Después de recalar en Yakarta, Delfinburg pasó por el estrecho de Makassar y las Célebes a las aguas del Pacífico. En aquel punto, un aerocoche depositó a Nicholas Van Rijn. El hombre no era el dueño de la ciudad; para ser exactos, sus derechos en ella consistían en una casa, un muelle para un queche bastante grande y el setenta y tres por ciento de la industria. Pero el patrón y el mareante estuvieron de acuerdo con su sugerencia de cambiar el rumbo y pasar más cerca de las islas Marianas de lo que era corriente en su rumbo normal.
—Es bueno para los pobres marineros visitar esas preciosas islas, ¿no es cierto? —tronaba él, frotándose las peludas manos—. ¿No podría suceder que también les apeteciese una pequeña vacación y viniesen a animar a su anciano tío honorífico cuando participe en la regata para la Copa de Micronesia el veinticuatro de este mes? Es decir, si por casualidad estuviésemos en el lugar apropiado no más tarde del veintidós y quisiesen quedarse unos días allí. No quiero causar ni la más mínima molestia.
El mareante hizo unos rápidos cálculos.
—Sí, señor —informó—; casualmente llegaremos allí el veintiuno.
Hizo una señal para que la embarcación hiciese tres nudos más.
—Y, sabe, usted, tiene usted razón. Sería una buena idea pararnos un rato y limpiar los tanques de catalización o algo así.
¡Bien, bien! Hacéis muy feliz a un pobre anciano solitario. Cuánto necesito un poco de descanso y diversión y, quizá ahora mismo, un poco de ginebra con tónica para arreglar mi estómago. Tenemos que hacer unos cuantos arreglos, ¿eh?
Van Rijn se golpeó la panza.
Pasó la semana siguiente entrenando a su tripulación hasta un punto que hubiera asombrado al mismo capitán Bligh. A los hombres en realidad no les importaba eso —velas resplandecientes recortándose sobre un azul infinito, vivo, orlado de espuma, sobre el que el sol lanzaba polvo de diamantes; oleajes, cabeceos, restallidos, silbidos en la proa y sal en los labios, mientras el viento llenaba los pulmones de pureza—, excepto cuando se hacía el disgustado si ellos se negaban a emborracharse todas las noches con él. Al fin, les dejó descansar. Los quería en una forma determinada para la carrera, no exhaustos. Además, un negocio que operaba a doscientos años luz de distancia había inevitablemente acumulado problemas que requerían su personal atención. Gimió, maldijo, y eructó miserablemente, pero el trabajo no desapareció.
—¡Bah! ¡La viruela y la peste negra! ¡Trabajo! ¡Taco anglosajón! ¿Por qué tengo yo que debería estar descansando, que a mi edad debería estar tranquilo y derramando mi sabiduría sobre las jóvenes generaciones, por qué tengo que poner mi nariz contra una lima? ¿Es que no tengo ni un solo delegado con el cerebro lleno de algo que no sea serrín?
—Podría usted vender el negocio por más dinero del que se gastaría en diez vidas —contestó su secretario, que pertenecía a una casta de guerreros en una especie de tigres y por tanto no sentía miedo—. O podría terminar con todo el trabajo en la mitad del tiempo si dejase de quejarse.
—¿Dejar mi compañía, que he construido a trocitos y que tiene a millones de seres supuestamente pensantes dependiendo de ella, dejar que eso se hunda?; ¿o sentarme humildemente como si mi boca no pudiese morder ni la mantequilla y no decir ni pío sobre competidores de conciencia al vacío, subordinados con la barriga al revés, gremios, hermandades, sindicatos, chinches y… —Van Rijn reunió el aliento antes de disparar la última obscenidad—, burócratas? No, no, estoy viejo y cansado, soy débil y estoy solo, pero esgrimiré mi espada hasta la última bala. ¿Empezamos a trabajar?
En el solárium del último piso de su mansión había sido establecida la oficina. Detrás de las filas de teléfonos, computadores, archivadores, buscadores de datos y demás equipamiento financiero portátil, se veía una amplia panorámica de aquella flotilla que era Delfinburg, compuesta por unidades de muchas filas. No había muchas señales de productividad externamente. Uno podría observar remolinos alrededor de las válvulas de una planta de extracción de mineral, o trazar las sombras de los submarinos que apacentaban pescado, o los apetitosos aromas de una fábrica que transformaba algas marinas en condimentos. Pero la mayor parte del trabajo se hacía en el interior, camuflado por jardines colgantes, tiendas, parques, escuelas, centros de recreo. Habían salido pocas embarcaciones de recreo; hoy el océano estaba alborotado, aunque con los ojos vendados, sobre una de aquellas estabilizadas super barcazas no hubiese sido posible decirlo.
Van Rijn acomodó su gigantesco cuerpo en un sofá. Sólo estaba vestido con un sarong y un lei; ¿por qué no ir cómodo mientras sufría?
—¡Comienza! —aulló.
Las máquinas charlatanearon, regurgitando hechos, cálculos, afirmaciones, resúmenes y propuestas. La principal pantalla telefónica se iluminó con la imagen de un hombre en harapos que acababa de escapar de una guerra a diez parsecs de distancia. Entretanto, un equipo de sonido emitía la Octava Sinfonía de Mozart; una muchacha escasamente vestida traía cerveza; otra encendía el puro de su amo, marca Trichinopoly, y una tercera entraba con una bandeja llena de sandwiches daneses frescos por si sentía hambre. Imprudente, se acercó demasiado y él la barrió hacia sí con uno de sus brazos de gorila. Ella se rió nerviosamente y pasó sus dedos a través de los grasientos rizos negros que le caían sobre los hombros.
—¿Qué son todas estas bobadas que me cuentas? —ladraba Van Rijn a la imagen—. ¿Qué cerdito de rey está quemando nuestras plantaciones? Le proporcionaremos a sus enemigos soldados que le venzan y hacemos una paz que nos permita, a nosotros, pobres y explotados con metros y metros de nóminas infladas, un minúsculo beneficio, suficiente para vivir, ¿vale?
El hombre hizo alguna objeción. Los saltones ojos de Van Rijn se salieron de sus órbitas. Se acarició la perilla. Sus crecidos bigotes temblaban como si fueran cuernos.
—¿Qué quiere decir eso de que ninguna tropa local puede hacer frente a la suya? ¿Qué has estado haciendo durante estos años, venderles quizá matasuegras en lugar de armas eficientes?… Okey, okey, te autorizo a llevar una división de mercenarios extraplanetarios. Prueba con Diómedes, Gran Almirante Delp hyr Orikan, en la Flora de Drak’ho. Se acordará de mí y quizá pueda desprenderse de unos cuantos jovenzuelos inquietos a los que les gusten las aventuras y el botín. Dentro de seis meses me enteraré de que todo va como la seda o buscarás un puesto de trabajo limpiando las letrinas de oro. ¡Tot weerziens!
Hizo una seña con la mano y un ayudante del secretario pasó al próximo comunicante. Mientras tanto, enterró el enorme gancho de su nariz en su jarra de cerveza, salió resoplando y lanzando espuma y lo tendió para que le echasen otro litro.
En la pantalla apareció una cabeza no humana.
Van Rijn replicó mediante el mismo extraño conjunto de silbidos y gorjeos del alienígena. Después de pensar:
—Odio admitirlo tanto como odio los impuestos, pero ese factor es casi competente. Va a solucionar el problema que se le ha presentado. Creo que podemos ascenderlo a jefe de sector, ¿no?
—No pude seguir la discusión —contestó el secretario-jefe—. ¿Cuántos idiomas habla usted, señor?
—De veinte a treinta mal. De diez a quince bien. El que mejor, el ánglico.
Van Rijn despidió a la muchacha que había estado jugueteando con su cabello; su palmada en el más obvio de los blancos posibles, aunque fue dada en plan amistoso, cuando ella se marchaba, produjo un estallido semejante al de una granada y un alarido.
—Oh, oh, lo siento, pollita. Vete a comprarte ese brillante traje del que me has estado hablando y quizá esta noche demos una vuelta para que te luzcas… Luces un montón de prendas con la desvergonzada forma en que cortan esas cosas ahora. ¡Oh, lo que cobran esos bandidos por unos cuantos centímetros de tela!
Ella gorjeó y se marchó corriendo antes de que él cambiase de opinión. Él se volvió hacia los otros miembros de su harén del momento.
—No me molestéis ahora. Esperad vuestro turno para sangrar a un pobre viejo tonto de todo lo que le separa de la miseria… Bien, ¿quién es el siguiente?
El secretario había cruzado la sala para estudiar el teléfono en persona. Se volvió.
—La agenda ha sido modificada, señor. Llamada directa, prioridad dos.
—Hum, hum, hum. —Van Rijn se rascó la pelusa que alfombraba su pecho, dejó a un lado su cerveza, cogió un sándwich y lo engulló—. ¿Quién tenemos ahora por ahí autorizado para usar la prioridad dos?
Tragó, se atragantó y se aclaró la garganta con otro trago de medio litro. Pero después se sentó completamente inmóvil, con el puro en los labios, bizqueando a través del humo, y dijo sin ningún tipo de alboroto:
—Ponlos.
La pantalla se encendió. Cuando un rayo condensado tiene que salir de una nave en movimiento, perforar la atmósfera y permanecer inmovilizado en la solitaria estación que puede activarlo y transmitirlo, la transmisión dista mucho de ser perfecta. Van Rijn identificó la cabina de control de su nave pionera Muddlin Through. En primer plano Chee Lan, y detrás Adzel.
—¿Algún problema? —preguntó amablemente.
La pausa, mientras la radiación electromagnética atravesaba la distancia intermedia, fue corta, pero se notaba.
—Creo que sí —dijo Adzel. Sus palabras llegaban envueltas en silbidos de interferencias—. Y no podemos iniciar medidas correctivas. Hubiese dado mucho para que esas máquinas y chalados que le rodean nos hubiesen permitido un contacto directo antes.
—Hablaré yo —dijo Chee Lan—. Estarías una hora quejándote a Van Rijn. Señor, recordará que cuando informamos en la Tierra, le dijimos que seguiríamos viaje a la Luna para hacer una visita a Serendipity, Inc —describió la visita de Falkayn a la oficina y la ulterior al castillo—. Eso fue hace dos semanas. Todavía no ha vuelto. Después de tres días estándar llegó una llamada. No fue una verdadera conversación… Un mensaje enviado cuando sabía que estaríamos durmiendo. Por supuesto, hemos conservado la grabación. Dijo que no nos preocupásemos: estaba siguiendo la pista de lo que podría ser lo más importante de su carrera y podría necesitar algún tiempo para arreglar el asunto. No teníamos por qué quedarnos en la Luna, ya que él podía coger un vuelo regular a la Tierra —su piel se erizó y una aureola de ferocidad se desprendía de toda su apariencia—. No era su estilo. Hicimos que una agencia de detectives hiciese un análisis de voz y somático, utilizando varias imágenes suyas de distintas fuentes. No hay dudas razonables para sospechar que no era él. Pero no su estilo.
—Pon la grabación de su llamada —ordenó Van Rijn—. Ahora. Antes de continuar.
Observó sin parpadear cómo el rubio joven recitaba su parte y se despedía.
—Maldición, tienes razón, Chee Lan. Por lo menos debiera haber sonreído y enviaros recuerdos para tres o cuatro chicas.
—Por cierto que hay una que nos ha estado dando mucho la lata —declaró la cynthiana—. Una espía que le enviaron y que se encontró con que no puede resistir su técnica, o lo que demonios tenga. En la última llamada, de hecho ha llegado a admitir que ése era su trabajo, y balbució que lo sentía y que nunca, nunca, nunca… Puede usted reconstruir la escena.
—Pásala de todos modos.
Verónica sollozó en la pantalla.
Ja, una moza bien dotada. Quizá la entrevistaré en persona, ¡ja, ja! Alguien debería hacerlo. ¡Una oportunidad así de enterarse de quién la alquiló! —Van Rijn se puso serio—. ¿Qué pasó después?
—Nos enfadamos —dijo Chee—. Al final hasta esta mantecosa estatua de santo que ve aquí decidió que era demasiado. Entramos en la propia oficina de Serendipity y dijimos que si el propio Dave no nos ofrecía una explicación más satisfactoria comenzaríamos a desarmar su computadora con una llave para tuberías. Ellos graznaron cosas sobre el pacto, y mencionaron a la policía civil, pero al final nos prometieron que telefonearía —y lúgubremente, añadió—: Lo hizo, aquí está la grabación.
La conversación había sido larga. Chee aullaba, Adzel razonaba, Falkayn permaneció inexpresivo e inamovible.
—Lo siento, nunca podréis saber cuánto lo siento, amigos míos, pero nadie puede escoger el momento en que vea la luz. Thea es mi mujer y no hay más que hablar.
—Probablemente después de casarnos iremos al espacio. Trabajaré para «SI», pero en un sentido puramente técnico. Porque lo que realmente buscamos, lo que me está reteniendo aquí, es algo mayor, más importante para el futuro que… No, no puedo decir más. Todavía no. Pero pensad en establecer relaciones con una raza genuinamente superior. La raza con la que se ha estado soñando durante siglos y que nunca fue encontrada: los Mayores, los Sabios, el paso revolucionario más allá de nosotros…
—… ¡Sí! —un destello de indignación—. Naturalmente, SI devolverá los malditos pagos de especias y licores. Quizá SI duplique la suma. Porque un dato que yo suministré es lo que disparó toda nuestra cadena de descubrimientos. ¿Aunque qué recompensa podría premiar un servicio semejante?
—Adiós. Buen viaje.
El silencio dominaba sobre el rumor de las olas y el susurro de las estrellas, hasta que Van Rijn se sacudió en un estilo animal, y dijo:
—Salisteis al espacio y me llamasteis hoy cuando yo estaba disponible.
—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —gimió Adzel—. David puede estar bajo control psíquico. Chee y yo lo sospechamos; pero no tenemos pruebas. Para alguien que no lo conozca personalmente, el peso de la credibilidad está fuertemente del lado opuesto, de forma tal que yo mismo no puedo llegar a ninguna conclusión firme sobre lo que en realidad ha sucedido. Hay algo más que la sólida reputación de Serendipity. Se trata del pacto. Los miembros de la Liga no secuestran ni drogan a los agentes de los competidores. ¡Ni una vez lo han hecho!
—Pedimos a la policía lunar una orden de registro —dijo Chee, torciendo su cola para señalar al wodenita—. Tin Pan Buddha —insistió—. Literalmente, se rieron de nosotros. No podemos proponer una acción de la Liga —primero ataca y después vendrá la ley—. Nosotros no podemos. No estamos en el Consejo; pero usted sí.
—Yo puedo proponerlo —dijo Van Rijn cautelosamente—. Después de un mes de forcejeos la votación dirá no. Ellos tampoco creerán que SI haga algo así por una razón puramente comercial.
—De todas formas, dudo de que dispongamos de un mes. Piense —dijo Chee—. Supongamos que Dave ha sufrido un lavado de cerebro. Lo habrán hecho para impedirle que le informe de lo que se haya enterado en esa maldita máquina. Le sacarán toda la información y consejo posibles. Yo lo haría. Pero él es una prueba contra ellos. Cualquier médico podría diagnosticar su estado y curarle. Así que tan pronto como sea posible —o necesario— se desharán de las pruebas. Quizá lo envíen fuera en una nave con su nueva prometida para controlarle. Quizá lo maten y desintegren el cuerpo. No veo que Adzel y yo tuviésemos otra alternativa que investigar como lo hicimos. Sin embargo, nuestras investigaciones probablemente serán la causa de que SI acelere cualquier plan que tenga programado para el capitán Falkayn.
Van Rijn estuvo fumando durante todo un minuto.
—Vuestra nave está equipada con armas contra osos, elefantes y morsas. Podríais quizá abriros camino allí dentro y rescatarle.
—Quizá —dijo Adzel—. Las defensas no son conocidas. Sería un acto de piratería.
—A menos que estuviese prisionero. En cuyo caso, podríamos preparar al curry, piel chamuscada después. Apuesto a que sabe horriblemente. Pero os convertiríais en héroes.
—¿Qué pasa si está allí voluntariamente?
—Os convertiríais en calabazas.
—Si atacamos ponemos en peligro su vida —dijo Adzel—. Si no está prisionero, es bastante probable que destruyamos varias vidas inocentes. Nos preocupa menos nuestra situación legal que nuestro camarada. Pero aunque nuestro cariño hacia él sea muy grande, pertenece a otra civilización, otra especie, sí, una evolución totalmente diferente a la nuestra. No sabemos decir si está normal cuando nos llamó. Actuaba en una forma extraña, eso es verdad. Pero ¿podría eso ser debido a la emoción llamada amor, acompañada quizá por un sentimiento de culpabilidad por romper su contrato? Usted es humano, nosotros no. Apelamos a su juicio.
—Y me metéis —viejo, cansado, molesto, pesaroso, que no quiero otra cosa que paz y un pequeño, pequeñísimo, beneficio—, me mezcláis justo en todo el jaleo —protestó Van Rijn.
Adzel le miró fijamente.
—Sí, señor. Si nos da permiso para atacar, se expone usted, y todo lo que posee, para ayudar a un hombre que es posible que ni siquiera necesite ayuda. Lo comprendemos.
Van Rijn chupó su puro hasta que la punta parecía un volcán. Lo tiró a un lado.
—De acuerdo —gruñó—. El jefe que no ayuda a su gente es un piojoso. Planearemos un raid, ¿de acuerdo?
Se bebió la cerveza que le quedaba y tiró el jarro.
—¡Maldita sea —aulló—, me gustaría ir también!