El teléfono anunció:
—Señor, el principal sujeto de la investigación ha llamado a la oficina de Méndez y está pidiendo una conferencia inmediata con él.
—Exactamente como yo había esperado —dijo Edward Garver, con satisfacción—, y justo también en el momento que yo esperaba —cuadró su mandíbula—. Adelante, pásemelo a mí.
Era un hombre pequeño con escaso cabello sobre un rostro de perro faldero, pero en el interior de una severa túnica gris sus hombros tenían una anchura poco corriente. Las máquinas secretariales no se limitaban a rodearle, como lo hubieran hecho con un ejecutivo o burócrata normal; de alguna manera, daban la impresión de estar en posición de firmes. En su escritorio no se veían objetos personales —nunca se había casado—, pero en las paredes podían verse numerosas imágenes, que a menudo animaba, de sí mismo apretando las manos de sucesivos primeros ministros de la Comunidad Solar, presidentes de la Federación Lunar y otros dignatarios.
Sus palabras llegaron por el cable hasta un computador, que oyó y obedeció. Una señal relampagueó a través de estadios electrónicos, se convirtió en un rayo, y saltó desde un transmisor colocado sobre Selenópolis, en la muralla circular de Copérnico. Llegó hasta un satélite del satélite natural de la Tierra y fue retransmitido hacia el norte, por encima de dentadas extensiones estériles mordidas por el sol, hasta que llegó a un receptor de Plutón. Codificada para su destino, fue pasada a otro computador que cerró las conexiones apropiadas. Todo el proceso consumió varios milisegundos, porque esta luna es un lugar ocupado con una gran sobrecarga en sus líneas de comunicación.
Una amplia aparición, con bigote y perilla, enmarcada por la ensortijada melena que había estado de moda en la generación anterior, apareció en la pantalla del teléfono de Garver. Unos pequeños ojos de azabache, colocados muy próximos de un enorme acantilado de nariz, se dilataron.
—¡Viruela y peste negra! —exclamó Nicholas Van Rijn—. No quiero hablar con Hernando Méndez, jefe de la policía de Lunogrado. ¿Qué está haciendo usted aquí? ¿No hay bastante jaleo en la capital para mantenerle contento?
—Estoy en la capital…, por ahora —dijo Garver—. Ordené que cualquier llamada suya para él se me pasase directamente a mí.
Van Rijn se mostró enfadado.
—¿Usted es el cabeza de globo que les dijo que Adzel tenía que ser arrestado?
—Ningún oficial de policía honrado dejaría suelto a un criminal de esa especie.
—¿Quién es usted para llamar a alguien criminal? —soltó Van Rijn—. ¡Adzel tiene más amabilidad humana que ese pestilente humor suyo, maldita sea!
El director del Centro Federal de Seguridad y Ejecución de la Ley contuvo su respuesta.
—Tenga cuidado con su lengua —dijo—. Usted mismo se halla comprometido en esto.
—Nosotros estábamos resolviendo nuestros problemas. Autodefensa. Y, además, fue una discusión local, no era asunto suyo. —Van Rijn hizo un esfuerzo para aparecer piadoso—. Volvíamos, atracamos el yate, Adzel y yo, después de terminar, íbamos directos como flechas con plumas de cuervo a buscar al jefe Méndez y rellenar unas quejas. Pero ¿qué pasó? ¡Lo encerraron! ¡Con escolta armada! ¿Por mandato de quién?
—Los míos —dijo Garver—. Y, francamente, hubiera dado mucho por incluirle a usted también, señor —se detuvo, antes de añadir tan tranquilamente como le era posible—: También puedo conseguir lo que necesito para eso en seguida. Voy a ir a Lunogrado y a encargarme personalmente de investigar este asunto. Considérese avisado. No abandone el territorio de la Federación. Si lo hace, mi oficina lo considerará como evidencia de primera clase, suficiente para arrestarle. Quizá no podamos conseguir una extradición de la Tierra, o de dondequiera que vaya, con un mandamiento de la Comunidad, aunque lo intentaremos. Pero retendremos todo lo que la Compañía Solar de Especias y Licores posee aquí, hasta el último litro de vodka. Y Adzel pasará una buena temporada en un correccional, haga usted lo que haga, señor. Igual que sus cómplices, si se atreven a ponerse a nuestro alcance.
Su voz fue adquiriendo velocidad al hablar, al igual que sus sentimientos. Sabía que estaba cometiendo una indiscreción, portándose incluso como un tonto, pero ahora, cuando por lo menos tenía a la vista una pequeña victoria, la ira de tantos y tantos años se apoderó de él. Casi incapaz de hacer cualquier otra cosa, se inclinó hacia delante y habló rápida y entrecortadamente:
—He estado esperando esta oportunidad; la esperé durante años. He visto cómo usted y sus plutócratas colegas dé la Liga Polesotécnica se burlaban del gobierno: intrigas, sobornos, coacción, corrupción, ignorar todas las leyes incómodas, hacer convenios privados, establecer sistemas económicos particulares, librar sus propias guerras, actuar como señores en un imperio que no tiene existencia legal pero que se vanagloria de hacer tratos con otras civilizaciones, avasallar a mundos enteros…, ¡renovando los más crudos tipos de feudalismo y capitalismo! Esta «libertad» de la que presumís, que vuestra influencia ha conseguido escribir en nuestra propia Constitución, no es otra cosa que libertinaje. Licencia para pecar, jugar, caer en el vicio… ¡Y la Liga suministra los medios para ello con unos beneficios fabulosos!
—No puedo hacer gran cosa acerca de sus negocios fuera de la Comunidad; ni tampoco, tengo que admitirlo, en cualquier otro sitio que no sea la Luna. Pero esto es un principio. Moriré feliz si puedo someter a la Liga aquí, dentro de la Federación. Habré puesto los cimientos para una sociedad más decente en todas partes. Y usted, Van Rijn, es el principio del fin. Al final ha llegado demasiado lejos. ¡Creo que le he atrapado!
Se volvió a sentar, respirando agitadamente.
El financiero tenía un aspecto impasible. Se tomó un tiempo para abrir una caja de rapé, inhalarlo, estornudar y jugar un poco con los encajes de la pechera de su camisa. Finalmente, musitó, tan suavemente como la formación de un tsunami en el centro del océano:
—Okey. Dígame usted lo que cree que he hecho mal. La Biblia dice que el hombre pecador es propenso al error. Quizá podamos averiguar de quién fue el error.
Garver había conseguido recobrar la calma.
—De acuerdo —dijo—. No hay razones para que me prive del placer de decirle en persona algo que de todas formas va usted a conocer pronto.
—Siempre he vigilado las actividades de la Liga; por supuesto, con órdenes de que se me informase de cualquier cosa fuera de lo corriente. Hace algo menos de una semana, Adzel y la otra alienígena que forman equipo con él —sí, Chee Lan de Cynthia— solicitaron una orden judicial, contra la agencia de información de Serendipity, Inc. Dijeron que su capitán, David Falkayn, estaba siendo retenido gracias al empleo de drogas de lavado de cerebro en ese castillo en los Alpes Lunares donde los socios de SI tienen su residencia. Naturalmente, la orden fue denegada. Es cierto que la gente de SI es bastante misteriosa; pero, qué demonios, vosotros los capitalistas sois los primeros que habéis hecho un fetiche de la intimidad y del derecho a que los detalles de vuestros negocios sean confidenciales. Y SI es el único miembro de la Liga contra el que nada se puede decir. Todo lo que hace, pacíficamente y dentro de la ley, es actuar como un almacén de datos y una fuente de consejos.
—Pero el intento me puso sobre aviso. Sabiendo cómo sois vosotros, pensé que era muy probable que a continuación hiciese su aparición la violencia. Avisé a los socios y les sugerí que me llamasen directamente a la primera señal de problemas. Les ofrecí guardias, pero dijeron que sus propias defensas eran suficientes —la boca de Garver se tensó—. Ése es otro de los males que habéis traído los miembros de la Liga. ¡Le llamáis autodefensa! Pero puesto que la ley dice que un hombre puede defender y tener armas en su propiedad… —sus piró—, debo admitir que SI nunca ha abusado de ese privilegio.
—¿Le han contado ellos su versión del caso Falkayn? —preguntó Van Rijn.
—Sí, de hecho, yo mismo hablé con él por teléfono. Explicó que quería casarse con la señora Beldaniel y participar en la empresa. Oh, claro que sí, podía haber estado drogado. Yo no conozco su comportamiento normal. Ni me importa no conocerlo. Porque era infinitamente más plausible que usted simplemente lo que quería era sacarle de allí antes de que él les contase a sus nuevos amigos sus secretos más sucios.
—Y así —Garver entrelazó los dedos y sonrió—, hoy, hace unas tres horas recibí una llamada del señor Kim, en las oficinas de SI. La señora Beldaniel le acababa de llamar. Un wodenita, con armadura espacial, obviamente Adzel, había aparecido ante el castillo y exigido que le dejaran ver a Falkayn. Cuando esto le fue denegado, se abrió paso a cañonazos, y empezó a campar por sus respetos en libertad.
—Di instrucciones al jefe Méndez para que enviase un destacamento antidisturbios. Me dijo que ya estaban ocupados con un disturbio —por lo menos una pelea— con uno de sus hombres, Van Rijn, en uno de sus almacenes. ¡No me diga que eso fue una coincidencia!
—Sí lo fue —dijo Van Rijn—. Pregúnteselo a ellos. Fueron malos chicos. Les reñiré.
—Y les deslizará usted unos cuantos billetes en cuanto salgan de la cárcel.
—Bueno, quizá sí, para consolarlos —dijo Van Rijn—. Treinta días bajo acusación de quebrantamiento de la paz les entristecerá tanto que mi pobre y gris corazón esté conmovido… Pero siga, director, ¿qué hizo usted?
Garver se puso lívido.
—A continuación tuve que conseguir la invalidación de un mandamiento completamente sin fundamento. ¿Uno de los jueces a sueldo? Ahora no importa; otra cosa que investigaré. Los procedimientos me costaron toda una hora. Después, ya pude enviar algunos hombres de mi división de Lunogrado. Llegaron demasiado tarde; Adzel ya había conseguido llegar hasta Falkayn y el daño ya estaba hecho —controló de nuevo su ira, y dijo con un amargo control—: ¿Debo hacer una lista con los diferentes daños? Las patrulleras de SI, privadas pero legales, se acercaban a la torre donde estaba Adzel. Entonces descendió una nave espacial. Tiene que haber sido una nave muy bien armada actuando en estrecha y planeada coordinación con él. Destruyó a las patrulleras, deshizo la torre y huyó. Falkayn ha desaparecido; al igual que su compañera de otros tiempos, Chee Lan; al igual que la nave que habitualmente utilizaban…, salida del puerto de Lunogrado hace unos cuantos días estándar. Las conclusiones son obvias, ¿no está usted de acuerdo? Pero, fuese como fuese, Adzel no escapó. Debe haberse comunicado con usted para que le recogieran, porque usted lo hizo y lo trajo aquí. Por tanto, esto indica que usted también tuvo participación directa en los hechos, Van Rijn. Sé que tiene usted un enjambre de abogados; por tanto, necesito poseer más pruebas antes de arrestarle. Pero lo conseguiré. Lo haré.
—¿Bajo qué acusaciones? —preguntó Van Rijn sin ninguna entonación.
—Para empezar, las formuladas por los socios de Serendipity con testigos presenciales, corroboración de la señora Beldaniel y del personal del castillo. Amenazas. Mutilaciones criminales. Invasión de la intimidad. Intencionalidad. Extensas destrucciones en la propiedad. Secuestro. Asesinato.
—¡Eh, un momento! Adzel me dijo que quizá había golpeado a los servidores y guardianes un poco, pero él es un budista y tuvo cuidado de no matar a nadie. La torreta armada que destrozó al entrar era del tipo estándar, a control remoto.
—Las patrulleras no eran a control remoto. Media docena de monoplazas destruidas por los rayos energéticos. Okey, los pilotos, al igual que el resto del personal del castillo, eran no-humanos, mercenarios sin ciudadanía; pero eran seres vivos. Matarlos durante el curso de una invasión ilegal se considera asesinato. Los ayudantes son igualmente culpables. Esto saca a relucir los cargos de conspiración y…
—No importa —dijo Van Rijn—. Tengo la idea de que en cierta forma no le caemos muy bien. ¿Cuándo va a venir?
—Salgo en cuanto deje los asuntos de aquí en orden. En unas horas. —Garver dejó otra vez sus dientes al descubierto—. A menos que quiera grabar una contestación ahora mismo. Nos ahorraría trabajo y quizá la sentencia fuese más leve.
—No, no. No tengo nada que confesar. Éste es un terrible error. Usted ha entendido todas las cosas al revés. Adzel es amable como un bebé, con la excepción de algunos bebés que conozco que son bastante feroces. Y yo soy un pobre y solitario viejo gordo que sólo quiere un diminuto beneficio para no terminar siendo una carga para la beneficencia.
—Ahórreme esto —dijo Garver—, disponiéndose a romper la conexión.
—¡Espere! —gritó Van Rijn—. Le digo que todo está al revés. Tengo que desenredar las cosas, ya veo, porque siempre intento ser un buen cristiano que ama a su prójimo y no le deja darse un golpe en su fea cara chata y que se rían de él como se merece. Tengo que hablar también con Adzel y con Serendipity antes de que usted venga, y quizá podamos arreglar este caldo que ha cocido usted de forma tan estúpida.
Un músculo dio unos saltitos en la comisura de la boca de Garver.
—Se lo advierto —dijo—, si intenta usted cualquier amenaza, soborno, chantaje…
—Llámeme lo que quiera —resopló Van Rijn—; está usted implicando mi código ético. No tengo por qué escuchar su lenguaje, tan indigno de un caballero. Buenos días, cerebro de Gorgonzola.
La pantalla se desconectó.
***
Puesto que la Luna era un centro importante del tráfico entre los sistemas, las cárceles de las ciudades miembros de la Federación eran ajustables a las necesidades de una amplia variedad de especies.
El meticuloso sentido de la justicia de Adzel le llevaba a admitir que con respecto a la iluminación, la temperatura, la humedad, la presión y el peso estaba más a gusto en la celda que bajo condiciones terrestres. Pero no le importaba todo esto. Lo que sí le importaba era la comida aquí, una papilla jaleosa compuesta según lo que cualquier basura de manual decía era biológicamente correcto para los wodenitas. Sufría todavía más por estar demasiado apretado hasta para estirar la cola, por no hablar de hacer ejercicio.
El problema estribaba en que los individuos de su raza pocas veces eran encontrados fuera de su planeta natal, ya que la mayor parte eran cazadores primitivos. Cuando fue escoltado hasta la cárcel, por un escuadrón de policías, comprensiblemente nerviosos, el guardián se había atragantado.
—¡Ullah akhbar! ¿Tenemos que alojar esta especie de cruce entre un centauro y un cocodrilo? Y todas las unidades de tamaño de elefante llenas a causa de esa maldita convención de la ciencia ficción…
Así pues, Adzel recibió con alivio, horas más tarde, al sargento, que le decía por la pantalla del teléfono:
—Su, hum, representante legal se encuentra aquí. Quiere una conferencia. ¿Está usted dispuesto?
—Ciertamente. ¡Ya era hora! No es un reproche, oficial —se apresuró a añadir el prisionero—. Su organización me ha tratado con corrección y comprendo que está usted tan ligado a su deber como a la rueda del Karma.
El sargento, a su vez, se apresuró a pasar la conexión.
La imagen de Van Rijn bizqueó sobre un resplandor reproducido con demasiada fidelidad. Adzel se sintió sorprendido.
—Pero…, pero yo esperaba un abogado —dijo Adzel.
—No hay tiempo para los mercaderes de la lógica —replicó su jefe—. Nosotros tenemos nuestra propia lógica, la cortamos y la aplicamos. Tengo que decirte principalmente que mantengas tu escotilla cerrada herméticamente. No digas ni una palabra. No pretendas siquiera ser inocente. Legalmente no tienes necesidad de decir nada a nadie. Ellos quieren ganar tiempo, dejemos que envíen a sus pies planos a investigar.
—Pero ¿qué estoy haciendo yo en esta perrera? —protestó Adzel.
—Sentarte. Haraganear. Sacarme una buena paga, mientras yo corro de un lado a otro haciendo que mis viejas y cansadas piernas suden hasta las rodillas. ¿Sabe —dijo Van Rijn patéticamente— que durante más de una hora no he bebido nada en absoluto? Y me da la impresión de que voy a quedarme sin el almuerzo, que hoy iba a ser de ostras Lindford y cangrejo del Pacífico a la…
—¡Pero yo no tengo que estar aquí! —gritó Adzel—. Mi evidencia… —sus escamas chasquearon contra las fuertes murallas.
Van Rijn consiguió gritar más que él, lo que para un humano era algo asombroso.
—¡Calla! ¡Dije que te callaras! ¡Silencio! —bajó de tono—. Sé que se supone que éste es un circuito cerrado, pero no me extrañaría que Garver pudiese haber colocado micrófonos. Guardaremos nuestros triunfos un rato más; como Gabriel, los jugaremos al final. El triunfo final… Gabriel… ¿Me entendiste? ¡Ja, ja!
—Ja —dijo Adzel huecamente—. Ja.
—Tienes intimidad para meditar, muchísimas oportunidades de practicar el ascetismo. Te envidio. Me gustaría poder encontrar una oportunidad de ganar la santidad como la que tú tienes ahí. Siéntate con paciencia. Voy a hablar con la gente de Serendipity. Hasta luego.
Los rasgos de Van Rijn se desvanecieron.
Adzel se acurrucó inmóvil durante largo rato.
«¡Pero yo tenía las pruebas! —pensó asombrado—. Saqué esas fotografías, esas muestras de los fluidos corporales a David en el castillo… Exactamente como me había dicho…, la prueba de que él estaba, indudablemente, bajo lavado de cerebro. Le pasó el material al viejo Nick cuando me lo pidió antes de atracar. Supuse que él sabría mejor que yo cómo utilizarlo. Porque, ciertamente, eso justificaría mi irrupción. Esta civilización siente horror por las violaciones de la personalidad. Pero él…, el jefe en quien confié…, ¡no lo ha mencionado!».
Cuando Chee Lan y Falkayn, ya curado, volviesen, podrían aclararlo todo, por supuesto. Sin la evidencia física que había obtenido Adzel, su testimonio podía ser descalificado. Había demasiadas formas de mentir bajo aquellas drogas y electropulsaciones que podían usar los interrogadores con los voluntarios: inmunización o condicionamiento verbal, por ejemplo.
En el mejor de los casos, la situación seguiría siendo difícil. ¿Cómo podría oscurecerse el hecho de que seres inteligentes habían sido muertos por unos asaltantes ilegales? (Aunque Adzel tenía más dudas acerca de la lucha que el habitante medio de las turbulentas fronteras de hoy, en principio no lamentaba demasiado este particular incidente. Una guerra privada seguía siendo una guerra, un tipo de conflicto que ocasionalmente era justificable. Rescatar a un camarada de un destino especialmente siniestro tenía prioridad sobre las vidas de endurecidos guerreros profesionales que defendían a los raptores de su colega). El problema, sin embargo, consistía en que las leyes de la Comunidad no reconocían las guerras privadas. Pero había una buena oportunidad de que las autoridades se convencerían lo suficiente para liberar, o condenar y perdonar, a los asaltantes.
Si las pruebas del lavado de cerebro les eran reveladas. Y si Chee y Falkayn regresaban a contar su historia. Podrían no volver. Los desconocidos para los que Serendipity había sido un aparato de espionaje podían encontrarlos y matarlos antes de que pudiesen enterarse de la verdad. «¿Por qué Van Rijn no me dejó ir a mi también? —caviló Adzel—. ¿Por qué, por qué; por qué?».
Si no volvían, las pruebas podían por lo menos sacarle bajo fianza; porque demostrarían que su ataque, aunque continuase siendo ilegal, no había sido un descarado acto de bandidaje. También destruirían a Serendipity, al destruir la confianza de la que la organización dependía… de la noche a la mañana.
En lugar de eso, Van Rijn estaba reteniendo las pruebas. De hecho, había dicho que iba a regatear con los secuestradores de Falkayn.
Las paredes parecían acercarse cada vez más. Adzel pertenecía a una raza de exploradores. Quizá una nave espacial fuese un espacio pequeño y lleno de cosas, pero en su exterior ardían las estrellas. Aquí no había otra cosa que murallas.
«Oh, las amplias praderas de Zatlakh, ¡los ruidos de los cascos resonando como un terremoto, el viento barriendo las montañas azules como los espíritus sobre el gran horizonte! Cuando oscurece, las hogueras bajo una conmocionada aurora, las viejas canciones, las antiguas danzas, la vieja hermandad que es más fuerte que los mismos lazos de la sangre. El hogar es la libertad. Naves, viajes, planetas y risas. La libertad es mi hogar. ¿Voy a ser yo el vendido como esclavo en sus tratos?».
»¿Debo dejar que me venda?