EN LA pequeña ciudad de Progrody vivía en otro tiempo un comerciante de corales, conocido a la redonda en toda la región por su honradez y la excelente y fiable calidad de sus géneros. De pueblos lejanos venían a él las campesinas cuando necesitaban una joya para alguna ocasión especial. Hubieran podido encontrar también en las cercanías otros comerciantes de corales, pero sabían que sólo podrían comprarles baratijas corrientes y chucherías baratas. Por eso hacían a veces muchas verstas, en sus pequeños y desvencijados carricoches, para ir a Progrody, a casa del famoso comerciante de corales Nissen Piczenik. Iban normalmente los días de feria. Los lunes era la feria de los caballos, los jueves la de los cerdos. Los hombres observaban y examinaban a los animales y las mujeres iban en grupos irregulares, descalzas, con las botas colgadas al hombro y unos pañuelos de colores radiantes incluso en los días nublados, a casa de Nissen Piczenik. Las plantas de sus pies, duras y desnudas, tamborileaban alegre y amortiguadamente en las huecas tablas de la acera de madera y en el amplio y fresco zaguán de la vieja casa en que el comerciante habitaba. Desde el abovedado zaguán se pasaba a un patio tranquilo donde, entre adoquines desiguales, proliferaba un musgo suave y, en la estación cálida, brotaban hierbecillas aisladas. Allí venían amablemente al encuentro de las campesinas las gallinas de Piczenik, rojas como los más rojos corales.
Había que llamar tres veces a la puerta de hierro, de la que colgaba un aldabón de hierro también. Entonces Piczenik abría un pequeño tragaluz recortado en la puerta, miraba a los que querían entrar, descorría el cerrojo y dejaba pasar a las campesinas. A los mendigos, cantores ambulantes, gitanos y hombres con osos bailarines les solía dar una limosna a través del tragaluz. Tenía que ser muy precavido porque, en todas las mesitas de su espaciosa cocina, y también en la sala, estaban sus preciosos corales en montones grandes, pequeños y medianos, pueblos y razas diversos de corales mezclados o bien ordenados ya por calidades y colores. Hubiera hecho falta tener diez ojos para vigilar a todos los mendigos. Y Piczenik sabía que la pobreza es la más irresistible inductora al pecado. Es verdad que a veces robaban también las campesinas adineradas; porque las mujeres sucumbían fácilmente al placer de apropiarse en secreto y con riesgo de una joya que hubieran podido comprarse cómodamente. Pero, con los clientes, el comerciante cerraba uno de sus vigilantes ojos e incluía ya algún latrocinio en el precio que pedía por sus géneros.
Daba trabajo a no menos de diez ensartadoras, jóvenes bonitas, de buenos ojos seguros y manos finas. Las muchachas se sentaban en dos filas a una larga mesa y pescaban los corales con sus uñas delicadas. Así surgían las hermosas sartas regulares, en cuyos extremos estaban los corales más pequeños y en su centro los más grandes y luminosos. Mientras trabajaban, las muchachas cantaban a coro. Y en verano, en los días calurosos, azules y soleados, se ponía en el patio la larga mesa a la que se sentaban las ensartadoras, y su canto veraniego se escuchaba por toda la pequeña ciudad, dominando a las gorjeantes alondras bajo el cielo y a los chirriantes grillos de los jardines.
Hay muchas más clases de corales de lo que saben las personas corrientes, que los conocen sólo en los escaparates o las tiendas. Ante todo, los hay pulidos y sin pulir; los hay también de bordes rectos o redondeados; en forma de espinas o de bastoncillos, que parecen de alambre espinoso; de un resplandor amarillento, corales casi blanquirrojos, del color que tienen a veces los bordes de los pétalos de las rosas de té, rosadoamarillentos, rosados, rojos ladrillo, rojos remolacha, de color cinabrio y, finalmente, los corales que semejan gotas de sangre coaguladas y redondas. Los hay torneados y semitorneados; corales que parecen pequeños barrilitos y otros que parecen cilindros pequeños; hay corales derechos, torcidos y hasta jorobados. Hay estrellas, pinchos, púas, flores. Porque los corales son las plantas más nobles del submundo oceánico, rosas para las caprichosas diosas de los mares, tan ricos de formas y colores como los caprichos de esas diosas.
Como se ve, Nissen Piczenik no tenía una tienda abierta al público. Tenía el negocio en su casa, es decir: vivía con los corales, día y noche, en verano y en invierno, y como, lo mismo en su salita que en su cocina, las ventanas daban al patio y además estaban guardadas por gruesas rejas de hierro, reinaba en la casa una penumbra bella y misteriosa que recordaba al fondo del mar, como si los corales crecieran allí y no como si se vendieran. En efecto, por un singular y francamente intencionado capricho de la Naturaleza, Nissen Piczenik, el comerciante de corales, era un judío pelirrojo, cuya perilla de color cobre recordaba una especie de alga rojiza y daba a todo aquel hombre un parecido sorprendente con un dios marino. Era como si él mismo crease o plantase y cogiese los corales con que comerciaba. Y tan marcada era la relación entre sus géneros y su aspecto, que en la población de Progrody no se le conocía por su nombre, que con el tiempo se olvidó incluso, y se le designaba únicamente por su profesión. Se decía por ejemplo: ahí viene el comerciante de corales… como si en el mundo entero no hubiera otro comerciante de corales que él.
Nissen Piczenik sentía realmente una ternura familiar por los corales. Muy alejado de las ciencias naturales, sin saber leer ni escribir —porque nunca había ido a la escuela y sólo sabía dibujar torpemente su propio nombre— vivía en el convencimiento de que los corales no eran algo así como plantas, sino animales vivos, una especie de animales marinos rojos y diminutos… y ningún profesor de oceanografía hubiera podido desengañarlo. En efecto, para Nissen Piczenik, los corales seguían viviendo después de ser serrados, tallados, pulidos, clasificados y ensartados. Y tal vez tenía razón. Porque veía con sus propios ojos cómo sus rojizas sartas de corales comenzaban a palidecer poco a poco en el pecho de las mujeres enfermas o enfermizas, pero conservaban su esplendor en el de las mujeres sanas. En el transcurso de su larga práctica como comerciante de corales había observado a menudo cómo los corales que —a pesar de su color rojo— habían sido dejados pálidos y cada vez más pálidos en sus armarios comenzaban a relucir de pronto cuando colgaban del cuello de alguna campesina hermosa y sana, como si se alimentasen de la sangre de las mujeres. A veces llevaban al comerciante ristras de corales para que los comprara de nuevo… y él se daba cuenta enseguida de si habían sido llevados por mujeres enfermizas o sanas.
Tenía su propia teoría, muy especial, sobre los corales. En su opinión eran, como ya he dicho, animales marinos que, en cierto modo sólo por inteligente modestia, fingían ser árboles y plantas, a fin de no verse atacados y devorados por los tiburones. Era ardiente deseo de los corales ser cogidos y llevados a la superficie de la tierra, tallados, pulidos y ensartados, para servir finalmente al verdadero fin de su existencia: ser joyas de las hermosas aldeanas. Sólo allí, en el cuello blanco y firme de las mujeres, en la proximidad más íntima de la arteria palpitante, hermana de los corazones femeninos, los corales revivían, adquirían brillo y hermosura y ejercitaban su mágico poder innato de atraer a los hombres y despertar pasiones amorosas. Verdad era que el viejo Dios Jehová lo había creado todo, la tierra y sus animales, los mares y todas sus criaturas. Sin embargo, al Leviatán, que se enroscaba en el fondo primitivo de las aguas, el propio Dios había confiado por cierto tiempo, es decir hasta la llegada del Mesías, la administración de los animales y plantas del océano, y especialmente de los corales.
Después de todo lo que aquí se ha contado, podría creerse que el comerciante Nissen Piczenik fuera conocido como una especie de hombre estrafalario. No era así en absoluto. Piczenik vivía en la población de Progrody como persona discreta y modesta, cuyos relatos sobre los corales y el Leviatán eran tomados completamente en serio, es decir, como informaciones de un hombre del ramo que al fin y al cabo debía de conocer su oficio, lo mismo que el comerciante de telas distinguía los paños de Manchester del percal alemán y el comerciante de té el té ruso de la famosa casa Popoff del té inglés que le suministraba la no menos famosa Lipton de Londres. Todos los habitantes de Progrody y sus alrededores estaban convencidos de que los corales son animales vivos y de que el Leviatán, el pez original, vigilaba bajo los mares su crecimiento y conducta. No se podía dudar de ello, puesto que lo había dicho el propio Nissen Piczenik.
En la casa de Nissen Piczenik, las hermosas ensartadoras trabajaban a menudo hasta tarde en la noche, y a veces hasta después de medianoche. Después de que ellas dejaban su casa, el comerciante comenzaba a ocuparse por sí mismo de sus piedras, quiero decir: animales. Primero comprobaba los collares que habían hecho sus muchachas, después contaba los montoncitos de los corales no ordenados todavía y de los ya ordenados por razas y colores, y luego empezaba a clasificarlos por sí mismo y, con sus dedos de vello rojizo, fuertes y sensibles, a palpar, alisar y acariciar cada uno de sus corales. Había corales agusanados. Tenían agujeros en puntos en que esos agujeros no pintaban nada. En eso no había tenido cuidado el cuidadoso Leviatán. Y, para remediarlo, Nissen Piczenik encendía una vela, sostenía un trozo de cera roja sobre la llama hasta que se ponía caliente y líquida y, por medio de una fina aguja, cuya punta sumergía en la cera, iba tapando los agujeros de gusano de la piedra. Mientras tanto movía la cabeza, como si no comprendiera que un Dios tan poderoso como Jehová hubiera podido confiar a un pez tan descuidado como el Leviatán la custodia de los corales.
A veces, de pura alegría ante las piedras, él mismo ensartaba corales hasta que despuntaba el día y llegaba el momento de decir la plegaria de la mañana. El trabajo no lo cansaba en absoluto, no sentía ninguna debilidad. Su mujer dormía aún bajo la colcha.
Él le echaba una ojeada rápida e indiferente. No la odiaba, no la quería, era una de las muchas ensartadoras que trabajaban en su casa, menos bonita y atractiva que la mayoría. Llevaba ya diez años casado con ella, no le había dado hijos… y la tarea de su mujer hubiera sido sólo ésa. Él hubiera necesitado una mujer fértil, fértil como el mar en cuyo fondo crecían tantos corales. Su mujer, sin embargo, era un estanque seco. ¡Que durmiera, sola, tantas noches como quisiera! La ley le hubiera permitido divorciarse de ella. Pero, entre tanto, niños y mujeres se le habían vuelto indiferentes. Amaba los corales. Y había en su corazón una nostalgia indefinida a la que no se hubiera atrevido a dar nombre: Nissen Piczenik, nacido y criado en el continente más profundo, sentía nostalgia del mar.
Sí, sentía nostalgia del mar en cuyo fondo crecían, retozaban más bien los corales… según su convicción. No había nadie a la redonda con quien poder hablar de su nostalgia, y tenía que llevarla encerrada dentro, como encerraba el mar los corales. Había oído hablar de barcos, buzos, capitanes y marineros. Sus corales llegaban en cajas bien embaladas, impregnadas todavía del olor del mar, desde Odesa, Hamburgo o Trieste. El escribano público de correos le despachaba la correspondencia comercial. Nissen Piczenik contemplaba detenidamente los sellos de colores de aquellas cartas de proveedores lejanos, antes de tirar los sobres. En su vida había salido de Progrody. En aquella pequeña ciudad no había río, ni siquiera estanque, sólo pantanos alrededor, y desde luego se oía gorgotear bajo la verde superficie del agua pero nunca se veía nada. Nissen Piczenik se imaginaba que había una conexión secreta entre las aguas escondidas de los pantanos y las poderosas aguas de los grandes mares… y que también muy hondo, en los pantanos, podía haber corales. Sabía que, si hubiera expresado alguna vez esa idea, se hubiera convertido en el hazmerreír de la pequeña ciudad. Por eso guardaba silencio y no decía lo que opinaba. A veces soñaba que el gran mar —no sabía cuál, nunca había visto un mapa y todos los mares del mundo eran para él sencillamente: el gran mar— inundaría un día Rusia, y precisamente la mitad en donde él vivía. Entonces el mar, al que nunca esperaba ir, vendría a él, el mar poderoso y desconocido con su desmesurado Leviatán en el fondo y todos sus secretos dulces y acres y salados.
El camino de la pequeña ciudad de Progrody hasta la pequeña estación a la que, tres veces por semana, llegaban trenes pasaba por los pantanos. Y siempre, incluso cuando Nissen Piczenik no esperaba ningún envío de corales y hasta en los días en que no llegaba ningún tren, iba a la estación, es decir, a los pantanos. Al borde del pantano se quedaba una hora o más, escuchando absorto el croar de las ranas, como si pudiera informarlo de la vida en el fondo de los pantanos, y a veces creía realmente haber recibido toda clase de informaciones. En el invierno, cuando los pantanos estaban helados, se atrevía incluso a poner el pie en ellos, lo que le proporcionaba un placer especial. En el olor a podrido del pantano reconocía, lleno de presentimientos, el perfume potente y acre del gran mar, y el suave y mezquino gorgoteo de las aguas subterráneas se transformaba, para sus finos oídos, en el rumor de gigantescas ondas verdiazules. Pero en la pequeña ciudad de Progrody nadie sabía lo que pasaba en el alma del mercader de corales. Todos los judíos lo consideraban como uno de ellos. Éste comerciaba con telas y aquél con petróleo; el uno vendía mantos de oración, el otro cirios y un tercero navajas y pañuelos de cabeza para las campesinas; uno enseñaba a rezar a los niños, otro a hacer cuentas, un tercero comerciaba con kvas y trigo sarraceno y habas cocidas. Y a todos les parecía que Nissen Piczenik era uno de ellos… sólo que comerciaba precisamente con corales.
Sin embargo —como puede verse— era un hombre muy especial.