IV

Y SE aproximaba el día en que el marinero Komrover tenía que reincorporarse a su crucero, a Odesa por cierto… y al comerciante de corales le dolía e inquietaba el corazón. En todo Progrody, el joven Komrover era el único marino, y Dios sabía cuándo le darían otro permiso. Una vez que se fuera, no volvería a saberse nada más a la redonda de las aguas del mundo, a no ser que, por casualidad, hubiera algo en los periódicos.

Era entrado el verano, por lo demás un hermoso verano, sin nubes, sin lluvia, animado y refrescado por la eterna y suave brisa de la llanura de Volinia. Dos semanas más… y comenzaría la cosecha, y los campesinos de los pueblos no vendrían ya los días de mercado a comprar corales a Nissen Piczenik. En esas semanas era la estación de los corales. En esas semanas las clientas llegaban en tropel y a montón, las ensartadoras apenas podían atender al trabajo, y había que ensartar y clasificar durante noches enteras.

En las hermosas tardes, cuando el sol poniente enviaba su dorado saludo de despedida a través de las ventanas enrejadas de Piczenik y los montones de corales de todas clases y colores, animados por su resplandor melancólico y al mismo tiempo consolador, comenzaban a iluminarse, como si cada piedrecita tuviera una luz diminuta en su fina cavidad, llegaban los campesinos alegres y alegrados para recoger a las campesinas, con sus pañuelos azules y rojizos llenos de monedas de plata y cobre y con pesadas botas claveteadas que crujían en las piedras del patio. Los campesinos saludaban a Nissen Piczenik con abrazos, besos y entre risas y llantos, como si volviesen a encontrar en él, después de decenios, a un amigo que no hubieran visto y al que hubieran echado mucho de menos. Le tenían aprecio, querían incluso a aquel judío tranquilo, grandullón y pelirrojo, de ojillos de porcelana azul, sinceros y a veces soñadores, en los que habitaban la honradez, la probidad del comercio, la sagacidad del experto y, al mismo tiempo, la tontería de alguien que nunca había salido de la pequeña ciudad de Progrody. No era fácil tratar con los campesinos. Porque, aunque sabían que el comerciante de corales era uno de los raros mercaderes honrados de la región, tampoco olvidaban nunca que era judío. Además, regatear les causaba placer. Ante todo se sentaban cómodamente en las sillas, el canapé o las dos amplias camas de matrimonio de madera, cubiertas de grandes almohadones. A veces se echaban también en las camas, el sofá e incluso en el suelo con sus botas, a cuyos bordes se adhería un barro gris plateado. De los amplios bolsillos de sus pantalones de arpillera o de las provisiones que tenían en el alféizar de la ventana, sacaban tabaco picado, desgarraban los márgenes blancos de viejos periódicos que había por la habitación de Piczenik y se liaban cigarrillos… porque incluso a los acaudalados que había entre ellos el papel de fumar les parecía un lujo. Un humo espeso y azul de tabaco barato y papel tosco llenaba la vivienda del comerciante de corales, un humo azul doradamente atravesado por el sol, que salía lentamente a la calle en pequeñas nubecitas, a través de los cuadrados de las ventanas enrejadas y abiertas.

En dos samovares de cobre —también en ellos se reflejaba el sol poniente— hervía el agua sobre una de las mesas, en el centro del cuarto, y no menos de cincuenta vasos baratos de un cristal verduzco, con doble fondo, pasaban en torno de mano en mano, llenos de un humeante té pardodorado y de aguardiente. Desde hacía tiempo, ya por la mañana, las campesinas habían negociado durante horas el precio de los collares de coral. Ahora las joyas les parecían a sus maridos todavía demasiado caras, y comenzaba de nuevo el regateo. Era una batalla encarnizada la que tenía que librar solo aquel hombre enjuto contra una fuerte mayoría de hombres avaros y desconfiados, robustos y a veces peligrosamente bebidos. Bajo el casquete negro de seda que solía llevar en casa Nissen Piczenik, el sudor le resbalaba por las mejillas poco pobladas y pecosas, hasta la roja perilla, y los pelillos de la barba se le quedaban pegoteados a la noche, después del combate, y tenía que peinárselos con su peinecito de hierro. Finalmente, vencía a todos sus clientes, a pesar de su necedad. Porque de todo el ancho mundo sólo conocía los corales y a los campesinos de su país natal… y sabía cómo ensartar y clasificar aquéllos y cómo convencer a éstos. A los absolutamente testarudos les regalaba lo que llamaba una «propina»…, es decir: después de que habían pagado el precio que él no había mencionado enseguida pero había deseado en secreto, les daba además un diminuto collarcito de coral, hecho de piedras baratas y destinado a los niños, para llevar en el bracito o al cuello y absolutamente eficaz contra el mal de ojo de vecinos envidiosos y brujas malintencionadas. Mientras tanto tenía que estar muy atento a las manos de sus clientes y evaluar sin cesar la altura y circunferencia de los montones de corales. ¡Ay, no era una batalla fácil!

Aquel fin de verano, sin embargo, Nissen Piczenik se mostraba distraído, casi descuidado, sin interés por los clientes y el negocio. Su buena mujer, acostumbrada desde hacía muchos años a su silencio y su extraño carácter, se dio cuenta de su distracción y le hizo reproches. Aquí había vendido un manojo de corales demasiado barato, allá no se había dado cuenta de un pequeño latrocinio, hoy no había regalado a un viejo cliente ninguna propina y ayer, en cambio, había dado a uno nuevo e indiferente un collar de cierto valor. Nunca había habido peleas en casa de Piczenik, pero en aquellos días la calma abandonó al comerciante de corales, y sintió cómo la indiferencia, la indiferencia normal hacia su mujer, se mudaba repentinamente en aversión hacia ella. Sí, él, que nunca había sido capaz de ahogar con sus propias manos a ninguno de los muchos ratones que caían en sus trampas —como todo el mundo hacía en Progrody—, sino que entregaba los animalillos capturados al aguador Saúl para su aniquilación definitiva por una propina: él, el pacífico Nissen Piczenik, uno de aquellos días le arrojó a la cabeza a su mujer, que le hacía los reproches de costumbre, un pesado manojo de corales, cerró de un portazo la puerta, salió de su casa y se fue al borde del gran pantano, primo remoto del gran mar.

Dos días apenas antes de la partida del marinero, al comerciante de corales le entró de pronto el deseo de acompañar al joven Komrover a Odesa. Un deseo así aparece súbitamente, un relámpago ordinario no es nada en comparación, y golpea exactamente en el lugar de donde procede, es decir, el corazón humano. Cae, por decirlo así, en su propio país natal. Así era también el deseo de Nissen Piczenik. Y no hay mucha distancia entre un deseo semejante y su decisión.

Y la mañana del día en que el joven marinero Komrover debía partir, Nissen Piczenik dijo a su mujer: «Tengo que salir de viaje unos días».

La mujer estaba aún en la cama. Eran las ocho de la mañana, y el comerciante de corales acababa de volver de la plegaria en la sinagoga.

Ella se incorporó. Con sus cabellos revueltos y escasos, sin peluca, y amarillentos restos de sueño en el rabillo del ojo, a él le pareció extraña e incluso hostil. El aspecto de su mujer, su sorpresa, su espanto, le parecieron justificar plenamente su decisión, que él mismo había considerado temeraria.

—¡Me voy a Odesa! —dijo con franco encono—. Volveré dentro de una semana, ¡si Dios quiere!

—¿Ahora? ¿Ahora? —balbuceó la mujer entre almohadas—. ¿Ahora que vienen los aldeanos?

—¡Precisamente ahora! —dijo el comerciante de corales—. Tengo negocios importantes. ¡Prepárame las cosas!

Y, con una voluptuosidad maligna y resentida que nunca había conocido antes, vio a su mujer salir de la cama, vio los feos dedos de sus pies, sus piernas gordas bajo el largo camisón, salpicadas de puntos negros e irregulares, señales de pulgas, y escuchó su conocido suspiro, la habitual e invariable canción matutina de aquella mujer a la que no lo ligaba más que el recuerdo lejano de unas horas nocturnas y tiernas y el temor transmitido de un divorcio.

Sin embargo, en el interior de Nissen Piczenik exultaba al mismo tiempo una voz extraña pero muy conocida: ¡Piczenik va a donde viven los corales! ¡Va a donde viven los corales! ¡Al país de los corales se va Nissen Piczenik…!