Capítulo 5

Yendo en una nave, el castillo en los Alpes no estaba a muchos minutos de vuelo de Lunogrado; pero los kilómetros que separaban la ciudad del castillo eran terribles, pues los grupos de montañeros nunca llegaban tan lejos. Alrededor del emplazamiento, una amplia zona de tierra y aire estaba prohibida —patrullada por hombres armados y vigilada por puestos con armas robot—, con ese absolutismo señorial que los grandes pueden hacer suyo en una civilización que exalta los derechos de la intimidad y de la propiedad.

Lo había construido una mano de obra no humana, importada para aquel propósito desde una docena de remotos planetas y repatriada después en total dispersión. Durante un tiempo, el resentimiento local se había combinado con la curiosidad para alimentar fantásticos rumores. Se tomaron películas telescópicas desde la órbita que fueron publicadas hasta que media Comunidad conocía las siniestras torres negras, las enhiestas murallas, las idas y venidas de naves en un puerto espacial privado entre las montañas lunares.

Pero cuando el cotilleo cesó, también se desvaneció el interés, pues las grandes propiedades eran bastante corrientes entre los señores de la Liga Polesotécnica…, y la mayor parte de ellos las sostenían de un modo mucho más extravagante que aquellos reclusos. El sigilo y el secreto eran parte frecuente de una práctica financiera normal. Durante años, Serendipity, Inc, había sido aceptada sin vacilaciones.

«Dios mío —pensaba Falkayn—, si los ecos de sociedad se enteran de que he sido traído hasta aquí, de que he penetrado en el interior…».

Una amarga mueca se formó en su boca: «¿No sería cruel decirles la verdad a esos pobres tontos?».

Desde la habitación en el piso superior donde se encontraba, el panorama era espectacular. Un amplio ventanal mostraba el descenso en picado de rocas, barrancos, acantilados, pendientes en talud hacia una negra herida. Enfrente de aquel valle, y al otro lado de la meseta del castillo, unos picos desnudos se alzaban hacia las constelaciones. Al sur colgaba baja la Tierra, casi llena, y con un brillo casi cegador, unas interminables sombras rodeaban el azulado punto luminoso que proyectaba.

Pero había un buen número de terrazas desde donde se podía admirar aquello mismo o más; donde habría alegría, música, decoración, comida decente y conversación interesante. La comida, que acababa de terminar poco después de llegar él, había sido tan lúgubremente funcional como lo que había visto de las grandes salas. La conversación con los cuatro socios que habían estado presentes consistió en banalidades salpicadas de silencios. En cuanto pudo se excusó. Obviamente, fue antes de lo que sus anfitriones hubieran deseado, pero él conocía las frases adecuadas y ellos no.

Sólo en la oficina le habían ofrecido un puro, y decidió que tal gesto se debió a que así estaba programado el tipo de sofá que había comprado. Buscó una pipa y tabaco en el interior de su túnica. Kim Yoon-Kun, un pulcro hombrecillo inexpresivo vestido con un kimono que conseguía parecer un uniforme, le había seguido.

—No nos importa que fume usted en la mesa, capitán Falkayn —dijo—, aunque ninguno de nosotros practique… tal diversión.

—Ah, pero a mí me importa —contestó Falkayn—. Me educaron de forma muy estricta en la creencia de que las pipas no están permitidas en los comedores, aunque al mismo tiempo, me muero por una calada. Por favor, tengan paciencia conmigo.

—Por supuesto —dijo aquella voz con acento—; es nuestro invitado. Lo que más sentimos es que el señor Latimer y la señora Beldaniel no se hallen presentes.

«Extraño —pensó Falkayn, no por primera vez—. Hugh Latimer deja aquí a su mujer y se marcha con la hermana de Thea». —Mentalmente se encogió de hombros. Los intercambios de aquellas parejas no eran asunto suyo. Si es que existía alguno. Por todas las señales, Latimer era un palo tan seco como Kim, a pesar de ser un consumado piloto espacial. Su mujer, como Anastasia Herrera y sin duda la hermana de Thea, conseguía todavía parecer más solterona que esta última. Sus intentos de llevar una conversación intrascendente con el visitante habrían resultado patéticos si hubiesen sido menos testarudos.

»Lo que importa —pensó Falkayn—, es salir de aquí, volver a la ciudad y divertirse un poco; por ejemplo, con Verónica.

—Aunque ésta no es una habitación ideal para usted —dijo Kim con una almidonada sonrisa—, si observa lo escasamente amueblada que está. Nosotros somos seis y unos cuantos servidores no humanos. Construimos un lugar tan grande con vistas a una posible expansión, trayendo más asociados, quizá esposas y niños con el tiempo, si eso resultase factible. Pero como estamos, eh, charlando, creo que debiéramos ir a hablar a un lugar más agradable. Los otros ya se encuentran allí. Si lo desea podemos servirle café y brandy. ¿Puedo conducirle hasta donde están?

—Gracias —dijo Falkayn.

Aquel discurso, sin duda ensayado, no apagó sus esperanzas de poder marcharse pronto de lo que había demostrado ser una ciudadela del aburrimiento.

—¿No podemos comenzar a hablar de negocios?

—Pero… —sobresaltado, Kim buscaba las palabras—. No fue planeado para esta noche. ¿La costumbre no es que la actividad social venga primero… que la gente se conozca? Suponemos que usted se quedará con nosotros por lo menos unos días. Desde aquí se pueden hacer algunas interesantes excursiones a los alrededores, por ejemplo. Y disfrutaremos con los relatos de sus aventuras en partes lejanas del espacio.

—Es usted muy amable —dijo Falkayn—, pero me temo que no tengo tiempo.

—¿No dijo usted a la más joven de las hermanas Beldaniel…?

—Estaba equivocado. Lo consulté con mis compañeros y me dijeron que mi jefe ya había comenzado a sudar sangre. ¿Por qué no esbozan ahora mismo su proposición para ayudarme a decidir cuánto tiempo podría tomarme en relación con este asunto?

—Una discusión adecuada requiere material que no guardamos en nuestra morada —impaciencia y un poco de puro nerviosismo agrietaron ligeramente la máscara que era Kim Yoon-Kun—. Pero venga, podemos exponer su sugerencia a los demás.

Está terriblemente ansioso por llevarme fuera de esta habitación. El conocimiento golpeó a Falkayn.

—¿Quiere decir que discutiremos el comienzo de las discusiones? —se asombró Falkayn—. Eso es gracioso. No he pedido documentación. ¿No puede explicar sencillamente de forma general lo que quieren?

—Sígame —chilló el tono de Kim—. Tenemos problemas de seguridad, la preservación de confidencias, que deben ser tratados por adelantado.

Falkayn empezaba a divertirse. Normalmente era un joven alegre y cortés, pero los que empujan a un comerciante aventurero, hijo de un militar aristócrata, deben esperar que los empujones les sean devueltos, con dureza. Emitió una falsa nobleza.

—Si usted no confía en mí, señor, su invitación ha sido un error. No deseo malgastar su valioso tiempo con unas negociaciones condenadas de antemano a la esterilidad.

—Nada de eso. —Kim cogió a Falkayn del brazo—. Venga, por favor, y todo se aclarará.

Falkayn se quedó donde estaba. Era más fuerte y más pesado y el campo de gravedad estaba dispuesto en el estándar de la Tierra, práctica habitual en las residencias en mundos enanos, donde, de otra forma, llegarían a atrofiarse. Su resistencia ante el tirón no se notó bajo la túnica.

—Dentro de un rato, señor —dijo—. No ahora mismo, se lo suplico. Vine aquí a meditar.

Kim le soltó y dio un paso atrás. Sus negros ojos se estrecharon todavía más.

—Su dossier no habla de ninguna afiliación religiosa —dijo lentamente.

—¿Dossier? —Falkayn enarcó las cejas con ostentación.

—El conjunto de las fichas con el material que nuestro computador tiene sobre usted… Únicamente aquello que es de dominio público —se apresuró Kim—. Sólo para que nuestra compañía pueda servirle mejor.

—Entiendo. Lo que pasa es que uno de mis camaradas es budista —convertido hace años cuando estaba estudiando en la Tierra— y ha conseguido interesarme. Además —dijo Falkayn, que se iba calentando—, es todo un acertijo semántico que las sectas más puras del budismo sean religiones, entendido en un sentido normal. Ciertamente, son agnósticos con respecto a dioses o a otros hipotéticos elementos animistas en el complejo de la realidad; su doctrina del karma no requiere una reencarnación según el uso más generalmente extendido del término y, de hecho, el nirvana no es una aniquilación, sino más bien un estado que puede ser adquirido en esta vida, y que consiste en…

Pero entonces fue demasiado tarde para Kim.

La nave espacial cruzó angularmente el panorama, un esbelto cilindro que relucía bajo la luz de la Tierra y brillaba dentro de los campos de gravedad conductores. Se colocó en posición de ascenso vertical y fue desapareciendo de la vista hasta perderse en el frío de la Vía Láctea.

—Bien —murmuró Falkayn—, bien, bien… Echó un vistazo a Kim.

—Supongo que Latimer y Beldaniel serán los tripulantes —dijo.

—Un viaje de rutina —contestó Kim con los puños cerrados a los costados.

—Francamente, señor, lo dudo. —Falkayn se acordó de su pipa y comenzó a llenarla—. Reconozco la hiperconducción cuando la veo. No se usa para la navegación interplanetaria. ¿Por qué inmovilizar tanto capital cuando una nave más barata serviría? Por esa misma razón, se emplean cargueros normales en viajes interestelares cuando son prácticos. Y socios de pleno derecho de una gran compañía no hacen viajes largos por rutina. Es claro ver que este viaje es más bien urgente.

Y no querías que me enterase, añadió sin palabras. Sus músculos se tensaron. ¿Por qué no?

La rabia le mordía. Dejó escapar una risita.

—Si estaba preocupado por mi causa, no era necesario —dijo—. No espiaría sus secretos. Kim se relajó un poco.

—Su misión es importante, pero no tiene nada que ver con nuestros negocios con usted.

«¿Sí? —pensó Falkayn—. ¿Por qué no me lo dijiste al principio entonces, en lugar de permitir que sospechara…? Creo conocer el porqué. Estáis tan aislados de la corriente de los humanos, tan poco conocedores de los matices con que la gente piensa y actúa, que dudabas de tu propia habilidad para convencerme de que este despegue era inofensivo en lo que a mí respecta… ¡Cuando probablemente no lo es!».

De nuevo Kim intentó sonreír.

—Pero, perdóneme, capitán Falkayn. No tenemos deseos de molestarle en sus prácticas religiosas. Por favor, quédese aquí cómodamente tanto tiempo como desee. Cuando quiera compañía puede emplear el intercomunicador de allí y uno de nosotros vendrá a conducirle a la otra sala.

Inclinó la cabeza.

—Que su experiencia espiritual sea agradable.

«¡Touché! —pensó Falkayn—, mientras se quedaba mirando la espalda del hombrecillo. Puesto que el daño ya ha sido hecho, me envuelve en mi propia cuerda… Puesto que lo que quieren es mantenerme aquí durante algún tiempo y mi función de observación de mi barriga les regala una hora extra… ¿Pero cuál es el propósito de todo esto?».

Encendió su pipa y lanzó bocanadas propias de un volcán, dio zancadas de un lado para otro, miró ciegamente por la ventana, se dejó caer sobre los asientos para volverse a levantar de un salto. ¿Estaba alimentando una desconfianza automática y vacía simplemente porque eran extraños, o sentía realmente en sus huesos que algo andaba mal?

No era la primera vez que se le ocurría la idea de que la información que se facilitaba a los computadores de Serendipity no se quedaba allí. Los socios nunca habían permitido que aquellos circuitos fueran examinados por un investigador independiente. Podían fácilmente haber instalado medios de grabar una materia o escuchar una conversación. Podían instruir una máquina para progresar según ellos deseaban. Y —por el cosmos— una vez conseguida confianza, en cuanto los señores de la Liga comenzaron a hacer pleno uso de sus servicios, ¡qué espías podían ser! ¡Qué saboteadores!

No obstante el hecho seguía siendo que ninguno de aquellos cautelosos y astutos empresarios habían encontrado nunca las más mínimas pruebas para creer que Serendipity estuviese colaborando ocultamente con alguno de sus rivales, ni intentando espiar las operaciones de nadie, ni siquiera colocando inversiones gracias al conocimiento que podía conseguir antes que los demás.

Podría ser que hubieran decidido cambiar su política. Ese planeta mío podría tentar aún al más virtuoso a dar un salto y reclamarlo… Pero eso tampoco me suena bien. Seis personalidades tan rígidas como ésas no pasan de mercaderes de la información a piratas en una hora. No, no, no lo hacen.

Falkayn comprobó su reloj. Habían pasado treinta minutos, tiempo suficiente para lo que se suponía que estaba haciendo. (De todas formas, no se lo creían). Se acercó a grandes zancadas al intercomunicador, y encontrándolo dispuesto en el número 14, oprimió el botón y dijo:

—Ya he terminado.

Apenas había dado media vuelta, cuando Thea Beldaniel estaba en el umbral.

—¡Qué rapidez! —exclamó él.

—Casualmente me encontraba cerca. Me pasaron el mensaje a mí. «¿O ha estado esperando ahí fuera todo el tiempo?» —pensó.

Ella se acercó, deteniéndose cuando los dos estaban junto a la ventana. Su caminar era más gracioso, vestida con traje de manga larga y cuello alto; su sonrisa desprendía un calor más convincente que antes, aunque todavía mostraba una cierta torpeza, y se detuvo en tensión cuando estuvo al alcance de su brazo. Sin embargo, y por alguna extraña razón, él se sintió atraído por ella. Quizá era una especie de desafío o simplemente que la mujer era un animal bien formado. Dio unos golpecitos a su pipa.

—Espero no haberles ofendido —dijo.

—Ni lo más mínimo. Estoy completamente de acuerdo. La visita inspira a uno, ¿no es cierto?

Ella hizo un gesto en un panel de control. Las luces se hicieron más tenues y el fantasmagórico paisaje lunar resaltó ante su vista.

«Ahora, sin presiones —pensó Falkayn— cínicamente. Al contrario. Cuanto más tarde en informar al viejo Nick, más contentos se pondrán. Bueno, de momento no tengo objeciones. Esto se ha puesto interesante de repente. Tengo que satisfacer una buena cantidad de discreta curiosidad».

—Ahí fuera está la gloria —susurró ella.

Él la miró. La luz terrestre sacaba su perfil de las sombras y se derramaba suavemente hacia abajo. Las estrellas relucían en sus ojos. Ella contemplaba aquellas invernales miríadas con una especie de hambre, de necesidad.

Dave estalló dominado por una repentina compasión que le sorprendía a él mismo:

—Se siente a gusto en el espacio, ¿no es cierto?

—No puedo estar segura de ello —pero continuó mirando hacia el cielo—. Confieso que aquí no lo estoy. Aquí nunca. Debe perdonarnos si no somos una compañía demasiado divertida. Esto proviene de timidez, ignorancia…, supongo que miedo. Nosotros vivimos solos y trabajamos con datos —símbolos abstractos— porque no servimos para ninguna otra cosa.

Falkayn no comprendía por qué ella debía sincerarse con él; pero en la cena habían servido vino. El libro de etiqueta les habría dicho que esto era lo que debía hacerse y la bebida podría habérsele subido a su poco experimentada cabeza.

—Yo diría que lo han hecho maravillosamente, habiendo empezado como unos completos desconocidos —le respondió—. Es así, ¿no es cierto? Ustedes empezaron como unos extraños a toda su especie.

—Sí —suspiró ella—. Creo que se lo puedo contar. En el principio no quisimos hablar de nuestra historia porque, hum, no podíamos predecir cuáles serían las reacciones. Más adelante, cuando ya nos habíamos familiarizado más con esta cultura, no había motivos para contarla; la gente ya había dejado de preguntarnos cosas y estamos acostumbrados a nuestra antisocial manera. Además, no queríamos ninguna publicidad personal. Ni ahora tampoco.

Ella le miró. En aquella azulada y fantástica luz, la tensa y madura mujer de negocios había vuelto a ser una muchacha pidiendo ayuda.

—No se lo contará a los noticieros… ¿verdad?

—Palabra de honor —dijo él, sin mentir.

—En realidad la historia es muy sencilla —dijo con voz que había cambiado—. Una nave salió de uno de los planetas colonizados, en busca de otro mundo. Creo que los que estaban a bordo se marcharon a causa de alguna disidencia de tipo político, aunque todavía no lo entiendo. Todo el asunto parece totalmente desprovisto de sentido. ¿Por qué unos seres racionales tienen que pelearse a causa de…? No importa. Unas familias vendieron todo lo que tenían, juntaron el dinero, compraron y equiparon una gran nave con los más modernos y completos equipamientos robóticos disponibles. Y partieron.

—¿Hacia algo totalmente desconocido? —preguntó Falkayn incrédulamente—. ¿Sin una expedición exploratoria previa?

—Hay muchos planetas donde el hombre puede vivir. Estaban seguros de encontrar alguno. No querían dejar huellas para que sus enemigos no supiesen dónde encontrarlos.

—Pero… lo que quiero decir es que debían saber las trampas que puede jugar un mundo nuevo: problemas de bioquímica, enfermedades, el clima, un millón de trampas imprevistas y la mitad de ellas mortíferas si no se está en guardia…

—Dije que aquella nave era grande, totalmente equipada y llena de provisiones de todo tipo —replicó ella vivamente. Continuó sin rastro de enfado—: Estaban preparados para esperar en órbita mientras se hacían todos los sondeos. Menos mal para nosotros. Durante el camino, las pantallas radiactivas se rompieron en un mal sector del espacio. Excepto la guardería, donde íbamos los niños, que disponía de un generador auxiliar, todas las zonas de la nave fueron afectadas por una dosis fatal. La gente podría haber sido salvada en un hospital, pero nunca pudieron llegar a uno a tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que los sistemas autopilotos también estaban averiados. Un tratamiento los mantuvo con vida escasamente el tiempo suficiente para arreglar las pantallas y programar algunos robots. Después murieron. Las máquinas nos cuidaron a los niños, nos criaron de una forma mecánica y sin amor. Educaron a los que sobrevivieron…, a tontas y a locas, una miscelánea de información, en su mayor parte técnica, apretujada en nuestros cerebros; aunque eso no nos importó demasiado. En la nave se vivía en un ambiente tan estéril que cualquier distracción era bienvenida. No teníamos nada, excepto los unos a los otros.

—Cuando nos encontraron, nuestras edades variaban de doce a diecisiete. La nave había continuado su rumbo a una hiperconducción baja, con la esperanza de que tarde o temprano caería dentro del radio de detección de alguien, y ese alguien resultó ser no humano. Pero eran amables e hicieron por nosotros lo que pudieron. Por supuesto, era demasiado tarde para la formación de personalidades normales. Nos quedamos en el planeta de nuestros salvadores durante varios años.

—No importa dónde está —añadió rápidamente—. Conocen la Liga, ha habido encuentros de cuando en cuando, pero sus gobernantes no quieren que su antigua civilización sea corrompida por vuestro capitalismo caníbal. Se ocupan de sus propias vidas y evitan atraer la atención sobre ellos.

—Pero el ambiente físico que nos rodeaba no era bueno para nosotros. Además, el sentimiento de que deberíamos intentar reunimos con nuestra raza creció. Lo que aprendieron de nuestra nave hizo progresar tecnológicamente a nuestros anfitriones en varios campos del saber. Como un intercambio justo —tienen un inquebrantable código ético—, nos ayudaron a montar un negocio, primero con un valioso cargamento de metales y después con las unidades como computador que decidimos que podíamos utilizar. Están encantados también de tener amigos que puedan ser influyentes en la Liga: tarde o temprano, el contacto será creciente e inevitable. Y ésa —terminó Thea Beldaniel— es la historia detrás de Serendipity, Inc.

«Su sonrisa no pasaba de sus dientes. Su voz tenía el tinte de fanatismo que él había observado en la oficina».

»¿Únicamente un tinte? ¡Pero si lo que acababa de contar no era ningún procedimiento operacional, era su vida!

»¿O no lo era? Algunas partes del relato le sonaban a falso. Como mínimo necesitaba más detalles antes de conceder que aquello fuese la pura verdad. Sin duda algún hecho había sido intercalado. Pero ¿cuántos y qué importancia tenían en el total?

—Único —fue todo lo que se le ocurrió decir.

—Yo no pido piedad —dijo ella con una firmeza que él admiró—. Obviamente, nuestra existencia podría haber sido mucho peor. Me preguntaba, sin embargo, si quizá… —su voz y sus ojos bajaron, llenos de confusión—, si usted, que ha hecho tanto, que ha visto tantas cosas, lo entendería.

—Me gustaría intentarlo —dijo Falkayn dulcemente.

—¿Lo haría? ¿Puede hacerlo? Quiero decir… Suponga que se queda usted un rato… y podemos charlar así y hacer, oh, las pequeñas cosas… las grandes cosas…, cualquier cosa que sea humana…, quizá podría usted enseñarme a ser humana…

—¿Para eso es para lo que me querían? Me temo que yo…

—No. No, yo comprendo que… usted tiene que poner antes su trabajo. Creo… que con lo que nosotros, los asociados, conocemos, podríamos desarrollar algo realmente atractivo. No hay ningún daño en explorar durante un tiempo las ideas de unos y otros, ¿verdad? ¿Qué puede usted perder? Y al mismo tiempo, tú y yo…

Ella casi se volvió. Una de sus manos rozó la suya.

Durante un instante, Falkayn casi dijo que sí. Una de las tentaciones mayores entre las que asaltan a la especie humana es la de Pigmalión. Ella era toda una mujer en potencia. El planeta vagabundo podía esperar.

¡El planeta! La comprensión restalló en su interior. Quieren retenerme aquí como sea. Es su único propósito. No tienen propuestas definidas que hacerme. Únicamente vaguedades con las que esperan retrasarme. No debo dejar que lo consigan.

Thea Beldaniel se echó hacia atrás. —¿Qué pasa? —gritó en voz baja—. ¿Estás enfadado?

—¿Qué?

Falkayn hizo un esfuerzo con toda su voluntad, se rió y se tranquilizó. Recogió su pipa del cenicero del ventanal y sacó su bolsa de trabajo. Las cenizas no se habían enfriado, pero necesitaba hacer algo.

—No, claro que no, señora. A menos que esté enfadado con las circunstancias. Verá, me gustaría quedarme, pero no puedo escoger. Tengo que volver mañana por la mañana, a lo mejor pateando y llorando, pero tengo que estar de vuelta.

—Usted dijo que podía pasar varios días aquí.

—Como le dije al señor Kim, eso fue antes de enterarme de que el viejo Van Rijn se estaba comiendo sus patillas.

—¿Ha pensado en buscar trabajo en algún otro sitio? Serendipity puede hacerle una buena oferta.

—Él tiene mi contrato y mi lealtad —dijo Falkayn—. Lo siento. Me gustaría conferenciar con ustedes toda la noche, si lo desean. Pero después me marcharé.

Se encogió de hombros, aunque la piel le picaba.

—¿Y qué prisa tiene? Puede volver en otro momento, cuando tenga permiso. Su mirada era de desolación.

—¿No puede ser persuadido?

—Me temo que no.

—Bien… Sígame a la sala de reuniones, por favor.

Oprimió el comunicador y dijo unas cuantas palabras que él no reconoció. Bajaron por un pasillo de alto techo y losas de piedra. La mujer arrastraba los pies y caminaba con la cabeza baja.

Kim les salió al paso. Apareció por un vestíbulo lateral, con una pistola embotante en la mano.

—Arriba las manos, capitán —dijo sin ninguna emoción—. No se marchará usted pronto.