ASÍ PUES, subió con el marinero Komrover al tren y se fue a Odesa. Era un viaje bastante largo e incómodo, y había que cambiar de tren en Kiev. Por primera vez en su vida, el comerciante de corales se sentaba en un tren, pero no le pasó como a tantos otros que viajan en tren por primera vez. Locomotoras, señales, campanas, postes de telégrafos, vías, revisores y el huidizo paisaje tras las ventanillas no le interesaban. Le preocupaban el agua y el puerto hacia el que se dirigía y, si notaba algo siquiera de las peculiaridades y acontecimientos que acompañaban al ferrocarril, lo hacía exclusivamente en atención a las peculiaridades y acontecimientos, para él todavía desconocidos, que acompañaban a la navegación.
«¿Tenéis también vosotros campanas?», le preguntó al marinero. «¿Suenan tres veces antes de partir el barco? ¿Tocan también los barcos el silbato y la sirena, lo mismo que las locomotoras? ¿Tiene que dar el barco la vuelta cuando quiere volver, o puede navegar simplemente hacia atrás?».
Desde luego, encontraron en el trayecto pasajeros, como ocurre siempre en los viajes, con ganas de conversar y con los que había que hablar de esto o de aquello. «Soy comerciante de corales», decía Nissen Piczenik de acuerdo con la verdad, cuando le preguntaban por sus negocios. Pero si le seguían preguntando: «¿Y qué va a hacer en Odesa?», comenzaba a mentir. «Me espera allí un negocio bastante importante», decía. «Eso me interesa —dijo de pronto uno de los viajeros, que hasta entonces había guardado silencio—. También a mí me espera en Odesa un negocio bastante importante, y la mercancía con que comercio está, por decirlo así, emparentada con el coral, ¡aunque es mucho más fina y más cara que el coral!». «Más cara, puede ser —dijo Nissen Piczenik—, pero más fina de ningún modo». «¿Nos apostamos algo a que es más fina?», exclamó el otro. «Le digo que es imposible. ¡No hay necesidad de apostar nada!». «Bueno —dijo el otro triunfante—, ¡yo comercio con perlas!». «Las perlas no son en absoluto más finas —dijo Piczenik—. Además, traen mala suerte». «Sí, cuando se pierden», dijo el comerciante de perlas. Todos los demás comenzaron a escuchar atentamente aquella extraña disputa. Finalmente, el comerciante de perlas se abrió el pantalón y sacó una bolsita llena de perlas relucientes y perfectas. Echó algunas en la palma de su mano y se las mostró a todos los viajeros.
—Hay que abrir cientos de ostras —dijo— para encontrar una perla. Se paga mucho a los buzos. Entre todos los mercaderes del mundo, los comerciantes de perlas somos de los más considerados. Efectivamente, formamos, por decirlo así, una verdadera raza. Mírenme a mí por ejemplo. Soy comerciante de primera clase y vivo en Petersburgo. Tengo la clientela más distinguida, por ejemplo dos grandes duques, sus nombres son secreto profesional, viajo por medio mundo, todos los años estoy en París, Bruselas, Amsterdam. Pregunten donde quieran por el comerciante de perlas Gorodotzki, y hasta los niños les informarán.
—Y yo —dijo Nissen Piczenik— nunca he salido de nuestra pequeña ciudad de Progrody… y sólo los campesinos compran mis corales. Pero reconocerán todos que una sencilla campesina, con un collar de bellos corales sin mancha, resulta mejor que una gran duquesa. Por lo demás, los corales los llevan los de arriba y los de abajo, elevan a los que están abajo y adornan a los que están arriba. Los corales pueden llevarse por la mañana, al mediodía, por la tarde y de noche, en los bailes de gala por ejemplo, en verano, en invierno, los domingos y los días laborables, en el trabajo y en el ocio, en las alegrías y las tristezas. Hay muchas clases de rojo en el mundo, mis queridos compañeros de viaje, y escrito está que Salomón, nuestro rey judío, tenía un rojo muy especial para su manto real, porque los fenicios, que lo veneraban, le habían regalado un gusano muy especial también, que tenía la cualidad de orinar un tinte rojo. Era un tinte que hoy ya no existe, la púrpura de los zares no es la misma, porque aquel gusano se extinguió tras la muerte de Salomón, toda aquella especie de gusanos. Y, comprendéis, sólo en los corales totalmente rojos aparece aún ese tinte. En cambio, ¿cuándo se han visto en el mundo perlas rojas?
Nunca había pronunciado antes el taciturno comerciante de corales un discurso tan largo y apasionado. Se quitó el casquete de la frente y se secó el sudor. Sonrió a sus compañeros de viaje, uno por uno, y todos le tributaron el merecido aplauso. «¡Tiene razón, tiene razón!», exclamaron todos a un tiempo.
Y hasta el comerciante de perlas tuvo que confesar que Nissen Piczenik, aunque no tuviera razón en lo que decía, como defensor de los corales era excelente.
Finalmente llegaron a Odesa, el puerto radiante del agua azul y los muchos barcos blancos como novias. Allí aguardaba ya el acorazado al marinero Komrover, como la casa paterna aguarda a un hijo. También Nissen Piczenik quiso ver más de cerca el barco. Y acompañó al joven hasta el puesto de guardia y dijo: «Soy su tío y quiero ver el barco». Él mismo se asombró de su atrevimiento. Bueno: no era ya el viejo Nissen Piczenik continental el que hablaba con un marinero armado, no era el Nissen Piczenik de la continental Progrody, sino un hombre totalmente nuevo, como alguien cuyo interior se hubiera volcado hacia afuera, alguien vuelto del revés, un Nissen Piczenik oceánico. A él mismo le parecía no haber salido del tren sino directamente del mar, de las profundidades del Mar Negro. Se sentía tan familiarizado con el agua como nunca había estado familiarizado con Progrody, el lugar de su nacimiento y residencia. Adondequiera que miraba había barcos y agua, agua y barcos. Contra los costados blancos como flores, negros como cuervos y rojos como el coral —sí, como el coral— de los buques, de las barcas, de las gabarras, de los yates de vela, de los vapores, un agua eternamente chapoteante batía con delicadeza; no, no batía, acariciaba los barcos con cientos de miles de pequeñas olitas, que eran a un tiempo como lenguas y manos, como lengüecitas y manitas a un tiempo. El Mar Negro no es negro. A lo lejos es más azul que el cielo y de cerca más verde que un prado. Miles de pequeños pececillos ágiles saltan, brincan, se escurren, serpentean, salen disparados y vuelven volando si se les echa un pedacito de pan al agua. El cielo azul se extiende sin nubes sobre el puerto. Contra él se alzan los mástiles y las chimeneas de los barcos. «¿Qué es esto?», «¿Cómo se llama aquello?», preguntaba sin cesar Nissen Piczenik. Esto se llama mástil y eso proa, aquí están los cinturones salvavidas, hay diferencias entre barcas y gabarras, veleros y vapores, mástil y chimenea, crucero y barco mercante, cubierta y popa, proa y quilla. Centenares de palabras nuevas se agolpaban francamente en la pobre pero feliz cabeza de Nissen Piczenik. Después de una larga espera obtiene permiso (excepcionalmente, dice el contramaestre) para visitar el crucero y acompañar a su sobrino. El propio Teniente del barco aparece, para contemplar a un comerciante judío a bordo de un crucero de la Marina imperial rusa. Su Ilustrísima el Teniente del barco, sonriente. El suave viento hincha los largos faldones negros de la levita de aquel judío flaco y rubicundo, y se le ven los pantalones a rayas, raídos y muchas veces remendados, dentro de sus deslustradas botas hasta la rodilla. El judío Nissen Piczenik se olvida hasta de los mandamientos de su religión. Ante la radiante magnificencia blanca y dorada del oficial se quita el casquete negro, y sus cabellos rojos y ensortijados ondean al viento. «¡Tu sobrino es un buen marinero!», dice su Ilustrísima el oficial. Nissen Piczenik no encuentra una respuesta apropiada y se limita a sonreír; no se ríe, sonríe en silencio. Tiene la boca abierta, se le ven los grandes dientes de caballo amarillentos y las encías rosas, y su perilla cobriza casi le cae sobre el pecho. Contempla el timón, los cañones, le dejan mirar por el catalejo… y Dios sabe que lo lejano se hace próximo, lo que dista mucho de estar allí está allí sin embargo, detrás de las lentes. Dios ha dado ojos a los hombres, es cierto, ¡pero también inteligencia para que inventen catalejos que aumenten la potencia de sus ojos…! Y el sol brilla sobre el puente, irradia las espaldas de Nissen Piczenik que, sin embargo no tiene calor. Porque el viento eterno sopla sobre el mar, y efectivamente parece que del mismo mar viene un viento, un viento de las profundidades del agua.
Finalmente llegó la hora de la despedida. Nissen Piczenik abrazó al joven Komrover, se inclinó ante el Teniente y luego ante los marineros, y abandonó el acorazado.
Había tenido la intención de volver a Progrody inmediatamente después de despedirse del joven Komrover. Pero sin embargo se quedó en Odesa. Vio partir al acorazado, los marineros lo saludaron a él, que estaba de pie en el puerto agitando su pañuelo azul de franjas rojas. Porque iba todos los días al puerto. Y cada día aprendía algo nuevo. Oía, por ejemplo, lo que significa levar el ancla, o arriar las velas, o arrojar lastre, o cazar la escota y así sucesivamente.
Veía todos los días a muchos jóvenes vestidos de marinero trabajar en los barcos, trepar a los mástiles, veía a los jóvenes pasear por las calles de Odesa, del brazo, a toda una cadena de marineros que ocupaba la calle en toda su anchura… y sentía un peso en el corazón al pensar que no tenía hijos. En esos momentos deseaba hijos y nietos y —no había duda— los hubiera enviado a todos al mar, hubieran sido marineros. Entre tanto, su mujer, estéril y fea, estaba en casa, en Progrody. Hoy estaría vendiendo corales en su lugar. ¿Sabría hacerlo? ¿Sabía lo que los corales significan?
Y Nissen Piczenik olvidó rápidamente en el puerto de Odesa los deberes de un judío corriente de Progrody. Y no iba por la mañana ni iba por la noche a la sinagoga para decir las plegarias prescritas, sino que rezaba en casa, muy afanoso y sin pensar real y verdaderamente en Dios, rezaba sólo como un gramófono, su lengua repetía mecánicamente los sonidos grabados en su cerebro. ¿Se había visto en el mundo un judío semejante?
Entre tanto en casa, en Progrody, había llegado la temporada de los corales. Nissen Piczenik lo sabía muy bien, pero no era ya el viejo Nissen Piczenik continental, sino el recién nacido oceánico.
«¡Tengo tiempo —se decía— de regresar a Progrody! ¡Qué se me ha perdido allí! ¡Y cuánto puedo ganar aquí todavía!».
Y se quedó tres semanas en Odesa y cada día pasaba horas felices con el mar, con los barcos, con los peces.
Eran las primeras vacaciones de la vida de Nissen Piczenik.