Capítulo 7

Adzel se detuvo en la compuerta.

—Ten cuidado, ¿eh? —pidió. Chee rezongó.

—Tú eres quien tiene que tener cuidado, yendo por ahí sin nadie que te cuide. Ten cuidado, cabezota de chorlito —parpadeó—. ¡Ratas y cucarachas! ¡Se me ha metido algo en el ojo! Vete ya… fuera de aquí.

Adzel cerró la placa facial. Encajado dentro de una armadura especial, apenas podía pasar por la compuerta. Tuvo que esperar a estar fuera para poder sujetarse el equipo a la espalda. Aquello incluía un pequeño cañón automático montado sobre un trípode.

Muddlin Through se separó de él, deslizándose a baja altura sobre una extensa y escarpada desolación. Una pintura de camuflaje hacía que fuera difícil distinguirla contra aquella mezcla de mediodía cegador y sombra negra como la tinta. Cuando estuvo detrás del horizonte, ascendió.

Adzel esperó pacientemente donde estaba hasta que el zumbido de sus auriculares fue reemplazado por la voz de la cynthiana, diciendo:

—Hola, ¿me coges?

—Estupendamente —dijo él.

El casco se llenó con el eco. Fue consciente de la masa protectora, pero pesada, que llevaba encima, de los olores mecánicos y orgánicos que se acumulaban ya, de la temperatura que comenzaba a subir y a escocerle debajo de las escalas.

—Bien. Entonces este rayo queda inmovilizado sobre ti. Me he fijado en una posición a unos ciento cincuenta kilómetros hacia arriba. Todavía ningún radar me ha localizado, quizá ninguno me advierta. ¿Ha comprobado todo, señor?

—Ja —las palabras de Van Rijn, transmitidas desde una casa alquilada en Lunogrado, llegaban con menos claridad—. He hablado aquí con el jefe de policía y no sospecha nada. He dispuesto que algunos de mis muchachos empiecen una pelea que distraerá la atención. He conseguido un juez listo para darme un mandamiento si se lo pido. Pero, aunque es tan caro como el caviar de Beluga, no es juez de mucha categoría, así que tampoco podrá hacer demasiado. Si la policía federal lunar se mezcla en el asunto tendremos problemas. Ed Garver vendería el alma que no tiene para meternos en la cárcel. Será mejor que todo sea tan rápido como el beso a una víbora. Ahora, amigos míos, me voy a mi nave y encenderé velas por vosotros en el santuario de allí a San Dimas, San Nicolás, y especialmente a San Jorge, claro. Adzel no pudo evitar un comentario.

—En mis estudios sobre culturas terrestres he encontrado referencias a ese último personaje. Pero ¿no decidió la propia Iglesia, allá por el siglo veinte, que era un personaje mítico?

—Bah —dijo Van Rijn altaneramente—. No tienen fe. Necesito un buen santo guerrero. ¿Quién dice que Dios no puede mejorar el pasado y proporcionarme uno?

Después no hubo tiempo, ni alientos, ni pensamiento para nada más que para correr.

Adzel habría ido mucho más rápido y cómodo en un deslizador o en algún otro vehículo; pero las radiaciones hubiesen traicionado su presencia. A pie, le sería posible acercarse mucho más antes de que lo detectaran. Subió las pendientes alpinas, escaló promontorios agudos como hojas de afeitar, descendió hasta el fondo de las quebradas para reaparecer al otro lado, rodeó las paredes de los cráteres y los barrancos. Su corazón se afanaba en un ritmo fuerte y constante, y sus pulmones se fatigaban. Utilizaba la tendencia hacia delante de su masa —una gran inercia con la baja gravedad— y los períodos pendulares naturales de sus patas para avanzar. Algunas veces saltaba los obstáculos describiendo un arco y al aterrizar el impacto resonaba en sus huesos. Siempre que le fue posible se mantuvo en la sombra. Pero con cada exposición a la luz del sol, el calor aumentaba despiadadamente en el interior de su armadura camuflada, con más rapidez que su mínimo sistema refrigerador podía expulsarlo. Los filtros luminosos no protegían bien sus ojos de la desnuda claridad solar. Ningún humano hubiera podido hacer lo que él hizo…; en realidad, apenas nadie de ninguna de las razas, excepto los hijos de una estrella más feroz que el propio Sol y un planeta más extenso que la Tierra.

Por dos veces se acurrucó donde pudo y dejó pasar una nave patrulla por encima de su cabeza. Después de una hora fue abriéndose camino de una sombra a otra, esquivando un puesto de vigía, cuyas armas y radar se alzaban esqueléticamente contra el cielo. Llegó a la cumbre final sin ser visto.

El castillo se alzaba al final de una carretera ascendente, unas torres negras coronadas por las brujas y unas murallas fortificadas. Adzel echó a andar abiertamente por el camino, pues ya no tenía más posibilidades de ocultar su presencia allí. Por un momento, la presión del silencio espacial fue tan gigantesca que suprimió casi completamente el pulso, la respiración, el bombeo del aire, el sonido de sus cascos. Después:

—¿Quién va ahí? ¡Alto! —en la onda estándar.

—Un visitante —respondió Adzel sin siquiera retrasar su equilibrado trote—. Tengo que hablar de un asunto urgente y solicito ansiosamente ser admitido.

—¿Quién es usted? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

La voz era de hembra humana, con un extraño acento, estridente por la agitación.

—¡Le digo que se detenga! Esto es propiedad privada. No se puede entrar.

—Pido perdón humildemente, pero realmente me veo en la necesidad de insistir en ser recibido.

—Vuelva. Encontrará una cancela al final de la carretera. Puede usted resguardarse allí y decirme lo que desee.

—Gracias por su amable oferta —Adzel continuaba su avance—, señora… Beldaniel…, ¿no? Tengo entendido que en este momento sus asociados están en la oficina. Por favor, corríjame si me equivoco.

—¡He dicho que retroceda o comenzaré a disparar! —gritó ella—. Tengo derecho a ello. Ha sido usted prevenido.

—En realidad, mi asunto se refiere al capitán Falkayn —continuó Adzel.

Se encontraba bastante cerca de la entrada principal. Su parte exterior sobresalía enorme sobre la muralla de piedra fundida.

—Si es usted tan amable como para informarle de que deseo hablar con él de viva voz, podemos ciertamente celebrar nuestra discusión aquí fuera. Permítame que me presente. Soy uno de sus camaradas de vuelos; por tanto, mi pretensión de hablar con él tiene preferencia sobre su retiro en su mansión. Pero no tengo realmente deseos de molestar, señora.

—Usted no es su compañero. Ya no. Él dimitió. Él mismo se lo dijo. Él no quiere verle.

—Con el más profundo pesar y las disculpas más sinceras por cualquier molestia que pueda causar, me veo obligado a pedir una confrontación directa.

—Él…, él no se encuentra aquí. Haré que le llame después.

—Puesto que es posible que esté usted en un error en cuanto a su localización actual, señora, ¿quizá sea usted tan amable como para permitirme registrar su casa?

—¡No! ¡Éste es el último aviso! ¡Deténgase ahora mismo o morirá!

Adzel obedeció, pero dentro de la armadura sus músculos se tensaron. Su mano izquierda estaba en el control del cañón. En su palma sostenía una diminuta pantalla televisiva cuya cruz central se fijó sobre el mismo punto que la boca del cañón. Con la mano derecha, desabrochó la cartuchera de la pistola.

—Señora —dijo—, la violencia y la coacción son deplorables. ¿Comprende usted todos los méritos que está perdiendo? Le suplico…

—¡Márchese! —la voz se rompió, medio histérica—. Le daré diez segundos para dar media vuelta y emprender el descenso de la colina. Uno. Dos.

—Me temía esto —suspiró Adzel.

Y echó a correr…, pero hacia adelante. El cañón disparó tres veces contra la entrada principal. El fuego llameó, el humo humeó y los proyectiles volaron, completamente inaudibles, aparte de una vibración a través del suelo.

Desde las torretas que flanqueaban la poterna de la entrada dos rayos energéticos fueron disparados contra él. Ya había saltado hacia un lado. Su cañón martilleó. Una de las torretas se desmoronó en un montón de piedras. El humo y el polvo se arremolinaron, ocultándole la otra. Cuando se disiparon, estaba fuera de allí, lejos del alcance del arma.

La puerta exterior, una lámina de metal retorcido, se balanceaba.

—Entro —le dijo a Chee Lan, y disparó contra el otro lado de la cámara.

Una sola granada desgarró la segunda y menos impresionante barrera. El aire borboteó a su encuentro, blanco por un momento cuando la mezcla se congelaba, desvaneciéndose al disiparse la niebla bajo el cruel sol.

En el interior, una iluminación que ya no era difusa formaba goterones sobre una cámara destartalada. A través de las sombras advirtió unos cuantos cuadros y una estatua brutalmente maciza. Las convenciones artísticas eran extrañas a todo lo que había visto en sus viajes. Les prestó poca atención. ¿Por dónde se llegaría hasta David, en aquel maldito calabozo? Como un enorme sabueso de acero, empezó a buscar pistas. Dos corredores salían en direcciones opuestas; pero una terminaba en habitaciones vacías; las cámaras que daban al otro estaban amuebladas, aunque con parquedad. Hum, los constructores planean aumentar algún día la población del castillo; pero ¿con quién, o para qué? Galopó por el pasillo desierto. Al poco rato se encontró ante una puerta metálica que se había cerrado automáticamente al descender la presión.

Los servidores de Beldaniel estarían probablemente al otro lado, vestidos con trajes espaciales, esperando desintegrarle por completo cuando entrase. Ella estaría sin duda informando por teléfono a sus socios en Lunogrado sobre aquella invasión. Con suerte y audacia, Van Rijn podría retener a la policía durante algún tiempo. Debía ser mantenida al margen, porque se verían forzados a actuar contra el agresor, Adzel. Hiciese las alegaciones que hiciese, no registrarían el castillo si no llevaba un mandamiento judicial. Para entonces, si es que alguna vez se conseguía uno, la pandilla de Serendipity podía haber cubierto los rastros que guiaban hasta Falkayn en cualquiera de las numerosas formas posibles.

Pero si Adzel no se daba prisa, la propia Beldaniel podría intentarlo. El wodenita se retiró a la antecámara y descolgó de su espalda su equipo de trabajo. No había duda de que otra cámara, en el lado adyacente cerrado herméticamente, se encontraría al lado de ésta. Aunque ni los gases hubieran podido filtrarse, la construcción del interior del edificio no era en absoluto tan maciza como la obra exterior. Tenía que conseguir entrar sin ser visto. Extendió una lámina de material plástico inflable, se colocó sobre ella y pegó sus bordes a la pared. Puso en marcha la cortadora. Pronto hizo un agujero y esperó hasta que el aire filtrándose infló por completo la burbuja de plástico que ahora le rodeaba. Terminando la incisión, retiró el panel que había quemado y pasó al apartamento.

Estaba amueblado con una austeridad deprimente. Se detuvo un momento para abrir la puerta de un armario —sí, trajes de mujer— e inspeccionar una librería. Muchos de los volúmenes estaban en un formato y una simbología que no reconoció; otros, en ánglico, eran textos que describían las instituciones humanas en beneficio de los visitantes de otras especies. ¡Boddhisatva!

¿Cuál era el pasado de aquella gente entonces? Abrió su máscara facial, retiró de sus oídos uno de los auriculares y, cautelosamente, lo asomó al vestíbulo. Desde el otro lado de una esquina donde debía encontrarse la puerta llegaban chasquidos y tintineos; después, unas broncas palabras. Los servidores aún no habían cerrado los cascos… Provenían de varios planetas escasamente civilizados y seguramente, incluso los que no fuesen mercenarios profesionales, estarían entrenados en el empleo de las armas modernas y de la maquinaria necesaria en una casa. Adzel echó a andar en dirección opuesta, caminando tan silencioso como un gato en el interior de su armadura.

Esta habitación, esa habitación, nada. Maldita sea…, sí, he llegado hasta maldecir… David tiene que encontrarse en algún lugar próximo… ¡Calla! Su oído, entrenado en las soledades, había recogido un sonido casi inaudible. Entró en un tocador y activó su rastreador exterior.

Pasó una mujer, alta, vestida con pantalones, de aspecto vigoroso a pesar de su esbeltez. Su rostro era pálido y tenso, su respiración agitada. Adzel la reconoció por las descripción que de ella había hecho Van Rijn. Era Thea Beldaniel. Pasó de largo. De haber mirado a sus espaldas, habría visto cuatro metros y medio de dragón siguiéndola de puntillas.

Se acercó a una puerta y la abrió de par en par. Adzel espió desde las jambas. Falkayn estaba sentado en la cámara, acurrucado en un sofá. La mujer se acercó a él corriendo y lo sacudió.

—¡Despierta! —gritó ella—. ¡Oh, date prisa!

—¿Eh? Uf. ¿Quién eres? —Falkayn se movió un poco.

Su voz era monótona y su expresión adormecida.

—Ven, querido. Tenemos que salir de aquí.

—Ohhh… —Falkayn consiguió ponerse en pie.

—¡Te digo que vengas! —ella le tiró del brazo. Él obedeció como si fuera un sonámbulo.

—Hay un túnel al puerto espacial. Vamos a hacer un pequeño viaje, querido. ¡Pero corre!

Adzel identificó los síntomas. Drogas para lavar el cerebro, sí, en todo su completo horror. La víctima quedaba sumergida en un grisáceo sueño, donde era nada excepto lo que se le decía que fuese. Un rayo encefaloconductor podía ser enfocado en su cabeza y ondas portadoras subsónicas en su oído medio. Su sometida personalidad no podía resistir las vibraciones generadas de aquel modo; haría cualquier cosa que se le dijese, con un aspecto y una conducta casi normales si se le manejaba con habilidad, pero en realidad era una marioneta. Por lo demás se quedaría siempre donde le llevasen.

Con el tiempo, su personalidad podía ser completamente remodelada.

Adzel entró en la estancia.

—Bien, ¡eso es demasiado! —tronó.

Thea Beldaniel dio un salto hacia atrás. Empezó a dar un largo grito. Falkayn permaneció acurrucado donde estaba.

A través de los corredores llegó un grito de respuesta. Un error, comprendió Adzel. Quizá no era posible evitarlo. Pero los guardianes han sido avisados y tienen más armamento que yo. Lo mejor será que escapemos ahora que podemos.

Sin embargo, las órdenes de Van Rijn habían sido claras y contundentes: «Lo primero de todo, saca películas de nuestro hombre, y muestras de su sangre y su saliva, antes que ninguna otra cosa. ¡O te las sacaré yo a ti y no de una forma tan educada! ¿Me oyes?».

Al wodenita aquello le parecía una locura, teniendo en cuenta que en uno o dos minutos podía llegar la muerte, pero era tan extraño que el anciano diese unas instrucciones tan inflexibles que decidió que lo mejor sería obedecerle.

—Perdone, por favor.

Su cola echó a un lado a la histérica mujer y la sujetó suave, pero irresistiblemente, contra la pared. Colocó su cámara sobre un trípode, enfocó a Falkayn, la puso en automático mientras empleaba una aguja y una probeta sobre la carne que había sido antes un camarada suyo. (Y volvería a serlo, por los cielos, si no tenían una muerte honorable). El proceso sólo le llevó unos segundos, gracias a su calma. Almacenó los tubos con las muestras en una bolsa, guardó la cámara y recogió a Falkayn en sus brazos.

Cuando salió por la puerta, llegaron media docena de guardianes. Él no podía disparar, puesto que debía proteger al humano con su propio cuerpo. Sin embargo, dio un salto, esparciendo una onda metálica. Su cola dejó a dos de sus oponentes fuera de combate, y volando. Las balas y las descargas mordían. El caos resplandecía a su alrededor. Algunos disparos fueron deflectados, otros perforaron la armadura, pero no con demasiada profundidad. La armadura se reparaba automáticamente y él era fuerte.

Nadie pudo igualar su velocidad descendiendo por el corredor y subiendo por la primera rampa. Pero le seguirían. No podía resistir mucho tiempo contra las granadas y la artillería portátiles. Falkayn, sin protección, sería destrozado mucho antes. Era necesario salir como fuese de aquel agujero infernal.

¡Siempre subiendo, subiendo, subiendo! La rampa terminó en la cámara de una torre de paredes desnudas y resonantes con los ecos, y desde sus ventanales se podía escudriñar el salvaje paisaje lunar. Beldaniel, o alguien, debía haber recobrado su inteligencia y avisado a las patrullas porque varias naves se acercaban, a gran velocidad, por encima del pedregoso paisaje. A cierta distancia, sus armas parecían tan finas como los lápices, pero era desagradable hacerles frente. Adzel colocó a Falkayn en una esquina. Con cuidado, taladró un pequeño agujero en una de las ventanas, a través del cual pudo pasar la antena transmisora de su casco.

Puesto que la unidad de Chee Lan no seguía conectada con la suya, amplió el rayo y aumentó la energía.

—Hola, hola; Adzel a nave. ¿Estás ahí?

—No —su réplica era mitad despectiva, mitad sollozante—. Estoy en Marte actuando en beneficio de la Sociedad de las Dulces Viejecitas que Calcetan y Miran la Guillotina. ¿Qué has chapuceado ahora?

Adzel ya había localizado su posición, gracias a las fotografías publicadas del exterior del castillo y a la arbitraria nomenclatura de Van Rijn.

—David y yo estamos en lo alto de la torre de La Bella Roncadora. Estoy completamente seguro que ha sufrido un lavado de cerebro. Creo que seremos atacados desde la rampa dentro de cinco minutos; o, si deciden sacrificar esta parte de la estructura, sus patrulleras pueden demolerla en unos tres minutos. ¿Puedes rescatarnos antes?

—Me encuentro a mitad de camino hacia ahí, idiota. ¡Resiste!

—Tú no subas a bordo, Adzel —intervino Van Rijn—. Quédate fuera y que te dejen en el punto convenido, ¿de acuerdo?

—Si es posible —intervino Chee—, cierra la boca.

—Me callo la boca ante ti —dijo Van Rijn tranquilamente.

Adzel retiró su antena y de una manotada colocó un parche sobre el agujero. Muy poco aire se había escapado. Miró a Falkayn:

—Aquí tengo un traje espacial para ti —dijo—. ¿Puedes meterte dentro?

Los nublados ojos se encontraron con los suyos sin dar muestras de reconocimiento. Suspiró. No tenía tiempo para vestir un cuerpo inerte. Unos alaridos bárbaros llegaron hasta sus oídos procedentes de la rampa en espiral. No podía emplear su cañón: en un espacio tan estrecho el choque sería demasiado peligroso para el desguarnecido Falkayn. El enemigo no tenía aquel tipo de restricciones. Y las patrulleras convergían como moscardones.

Muddlin Through salió disparada desde el cielo. La nave espacial había sido diseñada para hacer frente a los problemas…, a la guerra si fuera necesario. Chee Lan no se sentía embarazada por ninguna ternura. Brillaron unos relámpagos, ocultando brevemente el Sol. Las patrulleras llovieron derretidas sobre la montaña. La nave se detuvo sobre campos de gravedad al lado de la torreta. Podía haberla dividido en dos, pero eso hubiera expuesto a los que estaban en su interior a una fuerte dosis de radiación. En su lugar, desprendió las paredes con rayos tractores y prensiles.

El aire explotó al entrar en contacto con el exterior. Adzel había cerrado su placa facial. Disparó con su pistola hacia la rampa para desanimar a los guardianes y cogió en brazos a Falkayn. El humano seguía sin protección y había perdido el sentido. La sangre salía en hilillos por su nariz. Pero la exposición momentánea al vacío no es demasiado dañina; los submarinistas que bajan a grandes profundidades suelen soportar descompresiones mayores y los fluidos no comienzan a hervir instantáneamente. Adzel lanzó a Falkayn hacia una compuerta abierta. Un rayo lo apresó y lo arrastró hacia dentro. Tras él, la válvula se cerró de golpe. Adzel se lanzó hacia delante. Fue atrapado de la misma forma y quedó pegado al casco.

Muddlin Through adoptó una posición vertical y ganó alguna altura.

Sacudido, luchando contra el mareo, el castillo y las montañas girando debajo de él, Adzel recibió todavía las órdenes de Van Rijn a Chee Lan.

—… le dejas donde te dije. Mi yate le recoge dentro de cinco minutos y nos lleva a Lunogrado. Pero tú márchate ahora mismo con Falkayn. Quizá esté muy atontado pero pueda decirte en qué dirección marchar.

—¡Eh, espere! —protestó la cynthiana—. Nunca me avisó de esto.

—No había tiempo para hacer planes fantásticos, minuciosamente detallados para todos los posibles desenlaces. ¿Cómo podía estar yo seguro de cuáles iban a ser, las circunstancias? Me parecía probable que el resultado fuese éste, pero podría haber sido mejor o incluso peor. Okey. Márchate ahora.

—Un momento, pirata gordinflón, ¡mi cama-rada está drogado, enfermo, herido! Si durante una molécula de segundo ha pensado usted que él va a ir a algún sitio que no sea un hospital, le sugiero que cambie su cabeza de posición. Hasta ahora yo hubiera jurado que eso era anatómicamente imposible y…

—Baja, baja, mi peluda amiguita, tómatelo con calma. Por lo que me cuentas, su estado no es tal que no puedas curarle tú misma por el camino. Te proporcionaremos un manual completo y todo lo necesario para ensuciar las mentes y deslavarlas, ¿no es cierto? ¡Y lo que todo eso costó haría que se te pusiesen los pelos de punta hasta que saliesen volando fuera de sus folículos! Escucha ahora. Esto es importante. Serendipity arriesga su existencia por esto, sea lo que sea. Nosotros tenemos que hacer lo mismo.

—Me gusta el dinero tanto como a usted —dijo Chee con involuntaria lentitud—; pero hay otras cosas importantes en la vida.

—Ja, ja.

Adzel se mareaba ante los giros del terreno que se alejaba allá abajo. Cerró los ojos y visualizó a Van Rijn en la habitación transmisora: un capillero en un puño, las papadas bamboleándosele mientras desgranaba las palabras, pero algo restallante.

—Como, por ejemplo, lo que Serendipity está intentando conseguir. Tiene que ser algo más que dinero —añadió Chee.

—Piensa un poco, Chee Lan. ¿Sabes lo que yo deduje de los hechos? Dave Falkayn tenía que estar drogado, un prisionero con cadenas peores que las de hierro. ¿Por qué? Por un montón de cosas, como que él no me dejaría así de repente; pero principalmente porque él es un humano, y yo soy humano, y yo digo que un joven saludable y sensual que cambiase a Verónica —aunque él sólo piense que Verónica es buena únicamente para divertirse un poco con ella—, que cambie a una moza como ésa por un Polo Norte como Thea Beldaniel, maldición, tiene que tener algo mal en su piso superior, y probablemente en su piso inferior también. Por tanto, parecía muy probable que le estuviesen barriendo la cabeza.

—Pero ¿qué se concluye a partir de aquí? Vaya, Serendipity estaba rompiendo el pacto de la Liga Polesotécnica, y eso quería decir que algo grande estaba en juego, algo que valía la pena soportar las posibles consecuencias. Quizá valía la pena terminar también con Serendipity, ¡cosa que ahora es segura!

—¿Y qué sigue después, pequeña bola de piel? ¿Qué otra cosa, excepto que el propósito no podría ser simplemente comercial? Por dinero, se juega siguiendo las reglas, porque el premio no compensa romperlas, eso si se tiene el buen sentido para ser un buen jugador. Pero se puede jugar por otros motivos, como guerra, conquista, poder, y esos juegos no son agradables, ¿no es verdad? La Liga se aseguró de que Serendipity no estaba haciendo espionaje industrial; pero hay otras clases de espionaje. Por ejemplo, unos extraños —alguien fuera del conjunto de las civilizaciones conocidas ahora—, alguien oculto y, por tanto, muy, muy probablemente, que se considera nuestro enemigo. ¿No?

Adzel retuvo el aliento entre sus dientes. —No tenemos tiempo para adivinanzas —continuó Van Rijn—. Hace dos semanas enviaron una nave con un mensaje. Por lo menos, Control de Tráfico la tiene registrada con dos de los socios en persona a bordo. Quizá todavía puedas llegar antes que sus dueños dondequiera que sea. En cualquier caso, tú y Falkayn sois ahora mismo lo mejor que tenemos en el Sistema Solar para ir a echar un vistazo. Pero si esperáis una hora, que os coman las termitas, la policía entrará en acción y seréis detenidos como testigos materiales.

—¿No es mejor que os marchéis mientras os sea posible? Repara a nuestro hombre por el camino; enteraos de lo que podáis allá lejos y mandad un informe, vosotros mismos o por robot-correo; o por correo normal, o por una paloma mensajera. El riesgo es grande, pero quizá el provecho esté en la misma proporción; o quizá el beneficio consista en conservar nuestras vidas o nuestra libertad. ¿Tengo razón?

—Sí —dijo Chee Lan débilmente, después de una larga pausa.

La nave había cruzado las montañas y estaba descendiendo sobre el punto de la cita. El mar Frigoris se extendía oscureciéndose bajo un sol que bajaba por el sur.

—Pero somos un equipo. Quiero decir que Adzel…

—Él no puede ir —dijo Van Rijn—. Ahora mismo, nosotros también estamos haciendo migas con el pacto y el derecho civil. Ya es bastante malo que tú y Falkayn tengáis que marcharos. Tiene que irse él, no Adzel, porque él es quien está entrenado especialmente para trabajar con los alienígenas, con las nuevas culturas, adivinar y contraadivinar. Serendipity es inteligente y peleará a la desesperada aquí en la Luna. Tengo que tener evidencia de lo que han hecho, pruebas, testigos. Adzel estuvo allí. Puede enseñar documentos impresionantes.

—Bien… —el wodenita nunca había oído a Chee Lan hablar con tanta tristeza—. Supongo que no me esperaba esto.

—Estar con vida —dijo Van Rijn—, ¿no es sorprenderse una y otra vez?

La nave se posó sobre el suelo. El rayo tractor liberó a Adzel. Trastabilló sobre la lava.

—Buena suerte —dijo Chee.

Estaba demasiado conmocionado para una res puesta articulada. La nave se elevó de nuevo. Se la quedó mirando hasta que se desvaneció en las estrellas.

La nave del comerciante llegó al poco rato; pero para entonces Adzel había reaccionado. Como en un sueño, subió a bordo y dejó que la tripulación le despojase de su impedimenta y que Van Rijn cogiese las muestras que había obtenido en el castillo. Cuando llegaron al puerto de Lunogrado, se encontraba semiconsciente y casi no oyeron los ultrajados aullidos de su patrón —no parecía consciente de nada que no fuera una infinita necesidad de dormir, dormir y dormir—, cuando fue arrestado y le llevaron a la cárcel.