Capítulo 23

En él lugar donde se agazapaba la cynthiana la noche era más joven. Pero el desierto estaba irradiando rápidamente el calor del día hacia las estrellas. La gran cantidad de éstas y el resplandor de una gran aurora brillaban lo bastante para que los acantilados y las dunas se irguiesen grises como los espíritus, para que las murallas que contemplaba proyectasen sombras. Esponjó su piel en el frío. Durante unos minutos después de aterrizar esperó detrás del espinoso arbusto que había escogido desde arriba. Excepto su propio olor acre, ningún aroma llegaba hasta ella, ningún sonido excepto el del viento, no se veía otra cosa que un velo de polvo en el aire.

Su precaución era debida sólo en parte al hecho de que hubiese animales que tuvieran sus guaridas en lugares abandonados. Con las armas que llevaba —las pistolas, un dardo arrojadizo y una jeringuilla— podía entendérselas con cualquier animal de presa; contra cualquier animal venenoso tenía sus sentidos y reflejos. Pero la mayor parte de las ruinas que había visto hasta entonces estaban habitadas por dathynos y, por tanto, eran peligrosas. Aunque aquellos pequeños grupos parecían ser cazadores y pastores semibárbaros —ella y Falkayn ignoraban todavía demasiadas cosas para intentar espiar a las comunidades mayores y más avanzadas— tenían armas de fuego. Y lo que es peor, Atontado había informado de la detección de transmisores electrónicos en el interior de sus guaridas, sin duda suministrados por mercaderes de los «dominios».

Para la nave no había sido difícil descender en secreto, ni ir de un lado a otro en la oscuridad y ocultarse en el desierto durante el día. Los dueños de este mundo no habían esperado que su situación llegara a ser conocida y por tanto no se habían tomado la molestia de colocar centinelas en órbita; ni habían instalado nada parecido a un supervisor del tráfico atmosférico. Pero en cuanto algún sheik relatase un encuentro con un alienígena, las cosas cambiarían rápidamente.

Falkayn no se atrevía a visitar ningún emplazamiento. Era demasiado grande y pesado. Chee Lan podía volar cerca del suelo con un propulsor gravitatorio y colocarse después en una posición desde la que poder observar lo que pasaba.

Sin embargo, aquel lugar estaba vacío. Ella así lo había esperado. Aquel conjunto de edificios se erguía en el centro de una región tan desgastada por la erosión que, probablemente, no podía mantener nada más que a unos cuantos nómadas. Vio sus rastros: montones de piedras, cenizas, basura esparcida. Pero nada de aquello era reciente. La tribu —no, el clan patriarcal era más correcto— debía estar en algún otro lugar durante su ronda anual. Estupendo; Falkayn podría llevar allí la nave y trabajar. Aquel lugar era aparentemente más rico que el que estaba estudiando ahora. Les parecía cada vez más que la clave del presente y el futuro de Dathyna se encontraba en el pasado próximo, en la caída de una poderosa civilización.

La desaparición de toda una especie. Chee estaba llegando a convencerse de ello.

Abandonó su refugio y se acercó a las ruinas. Montones de escombros, columnas rotas, máquinas comidas por la herrumbre arrojadas en la arena como si fueran tumbas. Las murallas se alzaban ante ella, pero estaban erosionadas, destruidas, con agujeros en algunos sitios, con las ventanas ciegas y las puertas abiertas. Había pocas comunidades en Dathyna que hubieran sido simplemente abandonadas cuando el entorno se les volvió hostil, si es que había alguna. No, habían sido arrasadas, saqueadas y vandalizadas. Sus habitantes fueron asesinados.

Algo se agitó en las sombras. Chee arqueó la espalda, enroscó la cola, llevó la mano al cinturón. Pero era sólo una bestia con varios pares de patas que se alejó de ella corriendo.

La entrada, salón o como se quisiera llamar a la sección que se encontraba detrás de la entrada principal había sido soberbia, un panorama de pilares, fuentes y esculturas, de un mármol y malaquitas exquisitamente veteados que subían hasta los cien metros de altura. Ahora era una negra caverna donde el eco resonaba. El suelo estaba cubierto por arena y basuras de los nómadas, los trabajos de piedra estaban destrozados, los grandes mosaicos ocultos bajo la porquería de siglos de hogueras. Pero cuando Chee utilizó su lámpara para enviar un rayo hacia arriba, el color volvió a brillar. Activó su propulsor y se elevó para mirar de cerca. Unas cosas aladas huyeron, con agudos chillidos.

Las paredes estaban grabadas hasta el mismo techo. Por muy extrañas que fuesen las convenciones artísticas, Chee no pudo evitar responder a la nobleza intrínseca en todo aquello. Los tronos eran ricos y moderados a un tiempo, las imágenes heroicas y amables a la vez. Ella no conocía los hechos, mitos o alegorías representados, supo que nunca los conocería y el saberlo le produjo un extraño y pequeño dolor. En parte para distraerse, dedicó toda su atención al contenido, a los hechos.

La excitación se apoderó de ella. Éste era el retrato más claro que habían encontrado de los antiguos dathynos. En el lugar donde descansaba la nave Falkayn estaba desenterrando sus huesos, fijándose en los cráneos machacados y en las puntas de flechas alojadas entre las costillas. Pero aquí, gracias al único rayo de luz de la lámpara, rodeados por la noche sin límites, el frío, el viento, unas alas batiéndose y la muerte, aquí eran ellos mismos los que miraban. Un escalofrío recorrió los nervios de Chee Lan.

Los constructores no eran distintos de los shenna. A partir de sus restos, Falkayn no podía probar que fuesen más diferentes que un mongoloide de un negroide en la Tierra. Aquellas pinturas decían algo distinto, con su lenguaje sin palabras.

No se trataba simplemente de una diferencia tipológica. Se podía obtener una escala a partir de objetos que estaban dibujados, como plantas que habían sobrevivido y animales. Aquello indicaba que los antiguos eran más bajos que la raza actual, ninguno por encima de los 180 centímetros de altura, más esbeltos y peludos, aunque les faltaba la melena del macho. Sin embargo, dentro de esos límites aparecían muchas variantes. De hecho, la sección que Chee estaba mirando parecía poner empeño en describir a todos los tipos de autóctonos, todos llevando trajes típicos y portando en la mano algo que lo más probable es que fuese característico de su país o región. Había un macho corpulento de cabeza larga y cubierta de piel dorada con una hoz en la mano y una planta arrancada en la otra; había una diminuta hembra oscura vestida con una túnica bordada con un pliegue epicántico en sus párpados y tocando el arpa; más allá uno, calvo y vestido con una falda corta, con un hocico largo y curvo, levantaba su bastón, como en señal de protección, sobre otro que llevaba unas frutas maduras y cuyo rostro era casi solar debido a su redondez. El cariñoso espíritu y la mano experta que compusieron aquella escena habían sido conducidos por un ojo entrenado científicamente.

Hoy sólo existía una raza en solitario. Esto era tan poco común, tan inquietante, que Chee y Falkayn estaban prestando una importancia especial a verificar aquel punto en sus vagabundeos por el planeta.

Pero, sin embargo, los shenna, completamente distintos en apariencia y en cultura, no aparecían por ninguna parte en un mosaico que se había propuesto representar a todo el mundo. ¡En ninguna parte!

¿Un tabú, odio, persecución? Chee escupió para expresar su desprecio por la idea. Todas las señales indicaban que la civilización perdida había sido unificada y racionalista. En aquella pared podía verse una serie particular de pinturas que sin duda simbolizaban el progreso desde el salvajismo. Se mostraba vívidamente cómo un macho desnudo defendía a su hembra de una enorme bestia…, con una rama rota. Más tarde aparecían utensilios cortantes de metal, pero siempre herramientas, nunca armas. Se veía a masas de dathynos trabajando juntos, nunca peleando. Pero esto no podía ser porque el tema excluyese las luchas. Aparecían dos escenas con combates individuales: debían ser incidentes importantes en una historia o leyenda desaparecida para siempre. En la primera un macho sujetaba una especie de cuchillo, mientras que el otro blandía una inconfundible hacha de madera. En la segunda, los enemigos aparecían armados con pistolas primitivas que seguramente estaban destinadas a servir de ayuda contra animales peligrosos…, puesto que en el fondo se veían vehículos a vapor y cables de conducción eléctrica.

Las ocupaciones a través de los siglos también estaban recreadas, algunas reconocibles, como la agricultura y la carpintería; otras sólo podían ser adivinadas. (¿Ceremoniales? ¿Científicas? Los muertos no pueden hablar). Pero ni la caza ni la ganadería estaban entre ellas, excepto el pastoreo de una especie que obviamente proporcionaba lana, ni tampoco las trampas, la pesca o la carnicería.

Todo encajaba con la pista más básica de todo aquello: la dieta. En Dathyna la inteligencia había evolucionado entre los herbívoros. Aunque no es corriente, esto ocurre a veces y se conocen ya ciertos principios generales. Los seres sensibles vegetarianos no tienen almas más puras que los carnívoros o los omnívoros; pero sus pecados son distintos. Entre otras cosas, mientras algunas veces pueden institucionalizar el duelo o aceptar una alta proporción de crímenes pasionales, no inventan la guerra independientemente y encuentran repugnante todo el concepto de la caza. Como norma general son gregarios, y sus unidades sociales —familias, clanes, tribus nacionales o grupos de más difícil nomenclatura— se funden fácilmente en grupos mayores al aumentar las comunicaciones y los transportes.

«Los shenna violaban todas esas reglas. Mataban por diversión, dividieron su planeta en patriarquías, construyeron armas y naves de guerra y amenazaban una civilización vecina que nunca les había ofendido… En resumen —pensaba Chee Lan—, actúan como los humanos. Si podemos comprender lo que les hizo aparecer en este mundo en un tiempo floreciente, quizá entendamos lo que debemos hacer con ellos. O, por lo menos, lo que ellos quieren hacer con respecto a nosotros».

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el comunicador. Era un artificio incrustado en los huesos para no ser interceptado, los clics del código resonaban en su cráneo con más fuerza de lo normal.

—Vuelve ahora mismo.

Ni ella ni Falkayn hubieran transmitido en caso de emergencia. Chee conectó su propulsor y se deslizó por la puerta.

Las estrellas relucían frígidas, la aurora bailaba en extrañas figuras, el desierto rodaba lúgubremente debajo de ella. Sin ninguna señal de hostilidad a su alrededor y ningún aviso de que hubiera enemigos cerca de la nave, bajó la máscara facial y voló al máximo de velocidad. El viento la balanceaba y la mordía. Eran unos largos centenares de kilómetros.

Muddlin Through yacía en el fondo de un cañón seco donde los arbustos la escondían. Chee pasó oblicuamente al lado de los restos de la pequeña comunidad sobre su borde, donde Falkayn estaba realizando excavaciones. Al descender a las sombras encendió su lámpara y sus anteojos de rayos infrarrojos. Aún no había observado nada que obligara a tomar precauciones, pero para un carnívoro como ella eso era algo instintivo. Las ramas se le clavaban, las hojas crujían, apartó las ramas y revoloteó delante de una compuerta. Los sensores de Atontado la identificaron y las válvulas se abrieron. Se lanzó al interior.

—¡Dave! —gritó—. ¿Qué es lo que sucede, por el llameante nombre de Tsucha?

—Muchas cosas —su voz por el intercomunicador nunca había sido más lúgubre—. Estoy en el puente.

Podía volar por el vestíbulo y el corredor, pero era casi igual de rápido y más gratificante utilizar sus músculos. De nuevo un cuadrúpedo, con la cola erguida, las garras brillantes y los ojos convertidos en una brasa verde, recorrió la nave a gran velocidad y se dejó caer en su asiento.

—¡Nigor! —gritó.

Falkayn la contempló. Puesto que mientras ella estaba fuera con él no dormía, llevaba puestos los polvorientos atuendos de un día de trabajo que también había ennegrecido sus uñas y acartonado su piel. Un rizo de cabello blanqueado por el sol le colgaba sobre una sien.

—Se ha recibido un mensaje —le dijo.

—¿Qué? —ella se puso tensa hasta temblar—. ¿De quién?

—Del viejo Nick en persona. Está en este planeta… con Adzel. —Falkayn volvió el rostro hacia el panel de control principal, como si la propia nave viviera allí, y ordenó—: Vuelve a leer el mensaje con claridad.

Siguieron las frases, bruscas y precisas.

Fueron seguidas por un silencio que se prolongaba y prolongaba.

Por último, Chee se agitó.

—¿Qué te propones hacer? —preguntó tranquilamente.

—Obedecer, por supuesto —dijo Falkayn, con un tono tan desnudo como el de un computador—. Nunca será demasiado pronto para llevar ese mensaje. Pero será mejor que antes discutamos la forma de salir de aquí. Atontado continúa recibiendo informaciones sobre la presencia de naves en patrullas en número cada vez mayor. Supongo que al fin los shenna están empezando a preocuparse por los espías como nosotros. La pregunta es ésta: ¿debiéramos deslizamos con todos los motores al mínimo y esperar que no se den cuenta?, ¿o saldremos a toda velocidad confiando en la sorpresa, la ventaja de salida y una posible acción evasiva en el espacio abierto?

—Lo último —dijo Chee—. Nuestra operación de rescate ya habrá alertado al enemigo. Si lo preparamos con cuidado podemos saltar entre sus patrullas y…

—¿Eh? —Falkayn se enderezó—. ¿Qué operación de rescate?

—Adzel —dijo Chee con modales pacientes, pero con un temblor en sus bigotes—. Y Van Rijn, claro. Tenemos que recoger a Adzel.

—No, claro que no. Escucha, cabeza de…

—Nos hemos peleado mucho él y yo —dijo Chee—, pero sigue siendo mi compañero de navegación y el tuyo.

Inclinó la cabeza y miró al hombre.

—Siempre te tomé por una persona moral, Dave.

—Bueno, pero…, pero lo soy, ¡maldita sea! —aulló Falkayn—. ¿No lo escuchaste? ¡Nuestras órdenes son dirigirnos inmediatamente a casa!

—¿Qué tiene eso que ver con el precio de los huevos? ¿Es que no quieres rescatar a Adzel?

—¡Claro que quiero! Aunque me costase la vida. Pero…

—¿Dejarás que unas cuantas palabras de ese charlatán de Van Rijn te detengan? Falkayn respiró profunda y agitadamente.

—Escucha, Chee —dijo—, te lo explicaré despacio. Van Rijn también quiere que le abandonemos. Ni siquiera nos ha dicho dónde está. Puesto que necesariamente utilizó una frecuencia que rebotara por todo el planeta, podría estar en cualquier lugar.

—Atontado —preguntó Chee—, ¿puedes averiguar el origen de su transmisión?

—Sí, con bastante aproximación, teniendo en cuenta la forma en que se reflejó en la ionosfera —contestó el computador—. Corresponde a una de las comunidades mayores, no muy lejos de aquí, una de las que identificamos durante nuestra entrada en la atmósfera.

Chee se volvió hacia Falkayn.

—¿Lo ves? —dijo.

—¡Tú eres quien no ve! —protestó—. Adzel y Van Rijn no son importantes comparados con lo que está en juego. Ni tampoco nosotros dos. Lo único que sucede es que ellos no pueden avisar a la Liga y nosotros sí.

—Y lo haremos, después de recoger a Adzel.

—¿Y arriesgarnos a que nos maten, o nos capturen, o…? —Falkayn hizo una pausa—. Te conozco, Chee. Desciendes de bestias de presa que trabajan solas o en grupos mínimos. Tus instintos provienen de ahí. En tu mundo nunca se ha conocido algo semejante a una nación. La idea de un altruismo universal te resulta desconocida. Tu sentido del deber es tan fuerte como el mío, o quizá más, pero se detiene con tu gente y tus amigos. Muy bien, eso lo comprendo. Supón ahora que ejerces tu imaginación y comprendes lo que quiero decir. ¡Por el infierno, limítate a usar la aritmética! ¡Una vida no es lo mismo que billones de vidas!

—Claro que no —dijo Chee—. Sin embargo, eso no nos excusa de nuestra obligación.

—Te estoy diciendo…

Falkayn no continuó. Ella había sacado su pistola atontadora y le apuntaba justo entre los ojos. Si hubiera sido humana podría haber intentado tirarla de un manotazo, pero sabía que era más rápida que él. Se quedó sentado, rígido, y oyó cómo ella decía:

—Preferiría no tener que dejarte sin sentido y atarte. Sin tu ayuda, es posible que no consiga liberar a nuestra gente. Pero lo intentaré de todas formas. Y realmente, Dave, sé honrado. Admite que tenemos una probabilidad razonable de conseguirlo.

—Si no lo conseguimos, contra esos bestias shenna, reconoce que deberíamos presentarnos en el establecimiento más próximo para atender a débiles mentales —prosiguió.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —susurró él.

—Tu promesa de que haremos todo lo que podamos para sacar a Adzel de aquí.

—¿Confiarás en mí?

—Si no, uno de los dos tendrá que matar al otro —su arma permaneció firme, pero bajó la cabeza—. Odiaría hacer eso, Dave.

Durante todo un minuto se sentó inmóvil. Después golpeó con el puño cerrado el brazo del asiento, mientras su risa salía como una tormenta.

—¡Muy bien, pequeño demonio! Tú ganas. Es puro chantaje…, pero, Judas, ¡me alegro!

Su pistola volvió a la cartuchera. Ella saltó a su regazo. Él le frotó la espalda y le hizo cosquillas debajo de las mandíbulas. Ella le acarició la mejilla con la cola. Mientras tanto, dijo:

—También necesitamos su ayuda, comenzando por una descripción completa del lugar donde se encuentran. Supongo que al principio se negarán. Diles en tu mensaje que no tienen otra alternativa que cooperar con nosotros. Si no vamos a casa juntos, ninguno de nosotros lo hará.