados. Todo ello rodeado de una jovialidad obstinadamente sorda y obtusa.
Sólo en los ojos de algunos estudiantes judíos brillaba una aflicción inteligente, astuta o incluso ingenua. Pero era la tristeza de la sangre, del pueblo, transmitida en herencia al individuo y adquirida por éste sin riesgo alguno. Los otros también habían heredado su propia jovialidad. Sólo los grupos se distinguían entre sí por sus cintas, colores y opiniones. Se preparaban a vivir en el cuartel y cada uno llevaba ya su arma, que denominaba su «ideal».
En aquella época teníamos un conocido común llamado Leopold Scheller, que era además el único estudiante al que Friedrich frecuentaba. No ocultaba nada, decía siempre la verdad —al menos la que él sabía—, y toleraba todo cuanto le dijeran en la cara: no creía en la posibilidad de alusiones personales. Cuando alguien, según él, ofendía su honor con alguna mirada o un empujón casual o intencionado en al aula, el ofendido no era tanto su honor personal cuanto el de la agrupación a la cual pertenecía. Cuando Friedrich se aburría, iba a visitar a Scheller, que parecía ignorar el aburrimiento. Siempre estaba ocupado con su cosmovisión.
Un día sorprendió a Friedrich anunciándole sus esponsales. Y al punto metió la mano en el bolsillo de su pantalón, donde solía llevar su pistola en una funda de cuero. Esta vez sacó él una cartera, y de la cartera una fotografía. Al advertir el asombro de Friedrich, le dijo:
—Mi novia me confiscó la pistola. No me permite llevarla.
En la foto se veía a una muchacha de unos veintiocho años, muy bonita, de ojos y cabellos negros.
—¡Pero si no es rubia! —comentó Friedrich.
—Es italiana —respondió Scheller sin inmutarse, como si él nunca hubiera sido un germano.
—Pero —insistió Friedrich— ¿cómo se ha enredado así con una italiana?
—Contra el amor nada puede hacerse —empezó Scheller—, es la fuerza más grande de este mundo. Por lo demás, yo haré de ella una alemana.
—¿Y desde cuándo la conoce?
—Desde anteayer —contestó Scheller radiante—; la abordé en el Volksgarten.
—¿Y ya son novios?
—Para mí no hay término medio: o sí o no.
—¿Y su agrupación estudiantil?
—Me retiro. Porque a ella no le va. Ayer nos comprometimos. Y hoy le he pedido su mano al padre, por escrito. Es empleado bancario en Milán. Mi novia vive aquí en casa de unos parientes. Dentro de dos meses nos casamos. ¿Qué le parece?
—¡Extraordinaria!
—¿Verdad? ¡Es guapa! ¡Incomparable! —Y cubriendo la fotografía con una hojita de papel de seda, volvió a esconderla en la funda del revólver.
Aunque la felicidad de Scheller no le pareciese duradera a Friedrich, quien temía una desilusión por parte de su amigo, la proximidad del enamorado le hacía sentir el cálido reflejo de una dicha desconocida, y él se calentaba al sol de aquel amor ajeno como si estuviera tumbado en una extraña pradera. Scheller era un hombre plenamente feliz. Por falta de inteligencia ni siquiera era capaz de dudar, un estado que normalmente suele acompañar al amor como la sombra a la luz. Difundía su dicha con la misma facilidad con que la recibía. Era una felicidad más poderosa que el mismo Scheller. Friedrich lo envidiaba, al tiempo que disfrutaba con la tristeza de su propia soledad. Solía pensar que su vida entera tendría sentido si lograba encontrar a la mujer que buscaba. Aunque el método de Scheller, consistente en buscar novia en los parques públicos, le pareciera insensato, frecuentaba las zonas verdes, color que no es el de la esperanza, sino del deseo. Por lo demás, todo se iba poniendo otoñal y amarillento. Y a medida que el invierno se acercaba al mundo, crecía la impaciencia de su corazón.
Se puso a estudiar con redoblado ahínco. Pero cada vez que dejaba algún libro, lo encontraba tan absurdo como a Scheller. Las ciencias se iban superponiendo sobre las cosas importantes como las capas terrestres en torno al misterioso centro de la Tierra, eternamente incandescente, no entrevisto aún por nadie y que permanecerá oculto hasta el fin del mundo. Aprendían a amputar piernas, estudiaban gramática gótica y derecho canónico. Pero igual hubieran podido aprender a embalar muebles, a tornear piernas de palo o extraer muelas. E incluso la filosofía se inventaba respuestas falsas e interpretaba el sentido de la pregunta según la respuesta que era capaz de darle. Como un escolar que modifica el problema de matemáticas que le plantean en función del resultado falso que él mismo ha obtenido.
No pasó mucho tiempo sin que Friedrich se convirtiera en un huésped cada vez más raro de las aulas universitarias. «No —decía—, prefiero conversar con Grünhut. Los he calado a todos. Esa ingeniosa coquetería de los profesores elegantes que todas las tardes, de seis a ocho, organizan lecturas para muchachas de la buena sociedad. Una breve incursión en la filosofía, en la historia del arte del Renacimiento, con diapositivas proyectadas en la sala oscura, o bien en la economía política, con unas cuantas estocadas al marxismo…, no, no son cosas para mí. Y luego los llamados profesores serios, que dan clase por la mañana, a las ocho y cuarto, poco después de la salida del sol, para quedar libres todo el día… y dedicarse a sus propios trabajos. Y esos docentes barbudos que andan a la caza de algún buen partido para convertirse en profesores titulares y remunerados gracias a una relación con el ministro de Educación. Y esa sonrisa maligna de los examinadores insidiosos, que obtienen brillantes victorias sobre los candidatos suspendidos. La universidad es una institución para jóvenes de la alta burguesía, con una preparación regular, ocho años de escuela secundaria, clases particulares, perspectivas de obtener un puesto en la magistratura o de montarse un buen estudio de abogado gracias al matrimonio con alguna prima de segundo grado (no de primero, por la consanguinidad). Todo eso está muy bien para los bueyes de esas agrupaciones que se vapulean, para los arios puros, los sionistas puros, los checos o los serbios puros. Yo prefiero copiar direcciones con Grünhut».
Un día descubrió en uno de los catálogos de la biblioteca el nombre de Savelli. La obra se llamaba El capital internacional y la industria del petróleo. Buscó el volumen y no lo encontró. Estaba prestado. Y como si este hecho casual hubiera sido una señal de las potencias superiores, de la biblioteca se dirigió directamente a casa de Savelli.
En la habitación del ucraniano situada en el quinto piso de una casa de alquiler y en un barrio proletario, se hallaban reunidos tres hombres. Se habían quitado las americanas, que colgaban de las sillas donde estaban sentados. Una bombilla eléctrica, suspendida de un largo cordón que bajaba desde el techo, oscilaba a escasa altura de la mesa, movida continuamente por el aliento de los hablantes, pero también por sus esfuerzos reiterados para apartarla del campo de visión en cuanto los ocultaba a uno u otro. A veces, visiblemente irritado por la molesta bombilla, pero ignorando que ella fuese la causa de su impaciencia, uno de los tres hombres se levantaba, daba dos vueltas alrededor de la mesa, echaba una mirada indagadora sobre el sofá adosado a la pared y volvía a su puesto. Sobre el sofá era francamente imposible sentarse. Libros pesados y periódicos ligeros, opúsculos multicolores, prospectos, volúmenes verde oscuro prestados de una biblioteca, manuscritos y hojas en octavo inutilizadas y de bordes amarillentos yacían hacinados en completo desorden; todo se mantenía en equilibrio gracias a leyes desconocidas en virtud de las cuales los gruesos volúmenes de un diccionario no se precipitaban desde un débil podio formado por folletos verdes. Savelli había cedido las sillas a sus invitados y estaba sentado sobre una columna de ocho enormes libros cuya altura, sin embargo, apenas permitía a su barbilla asomarse por encima del tablero de la mesa.
Uno de los presentes era robusto y ancho de espaldas. Tenía sus gruesos y peludos puños apoyados en la mesa. Su cráneo era redondo y calvo, sus cejas tan finas y ralas que apenas se veían, sus ojos, claros y pequeños, su boca, roja y carnosa, y su barbilla semejaba un cuadrado de mármol. Llevaba una blusa roja de estilo ruso, hecha con una tela brillante que despedía intensos reflejos; era imposible mirarlo sin pensar de inmediato en un verdugo. Se trataba del camarada P., un ucraniano dulce, bondadoso y digno de confianza, cuya singular astucia yacía oculta bajo su masa corpórea como un filón de plata bajo la tierra. A su lado se hallaba sentado el camarada T.: un rostro oliváceo con bigote negro y una perilla también negra y ancha, unos quevedos sobre la poderosa nariz y dos ojos oscuros que parecían reflejar una especie de hambre insaciable. Frente a él, la silla del tercer camarada estaba momentáneamente vacía. Era el más inquieto de todos, y tanto la fragilidad de sus miembros como la palidez de su piel justificaban su nerviosismo.
En el momento en que Friedrich entró, el tercer camarada acababa de concluir un discurso y estaba tamborileando con sus dedos secos sobre el negro cristal de la ventana, como si quisiera enviarle algún mensaje en morse a la noche. Una tímida y ligera barba de marinero circundaba su enjuto rostro como un marco descolorido encuadra un retrato. Sus ojos eran claros y duros cuando se quitaba las gafas. Detrás de los cristales parecían pensativos y sabios. Era R., con el que Friedrich trabó entonces una rápida amistad y que más tarde se convertiría en su enemigo.
La frase que Friedrich aún alcanzó a oír le reveló de inmediato quién era el que hablaba.
—Me dejaré ahorcar —había dicho… y, corrigiéndose al punto—: es decir, me ahorcarán si dentro de cinco años estamos en guerra.
Luego hubo un momento de silencio. Savelli se puso en pie, reconoció a Friedrich al instante y le indicó por señas que tomara asiento donde prefiriese. Friedrich buscó sitio en vano y al final se acomodó cuidadosamente en el sofá, sobre una pila de libros.
Nadie le prestó atención. P. se levantó. Su poderosa figura oscureció repentinamente la habitación. Se plantó tras el espaldar de su silla y dijo:
—No hay otra posibilidad. Uno de nosotros tendrá que partir. La situación se ha agravado tanto que entre hoy y mañana nos puede caer una sorpresa. Y en ese caso la comunicación se interrumpiría y, sobre todo, el dinero se quedaría allá, irremediablemente perdido. Berzeiev es un oficial y ha de tener bastantes problemas. Desertar le resultará difícil. Tengo una noticia de primera mano: me escribe que durante las maniobras no dejó de temblar ni un minuto. Cuando regresó Lewicki estaba en Kiev y Gelber en Odesa. En Charkov no había nadie.
—Tendrá que ir usted mismo —lo interrumpió Savelli.
—¡Haga su testamento! —exclamó R.
—Como siempre, el camarada R. tiene miedo —dijo Savelli en voz muy baja.
—No lo niego —replicó R. sonriendo, y puso al descubierto dos hileras de dientes sorprendentemente blancos y simétricos que nadie hubiera sospechado detrás de sus finos labios. Aquella dentadura despedía un brillo tan amenazador que hizo desaparecer la expresión tierna y pacífica del rostro, e incluso los ojos se tornaron malignos—. Nunca he pretendido ser un héroe y no pienso arriesgar mi vida. Además, Savelli no me dejaría esa oportunidad.
Todos se echaron a reír, a excepción del hombre de cabellera negra. Sacudió la cabeza y sus quevedos temblaron. Luego, golpeando la mesa con una mano, dijo irritado:
—¡Nada de bromas! —Mientras, con la otra apartaba bruscamente la bombilla que le tapaba la vista y empezó a oscilar con más intensidad, semejante a una gran mariposa inquieta.
Antes de marcharse le estrecharon la mano a Friedrich, como a un antiguo conocido.
—Lo vi una vez en el Ring —le dijo Savelli—. ¿Qué piensa hacer ahora? ¿Está trabajando? No me refiero a los estudios. —Quería preguntarle si estaba trabajando para la causa. Friedrich confesó no hacer nada. Savelli habló de la guerra. Podría estallar en una semana. El Estado Mayor ruso operaba en Serbia. Los espías rusos buscaban refugiados en París, Berlín y Viena. En el café del distrito IX, que ellos frecuentaban, habían aparecido clientes sospechosos en las últimas semanas. ¿No querría Friedrich reunirse alguna vez con ellos?
—Volveré a verlo en su casa, o iré al café —respondió Friedrich.
—¡Buenos días! —repuso Savelli, como despidiéndose de alguien que le hubiera pedido fuego.
R. era, sin duda, el hombre más interesante junto a P., el doctor T. y Savelli. Un grupo de jóvenes se reunía en torno a él, formando su «círculo». Solían caminar juntos en medio del silencio nocturno. R. hablaba y ellos estaban pendientes de sus labios.
—Dígame —empezaba— si este mundo no es tan silencioso como un cementerio. La gente duerme en sus camas como si fueran tumbas, por la mañana se despiertan, leen algún artículo editorial, sumergen en el café un croissant blando y la nata rebosa por los bordes de las tazas. Luego golpean delicadamente el huevo duro con el cuchillo, por respeto a su propio desayuno. Los niños van a la escuela con sus mochilas, de las que cuelgan esponjas, y aprenden historias de emperadores y de guerras. Ya hace un buen rato que los obreros están en sus fábricas. Las jovencitas pegan cartuchos y los hombres grandes cortan el acero. Los soldados llevan ya tiempo haciendo maniobras en los prados. Resuenan trompetas. Entretanto son las diez: ministros y consejeros van llegando a sus despachos, firman, firman, envían telegramas, dictan, hacen llamadas. En las salas de redacción, los taquígrafos toman nota y entregan lo escrito a los redactores, que disimulan y revelan, ocultan y ponen de manifiesto. Y como si nada hubiera sucedido a lo largo del día, por la tarde repican las campanas y los teatros se van llenando de mujeres, flores y perfumes. Y luego el mundo vuelve a adormilarse. Pero nosotros vigilamos. Oímos ir y venir a los ministros, gemir en el sueño a los emperadores y reyes, oímos cómo afilan el acero en las fábricas, oímos el nacimiento de los cañones y el leve crujido del papel sobre el escritorio de los diplomáticos. Y vislumbramos ya el gran incendio del que los hombres no podrán salvar sus pequeñas alegrías y preocupaciones…
Y así empezó Friedrich a trabajar «para la causa», como solían decir él y sus amigos. Se acostumbró a sacar de la renuncia y del anonimato ese entusiasmo sin el cual no podría vivir. E incluso en la inexorabilidad, que tanto había temido, llegó a encontrar un encanto, así como en la desesperanza un consuelo. Era joven. Y por tanto no sólo creía en la eficacia del sacrificio, sino también en la recompensa que de él brota, como la flor de la tumba. Había, sin embargo, momentos que él llamaba «de debilidad» en los cuales se permitía —a título personal— albergar una esperanza en el triunfo de la Idea y pensar que le sería dado vivirlo. Pero sólo lo admitía cuando se encontraba con R.
—¡No se preocupe tanto de esas cosas! —le dijo R. un día—. Yo sólo creo en el altruismo de los muertos. Todos queremos nuestros ratos de bienestar y de dulce venganza.
—¡Todos menos Savelli! —repuso Friedrich.
—Se equivoca —replicó R. no sin cierta animosidad, según me pareció en aquel momento—. Ustedes no conocen a Savelli. Algún día lo entenderán, pero será demasiado tarde. Hace el papel de un hombre al que su propio corazón ya no le pertenece porque lo ha legado a la humanidad. Pero no es cierto: carece de corazón. Yo prefiero un egoísta. El egoísmo es un síntoma de humanidad. Y nuestro amigo, en cambio, es inhumano. Tiene el temperamento de un cocodrilo en tierra, la imaginación de un palafrenero y el idealismo de un izvozchik[2].
—¿Y todo lo que ha hecho hasta ahora?
—Es un burdo error juzgar a los hombres por sus acciones. Deje que lo hagan los historiadores burgueses. A los actos se llega con la misma inocencia que a los sueños. Nuestro amigo, que ha asaltado bancos, hubiera podido perfectamente organizar pogromos.
—¿Y por qué sigue siendo de los nuestros?
—Porque es muy poco dotado o, mejor dicho, muy poco ágil para liberarse de la presión de su propio pasado. Los hombres de su tipo nunca se apartan del camino que eligen. No es un traidor. Pero es nuestro enemigo. Nos odia como el campesino ruso odia al intelectual de las ciudades. Y me aborrece a mí en particular.
—¿Por qué a usted en particular?
—Porque tiene motivos para hacerlo. Seamos justos: yo no soy ruso. Soy europeo. Y sé que de nuestros camaradas me separa un abismo mucho mayor que el que nos separa a todos los intelectuales de los proletarios. He tenido mala suerte: mi educación es occidental. Y aunque sea un radical, me gusta el centro. Por más que esté preparando la gran revuelta, me agrada la mesura. No puedo evitarlo.
Era al entusiasmo de la formulación que R. se había entregado. Y Friedrich lo imitaba. Ambos comenzaron a rivalizar en decirse contradicciones. En boca de ambos se podía oír una afirmación que en aquel tiempo resultaba sorprendente y que hoy en día es casi obvia: «El zar ya no es un soberano, es un burgués. Con él se ha iniciado en Rusia la era democrática, la era de una democracia de pequeños terratenientes, y ya veréis que los amigos de Savelli proseguirán su obra. Si el zar no nos manda ahorcar, lo harán ellos».
Parecía que R. se hubiera propuesto destruir sistemáticamente el apasionamiento de Friedrich, su entusiasmo romántico por todos los detalles de la conspiración secreta. En compañía de R. hasta el peligro adquiría ribetes de comicidad.
—Indudablemente —decía en salones que apestaban a cerveza, sudor y tabaco de pipa— resulta más fácil morir por las masas que vivir con ellas. —Luego subía al podio, exigía una postura más enérgica a los miembros del Partido, amenazaba a la clase dominante, pedía sangre y exclamaba—: ¡Viva la revolución mundial!
El comisario jefe tocaba un silbato, los agentes irrumpían en la sala y la asamblea era disuelta. R. desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Nunca se exponía a los puños policiales.
Parece ser que Friedrich hubiera seguido otro camino de no haberse hecho amigo de R. Pues, en resumidas cuentas, fue R. quien lo animó a irse a Rusia, quien despertó la ambición en su joven discípulo, la ingenua ambición de querer demostrar que no era un «intelectual cobarde». Pero a esto se sumó luego otra cosa.
Tengo la sospecha de que el viaje voluntario de Friedrich a Rusia, que terminó con su confinamiento en Siberia, fue la absurda consecuencia de un enamoramiento insensato que él mismo, a la sazón, consideraba utópico, y cuya importancia, por supuesto, exageraba. Mas no tenemos ningún derecho a indagar los motivos privados de un acto que Friedrich quiso realizar al servicio de su ideario. Nos contentaremos, pues, con anotar algunos hechos.
No volvió a pensar en la mujer del coche, o al menos creyó haberla olvidado. Un día, sin embargo, volvió a verla casualmente y sintió miedo, pues fue como encontrar, convertida en algo vivo, la imagen de un cuadro dejado en custodia en la sala tal de un museo determinado, o como reencontrarse con una idea olvidada que reposaba en alguna zona profunda y oculta de la memoria. No se dio cuenta de quién era cuando ella le preguntó, en uno de los pasillos de la universidad, por el aula 24. Sólo la reconoció cuando ya había desaparecido. Como una estrella lejana, necesitó unos cuantos segundos para impresionar su retina. Él la siguió. En el aula oscura, alguien estaba hablando de un pintor y proyectaba diapositivas en la pared; la oscuridad era como una segunda sala, más estrecha, dentro del aula: los acercaba en cierto modo más a él y a ella.
Esperó. No había oído una palabra ni visto una sola imagen, cuando observó que la puerta se abría y ella abandonaba el aula.
La siguió a cierta distancia, la que le pareció apropiada y prescrita por su galanteo. Temía que alguna calle lateral la devorase, que un coche la raptara o que algún conocido la estuviera esperando. Su tierna mirada vio brillar a lo lejos el moreno perfil de la joven entre el cuello de su pelliza y su oscuro sombrero. El ritmo regular de sus pasos comunicaba un delicado movimiento ondulatorio a la suave tela de su chaqueta, a sus caderas y a su espalda. Se detuvo ante una modesta tienda en una calleja tranquila y posó una mano vacilante y pensativa en el picaporte. Entró. Él se acercó y miró por el cristal. La muchacha, sentada a una mesa, volvió el rostro hacia él y se probó un par de guantes. Tenía la mano izquierda apoyada y los dedos estirados en paciente espera. Se puso delicadamente el fresco cuero, cerró la mano y volvió a abrirla, se la acarició con la derecha y ensayó el encantador y sugestivo juego de las articulaciones y los dedos.
Salió de la tienda sin darle tiempo a alejarse. Su primera mirada recayó en él, y al ver que Friedrich se quitaba el sombrero involuntariamente, se detuvo como intentando reconocerle, como preguntándose si debía esbozar esa indiferente sonrisa que solemos dedicar a los conocidos de quienes nos hemos olvidado. Por último, viendo que él no se movía, la joven se dispuso a partir. Friedrich dio un paso adelante. Ella se sintió visiblemente incómoda. El deseo de huir le invadió al mismo tiempo que el miedo al ridículo. La idea de tener que decir algo en ese instante fue superada por la convicción de no saber qué decir. Lo turbó la delicada forma oval de aquel rostro moreno visto tan de cerca, así como su mirada oscura y asustada y el suave tono azul de sus párpados, e incluso el fino paquetito que llevaba en la mano. «Si al menos no intentase sonreír continuamente —pensó—. Debo hacerle ver de inmediato que no me cuento entre sus conocidos». De modo que, sombrero en mano, le dijo:
—Siento mucho haberla asustado, pero las circunstancias han podido más que yo. La he seguido sin ninguna intención. Usted salió de la tienda antes de lo que yo había previsto. La saludé sin conocerla. Y la he desorientado, aunque sin quererlo. Le ruego que me disculpe.
Mientras hablaba se maravilló de la serenidad y precisión de sus palabras. Su sonrisa desaparecía y volvía a aparecer. Era como una luz intermitente.
—Lo comprendo perfectamente —dijo ella.
Friedrich hizo una venia, ella intentó hacer otra, y ambos se echaron a reír.
Le sorprendió enterarse de que no era casada. No comprendió por qué le había parecido una mujer casada. En segundo lugar, el coche en el que había pasado aquel día de agosto no era suyo, sino de una amiga, la señora G., a cuya casa había sido invitada. ¿Si era estudiante? No, sólo asistía a los cursos del profesor D., un amigo de la familia. Su padre, como suelen hacer los señores de edad, no le permitía cursar estudios. De haber vivido su madre sin duda lo hubiera hecho. Ella sí habría sido comprensiva. Y una tristeza pasajera ensombreció su rostro.
Se detuvo ante una parada de coches: iba al teatro, tenía una cita. Y Friedrich vio a un cochero saltar del pescante y retirar las mantas del lomo de sus caballos.
—Preferiría acompañarla a pie, si tiene tiempo —dijo Friedrich rápidamente.
Ella sonrió. Él sintió vergüenza.
—En ese caso vamos —dijo ella—, pero en seguida. Friedrich no pudo volver a hablar tranquilamente. La conversación sólo giró en torno a temas anodinos: la crudeza del invierno, el profesor D., lo aburridos que eran los bailes públicos y privados, la avaricia de la gente rica y la mala iluminación de las calles. Ella desapareció en el teatro.
Él se entregó a una indolencia confusa y sin objetivo, a una especie de vacaciones. Entró en el vestíbulo donde ella había desaparecido. Faltaba un cuarto de hora para que empezara la función. Se oían los carruajes que llegaban, el solemne relinchar de los caballos, cuyos cascos chacoloteaban vivamente, y los gritos de aliento de los cocheros. El vestíbulo se fue llenando de olor a polvos y perfumes, del frufrú de los vestidos y de un torbellino de saludos. Los numerosos caballeros que esperaban apoyados contra las paredes se descubrían con gestos más o menos amplios, o bien se limitaban a inclinar la cabeza y sonreír. Por la expresión de sus caras o sus reacciones podía apreciar Friedrich el rango social de los que entraban: aquellos hombres eran espejos vivientes apostados en los rincones. Pero ellos también tenían un rango y un carácter, y podían ver corroborada, por la forma en que sus saludos eran correspondidos, su propia posición en el gran mundo. Las mujeres hermosas parecían no ver a nadie cuando en verdad examinaban a todos los presentes con esa mirada fugaz e imperceptible con que los comandantes dan su aprobación final, antes de que aparezca el general, al regimiento en orden de marcha. Ninguno de los presentes se le escapaba a esas beldades. No se olvidaban del portero ni del policía. Sus ojos distribuían veloces preguntas y obtenían respuestas lánguidas y lentas. Oficiales en todos los matices del azul y el beige, todos con relucientes botas de charol y pantalones negros y ceñidos, difundían un agradable campanilleo y un inocuo abigarramiento. Por primera vez no sintió Friedrich odio alguno hacia ellos y sí, más bien, cierta solidaridad con el policía gracias al cual la armonía de ese hermoso caos no era perturbada por ningún borracho o delincuente. «Nadie aquí sospecha quién soy yo. Deben de tomarme por un estudiante sin importancia», pensó. Cuando la mirada de alguna mujer lo rozaba, sentía gratitud por todo el bello sexo. Son seres con instinto, se decía. Los hombres, en cambio, son rudos, y de pronto compadeció a las damas de la sociedad, que pasan la vida penosamente y dejan marchitar su belleza en compañía de tenientes necios o financieros brutales. Necesitan hombres muy distintos. Y claro está, pensó en sí mismo.
Un estridente campanillazo recorrió la sala como un terror alborozado. Los movimientos de la gente se aceleraron y el caos tornóse más ruidoso. Las puertas se abrieron violentamente y tres minutos después el vestíbulo estaba vacío. El policía se sentó en un sillón colocado en uno de los ángulos. Una mano invisible cerró por dentro la ventanilla de la caja. Las lámparas de arco plateadas se apagaron en las entradas. En el vestíbulo concluía un espectáculo, y otro empezaba en ese instante en el escenario. Los cocheros entraron; de la calle llegaron varios hombrecitos que parecían carteros sin uniforme. Se congregaron en torno al portero y empezaron a negociar con él. Eran subagentes y revendedores de billetes. El policía se volvió para no tener que verlos. El vestíbulo ya no olía a perfume femenino. Los revendedores despedían un olor a gulasch y a ropa vieja y mojada. Era como si esos pobres que acababan de reunirse en el vestíbulo se hallaran clavados, al igual que los muñecos de los higrómetros, en el extremo opuesto de la misma varilla a la que estaban sujetos los ricos, y como si ciertas leyes precisas hicieran comparecer ante los teatros del mundo tan pronto a los afortunados como a los miserables.
Friedrich abandonó el teatro. Era temprano; aún debía ir a buscar a sus amigos al café. Pero no hubiera podido verlos justamente aquel día. Le daba vergüenza presentárseles. «Se darán cuenta enseguida —dijo para sus adentros— de que estoy enamorado. R. me desenmascarará inmediatamente como un romántico, apelativo que en su boca suena casi como la palabra parricidio». No, no podía ver a sus camaradas. Savelli, por ejemplo, no se enamoraba; el camarada T. sólo amaba a la revolución. El ucraniano había entregado la totalidad de su colosal masa corpórea a la Idea de cómo se somete un pueblo a un amo. En cuanto a R., negaba obviamente las posibilidades de un amor. Tan sólo él, Friedrich, tenía cabida para todo en su corazón, para la ambición y la renuncia, para la revolución y el amor.
No tuvo más remedio que subir la escalera mal iluminada que conducía al cuarto de Grünhut, ya que tampoco podía quedarse solo. Sintió la hediondez de los gatos que, presa de un pánico inexplicable, huyeron despavoridos a su paso; oyó voces a través de las puertas, muy juntas una a otra en los pasillos y provistas de números como en un hotel. La puerta de la comadrona tenía un cartel colgado: «Llamar fuerte, el timbre no suena». Oyó el ligero paso de Grünhut.
—Tiempo que no le veía —dijo Grünhut. Y añadió al instante—: ¡Chis! Hay clientes al lado.
Estaba copiando sus direcciones. Ahora podía llegar tranquilamente a cuatrocientas diarias. Y Friedrich ¿seguía escribiendo?
No, ahora trabajaba, aún tenía dinero para vivir dos meses y pensaba encontrar pronto otra cosa.
Luego comenzaron las antiguas quejas de Grünhut contra el mundo. Y al final volvió a surgir la pregunta de siempre:
—¿Qué le parecería una cartita anónima al hombre del cual le he hablado?
No quería solamente el consejo de Friedrich: tenía pensado escribir una original carta al alimón: cada palabra de mano distinta. Ya conocía a los expertos jurados: quedaban desorientados ante cualquier problema complejo. Era imprescindible una segunda persona, y no sólo por la caligrafía. Había que fijar eventualmente una cita. De cualquier forma, el hecho de ser dos complicaría a tal punto el anonimato que, según Grünhut, ya nadie entendería nada.
La negativa de Friedrich le ofendió. Su inquebrantable fe en el temperamento criminal del joven transformóse en un dolido respeto por Friedrich que, en opinión de Grünhut, debía de estar planeando crímenes mucho más importantes y rentables.
Del cuarto de la comadrona llegaban ruidos diversos: agua, palabras murmuradas por una voz femenina ronca, un sillón empujado, el rebote de un objeto metálico contra cristal y madera.
—¿Oye? —preguntó el hombrecito—. Las tardes de primavera, en el hotel y en la chambre séparée, escucharía ruidos muy distintos. Ruiseñores que cantan, algún gitano que toca el violín, una botella de champán que se destapa. ¿Dónde se han ido los ruiseñores? La señora Tarka me ha insinuado quién está adentro: la esposa de un profesor; secuelas de su relación con un escultor. Bien conocido mío, además. Me ha conseguido varios negocios. Un hombre tremendamente productivo; se cree demoníaco, como todo cerdo. Es a los pintores y escultores que la señora Tarka debe la mayor parte de sus ingresos.
»¡La de gente que encarga retratos hoy en día! ¡Y cómo se vive en los talleres! ¿Cree usted que una mujer puede resistirse al taller de un pintor? ¿Al estupendo desorden que reina allá arriba, bajo el cielo azul, en el último piso, donde sólo Dios puede echar una ojeada a través del techo de cristal? Uno se echa y mira a lo alto. Ve pasar las nubecillas blancas, una bandada de pájaros, y se deja invadir por el deseo y la nostalgia. En un rincón, la tela. Un testimonio de que otra también ha posado ahí, desnuda. Y el pintor dice algo. Todo lo que sabe le viene de obras pornográficas e historias costumbristas. Sus ojos se excitan con los perfiles y se adhieren a la superficie. “¡Qué línea, señora, la que une su cuello con el comienzo del pecho!”, dice luego. Y esto, usted me entiende, sería una desvergüenza dicho por algún teniente: el señor esposo se batiría en duelo con él, en algún bosque, al clarear el alba. Pero si lo dice un pintor, es un juicio artístico. Los llamados especialistas no hacen cumplidos, sino que expresan opiniones objetivas. Se explayan sobre todo el cuerpo. “¡Qué muslo tan encantador!”, dice objetivamente el buen señor, paleta en mano. Muchos hablan del Renacimiento. Por ejemplo el escultor que de vez en cuando viene a ver a la madame, y con el que a veces converso. O, mejor dicho, él conversa solo. Puras necedades sacadas de historias costumbristas. Un día me hizo un encargo: grabados pornográficos, pues da la casualidad de que conozco a un librero. Voy, pues, y se los consigo. Y el tipo me queda debiendo la gestión; y también la cuenta del librero, que va a verlo y arma todo un lío. “Vuelva usted mañana”, le dice el maestro. Y al día siguiente le devuelve el libro, muy sonriente. A mí me contó unas semanas después que sólo había necesitado los grabados esa tarde, para una muchacha de buena familia. ¡Y yo que no he pasado de entreabrir una blusa! Aunque, claro está, no soy un artista. Es innegable que los tiempos progresan. Al problema del arte ya hemos llegado, supuestamente. Y al de la emancipación femenina también. ¿Observa usted lo bien que ambos coinciden? Los llamados lazos familiares se van aflojando. Las hijas de los consejeros áulicos se hacen retratar y estudian germánicas. En las bibliotecas suceden muchas cosas. Y yo…, por cierto que han pasado muchos años…, ahora lo condecoran a uno por esas cosas. Mi fiscal vive todavía. No le volverá a llegar una acusación semejante. Mi defensor ya era por entonces un adepto a las teorías de lo demoníaco. Lanzó todo un rollo sobre la coacción irresistible, los atavismos y esas cosas. En honor a la verdad: mi padre era un hombre inofensivo, tenía una casa de cambio y muchas preocupaciones, pero ninguna relación con la moralidad.
Los ruidos cesaron en la habitación de al lado; la puerta se abrió y chirrió una llave. Grünhut retuvo a Friedrich unos minutos más.
—Hasta que lleguen abajo —dijo—. No me gustan las indiscreciones.
Debido a una promesa que hiciera a su mujer moribunda, el señor Ludwig von Maerker, a la sazón jefe de distrito en un ministerio, no podía volver a casarse. Pero como tampoco podía vivir sin mujer ni quería familiarizar a su hija con las costumbres de un viudo aún brioso, decidió enviarla a una casa cuna y, posteriormente, a un pensionado para señoritas, donde habría de recibir una educación adecuada a su rango en compañía de otras huérfanas de su misma condición social. En cuanto hubo instalado a Hilde, contrató a un ama de llaves con la que sólo iba al circo y a espectáculos de varietés. Los teatros le estaban vedados, hecho que ella consideraba una injusticia y en virtud del cual se arrogó el derecho de amargarle la vida al señor Von Maerker y exigir mayor autoridad en la casa. Controlaba cada uno de sus pasos y cada uno de sus gatos. Y cuando él se quejaba de las restricciones impuestas a su libertad, ella le respondía con esa amarga causticidad que podía anunciar tanto un desmayo como un homicidio:
—¿Cómo? ¿Tampoco puedo aspirar a ese mínimo derecho? ¿Yo, una mujer a la que ni siquiera llevas al teatro?
Una vez al año se escapaba el señor Von Maerker de su ama de llaves: cuando iba a Suiza a visitar a su hija. Pronto Hilde lo superó en altura, convirtiéndose en una señorita. Él la encontraba bella y, en sus momentos más secretos, lamentaba ser su padre y no su seductor. Hacía tiempo que ella había sido seducida por su propia fantasía. Aunque el señor Von Maerker había leído toda suerte de obras literarias francesas sobre los conventos de monjas y los pensionados de señoritas, creía, como la mayor parte de los hombres, en la depravación de todas las mujeres a excepción de la suya propia y de las más cercanas. El desenfreno empieza ya con las primas.
Pronto se empezó a discutir la posibilidad de que Hilde volviera a casa. Y antes de que el señor Von Maerker se diera cuenta, las sienes se le cubrieron de canas, al tiempo que su ama de llaves envejeció y se llenó de arrugas, perdiendo así toda esperanza de casarse con su amigo y compartir su palco en el teatro. Hilde, en cambio, floreció hasta convertirse en lo que se llama un pimpollo; volvió a la casa paterna y empezó a vivir su propia vida.
Los tiempos reclamaban obstinadamente la libertad del sexo femenino; no así el señor Von Maerker, que entretanto había ascendido a consejero ministerial y era muy consciente de la falta de libertad del sexo masculino. Por las opiniones de su hija pudo comprobar, entre amargado y avergonzado, que él pertenecía a la generación antigua —pues los hombres se avergüenzan de envejecer, como si la edad fuera un vicio secreto—, y ante la agresiva lozanía de la joven, optaba por retirarse en silencio. Empezó a padecer, y poco a poco fue adquiriendo cierta sabiduría. Pertenecía a esa categoría de hombres mediocres que, obligados a guardar un silencio muy prolongado, sólo se tornan juiciosos a una edad avanzada, en la que no tienen más remedio que practicar la reflexión. Cuando Hilde, en nombre de todas las hijas del mundo, exclamaba: «¡Nuestras madres fueron vendidas y traicionadas!», el señor Von Maerker condenaba esta frase como una difamación a la memoria de su difunta esposa y como una grosería por parte de su hija. Se preguntaba de dónde podría sacar Hilde aquella dosis de insensibilidad tan excesiva y esa retórica tan chocante. Seguía sin saber nada sobre su hija.
No era Hilde diferente de las otras muchachas de su tiempo y su clase social. Transformaba el devoto romanticismo de su madre en uno de corte marcial, digno de las amazonas, y exigía el reconocimiento de los derechos civiles entre los que incluía, como una estación de paso, el amor libre. Al grito de: «¡Igualdad de derechos para todos!», las jovencitas de buena familia se precipitaban entonces a la vida, a las universidades, a los ferrocarriles, a los vapores de lujo, a las salas de disección y a los laboratorios. Para ellas soplaba por el mundo el conocido vientecillo fresco que toda generación joven se imagina sentir. Hilde estaba decidida a no entregarse a un marido. Su «amiga más íntima» la había traicionado casándose con el riquísimo señor G.: poseía coches, caballos, criados, cocheros y lacayos de librea. Pero Hilde, que compartía gustosa las riquezas de su amiga y le pedía sus coches y lacayos de librea para ir de compras, afirmaba: «La felicidad de Irene no me interesa, ha vendido su libertad». Y los hombres con los que dialogaba en estos términos la encontraban encantadora, extraordinariamente inteligente y de una testarudez deliciosa. Y como además tenía dote y un padre muy bien relacionado, el que menos —hombres chapados a la antigua, como lo son todos— pensaba pedirla en matrimonio pese a su negativa de principio.
Sólo a uno que otro de esos conocidos la hubiera confiado su padre, y en modo alguno a quienes ella frecuentaba no tanto por interés como por una necesidad de afirmar su libertad. Fue creando uno de esos llamados círculos. A través de su padre conoció a varios funcionarios y oficiales jóvenes y aventajados; a través del profesor D., a unos cuantos docentes y estudiantes de historia del arte. Su amiga casada con ese hombre rico que se las daba de mecenas le presentó a un músico, dos pintores, un escultor y tres escritores.
Toda esa juventud aún no soñaba que muy pronto sería diezmada por una guerra mundial, y vivía como si tuviese que romper cadenas de manera ininterrumpida. Los jóvenes funcionarios hablaban de los peligros que amenazaban al viejo imperio; de la necesidad de asegurar una amplia autonomía a las naciones o de imponer un puño fuerte y centralizador; de disolver el Parlamento o de elegir con más cuidado a los ministros; de una ruptura con Alemania, de un acercamiento a Francia o incluso de una vinculación más estrecha con Alemania y una provocación de Serbia. Unos querían evitar la guerra, otros, provocarla; pero todos pensaban que se trataría de una guerra breve y placentera. Los oficiales jóvenes culpaban de todo a la morosidad en los ascensos y a la estupidez del Estado Mayor. Los docentes, tiernos como jóvenes teólogos, ocultaban bajo un tesoro de sabiduría su hambre de prestigio social y de dotes. Los artistas daban a entender que mantenían una relación directa con el cielo, se burlaban de las autoridades y representaban simultáneamente el Olimpo, el café y el taller. Todos eran audaces, y, sin embargo, todos se rebelaban sólo contra el propio padre. Cada uno era, para Hilde, una personalidad y un buen camarada al mismo tiempo. Creía mantener con ellos una relación de pura camaradería, pero cuando alguno no le hacía cumplidos empezaba a dudar de su personalidad. Pues aunque el amor a la antigua usanza le importara un ardite, cortaba sus relaciones con un hombre que no le diera a entender que estaba enamorado de ella.
Registró su encuentro con Friedrich bajo la rúbrica «experiencias singulares». La evidente pobreza del joven constituía un matiz nuevo entre su círculo de conocidos. Su radicalismo de largo alcance lo distinguía de los pequeños rebeldes. De cualquier forma, Hilde asistió a la lección siguiente ligeramente excitada.
—Quisiera acompañarla —dijo Friedrich.
«Naturalmente», pensó ella, pero se limitó a decir:
—Si le parece divertido…
Y como estaba lloviendo, calculó que quizá iría con él a su habitación o a algún café. «Probablemente no tenga dinero», pensó Hilde, y a partir de ese momento no escuchó lo que él decía. Ya en la calle, donde el agua, el viento y los paraguas iban sembrando confusión entre los transeúntes, intentó Friedrich varias veces cogerla del brazo. Y ese brazo esperaba la mano del joven. Vemos, pues, que las teorías sobre la emancipación femenina habían ejercido en realidad muy escasa influencia en Hilde.
Llegaron al pequeño café que él solía frecuentar y donde, sin sentirse cómodo, podía deber dinero o incluso pedir algún préstamo. Como si acabara de darse cuenta, le dijo:
—Estamos empapados, venga.
Y Hilde tuvo como un leve presentimiento de la felicidad de una muchacha a la que su enamorado lleva a una habitación.
Se sentaron en un rincón. «Es cliente de este local y se siente como en casa», calculó ella rápidamente; y ya entonces se propuso sorprenderlo allí a la primera ocasión. A veces, sus manos se rozaban sobre el tablero de la mesa y volvían a separarse de inmediato, sintiendo una mezcla de vergüenza, deseo y curiosidad, como si tuvieran un corazón propio. La manga de la joven rozó a Friedrich. Sus pies se tocaron. Sus platos entrechocaron, animándose. A cada movimiento hecho por uno de ellos, el otro atribuía un sentido secreto. A él le gustaba su brazalete tanto como sus dedos, sus mangas ahusadas tanto como sus brazos. Le preguntó por su madre porque deseaba verla otra vez triste. Pero ella no se entristeció. Se limitó a describirle la foto que poseía de la difunta, y le prometió mostrársela. Los años transcurridos en el pensionado, sugirió él, debieron de ser tristes y muy duros. Ella evocó entonces los secretos diálogos nocturnos, olvidados hacía años, que había archivado en la rúbrica consoladora de las «chiquilladas». Los recuerdos la acosaron. Anhelaba uno más de aquellos roces casuales y temerosos. Quiso cogerle la mano y enrojeció. Recordó la clara impertinencia de un pintor y la transfirió en ese momento a Friedrich. Lo que éste decía la impacientaba, pero al mismo tiempo pensaba: «Es un tipo inteligente y extraño».
—Es tarde —dijo de pronto—, debo volver a casa.
Él estaba a punto de contarle lo que ocurría donde la comadrona y darle así un ejemplo ilustrativo de la corrupción de la sociedad, un síntoma de su decadencia. Ella lo aplacó con una sonrisa. Él se consoló pensando que el camino era largo. Una vez fuera, Hilde empezó a hablarle de su juventud. Ya había oscurecido. Las farolas despedían una luz turbia, macilenta y húmeda. Las paredes parecían arrojar doble sombra. De pronto ella lo cogió por el brazo, como para contarle algo más. «Tal vez me haga una pregunta», pensó. Pero él nada preguntó. Ella empezó entonces:
—Por la noche dormíamos cuatro en una gran habitación, cada una en una esquina. Mi cama estaba a la izquierda, junto a la ventana. Frente a mí dormía la pequeña Cerb. Su padre era un funcionario de Hacienda alemán, de Hesse, creo. Una noche se acercó a mi cama (teníamos entonces dieciséis años) y me contó que su primo, cadete en un colegio militar, le había enseñado una serie de cosas… Terrible, ¿no?
Friedrich no entendió adónde apuntaba su pregunta.
—Creo —le dijo— que el problema le parecería menos terrible si recordara que el sesenta por ciento de los niños proletarios de doce a dieciséis años ya no son vírgenes. ¿Sabe usted qué aspecto tiene una barriada popular? —¡Su antigua cólera! Siguió hablando en un tono entre violento y amargado, que dejó a Hilde sin ganas de hacer más confidencias. En un buen pensionado, donde en una habitación sólo duermen cuatro muchachas, nadie tiene idea de cómo es una vivienda obrera. Él le describió una. Y le explicó lo que era un huésped por horas, un asilo para gente desamparada, la vida de los exiliados y de los condenados políticos.
Ella se consoló. «¡Qué personaje!», pensó con orgullo. Le interrogó sobre su juventud. Y él le habló de sus actividades en la frontera.
—Le envidio —dijo la joven—. Es usted fuerte y libre. ¿Querría venir a mi casa? ¿El miércoles por la tarde?
Su sonrisa brilló como una luz en el oscuro patio de entrada.
La mayoría de los jóvenes le parecían aburridos como su padre. Le hubiera encantado ser hombre, y despreciaba a los hombres que no sabían qué hacer con su virilidad. Hubiera preferido un Friedrich obsequioso como el teniente e importuno como el pintor. Y por primera vez después de largos años lloró en su cama, desnuda y a merced de las tinieblas: una pobre chiquilla sin el menor rastro de emancipación.
A la mañana siguiente examinó el programa semanal con la vaga intención de reformar su vida. Era domingo. El lunes venía la costurera; el martes iría al teatro con la señora G.; el miércoles, recibía invitados; el jueves, clase en la universidad; el viernes, su tía, y el sábado, dos señores del Ministerio a cenar y, por la tarde, iría una hora a posar para el pintor. Quiso invitar a la señora G. a que la acompañara, pero su amiga no tenía tiempo: debía ir, con su marido, a una excursión programada tiempo atrás, a casa de unos parientes que vivían a tres horas de tren. Sin embargo, al cabo de cinco minutos se le olvidó la excursión y miró en el diario los espectáculos anunciados para el sábado. Se ruborizó, no supo qué decir y cambió rápidamente de tema. Por primera vez se deslizó en su despedida cierta hostilidad que ni un apretón de manos intencionadamente cordial logró disipar, así como tampoco el habitual abrazo, que esta vez duró incluso un segundo más que de costumbre. «Me toma por su rival», pensó rápidamente Hilde. Era su «mejor amiga».
Entró en el café con la intención de darle una sorpresa a Friedrich, pero no lo encontró y le dejó una invitación para el sábado por la tarde.
Él llegó y encontró al pintor. Ya conocía de vista al llamativo personaje. Odiaba su cráneo prominente y cargado de importancia, esa frente amplía y blanca, esas cejas frondosas que su propietario parecía regar diariamente como si fueran arriates y que ensombrecían sus ojos vacíos hasta el punto de evocar en ellos las aguas tenebrosas y profundas de algún misterioso lago. Odiaba aquel cuello blando y acentuadamente suelto desde el que una sólida papada surgía al encuentro de la barbilla, como para sostenerla. Aborrecía en general las denominadas grandes cabezas, que empleaban buena parte de su energía en simular una importancia mayor que la que la naturaleza les había concedido, y que cada mañana, al levantarse, parecían olvidar en el espejo sus propios talentos.
Hilde, resentida con Friedrich por la mala noche que el joven le hiciera pasar, otorgó sus preferencias al pintor. Reprochó a Friedrich que, en una tarde gris y lluviosa como aquélla, pudiera presentarse de un humor distinto al que hubiera tenido en una tarde soleada. Y él, encima, se encerró en un obstinado mutismo. Observó cómo el pintor hacía diez bocetos en el curso de media hora, con dedos ágiles y una mirada amenazadora que saltaba de Hilde al papel y viceversa. Hilde estaba inquieta. Aunque ninguno de sus rasgos pareció alterarse, bajo su piel se produjeron cambios repentinos y sólo en sus ojos podía apreciarse una luz que se apagaba y encendía alternativamente.
El mutismo de Friedrich acabó exasperando al pintor.
—Tengo que verla a solas —dijo en voz baja a la joven, como haciéndole sentir a Friedrich que hablaba en secreto. Éste se puso en pie. El pintor lanzó una mirada al techo: tenía la capacidad de observar el mundo más con las cejas que con los ojos. Recogió sus bocetos con una resignación presurosa. Hilde, temiendo que se hubiera ofendido, le rogó que se quedara. En cambio despidió a Friedrich, que desapareció mudo e insensible y con la firme intención de escribirle una carta muy clara, haciéndole ver que llevaba una vida falsa e indigna de ella, que tenía que cambiar y acabar de una vez por todas con esa mentalidad burguesa y esa rebeldía fingida.
Escribió todo esto con la prisa de un hombre que quiere salvarse de un peligro inminente. Cuando llegó a la cuarta página, se detuvo a reflexionar. Quiso destruir la carta, pero recordó que en todas las novelas hay amantes que rompen cartas. No hubiera querido parecer ridículo a ningún precio. Y se apresuró a enviar la carta.
R. se acercó a su mesa.
—¿Lleva mucho tiempo enamorado? Es cierto que usted se ha enamorado, no tenga vergüenza. Es una forma de energía como la salud, por ejemplo; pero así como no se debe utilizar la salud para ponerse aún más sano, tampoco debiera usted alimentar el amor con su propio amor. Transfórmelo. Intégrelo en algún tipo de acción, de lo contrario será algo torpe y sensiblero.
Había que traducir un folleto al italiano. Dentro de una semana sería el Primero de Mayo. Reuniones. Habría que ir de un lado a otro. Pronunciar unos cuantos discursos. P. estaba amenazado de expulsión. Savelli había preguntado por Friedrich.
—Sí, sí —dijo Friedrich—, comenzaré enseguida. Y se puso a trabajar. No tenía amor alguno que integrar en una acción, a lo sumo la tristeza productiva de un enamorado.
Una tarde, mientras estaba escribiendo, llegó Hilde al café. Él representó, de cara a ella y a sí mismo, la comedia del indiferente. ¡No fuera ella a confundirlo con un retratista burgués! No, él tenía que trabajar por la redención del mundo. Lo cual no era poco. Una maligna sensación de triunfo le invadió al verla entrar en ese local ínfimo y gris con toda su juventud, su elegancia y su belleza.
Desamparada, Hilde se sentó junto a él con su extensa carta en la mano. Se había propuesto discutir con él cada frase. Friedrich le rogó que esperara: tenía que escribir un artículo. «Estupendo esto que acabo de escribir», pensó él, emocionado ante la idea de leérselo si ella se lo pedía. Hilde esperó. Él terminó. Pero a ella ni se le ocurrió preguntarle qué era. Sólo pensaba en la carta. Y entonces empezó a decir, con voz casi dulce:
—He traído la carta…
Su dulzura lo irritó:
—Disculpe —dijo él—, esta carta la escribí en un arrebato de locura. Le ruego no considerarla como una carta dirigida a usted.
Ella seguía con las hojas en la mano. Él se las quitó y empezó a romperlas. Hilde hubiera querido retener su mano y se avergonzó. Los ojos se le llenaron de tibias lágrimas. «Ya estoy otra vez llorando», pensó luego, indignada por su recaída en un pasado superado.
Fue sólo un breve instante. Él no la estaba mirando. Desempeñaba con convicción su papel de hombre duro y arrogante mientras sus manos destrozaban maquinalmente la carta. Ahora ya sólo eran cincuenta pedacitos de papel que yacían como cadáveres blancos y pequeñitos sobre el oscuro tablero de la mesa. El camarero vino, los juntó con una mano, los dejó caer en la otra y se los llevó.
«Enterrados», pensó ella.
Friedrich quiso decir algo conciliador. No se le ocurrió nada. Ambos estaban ya bajo el dominio de la ley eterna que regula los malentendidos entre los dos sexos.
Ella se levantó, forastera en aquel café de otro mundo, y empezó a alejarse. Él la vio una vez más por la ventana, pero no se dio cuenta de que un simple cristal lo separaba de ella. Tuvo la impresión de que nunca más podría abandonar aquel café. Como si en ese preciso instante hubieran tapiado la puerta y decidido que él tendría que permanecer ahí, sentado a la mesa por toda la eternidad. No se movió. Al cabo de cinco minutos salió. Ella había desaparecido.
A partir de entonces empezó a planear un «viaje largo y peligroso». Un dolor inmotivado acompañaba su trabajo, confiriendo una dorada calidez a su celo y una amarga resonancia a sus palabras, y dibujando además los primeros surcos relevantes en su rostro. Ahora parecía un hombre más bien taciturno. Su mirada clara venía de muy lejos y apuntaba a un objetivo también remoto. Quería partir y no regresar nunca jamás.
—Soy pobre —le confesó un día a R.— y estoy del lado de los pobres. El mundo no es bueno conmigo, y yo no quiero ser bueno con él. Su injusticia es enorme, yo la estoy padeciendo. Su arbitrariedad me hace daño. Quiero hacer daño a los poderosos.
—Si quisiera ser justo a la manera, por ejemplo, de un Savelli —respondió R.—, le diría que su lugar está entre los santos de la Iglesia católica y no entre los héroes anónimos del Partido. Hablé con T. sobre usted y convinimos en que no es una persona de fiar, en el sentido estricto del término. Cuando sufre alguna decepción personal, es capaz de ahorcar a los ministros. Usted pertenece a la inmortal especie de los intelectuales europeos. Por ahora su corazón se inclina hacia el proletariado, clase que frecuenta. Pero espere un poco: en los ojos tristes de los jovencitos ante los que ahora pronuncia conferencias, verá brillar un día el odio de la canalla humana. ¿Ha pensado alguna vez en ello? Cada vez que un obrero me da la mano, pienso que aquella mano podría golpearme un día despiadadamente como la de cualquier policía. Su método es falso, y es también el mío; por eso me permito decírselo y por eso puede usted creerme. Más nos valdría darnos cuenta de que los pobres no son mejores que los ricos ni los débiles más nobles que los poderosos, y de que, muy al contrario, sólo el poder podría ser la condición previa de alguna bondad.
—Quiero partir —dijo Friedrich.
—Perfecto —replicó R.—, debe exponerse al peligro. Vaya a Rusia. Con el riesgo de acabar en Siberia. T. ha estado allí, K. ha estado allí, y yo también he estado. Conozca por fin al proletariado más fuerte y obtuso del mundo. Ya verá que la desgracia no lo ha ennoblecido en absoluto. Es cruel de mi parte darle este consejo a un joven, pero así quedará curado de todas las ilusiones, sí, de todas. Y nunca más volverá a enamorarse, por citar sólo un ejemplo.
Friedrich comenzó su conferencia siguiente anunciando que había decidido partir y que otra persona le sustituiría. En una de las últimas filas vislumbró a Hilde, envuelta en un abrigo particularmente deslucido. «¡Qué mascarada!», pensó furioso. Se sintió culpable de aquella presencia. La consideró casi una traición de su parte para con la gente ante la cual estaba hablando. Empezó a leer el artículo editorial de un periódico burgués. En él se hablaba de la voluntad de las potencias centroeuropeas de asegurar la paz al mundo, y de los esfuerzos de este mismo mundo por lanzarse a una guerra. Sacó un periódico ruso, uno francés y otro inglés, y demostró a sus auditores que todos decían lo mismo. Una lámpara pendía a poca altura de su atril y lo cegaba. Cuando quería echar una mirada a la salita, las paredes desaparecían en una tiniebla gris, perdiendo su consistencia. Retrocedían cada vez más y más, como velos impulsados por el sonido de sus palabras. Los rostros iluminados que emergían de la penumbra se decuplicaban. Él escuchaba su propia voz, el eco sonoro de sus palabras. Se hallaba ahí como a la orilla de un mar tenebroso. Sus mejores palabras le eran dictadas por la expectativa de sus oyentes. Tenía la impresión de estar hablando y escuchando al mismo tiempo, de decir y hacerse decir cosas simultáneamente, de emitir sonidos y a la vez oírlos.
Hubo un instante de silencio. Un silencio parecido a una respuesta, que vino a confirmarle su fuerza como un sello mudo.
Cuando bajó de la tribuna, Hilde había desaparecido. Se enfadó por haberla buscado. Algunos de los presentes le dieron un apretón de manos y le desearon buen viaje.
Su partida se fijó para la tarde siguiente. Aún le quedaban más de veinticuatro horas. Savelli le había confiado dinero, cartas y encargos. Ante todo debía dirigirse a casa de la señora K. y alojarse allí. A la primera ocasión segura que se presentase, debía regresar con una parte del dinero, que era esperado aquí con urgencia. Llevaba una maleta llena de periódicos escondidos en los bolsillos, en las mangas y en los forros de trajes ajenos que le habían prestado para el viaje.
No tenía miedo. Una ola de tranquilidad lo invadió como a un moribundo consciente de tener tras de sí una vida larga y justa. Podía sucumbir anónimo, olvidado, mas no sin dejar huellas. Una gota en el mar de la revolución.
—Me despedí muy cordialmente de R. —me contó—. Este R., al que todos consideran poco de fiar, al que nadie puede soportar, sabe más que los otros. Las ideologías de los hombres no le hacen olvidar sus flaquezas. Conoce la oculta multiplicidad de la que todos nos componemos. No confían totalmente en él, porque es un ser múltiple y complejo. Por lo demás, él tampoco se fía de sí mismo ni de su incorruptible razón.
Fue a despedirse de Grünhut.
—¿Adónde viaja?
Se produjo un breve silencio. Grünhut se dirigió a la ventana. Daba la impresión de mirar no a la calle, sino sólo el cristal de su ventana, que había dejado de ser transparente.
—Pero ¿cómo se le ocurre? —exclamó Grünhut con voz llorosa—. No le pregunto por qué viaja, eso puedo imaginármelo. Pero ¿por qué precisamente usted?
—Ni yo mismo lo sé exactamente.
Grünhut volvió al cristal de la ventana.
«Es la última vez que le veo», pensó Friedrich.
Sus pensamientos, que él ya había encaminado hacia la muerte, dieron media vuelta repentinamente.
—¡Usted no sabe, usted no sabe! —dijo Grünhut—. Es joven. ¿Acaso cree que tendrá una segunda oportunidad de decir «me marcho lejos»? ¿Cree usted que la vida es infinita? Es breve y sólo puede ofrecernos unas cuantas situaciones miserables que a nosotros nos toca saber apreciar. Dos veces podrá usted decir: yo quiero; una vez: yo amo; dos veces: yo devengo, una vez: yo muero. Eso es todo. Míreme: no soy lo que se dice un hombre envidiable. Pero no quiero morir. Quizá pueda decir una vez más: yo quiero, o: yo devengo. No es que existan muchas perspectivas, pero estoy a la espera. No quiero sufrir por nadie ni por nada. Ese dolor mínimo que siente usted cuando se pincha un dedo es, sin embargo, enorme en proporción a la brevedad de su vida. ¡Y pensar que hay hombres que se dejan cortar la mano y vaciar los ojos por una idea, así: por una idea! ¡Por el género humano, en nombre de la libertad! Es horroroso. Entiendo que ya no pueda dar marcha atrás. Si hay que cometer alguna acción, hay que cometerla y basta. Luego nos hacen responsables, nos dan una medalla por eso que llaman una proeza, o nos meten presos por lo que se denomina un delito. Y nosotros no somos responsables de nada. A lo sumo somos responsables de aquello que dejamos de hacer. Si quisieran pedirnos cuentas por esto, tendrían que apalearnos, apresarnos y ahorcarnos cien veces al día. —Volvió a dirigirse hacia el cristal de la ventana. Y, siempre de espaldas a Friedrich, añadió en voz muy baja—: Pues nada, vaya y vuelva. Ya he visto partir a más de uno.
En el cuarto de la señora Tarka se oyeron de pronto voces.
—¡Silencio! —susurró Grünhut—. Quédese sentado y no haga ruido. Una nueva dienta. Ayer vino el pintor. Yo sabía que hoy vendría alguien. Se quedará poco rato. Primera consulta. Quédese aquí hasta que la visita se vaya.
Al poco rato se oyó chirriar la puerta.
—¡Rápido, antes de que vuelva la madame! —dijo Grünhut dándole un rápido apretón de manos, como si hubiera olvidado que era una despedida para siempre.
Dos días más tarde se hallaba junto al viejo Parthagener en el albergue Los pies en el cepo. Nada había cambiado. Kapturak seguía trayendo desertores. Se bebía aguardiente y se comían guisantes salados. Los rebeldes se reunían donde Chaikin. El jurista seguía soñando con ser diputado.
Kapturak llegó a la mañana siguiente:
—De modo que no lo han nombrado jefe de distrito. Pues nada, ya nos vamos. Yo me llevaré las maletas. Espérelas en la cantina fronteriza.
Era un día festivo. Los funcionarios de la frontera ya estaban bebiendo y cantando con los soldados desertores. Detrás del mostrador, el mismo tabernero de la boca abierta y los ojos saltones.
Friedrich salió. Las estrellas, húmedas, titilaban en lo alto. Soplaba una brisa ligera, cargada con los olores de su gran llanura de origen.
Un hombrecito rechoncho de barbita negra se paró de pronto junto a Friedrich.
—Bonita noche, ¿verdad? —le dijo.
—Sí —repuso Friedrich—, una noche preciosa.
—Queda usted detenido, mi estimado Kargan —dijo el hombrecito con voz amistosa. Tenía una mano redonda, blanca, casi femenina, con dedos cortos.
—¡Adelante! —ordenó.
Aparecieron dos hombres que flanquearon a Friedrich.
Sólo sintió el viento, como un consuelo que llegaba desde lejanías inconmensurables.