Cuando los lannascha estuvieron prestos para la lucha, fueron llamados a Salmenbrok por los Silbadores de Tolk, hasta que el cielo se oscureció con sus alas. Entonces Trolwen se abrió camino a través de un hervidero de guerreros hasta Van Rijn.
—Seguramente que los dioses están hastiados de nosotros —dijo amargamente— casi siempre, en este tiempo del año hay fuertes vientos del Sur. Entonces señaló hacia los cielos que permanecían inmutables. Conoce usted algún injurio, algún método para hacer levantar aunque sólo sea pequeños soplos de aire. El mercader miró un tanto hastiado. Estaba sentado en una mesa que ellos habían construido en una especie de cabaña que ellos habían edificado al otro extremo de la ciudad, puesto que él rehusaba subir escaleras o dormir en una cama húmeda, discutiendo con el capitán del cuerpo Syrgen por un asunto de piedras preciosas que eran un medio de cambio local.
—Bueno —exclamó— y ¿por qué tiene usted que extender su cola…?, ¡ah, siete! No, por todos los demonios, recuerdo, aquí siete no es un buen número. Bueno probaremos de nuevo.
Los tres dados con los que especulaba el asunto de piedras preciosas con el capitán Syrgen se movieron de nuevo entra sus manos y fueron al otro lado de la mesa.
—Hum, hum, siete otra vez. —Volvió a coger los dados y exclamó—: ¿Nos lo jugamos a doble o nada?
—¡Los tragadores de fantasmas se lo lleven! —Syrgen se levantó— usted ha estado ganando demasiado a menudo a mi parecer.
Van Rijn se levantó lleno de ira y exclamó:
—Por todas las furias o retiradas, eso o…
—No dije nada que pudiera herirte —le dijo Syrgen fríamente.
—Pero lo significante. Me has insultado, a mí.
—Ya vale —se interpuso Trolwen—. ¿Qué es lo que piensan que es esto, una fiesta? ¿Una sala de juego? Terrestre, todas las fuerzas de lucha de Lannach están concentradas ahora en estas colinas. No podemos alimentarles aquí durante mucho tiempo. Y además, con las nuevas armas que llevan en los carros de combate no podemos movernos hasta que no haya un viento del Sur. ¿Qué podemos hacer?
Van Rijn miró a Syrgen.
—Dije que me insultó. Y yo no tengo la imaginación muy presta cuando se me ha insultado.
—Estoy seguro de que el capitán se excusará por cualquier ofensa que le haya dicho con falta de intención —dijo Trolwen taladrándoles con la mirada.
—Verdaderamente —dijo Syrgen, aunque habló entre dientes.
—Así me gusta —dijo Van Rijn, mesándose la barba—. Y luego para probar que vosotros no ponéis en duda mi honestidad, tiraremos los dados una vez más, ¿no es así? Doble o nada.
Syrgen cogió los dados y los tiró sobre la mesa.
—Ah, un seis tiene —dijo Van Rijn— no es muy fácil de vencer esta tirada. Creo que he perdido de nuevo. No es muy sencillo ser un pobre hombre cansado, alejado de su tierra y de sus gatos siameses que son todo lo que le queda por amar en el mundo, aparte del dinero. ¡Un… ocho! Un dos, un tres y ¡un tres! ¡Bien, bien, bien!
—Dije que ya vale —dijo Trolwen, no dejándose llevar por el mal humor por muy poco. Las nuevas armas son demasiado pesadas para nuestros porteadores. Tienen que ir por la vía. Sin viento, ¿cómo podremos transportarlas hasta Sarnabay?
—Muy simple —dijo Van Rijn contando las piedras— hasta que tengamos un viento favorable, ata cuerdas a los carros y que empujen todos los guerreros jóvenes.
Syrgen estalló:
—Un macho perteneciente a la clase libre empujara un carro como un… ¡como un draco! —Se dominó a sí mismo y continuó—: Eso no se ha hecho, nunca.
—Hay mucho trabajo que hacer.