Capítulo 9

Resoplando como una antigua locomotora de vapor, Nicholas Van Rijn entró en la oficina central. Había tenido tratos anteriormente con Serendipity, en persona y a través de subordinados; pero nunca había estado antes en aquella particular habitación, ni sabía de nadie que lo hubiera hecho, además de sus dueños.

No es que se diferenciara mucho de los cubículos de consulta, excepto que era un poco mayor. Estaba amueblada con los mismos caros materiales, en el mismo desangelado estilo funcional, y los paneles fluorescentes derramaban la misma luz blanca y fuerte. En lugar de un escritorio había una mesa grande alrededor de la cual podían sentarse varios seres, pero estaba equipada con una batería completa de máquinas secretariales. El peso era el estándar de la Tierra y la atmósfera un poco más cálida.

Los socios que habían permanecido en la Luna le esperaban en fila detrás de la mesa. Kim Yoon-Kun estaba en el centro, pequeño, rígido e impasible. La misma cautelosa inexpresividad marcaba a Anastasia Herrera y a Eve Latimer, que le flanqueaban. Thea Beldaniel mostraba un toque humano de cansancio y conmoción —las sombras negras bajo los ojos, las finas líneas que se le marcaban sobre su rostro, las manos no del todo seguras—, pero menos de lo que sería normal en una mujer que había visto su castillo arrasado por un dragón.

Van Rijn se detuvo. Su mirada pasó a la pareja de grandes bípedos con cola, cuatro brazos y cubiertos de piel gris, vestidos con armaduras idénticas y armados con idénticas pistolas que estaban de pie apoyados en la pared posterior. Sus ojos amarillos, colocados bajo prominencias óseas que recordaban cuernos, relucían en sus toscos rostros.

—No necesitabais traer a vuestros servidores de Gorzun —dijo.

Su mano giró mientras mostraba sus manos vacías y después las golpeó contra sus apretados calzones color ciruela.

—No llevo ningún arsenal y vengo solo, dulce e inocente como una paloma de paz. Ya saben cómo se comportan las palomas.

—El coronel Melkarsh manda las patrullas y puestos de vigilancia de nuestro dominio —afirmó Kim—. El capitán Urugu es el jefe de los guardianes interiores y, por tanto, de todos los sirvientes de la casa. Tienen derecho a representar a su gente, a la que sus agentes han causado terribles bajas.

Van Rijn asintió. La única forma de preservar secretos es alquilando a no-humanos de culturas bárbaras, pues pueden ser entrenados en sus trabajos, pero en ningún otro aspecto de la civilización de la técnica. Por tanto, se mantendrán aislados, no se mezclarán socialmente con otros seres, no dirán nada y al fin de sus contratos volverán a casa y se desvanecerán en el anonimato de sus pocas veces visitados planetas. Pero si se hace esto, hay que aceptar también sus códigos. Los siturushi de Gorzun eran magníficos mercenarios —quizá un poco demasiado feroces—, y una de las razones es el lazo de lealtad mutua entre los comandantes y los soldados.

—Okey —dijo el comerciante—. Quizá sea mejor. Ahora será seguro que todo el mundo está incluido en el acuerdo a que lleguemos.

Se sentó, sacó un puro y mordió la punta.

—No le hemos invitado a fumar —dijo frígidamente Anastasia Herrera.

—Oh, es igual, no se disculpe. Sé que tienen un montón de cosas en la cabeza. —Van Rijn encendió el puro, se recostó, cruzó las piernas y exhaló una nube azul—. Me alegro de que hayan accedido a encontrarse privadamente conmigo. De haberlo querido, hubiera ido a vuestra mansión. Pero aquí es mejor, ¿no? Oh, y la policía invadiendo el castillo con aspecto de ser eficientes. Éste es quizá el único lugar de Lunogrado donde es seguro que nadie nos espiará.

Melkarsh gruñó profundamente en el fondo de su garganta. Probablemente sabía algo de ánglico.

—Nos inclinamos más bien en favor de un trato, señor Van Rijn —dijo Kim—, pero no abuse de nuestra paciencia. Sea lo que sea lo que convengamos, debe ser en nuestros propios términos y contar con su colaboración. Y, por supuesto, no podemos garantizarle que sus agentes queden sin ser castigados por la ley.

Las cejas del visitante se arquearon, como gusanos negros, hasta llegar a la mitad de su inclinada frente.

—¿Os he oído bien? —se colocó una mano sobre la oreja—. ¿Puede ser posible que a pesar de los extravagantes precios que pago por mi tratamiento antisenectud al final me estoy volviendo sordo en mi vejez? Espero que no estéis locos. Espero que sepáis que esta reunión es en beneficio vuestro, no mío, porque no quiero dejaros por el suelo. No demos más rodeos al asunto.

Sacó un abultado sobre del bolsillo de su chaqueta y lo lanzó sobre la mesa.

—Mirad esas preciosas fotos. Son duplicados, naturalmente. Los originales los tengo en otro lugar, dirigidos a la policía, y serán enviados si no regreso en un par de horas. También hay especímenes biológicos… que pueden ser identificados con certeza como pertenecientes a Falkayn porque en la Tierra hay historias clínicas suyas que incluyen la disposición de sus cromosomas. Las pruebas con isótopos demostrarán que las muestras fueron obtenidas no hace mucho.

Los socios se pasaron las fotografías de uno a otro, mientras el silencio se hacía más profundo y más frío. En una ocasión, Melkarsh enseñó los dientes y dio un paso adelante, pero Urugu le retuvo y ambos se quedaron con la mirada fija y vidriosa.

—Hicisteis un lavado de cerebro con Falkayn —dijo Van Rijn. Agitó un dedo—. Eso estuvo muy mal. No importa lo que hiciese Solar de Especias y Licores, ni de lo que fuese culpable; la policía empezaría a investigaros a vosotros de la cabeza a los pies, y tampoco importaría lo que os hiciesen después. Serendipity está acabado. La sola sospecha de que no actuasteis muy agradablemente alejará de vosotros a vuestros clientes y su dinero.

Ellos le devolvieron la mirada. Sus rostros eran tan inexpresivos como el metal, excepto el de Thea Beldaniel, donde brillaba algo parecido a la angustia.

—No lo hicimos —casi sollozó; y después, dejándose caer en un asiento—: Sí. Pero yo…, nosotros… no queríamos hacerle daño. No nos quedaba otra alternativa.

Kim le hizo señas de que se callara.

—Debe haber algún motivo para no haber sacado este material a relucir oficialmente desde el principio —dijo sílaba a sílaba.

—¡Ja, ja! —contestó Van Rijn—. No parece que mi muchacho hubiese sufrido daños de consideración. Y Serendipity hace un buen servicio a la Liga Polesotécnica. No tengo grandes reproches que hacer. Intento lo que puedo para evitaros lo peor. Por supuesto, no puedo dejar que escapéis sin ninguna pérdida. No es posible. Pero fuisteis vosotros quienes metisteis en esto a la policía, no yo.

—No admito culpabilidad —dijo Kim con ojos ardientes—. Nosotros servimos otra causa que vuestro innoble culto al dinero.

—Lo sé. Tenéis jefes en algún lugar del espacio a quienes no les gustamos; por tanto, no podemos dejar que vuestra empresa continúe haciendo de espía, y quizá algún día de saboteadora. Pero, por espíritu de caridad, quiero ayudaros a escapar de los resultados de vuestra propia locura. Empezaremos por echar a los perros de la ley. En cuanto retiren sus largos y pegajosos dientes de nuestro negocio…

—¿Es posible que se retiren… ahora? —susurró Thea Beldaniel.

—Creo que quizá sí, si cooperáis bien conmigo. Después de todo, vuestros servidores en el castillo no sufrieron mucho más por parte de Adzel que unas cuantas contusiones, quizá un hueso o dos rotos, ¿no es cierto? Arreglamos las compensaciones para ellos fuera de los tribunales; un asunto civil y no criminal. —Van Rijn exhaló un pensativo anillo de humo—. Vosotros les pagaréis. En cuanto a esas patrulleras que desaparecieron, ¿queda alguien que viese a alguna nave espacial atacarlas? Si nosotros…

Melkarsh se soltó del apretón de su compañero, dio un salto adelante, levantó sus cuatro puños y gritó en el corrompido latín que había derivado del idioma común de la Liga:

—¡Por el más pestilente de los demonios! ¿Es que las cabezas de mi gente quedarán sin venganza?

—Oh, conseguirás algo tangible que llevarle a sus familiares —dijo Van Rijn—. Quizá añadamos una buena suma para ti personalmente, ¿eh?

—Tú crees que todo se puede comprar —raspeó Melkarsh—; pero el honor no se vende. Entérate de que yo mismo vi la nave venir desde muy lejos. Atacó y desapareció antes de que yo pudiese llegar; pero sé que esas naves son las que utiliza tu compañía y lo declararé así ante los hombres de leyes de la Federación.

—Vamos, vamos. —Van Rijn sonreía—. Nadie te está pidiendo que cometas perjurio. Tienes la boca cerrada, no te ofreces voluntariamente a informar, no viste nada y nadie te preguntará nada; especialmente ahora que tus patrones van a enviarte a casa pronto, en la próxima nave disponible, o quizá yo mismo proporcionaré una, con la paga de todo tu contrato y una gorda gratificación —asintió graciosamente hacia Urugu—: Claro, amigo mío, tú también. ¿Veis qué patronos más generosos tenéis?

—Si esperas que acepte tu sucio soborno… —dijo Melkarsh—. Cuando podría vengar a mi gente hablando…

—¿Podrías? —contestó Van Rijn—. ¿Estás seguro de poder destruirme? Yo no me hundo fácilmente, con mis grandes y pesados cimientos. Lo que es seguro es que destruirías a tus patronos, a quienes diste tu palabra de servir con lealtad. Además, tú y los tuyos seréis detenidos como cómplices de secuestro y otros malos tratos. Cómo ayudarás a tu gente, o a tu propio honor, ¿en una celda de la Luna? ¿Eh? Mucho mejor que les lleves dinero a sus familias y les cuentes que cayeron noblemente en combate, como deben morir los guerreros.

Melkarsh quiso tomar aire, pero no pudo hablar más. Thea Beldaniel se levantó, se acercó a él, le acarició la melena y murmuró:

—¿Sabes? Tiene razón, querido amigo mío. Es un demonio, pero tiene razón.

Los gorzuni asintieron bruscamente y dieron un paso atrás.

—¡Bien, bien! —tronó Van Rijn, frotándose las manos—. ¡Cómo me encanta el sentido común y la amistad! Os diré los planes que haremos juntos —miró a su alrededor—: Lo único que pasa es que estoy terriblemente sediento. ¿Qué tal si mandáis a buscar unas cuantas botellas de cerveza?