II

TENÍA clientes pobres y ricos, permanentes y ocasionales. Entre sus clientes ricos contaba a dos campesinos de los alrededores, de los que uno, concretamente Timón Semionovich, había plantado lúpulo y, cada año, cuando venían los comisionistas de Nuremberg, Saaz y Judemburgo, hacía un montón de ventajosos contratos. El otro aldeano se llamaba Nikita Ivanovich. Había engendrado nada menos que ocho hijas, que se iban casando una tras otra y necesitaban todas corales. Las hijas casadas —hasta entonces, cuatro— tenían, dos meses apenas después de los esponsales, hijos —que eran otra vez hijas— y necesitaban también corales; ya de bebés, para alejar el mal de ojo. Los miembros de esas dos familias eran los huéspedes más distinguidos de la casa de Nissen Piczenik. Para las hijas de ambos campesinos, sus nietos y cuñados, el comerciante tenía dispuesto el buen aguardiente que guardaba en el arcón, un aguardiente destilado en casa, aromatizado con hormigas, hongos secos, perejil y centaurea. Los clientes ordinarios se contentaban con un vodka comprado y corriente. Porque en aquella comarca no había auténtica compra sin un trago. Comprador y vendedor bebían para que el negocio les trajera a ambos provecho y felicidad. También había tabaco a montones en casa del comerciante de corales, delante de la ventana, cubierto con hojas de papel secante humedecidas para que se mantuviera fresco. Porque los clientes no iban a casa de Nissen Piczenik como va la gente a una tienda, simplemente para comprar la mercancía, pagar y marcharse. La mayoría de los clientes había hecho muchas verstas de camino y no eran sólo clientes, sino también huéspedes de Nissen Piczenik. Él les daba de beber, de fumar y, a veces, también de comer. La mujer del comerciante cocinaba kasha con cebolla, borsch con nata, asaba manzanas a la parrilla, patatas y, en el otoño, castañas. Así, los clientes no eran sólo clientes, sino también huéspedes de la casa de Piczenik. A veces las campesinas, mientras buscaban corales apropiados, se unían al canto de las ensartadoras; todas cantaban juntas, y hasta Nissen Piczenik comenzaba a tararear para sí; y su mujer en el fogón movía la cuchara llevando el compás. Cuando luego venían los campesinos del mercado o la taberna, para recoger a sus mujeres y pagar sus compras, el comerciante de corales tenía que beber también con ellos aguardiente o té y fumarse un cigarrillo. Y todos los viejos clientes se besaban con el comerciante como si fueran hermanos.

Porque, una vez que se ha bebido, todos los hombres buenos y honrados son nuestros hermanos y todas las mujeres amables nuestras hermanas… y no hay diferencia entre campesino y comerciante, judío y cristiano; ¡y ay de quien quisiera afirmar lo contrario!