Capítulo 25

No ha habido ningún signo de otro hipermotor durante veinticuatro horas seguidas —informó Atontado.

Falkayn exhaló un suspiro. Su largo cuerpo se acomodó en una posición más cómoda, medio sentado sobre la columna vertebral, con los pies sobre la mesa del salón.

—Creo que eso lo dice todo —sonrió—. Llegaremos a casa sanos y salvos. Porque, ¿cómo podría ser encontrada una pequeña mota en la ilimitada soledad que se extiende entre las estrellas, una vez que se ha perdido, y con ella las vidas que transporta? El sol de Dathyna no era nada más que el resplandor más brillante entre las hordas que llenaban los ventanales de la cabina. Los motores murmuraban, los ventiladores lanzaban olores que sugerían valles en flor, el tabaco era fragante, podría encontrarse paz en el mes de vuelo que les quedaba por delante.

¡Y, por Judas, que necesitaban un descanso! Primero había que deshacerse de un resto de ansiedad.

—¿Estáis seguros de que no os expusisteis a una radiación inapropiada cuando os encontrabais ahí fuera? —preguntó Falkayn.

—Ya te dije que he examinado a cada uno de vosotros hasta los cromosomas —contestó vivamente Chee—. Ya sabes que soy una xenobiologista; lo sabes, ¿no?…, y esta nave está bien equipada para ese tipo de estudios. Adzel fue el que recibió la dosis mayor porque nos protegió a nosotros, pero incluso en su caso, no se causó ningún daño que no sea reparable gracias a los productos disponibles.

Ella dio media vuelta desde su enroscado emplazamiento sobre un banco, señaló con la boquilla al lugar donde el wodenita estaba tumbado sobre cubierta, y añadió:

—Por supuesto, tendré que darte un tratamiento por el camino, cuando podría estar pintando o esculpiendo… Tú, enorme alma de cántaro, ¿por qué no te trajiste un trozo de plomo para ponértelo debajo?

Adzel hizo un gesto de desprecio.

—Todo el plomo que había era tuyo —dijo—. Adivina dónde.

Chee espurreó. Van Rijn palmoteo sobre la mesa —haciendo saltar su vaso de cerveza—, y tronó:

—¡Touché! No creí que fueras tan agudo.

—¿Eso es ser agudo? —gruñó la cynthiana—. Bueno, supongo que lo es, tratándose de él.

—Oh, tiene que aprender —concedió Van Rijn—; pero lo que importa es que ha empezado. Todavía le veremos representando comedias de salón. ¿Qué tal estaría en La importancia de llamarse Ernesto, de Oscar Wilde? ¡Ja!

La deferencia a los clásicos del comerciante pasó desapercibida para los demás.

—Yo sugeriría que diésemos una fiesta —dijo Falkayn—. Desgraciadamente…

—De acuerdo —aprobó Van Rijn—. El negocio antes del placer, si no está todo machacado ya. Deberíamos reunir nuestras diversas informaciones, mientras aún están frescas en nuestras mentes, porque si las dejamos empezar a pudrirse y oler mal, podríamos perder parte de lo que implican.

—¿Eh? —Falkayn parpadeó—. ¿Qué quiere decir, señor?

Van Rijn se inclinó hacia delante, acunando su mentón con una de sus enormes zarpas.

—Necesitamos claves para entender el carácter de los shenna y así saber cómo manejarlos.

—Pero ¿no es ése un trabajo para profesionales? —preguntó Adzel—. Después de que la Liga ha sido alertada de la existencia de una verdadera amenaza, encontrará formas de llevar a cabo un detallado estudio científico de Dathyna y deducir conclusiones mucho más seguras y completas de lo que podamos hacer nosotros sobre la base de nuestros imprecisos datos.

—¡Ja, ja, ja! —exclamó Van Rijn con irritación—; pero nuestro tiempo se acaba. No sabemos con seguridad lo que los shenna harán ahora. Es posible que decidan atacarnos e intentar sorprendernos, a pesar de lo que les enseñaste, Atontado.

—No estaba programado para una instrucción formal —admitió el computador. Van Rijn lo ignoró.

—Quizá no sean tan suicidas —prosiguió—. De todas formas, tenemos que tener alguna teoría sobre ellos para empezar. Quizá sea equivocada, pero aun así eso es mejor que nada, porque lanzará a los equipos de xenólogos en la pista de algo definitivo. Cuando sepamos lo que los shenna quieren en el fondo, entonces podremos hablarles con sentido y quizá hacer las paces.

—No me corresponde a mí corregir el uso que hace un terrestre del lenguaje de los terrestres —dijo Adzel—; pero ¿no deseas discutir lo que quieren básicamente?

Van Rijn enrojeció.

—¡Muy bien, muy bien, maldito pedagogo! ¿Cuáles son los deseos básicos de los shenna? ¿Qué es lo que les impulsa en realidad? Nosotros tenemos una opinión —oh, no científica, Chee Lan, no en fórmulas—, pero tenemos una impresión, y ya no son monstruos insensatos, sino seres con los que podemos razonar. Los especialistas de la Liga pueden llevar a cabo después sus estudios. Pero el tiempo es precioso. Podemos evitar males mayores, y así quizá ahorrar muchas vidas si llevamos a la Tierra con nosotros un tente… ¡un tentáculo… dood ook ondergang este ánglico!…, un programa preliminar de investigación, y quizá de acción —apuró su cerveza. Ya apaciguado, encendió su pipa, se recostó y murmuró—: Tenemos nuestra experiencia e información. También pueden ayudarnos las analogías. No creo que haya ningún ser completamente único en este universo tan grande. Así que podemos valemos de nuestros conocimientos sobre las demás razas.

—Como la tuya, Chee Lan, por ejemplo; «sabemos que tú eres un carnívoro, aunque de pequeño tamaño, y esto quiere decir que tienes instintos para ser duro y agresivo dentro de un límite. Tú, Adzel, eres un enorme omnívoro, tan grande que tus antepasados no necesitaron llevar piedras sobre sus hombros, ni tampoco pescar; tu raza tiende más a ser pacífica, pero endemoniadamente independiente, de una forma tranquila; si alguien intentase dictarte cómo tienes que vivir tú no le matarías como haría Chee, no, sencillamente no le harías caso. Y nosotros, los humanos, somos omnívoros también, pero nuestros antecesores los primates cazaban en bandas y se reproducían mediante un apetito sexual que duraba todo el año; de esas dos cosas sale todo lo que caracteriza al hombre como un ser humano. ¿De acuerdo? Admito que esto es demasiado general, pero si pudiésemos encajar todo lo que sabemos sobre los shenna en un gran esquema»…

En realidad, la misma idea había estado germinando en todos ellos. Al hablar desarrollaron varias facetas. Como eran concordantes unas con otras, llegaron a creer que el resultado final, aunque muy esquemático, era cierto en esencia, y los estudios xenológicos posteriores lo confirmaron.

Incluso un mundo como la Tierra, bendecido con un sol constante, ha conocido periodos de extinción masiva. Las condiciones se cambiaron en un día geológico y organismos que habían florecido durante mega-años se desvanecieron. Así, al final del Cretáceo, tanto las ammonites como los dinosaurios cerraron sus largas carreras; al final del Plioceno, la mayor parte de los gigantescos mamíferos —aquellos cuyos nombres terminan generalmente en «therium», según la nomenclatura que les ha sido asignada después— dejaron de bambolearse por el paisaje. Hasta ahora las razones permanecen oscuras. Queda el crudo hecho de que la existencia es algo precario.

En Dathyna el problema fue peor. El bombardeo solar era siempre mayor que el que recibe la Tierra, y en las cumbres de actividad irregular era mucho mayor. El campo magnético y la atmósfera no podían rechazarlo todo. Seguramente, mutaciones acaecidas durante una cumbre anterior llevaron al improbable resultado de herbívoros que hablaban, soñaban y construían herramientas. De haber sido así, una cruel selección natural había tenido lugar al mismo tiempo, porque la historia de un planeta semejante tenía que haber sido una de catástrofes ecológicas.

La siguiente inactividad de la radiación duró lo bastante para que la raza alcanzase una inteligencia completa: desarrollar su tecnología, descubrir el método científico, crear una sociedad mundial que estaba a punto de embarcarse hacia las estrellas, que quizá ya lo habían hecho una vez o dos. Después el sol volvió a arder con fuerza.

Las nieves se derritieron, los océanos se elevaron, las costas y los valles bajos se vieron inundados. Las regiones tropicales fueron quemadas hasta convertirse en sabanas o desiertos. Sobrevivió cuanto pudo hacerlo. Indudablemente, era bastante probable que su duro estímulo fuera lo que produjese la última creatividad tecnológica, la unión planetaria, la carrera hacia el espacio.

Pero el asalto se intensificó otra vez. Esta segunda fase no fue tanto un aumento de la energía electromagnética, el calor y la luz como toda una serie de nuevos procesos, que se dispararon cuando en el interior de la alocada estrella se cruzó un cierto umbral. Arrojaba protones, electrones, mesones, quantum. La magnetosfera brillaba a causa de la radiación, la atmósfera superior con las segundarias. Muchas formas de vida deben haber muerto en un año o dos. Otras las siguieron, pues dependían de ellas. La pirámide ecológica se derrumbó. La mutación pasó por el mundo como una guadaña y todo se desplomó.

Por mucho que hubiera progresado, la civilización no era autónoma. No podía sintetizar todas sus necesidades. Las tierras de cultivo se convirtieron en hondonadas polvorientas. Los bosques se secaron y ardieron, surgieron nuevas enfermedades. Poco a poco, la población disminuyó, se abandonaron proyectos por falta de recursos y de personal, el conocimiento fue olvidado, el área de lo posible se hundió. Una especie con una naturaleza más feroz podría haber hecho un mayor esfuerzo para vencer los problemas —o no—, pero, en cualquier caso, los dathynos no estaban capacitados para hacer frente a semejante tarea. Los que quedaban se hundieron gradualmente en la barbarie.

Y después, entre los bárbaros, apareció una mutación.

Una mutación favorable.

Los herbívoros no pueden convertirse en carnívoros pronto, ni siquiera cuando son capaces de procesar la carne para que sea comestible; pero pueden desechar los instintos que les hace agruparse en rebaños demasiado grandes para mantenerse sobre una región devastada. Pueden adquirir el instinto de cazar los animales que complementen su dieta, de defender, con un fanatismo absoluto, un territorio que les mantendrá vivos a ellos y a los suyos, de marcharse si esa región ya no es habitable y apoderarse del próximo trozo de terreno, de perfeccionar las armas, organizaciones, instituciones, mitos, religiones y símbolos necesarios…

… de convertirse en herbívoros cazadores.

Y, en esa línea, llegarán más lejos que los carnívoros, cuyos antepasados dotados de garras y uñas desarrollaron límites a su agresividad, para que la especie no se redujese peligrosamente. Podían incluso ir más lejos que los omnívoros, que, aunque no tienen un cuerpo tan formidable, y, por tanto, tienen menos motivos originariamente para refrenar su belicosidad, han portado algún tipo de armas desde que la primera protointeligencia se desarrolló en ellos y por tanto habían eliminado las peores tendencias de los berserker en sus especies.

Se da por descontado que ésta es una afirmación muy imperfecta y con muchas excepciones. Pero quizá la idea quede más clara si se compara al pacífico león con el jabalí salvaje que puede o no buscar pelea y a éste a su vez con el rinoceronte o el búfalo de El Cabo.

La raza originaria de Dathyna no tenía ninguna probabilidad de salir vencedora de la confrontación. Podía luchar valientemente, pero no colectivamente, y por tanto era poco efectiva. Si triunfaba en una determinada batalla, pocas veces pensaba en perseguir a los vencidos; si era derrotada, se dispersaba. Su civilización estaba ya en pedazos, su gente desmoralizada, su estructura «político-económica» reducida a una especie de feudalismo. Si algunos grupos escaparon al espacio, nunca volvieron a buscar venganza.

Una banda de shenna invadía una zona, se apoderaba de los edificios, mataban y se comían a aquellos antiguos dathynos, a los que no castraban y sometían a la esclavitud. Sin duda, después los conquistadores hacían tratados con los dominios circundantes, patéticamente dispuestos a creer que los extraños estaban ya satisfechos. Pero no pasaban muchos años antes de que una nueva generación de shenna, hambrientos de terreno, discutiesen con sus padres y marchasen a probar fortuna.

La conquista no fue resultado de un plan extendido. Los shenna, más bien, tomaron Dathyna en el transcurso de varios siglos, porque ellos eran los más preparados para el nuevo ambiente. En una ceremonia de escasez, donde un individuo necesitaba hectáreas para poder vivir, la agresividad resultaba remunerativa; en primer lugar, era la forma de adquirir esas hectáreas y de conservarlas después. Sin duda, la diferencia sexual, que era muy extraña entre los seres sensibles, era otra mutación que, al llegar a ser útil, quedó fijada. Dada la alta proporción de bajas entre los shenna machos, los guerreros, la reproducción se aseguraba al máximo proveyendo a cada uno varias hembras. Cazar y luchar eran las principales tareas; las hembras, que debían conservar a los jóvenes, no podían tomar parte en ellos, por tanto, perdieron una cierta cantidad de inteligencia e iniciativa. (Hay que recordar que la población shenna original era muy pequeña y no creció con rapidez durante mucho tiempo. Este cambio genético operó poderosamente. Algunas características de poca importancia —como, por ejemplo, la melena de los machos— quedaron establecidas de esa forma, más algunos otros rasgos, que podrían ser desfavorables, aunque no incapacitadores).

Por fin, la raza parricida se había apoderado del planeta. Al debilitarse la radiación, las condiciones comenzaron a mejorar: se desarrollaron nuevas formas de vida y otras antiguas se propagaron a partir de los enclaves donde habían sobrevivido. Pasaría mucho tiempo antes de que Dathyna recobrase su fertilidad original; pero de nuevo podía mantener una cultura maquinista. A partir de libros, de restos, de tradiciones, seguramente de unos pocos y últimos esclavos de la raza anterior, los shenna empezaron a reconstruir lo que habían ayudado a destruir.

Pero entonces, el peculiar conjunto de impulsos que les habían sido de utilidad durante los milenios del desastre les jugó una mala pasada. ¿Cómo podía existir la comunidad por una tecnología superior, si cada macho viviría solo con su harén, desafiando a cualquiera que se atreviera a penetrar en sus dominios?

La respuesta es que los hechos nunca fueron tan sencillos. Entre los shenna había tantas diferencias como las existentes entre los humanos. Los que habían tenido poco éxito tuvieron siempre la tendencia de agruparse alrededor de los grandes, en lugar de escoger el exilio. A partir de esto, se desarrolló la extensa comunidad —cierto número de familias polígamas unidas por una jerarquía estricta y bajo un patriarca dueño de una autoridad absoluta—, ésa era la unidad «fundamental» de la sociedad shenna, como la tribu de los humanos, los clanes matrilineales de los cynthianos, o las bandas migratorias de la sociedad wodenita.

La creación de grupos grandes a partir del básico resulta difícil en cualquier planeta. Los resultados son con demasiada frecuencia organizaciones patológicas, preservadas según va pasando el tiempo por ninguna otra cosa que no sea la fuerza bruta, hasta que, al fin, se desintegran. Pensad, por ejemplo, en las naciones, imperios y asociaciones mundiales en la Tierra. Pero no hay razón para que esto sea siempre así.

Los shenna eran criaturas que razonaban. Podían comprender intelectualmente la necesidad de la cooperación, como la mayoría de las especies. Si, debido a sus emociones, no eran capaces de acatar un gobierno sobre todo el planeta, sí lo eran de formar una confederación entre los dominios.

¡Especialmente cuando vieron el camino libre para un ataque —la carga del Minotauro— sobre las estrellas!

***

—¡Ja! —asintió Van Rijn—; si son así, podemos manejarlos sin dificultad.

—Devolviéndoles de una patada a la Edad de Piedra y sentándonos encima —gruñó Chee. Adzel levantó la cabeza.

—¿Qué obscenidad acabas de decir? ¡No lo permitiré!

—¡Preferirías dejarlos sueltos con armas nucleares! —replicó ella.

—Vamos, vamos —intervino Van Rijn—. Vamos, vamos, vamos. No digamos cosas tan malas sobre toda una raza. Estoy seguro de que pueden hacer muchas cosas buenas si se les aborda de la forma apropiada.

Se frotó las manos, reluciendo de satisfacción.

—Claro, muy buen dinerito podrá hacerse con ellos, con los shenna —su sonrisa se fue haciendo más amplia y presuntuosa—. Bueno, amigos, creo que por hoy terminamos con el trabajo. Nos hemos estrujado los sesos, hemos sacado conclusiones y nos merecemos una pequeña fiesta. Dave, chico, supón que empiezas por traer una botella de ginebra y unas cuantas cajas de cerveza…

Falkayn se armó de valor.

—Intenté decírselo antes, señor —dijo—. Esa botella que se acaba de beber era la última.

Los ojos de crustáceo de Van Rijn amenazaron con salirse de sus órbitas.

—Esta nave dejó la Luna sin llevar provisiones extra —dijo Falkayn—. Sólo había a bordo las raciones estándar. Que incluían, por supuesto, algunas bebidas; pero bueno, ¿cómo iba a saber yo que usted vendría aquí y…?

Su voz se apagó ante el huracán que se estaba formando.

—¿Quéeeeee? —el grito de Van Rijn provocó un vuelo de ecos—. Quieres decir…, quieres decir…, un mes en el espacio… y nada de beber, excepto… ¿Ni siquiera una cerveza?

La media hora siguiente fue indescriptible.