Segundo movimiento

Adagio pensieroso

Muchas veces he tenido ocasión de hablar con Ginastera sobre problemas de estética y técnica musical, sobre su propia obra y la ubicación de la misma en el panorama histórico nacional y sobre creadores contemporáneos. Se muestra convencido de que la orientación estética no se busca; se la encuentra. Así, en las obras de su período de estudiante, se refleja a su juicio, de alguna manera, el ambiente musical con el cual él convivía. Es decir, el espíritu argentino de Williams, López Buchardo o Julián Aguirre (a quien no llegó a conocer personalmente), por una parte. Por otra, el formado por compositores que utilizaban técnicas más avanzadas, compositores algo más jóvenes que aquellos, como Juan José Castro o Juan Carlos Paz. El gran descubrimiento para el Ginastera de esos años de formación fue «La consagración de la primavera» de Stravinsky, «que me mostraba un mundo sonoro, rítmico y estético inusitado».

Reflejada entonces en aquel panorama, la producción de Ginastera se presenta en continuidad, tanto en el aspecto tradicional encarado por Williams, López Buchardo o Aguirre, como en el renovador de quienes como Juan José Castro o Juan Carlos Paz avanzaban en sincronía mayor con la música de Europa.

En efecto, en su primera etapa de nacionalismo objetivo, Ginastera confiere con Panambí, Estancia y toda una serie de canciones y piezas para piano, nuevo hálito de creación a una música que en su aspecto composicional participa aún de elementos melódicos de la música tonal, tal como la cultivaron las generaciones musicales argentinas desde fines del siglo anterior, aunque esos rasgos tonales ya se manifiestan totalmente trastornados por el imperio de la politonalidad.

A poco andar, con el Primer cuarteto de cuerdas, la Sonata para piano, las Variaciones concertantes y las Pampeanas N.º 2 y 3, se advierte cómo el lenguaje musical inicia su tránsito hacia la dodecafonía, método trasplantado al país por Juan Carlos Paz a partir de 1937.

No extraña que Ginastera, entre sus veinte y treinta años, haya continuado por la senda trazada en las promociones anteriores. Amante de la forma y perfeccionista extremo, necesitaba sin duda afirmarse en lo conocido, explorar dentro de ese mismo campo, perfeccionándolo por la vía de una imaginación creadora rica, fluyente, con aspecto de espontánea a fuerza de ser exuberante, y con una destreza compositiva ya manifiesta desde Panambí. Una vez seguro en el campo heredado, poco a poco va ampliando y asimilando las nuevas conquistas que le ofrecía la música europea y estadounidense. El paso de Ginastera de una a otra etapa (del nacionalismo objetivo al subjetivo) se produce con absoluta naturalidad y sin pretendidas posturas revolucionarias o desplantes de iconoclasia.

De esa circunstancia emanan dos condiciones favorables para la música de este compositor. La primera tiene que ver con la vigencia de las obras creadas en sus estadios nacionalistas. No puedo afirmarlo con respecto de Panambí por cuanto es obra que no ha vuelto a reponerse en estos últimos años. En cambio tanto Estancia, las canciones o piezas para piano como las Danzas argentinas, Tres piezas, Malambo, Doce preludios americanos, la Suite de danzas criollas o el Rondó sobre temas infantiles argentinos, mantienen una lozanía, un encanto, un interés pianístico sin declinación. Son obras que se tocan en los conciertos y que figuran en el repertorio de cualquier estudiante de piano, por el puro interés que despiertan entre profesores y alumnos. Que yo sepa, debe ser esa razón, pues no existe ley nacional, municipal o provincial que lo exija.

La segunda condición favorable alcanza a su música de lo que llamaría el segundo estilo, aquel que se manifiesta desde 1947 en adelante y que señala la progresiva adopción de procedimientos más avanzados. El hecho de haberlos incorporado Ginastera a medida que sus necesidades de lenguaje y expresión lo requerían, explica que las obras de ese período (nacionalismo subjetivo) no sean sentidas como música de ruptura. Tanto el Cuarteto N.º 1 como las Pampeanas N.º 2 y 3, la Sonata para piano o las Variaciones concertantes siguen siendo asimiladas como partituras características del ya impuesto estilo de Ginastera. Y sin embargo, el lenguaje, los procedimientos de composición, están por entonces mucho más actualizados.

No quiero decir con ello que en su segundo estilo (y tampoco en el tercero) Ginastera sea un compositor vanguardista, si entendemos por vanguardia toda posición de ruptura del código establecido. Ginastera no ha sido nunca un experimentador, un creador de nuevos códigos. Pero eso no significa que no sea actualísimo. Las posiciones de punta de lanza de la vanguardia representan solo un aspecto, y mínimo, de una actualidad dada. El resto de lo actual es lo aceptado, lo que todos comparten, lo que todos están de acuerdo en reconocer y con lo cual participan.

Refiriéndose a su etapa de nacionalismo subjetivo, Ginastera se analiza en estos términos: «Tiene como punto culminante la Pampeana N.º 3 para orquesta. En esta obra, así como en el Cuarteto N.º 1, en las dos primeras Pampeanas y en las Variaciones concertantes, aparecen las características de un estilo que, sin abandonar la tradición argentina, se había hecho más amplio o con una mayor ampliación universal. Ya no estaba como en la etapa anterior ligado a temas o ritmos genuinamente criollos, sino que el ambiente argentino se creaba mediante un ambiente poblado de símbolos. La Sonata para piano, por ejemplo, o las Variaciones concertantes no poseen ni un solo tema popular y tienen sin embargo un lenguaje que se reconoce como típicamente argentino».

En el capítulo sobre música nacional de un libro dedicado a la música del siglo XX (el autor también argentino), advierto que se invalida toda la producción musical del país vinculada con lo tradicional. Compositor que haya caído en la estética nacionalista, queda por lo mismo descalificado. Tanto si cultivó una proyección folk de cierta ortodoxia, como si transvasó esos elementos en los moldes de diferentes estilos europeos del siglo pasado o del actual. Esa posición crítica de denuncia y de lapidaria liquidación de toda la estética nacionalista musical argentina —y al margen de que pueda discutirse el logro de dicha estética, que no viene aquí al caso— no prueba nada, en última instancia. Al menos, no invalida para nada el lenguaje propiamente musical. Oscar Wilde decía que el hecho de que un hombre fuera un asesino no probaba nada en contra de su prosa. El hecho de que un compositor abrace una estética nacionalista, no prueba nada en contra de la música misma. Esto me hace acordar a un libro que leía hace poco sobre literatura argentina y realidad política, en la cual el autor, abarcando de Sarmiento a Cortázar, demuestra cómo los escritores argentinos, desde el autor de «Facundo», se erigen en una suma de claudicaciones y fracasos al ser todos ellos voceros de la burguesía, o de la clase dirigente tradicional, en lugar de haberse comportado como marxistas, incluso antes del marxismo. Y así como el autor dedica sus afanes a probar que la literatura argentina es mala por ser tributaria del sistema burgués, en aquel otro libro se ha buscado probar que la música argentina desvinculada del atonalismo o la dodecafonía, es una senda de despropósitos al nutrirse en elementos folk y populares. Naturalmente, eso no afecta en nada a la música misma. Negar la creatividad o el valor artístico de una obra —y es una perogrullada decirlo— por su entronque con el nacionalismo o, en posición contraria, con el internacionalismo, es caer en el dogmatismo más infecundo.

Una vez atravesadas las dos primeras maneras o estilos, arriba Ginastera a lo que él llama período neoexpresionista, el cual se inicia aproximadamente en 1958 con el Cuarteto N.º 2 de cuerdas, Op. 26. «No hay en ellas —juzga su autor— ninguna célula rítmica o melódica del folclore. Sin embargo, el estilo tiene ciertas implicaciones que podrían considerarse de esencia argentina. Por ejemplo, los ritmos fuertes u obsesivos, que recuerdan las danzas masculinas; la cualidad contemplativa de ciertos adagios que sugieren la tranquilidad pampeana o el carácter esotérico y mágico de algunos pasajes que recuerdan la naturaleza impenetrable del país».

En este punto, tal como ocurre en el Segundo Cuarteto, los Conciertos, la Cantata para América Mágica, Don Rodrigo o Bomarzo, el material musical se vuelca abiertamente hacia el serialismo, hacia una cierta aleatoriedad que aparece solo transitoriamente en algunas obras y la utilización de procedimientos (cluster, nubes de sonidos, etc.) generalizados por otros autores con anterioridad a Ginastera.

Dije antes que este compositor utiliza descubrimientos, aprovechables a su juicio, de otros. Nunca ha sido —ni lo pretende— un experimentador. «En todas las épocas —me dijo hace unos años— hubo dos clases de artistas; los experimentadores, pequeños seres de laboratorio que solo ven la novedad de las cosas; y los verdaderos creadores que se sirven de los materiales a su alcance para realizar una obra trascendente. Los primeros pueden sorprender, causar sensación por un momento. Los últimos pasan a veces inadvertidos. Pero luego surgen como un fenómeno positivo dentro del curso de la historia del arte. Los primeros explotan la vanidad de los “snobs”. Los últimos intentan hacer vibrar espiritualmente a los seres que persiguen un ideal superior de belleza». Y siguiendo con el hilo de su pensamiento, le recogí lo siguiente: «Porque la belleza no es cuestión de grados. Es la eclosión de un clima espiritual dentro del cual el artista se transfigura por el impulso de la creación y su obra, surgida de lo profundo de su alma e integrada por elementos humanos y personales, se purifica y se vuelve diáfana y clara. Se universaliza. El ideal de belleza debe, pues, prevalecer en todo. Hay belleza en las terribles pinturas del Bosco; en los dramáticos cuadros de Picasso; en las sarcásticas páginas de Prokofiev; en las herméticas obras de Webern; en las sombrías realidades de Dostoievski; en el clima obsesionante de Camus… Hay belleza porque hay orden y no caos; porque hay lógica y no disparate; hay poesía y no vulgaridad; hay inspiración y no ignorancia. Porque hay trascendencia y no trivialidad».

En el curso de un reportaje periodístico, me confesaba Ginastera que el proceso de creación se da en él de una manera muy lenta. Señaló que se da primero un «período de gestación», que en él dura a veces largos años y finaliza antes de comenzar el «período de realización». «Jamás empiezo a escribir una obra si no la veo, o mejor dicho, si no la siento plenamente realizada dentro de mí». Al preguntarle luego si componía pensando en un auditorio determinado, real, definido o en un público ideal, advirtió que solo piensa, al componer, en las necesidades propias de cada obra. «Hace varios años —recordó con ironía— un crítico de radio dijo que yo escuchaba el canto de las sirenas. Es cierto. Yo escucho encantado a las sirenas a orillas del mar. Supongo que esa persona jamás las habrá oído. Pero en mi arte ni pienso en el público. Ni en el cercano, ni en uno ideal. Creo que este es un problema secundario que con la continua audición de la obra desaparece. Si pensara en el público me hubiera quedado con el estilo de las Danzas argentinas o de la Canción al árbol del olvido en lugar de emplear las complejidades sonoras de Bomarzo o del Concierto para violonchelo».

La concepción de un teatro musical contemporáneo es preocupación constante de nuestro compositor, por algo convertido hoy en uno de los más fecundos creadores operísticos, con tres títulos realizados en el curso de siete años. Para Ginastera el teatro actual debe ser un teatro de acción, en el cual intervengan en cantidad apreciable elementos superrealistas o expresionistas; donde los caracteres dramáticos aparezcan perfectamente definidos y las pasiones choquen con violencia; en el que los sentimientos priven sobre los razonamientos y el mundo onírico sobre el real. Debe existir, para él, la relación formal entre drama y música y una buena ópera debe sintetizar lo que él consideró alguna vez como los aspectos más atendidos de su lenguaje musical: el dramático y el expresivo.

En aquella ocasión en que me decía Ginastera estas cosas, y a partir de la palabra «expresivo», se me ocurrió enfrentarlo con algunas declaraciones que yo acababa de leer en la «Nuova Rivista Musicale Italiana» pertenecientes al compositor Karlheinz Stockhausen. Para el autor del «Canto de los adolescentes», lo «expresivo» es hoy contra natura. Los hombres van a la Luna, dijo Stockhausen. Sin embargo, ir a la Luna es un hecho importante. Para el músico alemán el arte de hoy, de nuestra época, debe ser como el viaje interplanetario: una continua búsqueda, una sucesión de descubrimientos. Solo el mundo de los contenidos objetivos puede ser, para él, de carácter universal. En ese momento, para Stockhausen la expresión individual no tenía razón de ser. Para Ginastera, en cambio, cada obra era, sí, un nuevo planteo, una nueva búsqueda, un nuevo descubrimiento. «Pero esos tres estados —me dijo— deben darse en el orden espiritual, subjetivo o metafísico, como quiera llamárselos. Cuando esta búsqueda se detiene solamente en lo objetivo o en lo formal, el valor del descubrimiento se reduce de una manera notable por falta de trascendencia estética».

Y la vuelta de tuerca de la sensibilidad creadora contemporánea está liquidando —ya comenzó— la posición del alemán para dar la razón al argentino. Stockhausen se manifiesta como paradigma de la civilización tecnológica que deja al margen a los creadores puros y niega la teoría de la imaginación como fuerza autónoma y determinante de lo humano. La formidable definición de Coleridge (quien afirma, haciendo la distinción entre imaginación y fantasía, que la imaginación «primaria» es «la potencia viva y el agente primordial de toda percepción humana, y como una repetición en la mente finita, del acto eterno de creación en el infinito YO SOY»), olvidada en la era tecnológica, empieza a exhumarse. La corroboran no solo las huestes recientes de la juventud rebelde a la deshumanización de la era técnica, sino también la ciencia biológica, para quien la más depurada manifestación de la capacidad imaginativa (subjetiva, individual) del hombre, se reconoce en la creación artística. Es manifiesto el caso de los Estados Unidos donde la nueva conciencia se opone a la tecnocracia que somete, explota y por último destruye al hombre y a la naturaleza. No se trataría, es claro, de rechazar indiscriminadamente todo aquello que aportaron tanto la técnica como la ciencia; sino de un cambio de mentalidad y una nueva concepción de la vida frente al fracaso del sistema del «Establishment». Sería cuestión, una vez encauzado el nuevo movimiento, de rescatar lo que dignifica y hace bella la existencia, cosas que habían sido olvidadas durante la carrera en pos del desarrollo material. Se trataría, también, de trascender la ciencia y la tecnología y reintegrarlas a su específica función de herramientas, evitando convertirse el hombre en piezas sin voluntad sometidas a su ciego determinismo. Naturalmente, frente a este reverdecimiento del hombre, como individualidad, como ser humano, como ente sensible e imaginativo, surge otra vez ese hombre, dignificado en su carácter de «criatura creadora».

La electrónica no ha sido hasta el momento una tentación para Ginastera, aunque la haya usado como efecto dramático en Beatrix Cenci, por ejemplo. Como director, durante siete años (1963-1969) del Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales del Instituto Di Tella, donde llegó a formarse un importantísimo laboratorio de música electrónica, tuvo sobradas ocasiones de aproximarse y de crear por este medio. Sin embargo, algunos problemas que a su juicio emanaban de las sonoridades obtenidas por medios electroacústicos, lo mantuvieron distante sin que hasta el momento haya sentido, al parecer, y al margen de breves contactos, interés por abordarlos. Uno de los problemas que se le plantearon a Ginastera fue el del silencio. «En la música grabada —me dijo— ese elemento del arte musical (el silencio) carece de profundidad en relación con el silencio que se obtiene en una sala donde la música se ejecuta en vivo. Aquí lo siento —es impresión personal— en las tres dimensiones. En cambio el silencio grabado me resulta chato; lo “escucho” en dos dimensiones. No es un silencio real, sino que sale por los altavoces y se superpone al silencio de la sala».

El otro problema es de índole formal, y Ginastera, aquella vez que se habló del asunto, hizo hincapié en su aspiración de quitar a la música electrónica esa especie de estatismo que se manifiesta en casi todas las obras y en cambio volver a crear la relación «adagio-allegro», tan necesaria para el contraste de los valores temporales de la música.

Para el autor de Bomarzo, «toda obra de arte, ante todo, debe ser trascendente. El artista crea para el futuro. No hay más que ir a un museo de arte moderno cualquiera y contemplar ciertas obras que causaron sensación en la década del veinte. Ahora el dadaísmo nos parece anticuado. La moda no puede dictar la vitalidad de una obra». Por otra parte, el músico es intransigente en su estricto concepto de la seriedad del arte. «Yo siento tan profundamente las obras que escribo —lo escuché decir— que no puedo comprender a aquellos artistas que toman la creación como un juego o como una broma». Y en otra ocasión comentaba que al lado de los pedacitos de papel pegados sobre un fondo blanco cualquiera, hay obras como el «Guernica» de Picasso. «A eso sí llamo trascendencia. Lo otro es cosa de “clowns” que tratan de sorprender a incautos. Mi aspiración es componer una obra musical que se parezca al “Guernica”. ¡Que no me vengan con pedacitos de papel! No, eso no es arte. Todo eso pasa…».