Capítulo 4

El hotel universo desafía desde Lunogrado a toda una galaxia: «No existe ningún ser que respire oxígeno al que no podamos conseguir una acomodación apropiada. A menos que todas las habitaciones estén ya ocupadas, proporcionaremos a cualquier visitante todo lo que sea necesario para su salud, seguridad y satisfacción. Si el equipo y los suministros disponibles son insuficientes, los obtendremos, si se nos da un plazo anticipado razonable y mediante el pago de un razonable extra. Si no conseguimos cumplir los términos de esta garantía, regalaremos al desilusionado huésped la suma de un millón de mega créditos de la Comunidad Solar».

Viajeros espaciales de acuerdo con los seres más remotos que pudieron encontrar, han hecho muchos intentos para embolsarse esa suma. Por dos veces el coste de cumplir la promesa ha sobrepasado el mega crédito. (En un caso, se necesitaron investigaciones y procesos para la síntesis molecular de ciertos elementos de una dieta; en el otro, la dirección tuvo que traerse un organismo simbiótico desde el planeta nativo del visitante). Pero la publicidad bien vale la pena. Los turistas humanos, especialmente, pagarán diez veces el precio con tal de estar aquí y sentirse cosmopolitas.

Chee Lan no presentaba problemas. Las rutas comerciales más avanzadas de su mundo —«ruta comercial» se acerca mejor a una traducción del concepto que la palabra «nación»— han estado en estrecho contacto con el hombre desde que la primera expedición a O Eridani A II los descubrió. Un número en aumento de cynthianos llegan al Sistema Solar en calidad de viajeros, comerciantes, delegados, especialistas, estudiantes. Algunos se dedican a vagar por el espacio en capacidad profesional. A Chee le fue adjudicada una suite estándar.

—No estoy cómoda, no —estalló cuando Falkayn llamó para preguntar si lo estaba—. Pero no debiera haber esperado que me proporcionaran un ambiente decente, cuando ni siquiera pueden escribir bien el nombre de mi planeta.

—Bueno, es cierto, tú le llamas Hogar de la Vida bajo el Cielo —contestó suavemente Falkayn—, pero en el continente de al lado le llaman…

—¡Lo sé! ¡Lo sé! Ése es justamente el problema. Esos klongs se olvidan de que Tah-chih-chien-pi es un mundo completo, con geografía y estaciones. ¡Me han colocado en el continente de al lado y hace un frío de muerte!

—Pues llámales y dales la lata —dijo Falkayn—. Eso se te da muy bien.

Chee rezongó; pero, más tarde, siguió su consejo.

Un terrestre probablemente no hubiese advertido los ajustes que se hicieron. Hubiese continuado advirtiendo simplemente la gravedad estándar de 0,8; una iluminación «rojo-anaranjada» que variaba durante un período «nocturno-diurno» de cincuenta y cinco horas; un aire húmedo y cálido lleno de olor a almizcle; macetas con flores gigantes esparcidas por el suelo; un árbol cubierto por vides, un juego de barras entrecruzadas utilizadas no sólo para hacer ejercicio, sino también para ir de un sitio a otro por la habitación. (La impresión popular de que los cynthianos son arbóreos en el sentido en que lo son los monos es incorrecta; pero se han adaptado y ajustado a las entrelazadas ramas de sus interminables bosques y a menudo las prefieren al suelo). El terrestre hubiese observado que la película animada que daba la ilusión de ser una ventana mostraba una jungla terminando en una sabana donde se alzaban los delicados edificios de un caravanserallo. Hubiese prestado atención a los libros esparcidos y a la escultura de yeso a medio terminar con la que Chee se había estado divirtiendo mientras esperaba que Falkayn terminase el asunto que había llevado allí al equipo.

En este momento, el terrestre la habría visto alejándose del teléfono donde la imagen del hombre acababa de desvanecerse y agazaparse en tensión que se marcaba en la curva de su espalda.

Rai Tu, con quien ella había estado también divirtiéndose, intentó romper el silencio, que se hacía cada vez más denso.

—¿Uno de tus asociados, supongo? Él hablaba hispánico, no ánglico.

—Sí, suponlo —cortó Chee—. Suponlo lejos de aquí.

—¿Podrías repetir tu gracioso pensamiento?

—Fuera —dijo Chee—. Tengo que pensar.

Tai Tu abrió la boca y la miró con los ojos fuera de las órbitas.

El hipotético observador procedente de la Tierra la hubiese llamado atractiva, o incluso hermosa, muchos de sus especies lo hacían. Para Tai Tu ella era deseable, fascinante y un poco aterradora.

Cuando se ponía de pie medía unos noventa centímetros de alto y su frondosa cola se enroscaba hacia arriba hasta más de la mitad de esa longitud. Una lustrosa piel blanca de angora recubría sus formas, por lo demás desnudas. Un bípedo de largas piernas, tenía sin embargo cinco dedos prensiles en cada pie y caminaba con un digitígrado. Los brazos, apenas menos largos que musculosos, terminaban en manos que poseían cinco dedos de cuatro articulaciones y rosadas uñas y un pulgar cada una. La cabeza, redonda y de orejas puntiagudas, soportaba un rostro de hocico pequeño, cuya chata nariz y deliciosa boca estaban bordeadas por bigotes como los de un gato. Encima, los enormes ojos color verde esmeralda eran realzados por una máscara del mismo matiz azul grisáceo que se veía en los pies, manos y orejas. Aunque hirsuta, vivípara y homeotérmica, no era un mamífero. Los pequeñuelos de su raza comían carne desde que nacían, utilizando sus labios para chupar la sangre.

Tai Tu era un carnívoro más pequeño y menos agresivo. Durante su evolución, los machos cynthianos nunca necesitaron llevar los cachorros entre los árboles y luchar por ellos. Se había sentido halagado cuando Chee Lan le había dicho —a él, un humilde profesor invitado en la universidad de Lomonosov, mientras que ella era una xenologista al servicio de Nicholas Van Rijn— que fuese a vivir con ella.

Pero, tenía su orgullo.

—No puedo aceptar este trato —dijo.

Chee mostró las uñas. Eran blancas y muy afiladas. Hizo un movimiento con su cola, señalando hacia la puerta.

—Fuera —dijo—. Y no vuelvas.

Tai Tu suspiró, empaquetó sus pertenencias y regresó a sus anteriores alojamientos.

Chee se quedó sola durante algún tiempo, embarcándose cada vez en un humor más negro. Finalmente, marcó un número en el teléfono. No hubo respuesta.

—¡Maldición, sé que estás ahí! —gritó. La pantalla permaneció en blanco. Al rato ella estaba saltando de un lado a otro, presa de la ira.

—¡Tú y tus estúpidas meditaciones budistas!

Después de algo así como un centenar de llamadas, cerró el interruptor y salió por la compuerta neumática.

Los pasillos estaban condicionados para terrestres. Se ajustó al cambio sin esfuerzo. Por pura necesidad, los miembros del mismo equipo espacial tienen necesidades biológicas muy similares. Las pasarelas móviles eran demasiado lentas para ella, y fue dando saltos sobre ellas. En el camino se estrelló contra su excelencia, el embajador del Imperio Epopoiano, que graznó indignado. Ella le lanzó una palabra sin siquiera volver la mirada atrás que su excelencia se quedó con el pico abierto y permaneció silencioso donde había caído durante tres minutos por el reloj.

Entretanto, Chee llegó a la entrada de la habitación sencilla que ocupaba Adzel. Se apoyó en el botón de la puerta, lo que produjo resultados. Realmente debía estar fuera de este mundo. Oprimió puntos y ranuras, el código de señales de emergencia. SOS. Socorro. Fallo en el motor. Choque. Naufragio. Motín. Radiación. Hambre. Peste. Guerra. Supernova. Aquello le sacó de su trance. Activó las válvulas y entró a través de la compuerta. El rápido cambio de presión hizo que los oídos le doliesen.

—Dios mío —dijo él con su suave y profunda voz de bajo—. Vaya un lenguaje. Me temo que estés mucho más lejos de obtener la iluminación de lo que yo había calculado.

Chee levantó la vista hacia Adzel y la siguió levantando hacia arriba. El peso de dos gravedades y media terrestres, el infernal resplandor blanco de un sol simulado del tipo F. El ruido de todos los sonidos en aquella atmósfera densa, chamuscada, que olía a truenos, la golpeó y la aplanó. Trepó bajo una mesa en busca de refugio. La austeridad de la habitación no era aliviada por una película de ventosas llanuras sin límite en aquel planeta que los hombres llamaban Woden, ni por el mándala que Adzel había colgado del techo o por el pergamino con textos mahayanas que había colocado sobre la pared.

—Confío en que tus noticias sean lo suficientemente importantes como para justificar el haber interrumpido mis ejercicios —continuó tan severamente como le era posible.

Chee se detuvo, dominada.

—No lo sé —confesó—. Pero tienen que ver con nosotros.

Adzel se preparó para escuchar.

Ella le estudió durante un momento, intentando adivinar su respuesta a lo que le iba a decir. Sin duda le parecería que ella estaba exagerando su reacción. Y quizá tuviese razón. ¡Pero que la desollasen y la destripasen si iba a admitirlo!

Su masa la dominaba por completo. Contando la poderosa cola, su cuerpo centauroide tenía una longitud de cuatro metros y medio y un peso que pasaba de la tonelada. Un torso tan ancho como la puerta de un establo llevaba un par de brazos y manos tetradigitales en proporción, y levantaba la cabeza a más de dos metros sobre los cuatro cascos hendidos, al final de un largo cuello. La cabeza era casi como la de un cocodrilo, teniendo en el exterior unas prominentes fosas nasales y un alarmante despliegue de dientes. Los oídos externos eran de sólido material óseo, al igual que la hilera de placas dorsales triangulares que formaban una sierra desde la parte superior de su cabeza hasta el final de su cola. El cráneo se extendía hacia atrás lo suficiente para alojar un cerebro considerable, y bajo unos arcos ciliares muy salientes, los ojos eran grandes, pardos y bastante expresivos. Unas placas servían de armadura a su garganta y a su vientre, el resto estaba cubierto por escamas; pero eran de un precioso y brillante verde oscuro por arriba y de color dorado por debajo. Era muy res petado en su campo de Planetologia, o lo había sido antes de dejar la universidad para aceptar un sórdido empleo comercial. Y en cierta forma, estaba biológicamente más cerca de los humanos que Chee. Además de ser de sangre caliente y omnívoro, provenía de una especie cuyas hembras parecían cachorros vivos y amamantaban a sus retoños.

—Dave me telefoneó —dijo Chee. Sintiéndose un poco más dueña de sí misma, añadió con un resoplido:

—Por fin se ha separado durante unas horas de esa «busconcilla» con la que ha estado malgastando nuestro tiempo.

—¿Y fue a Serendipity, Inc, según lo planeado? Excelente, excelente. Espero que le hayan revelado material de interés.

Los labios gomosos de Adzel formaban el latín de la Liga en lugar del ánglico empleado por Chee para estar en forma.

—Ciertamente, parecía excitadísimo por eso —replicó Chee—; pero no quiso mencionar detalles.

—Me parece bien, no en un circuito cualquiera —el tono de Adzel reflejaba desaprobación—. Me han dicho que en esta ciudad, de cada diez seres uno es un espía.

—Quiero decir que tampoco quiso venir aquí o que nosotros fuésemos a su hotel para hablar —dijo Chee—. El computador le previno contra eso, sin darle ninguna explicación. El wodenita se frotó la mandíbula.

—Bien, eso es curioso. ¿No se supone que estos alojamientos son a prueba de ingenios de escucha?

—Debieran serlo, si pensamos en lo que nos cuestan. Pero quizá haya aparecido un nuevo tipo de aparato y la máquina se ha enterado de ello confidencialmente. Conoces la práctica de SI en estos casos, ¿no? Dave quiere que llamemos a la central para pedir más dinero y comprar una etiqueta de «restringido» para lo que le han dicho hoy. Dice que en cuanto volvamos a la Tierra podremos charlar con tranquilidad.

—¿Por qué no antes? Si él no puede marcharse ahora mismo de la Luna, por lo menos podríamos dar una vuelta en nuestra nave con él. Ahí no pueden espiarnos, no mientras Atontado esté activo.

—Escucha, presuntuoso «toricocodrilo». Soy capaz de ver las cosas obvias más rápido que tú, incluyendo el evidente hecho de que por supuesto yo le sugerí la nave. Pero él dijo que no, por lo menos no inmediatamente. Resulta que uno de los socios de SI le ha invitado a pasar unos días en ese castillo que tienen.

—Extraño. He oído que nunca reciben visitas.

—Por una vez, escuchaste algo cierto. Pero dice que quieren hablar de negocios con él; no le dijeron nada, pero hablaron de enormes beneficios. Parecía una oportunidad demasiado buena para perdérsela. Únicamente que la invitación era para ahora mismo. Sólo tuvo tiempo de volver a su hotel y coger una camisa limpia y un cepillo de dientes.

—¿El negocio del señor Van Rijn esperará? —preguntó Adzel.

—Seguramente —dijo Chee—. De cualquier forma, Dave no estaba seguro de que la sociabilidad de los socios durase si les hacía esperar. Según todos los relatos, sus almas consisten en circuitos impresos. Aunque no saliera otra cosa de una visita a su hogar, le pareció una oportunidad única para echar un vistazo al interior de su organización.

—Claro —asintió Adzel—, claro. Dave actuó con toda corrección, cuando la oportunidad se refiere a una organización tan poderosa y enigmática como ésa. No entiendo qué es lo que te hace sentir tan nervioso. Sencillamente tendremos que esperar aquí unos días más.

Chee se erizó.

—Yo no tengo tu calma, cerebro de piedra. El computador puso a Dave sobre la pista de algo grande. Quiero decir astronómico: planetas de dinero. Se podía ver eso por su humor. Supón que sus anfitriones quieren acabar con él, para hacer eso mismo ellos.

—Vamos, vamos, amiguita —riñó Adzel—. Serendipity, Inc, no se mezcla en los negocios de sus clientes. No revela sus secretos. Como norma general, los socios ni siquiera saben cuáles son esos secretos. No tienen lazos con otras organizaciones. Esto ha sido confirmado no sólo por numerosas investigaciones privadas, sino por la experiencia de los años. Si alguna vez hubiesen violado la ética que ellos mismos anuncian, si hubiesen hecho favores especiales o mostrado prejuicios, las repercusiones de ello pronto lo habrían dejado al descubierto. Ningún otro miembro de la Liga Polesotécnica —ningún grupo a través de todo el espacio conocido— ha probado ser más digno de confianza.

—Siempre hay una primera vez, hijito.

—Bien, pero piensa, si es que el esfuerzo no te resulta excesivo —dijo Adzel con una brusquedad rara en él—. Para poder discutir, supongamos que hacemos la ridícula suposición de que Serendipity realmente espió la conferencia de David con el computador y realmente ha decidido romper su palabra de que nunca buscará su beneficio particular.

—Aun así, sigue ligado al pacto de la Liga, pacto que fue establecido y es hecho respetar por motivos válidos y pragmáticos. Prisión, asesinato, tortura, drogas, lavados de cerebro, cualquier clase de ataque directo contra la integridad psicobiológica del individuo, están prohibidos. Las consecuencias de una transgresión son terriblemente severas. Según dice un proverbio de la Tierra, el riesgo no compensa el premio. Y los recursos del espionaje, la tentación y la coacción son limitados. David es inmune al soborno y al chantaje. No revelará nada a una hipotética vigilancia ni caerá en trampas en la conversación. Si un cebo femenino es balanceado ante él, lo aceptará delicadamente sin tocar el anzuelo. ¿Acaso no lo ha…?

En aquel momento, y por una coincidencia demasiado increíble en otro contexto que no fuese la misma realidad, el teléfono zumbó. Adzel oprimió el botón de «aceptada». Apareció la imagen de la última amiga de Falkayn. Sus compañeros la reconocieron; los dos la habían conocido durante unos momentos y tenían demasiada experiencia para creer en el viejo cliché de que todos los humanos son iguales.

—Buenas noches, señora —dijo Adzel—. ¿Puedo ayudarla? Su expresión era desgraciada y su tono débil.

—Pido disculpas por molestarle —dijo—; pero estoy intentando hablar con Da…, con el capitán Falkayn. No ha vuelto. ¿Sabe si…?

—Siento decir que tampoco está aquí.

—Prometió que se reuniría conmigo… antes… y no lo ha hecho y… —Verónica tragó saliva— estoy preocupada.

—Ha surgido un asunto bastante urgente. No tuvo tiempo para ponerse en contacto con usted.

—Adzel mentía galantemente. —Me pidió que le hiciera llegar sus sinceras disculpas. La sonrisa de ella era desesperada.

—¿Ese asunto urgente era rubio o moreno?

—Nada de eso, señora. Le aseguro que se refiere a su trabajo. Quizá esté fuera durante unos días estándar. ¿Quiere que le recuerde que la llame cuando regrese?

—Estaría muy agradecida si lo hiciese, señor —ella entrelazó los dedos—. Gracias. Adzel desconectó la pantalla.

—Siento afirmar esto de un amigo —dijo—, pero a veces David me da la impresión de que en algunos aspectos es un ser un poco despiadado.

—¡Ya! —dijo Chee—. Lo único que teme esa criatura es que él se marche sin haberle sacado ninguna información.

—Lo dudo. Bueno, te concedo que un motivo así ha existido y probablemente en cierto grado aún continúe. Pero su angustia parece genuina, por lo menos hasta el punto en que yo puedo leer en la conducta de los humanos. Parece haber conseguido un cariño personal por él. Adzel emitió un ruido compasivo.

—Una estación de celo fija como la mía es mucho más conductiva a la serenidad.

La interrupción había calmado a Chee. Además, su deseo de salir de aquel horno de asar pesado como el plomo que Adzel llamaba su hogar se hacía más fuerte a cada minuto que pasaba.

—Según los estándares de Dave, ése es un ejemplar precioso —dijo—. No me extraña que haya retrasado la vuelta al trabajo. Y no creo que se haga el remolón para volver a ella hasta que esté listo para sacudirse el polvo de la Luna definitivamente. Quizá no necesitemos realmente preocuparnos por él.

—Confío en que no —dijo Adzel.