A Adzel el sol de Dathyna le pareció conocido —una estrella F de tipo medio, cuatro o cinco veces tan luminosa como el sol, más blanca que dorada— hasta que lo estudió con los instrumentos que tenía disponibles. Asombrado, repitió el trabajo y obtuvo los mismos resultados.
—Esa estrella no es normal —dijo.
—¿Está a punto de convertirse en nova? —preguntó Van Rijn esperanzado.
—No, nada tan anormal.
Adzel amplificó la vista, graduando la brillantez hasta que en la pantalla apareció un disco. La corona relucía, inmensa, con un sereno y hermoso tono nacarado, pero era un fondo para el hervor de llamaradas y protuberancias la densa profusión de manchas.
—Observa el nivel de producción. Observa también lo intrincado de los dibujos. Muestran un campo magnético poderoso pero inconstante… ¡Ah!…
Una mota de luz tan fuerte que hacía daño a los ojos estalló y murió sobre la superficie.
—Una explosión nuclear dentro de la fotosfera. Imagínate las corrientes de convección y los efectivos de plasma que eso requiere. El espectroscopio concuerda con los datos visuales, así como la medida de la radiación. El viento solar es poderoso, incluso a nuestra distancia actual, y según nos adentramos en él su conducta es muy variable —contempló la escena, mientras sus labios, que parecían de goma, formaban una sonrisa desconcertante—. Había oído hablar de casos como éste, pero son raros y nunca pensé que tendría la buena suerte de encontrar uno.
—Me alegro de que eso te divierta ahora —gruñó Van Rijn—. Quiero que me acompañes al próximo funeral que vaya para que hagas unos pases mientras silbas «Hey nonny nonny». Así pues, ¿qué es eso?
—No solamente un sol enorme, sino de una composición poco corriente, extraordinariamente rico en metales. Probablemente se ha condensando en las proximidades de una reciente superno-va. Además de la fase principal de la evolución normal, otras varias cadenas de fusión, algunas de las cuales terminan en fisión, tienen lugar durante su vida. Esto naturalmente influencia los fenómenos interiores que a su vez determinan la producción. Considérala una estrella variable en forma irregular. En realidad no lo es, pero la evolución completa es tan compleja que no se repite en épocas. Si interpreto correctamente mis hallazgos, en el momento actual está en recesión después de un período de alta actividad que ocurrió… zanh-h-h, hace varios millones de años, creo yo.
—¿Que no acabó con la vida en Dathyna?
—Es evidente que no. La luminosidad nunca será tan grande hasta que la estrella termine completamente la fase mayor. Sin embargo, debe haber habido considerables efectos biológicos, especialmente desde que la emisión de partículas cargadas alcanzó un extremo.
Van Rijn gruñó, se acomodó profundamente en la silla y cogió su larga pipa de arcilla. Generalmente fumaba en ella cuando quería concentrarse. La flotilla se acercaba a Dathyna. El computador de la nave cautiva mantenía abiertos todos los sensores, según se le había ordenado, e informaba acerca de una gran actividad en el espacio que les rodeaba: naves en órbita, naves yendo y viniendo, naves en construcción. Adzel hacía las lecturas sobre el propio globo.
Era el cuarto planeta en rotación alrededor de su sol, completando ésta en un período de 2,14 años estándar a una distancia media de dos unidades astronómicas. Su masa era también parecida a la de Marte: 0,433 la terrestre; el diámetro, sólo de 7950 kilómetros en el ecuador. A pesar de esto, y de recibir un tercio de la luz y el calor que recibe la Tierra, Dathyna tenía una extensa atmósfera de oxígeno y nitrógeno. La presión descendía rápidamente con la altitud, pero al nivel del mar era ligeramente mayor que la terrestre. Una cantidad semejante de gas se debía seguramente a la composición planetaria, una abundancia de elementos pesados que provocaban una gravedad específica de 9,4 y por tanto una aceleración de superficie de 1057 centímetros por segundo al cuadrado. Durante la juventud de aquel mundo, el núcleo rico en metales debía haber producido una enorme salida de gases a través de los volcanes. Hoy, en combinación con la rotación, que era bastante rápida —una en diecisiete horas y cuarto—, el núcleo generaba un fuerte campo magnético que alejaba la mayor parte de las partículas solares que, de otra forma, podrían haber dejado en libertad las moléculas de aire. También era un hecho útil que Dathyna no tuviese lunas.
Visualmente, cada vez mayor, entre la oscuridad y las estrellas, el planeta seguía siendo extraño. Tenía una hidrosfera mucho más pequeña que la terrestre; los quanta procedentes de aquel sol, pródigo en ultravioleta, habían separado más de una molécula de agua. Pero debido a que las montañas y las masas continentales estaban menos bien definidas y la superficie por término medio era más llana, el agua cubría casi la mitad del planeta. Aquellos mares poco profundos y virtualmente sin mareas estaban cubiertos por una capa de organismos semejantes a las algas, una alfombra roja, marrón y amarilla que a veces se desgarraba para dar paso a las olas, y otras veces se amontonaba formando islas flotantes.
Con una ligera inclinación axial y un efecto de achatamiento relativamente pequeño, las regiones polares no se diferenciaban espectacularmente de las ecuatoriales. Pero debido al fuerte desnivel de la presión del aire, las tierras altas eran completamente distintas a los valles que estaban a baja altura: eran glaciares y rocas desnudas. Algunas tierras bajas, especialmente en los bordes de los océanos, parecían ser fértiles. La vegetación nativa, de un color pardo-dorado, les daba color, y en la pantalla ampliadora aparecieron bosques, valles, campos cultivados. Pero había regiones enormes desiertas donde las tormentas de polvo arañaban las rocas rojas. Y aquella esterilidad era nueva en términos geológicos —históricamente es probable que no fuera muy antigua—, porque las torres y murallas medio enterradas de muchas grandes ciudades muertas podían ser identificadas aún, y también los restos de autopistas y torres de energía que en un tiempo había necesitado una población grande.
—¿Ha sido la fase alta del sol la que ha quemado la tierra? —por una vez Van Rijn casi susurraba una pregunta.
—No —dijo Adzel—. Creo que no fue nada tan sencillo.
—¿Por qué no?
—Bien, el aumento de temperatura provocaría mayor evaporación, más nubes, un albedo más alto, y así tendería a controlarse a sí misma. Además, aunque podría dañar a unas zonas beneficiaría a otras. La vida emigraría hacia el polo y hacia arriba. Pero puede verse que las latitudes y altitudes altas han sufrido tanto como el resto… Y además, una cultura próspera y enérgica basada en las máquinas debiera haber encontrado medios de habérselas con un simple cambio en el clima, cambio que no sucedió de la noche a la mañana, recuérdalo.
—¿Tendrían quizá alguna guerra que se resolvió de mala manera?
—No veo señales de mala utilización de energías nucleares en gran escala. Y dudo que cualquier posible agente químico o biológico destruyese toda la ecología de un planeta entero, incluido el más humilde equivalente de la hierba. Creo —dijo Adzel lúgubremente— que la catástrofe se debió a una causa mucho mayor y efectos más profundos.
No tuvo oportunidad de describirlas, porque se ordenó que la nave entrara en la atmósfera. Un par de destructores les acompañaban. Moath y Thea dirigían los robots desde un vehículo. El grupo aterrizó cerca del castillo ancestral del shenna. Un enjambre armado salió corriendo a su encuentro.
***
Durante los tres días que siguieron, Thea condujo a Van Rijn y Adzel para que echaran un vistazo a los alrededores.
—Mi señor lo permite gracias a mis recomendaciones mientras él se encuentra tomando parte en el Gran Consejo que ha sido convocado —dijo—. Cuanto más comprendáis nuestra sociedad, mejor podréis ayudarnos —suplicante y sin querer sostenerles la mirada, añadió—: Nos ayudaréis, ¿verdad? No podéis hacer otra cosa que eso o morir. Mi señor os tratará excelentemente si le servís bien.
—Veamos, pues, cómo es el sitio donde tenemos que pasar el resto de nuestras vidas —dijo Van Rijn.
El grupo iba fuertemente custodiado por jóvenes machos —hijos, sobrinos y servidores, que formaban las mesnadas de Moath— y armas robots que flotaban sobre plataformas gravitatorias. El tamaño de Adzel inspiraba precaución, aunque él se comportaba con bastante amabilidad. Jovenzuelos y sirvientes ociosos les seguían. Las mujeres y los trabajadores miraban con ojos muy abiertos a los alienígenas. La raza de los shenna no estaba totalmente desprovista de curiosidad, como cualquier otro vertebrado de ningún planeta conocido. Simplemente, no la sentían con la intensidad que caracteriza a especies como el Homo o el Dracocentaurus sapiens. Pero su amor por las novedades era completamente análogo.
«Castillo» era una palabra confusa para denominar aquello. En un tiempo había sido un conjunto de edificios intercomunicados, un bloque enorme, de cinco o seis kilómetros por un lado y la décima parte de alto…, y sin embargo, y a pesar de toda aquella masa, gracioso, policromo, con columnas de cristal que no eran funcionales sino una alegría para la vista, con torres que ascendían tan sobre las murallas que sus agujas de forma de pétalos casi se desvanecían en el cielo. Había sido un lugar donde millones de seres vivieron y trabajaron, una comunidad que era una unidad de ingeniería, automatizada, con energía nuclear e integrada a través del comercio y las comunicaciones con el resto del planeta.
Ahora la mitad estaba en ruinas. Los pilares se habían desplomado, los techos mostraban sus bocas abiertas al cielo, las máquinas se habían corroído, criaturas semejantes a los pájaros anidaban en las torres, y criaturas como las ratas correteaban por las habitaciones. Aunque la destrucción no había afectado al resto y los pacientes robots automantenedores lo conservaban en reparación, el resonante vacío de demasiados pasillos, la saqueada desnudez de demasiadas salas, plazas y terrazas eran más deprimentes que las partes en ruinas. Thea se negó a relatar lo sucedido hacía siglos.
—¿Te han prohibido que nos lo digas? —preguntó Adzel. Ella se mordió los labios.
—No —dijo con una vocecita triste—; no exactamente. Pero no quiero. No lo entenderíais. Lo entenderíais mal. Más adelante, cuando conozcáis mejor a nuestros señores, los shenna.
En aquel momento estaba habitada la mitad de la mitad funcional del complejo. Los moradores no tenían respeto al pasado. Parecían considerar aquella impresionante concha como parte de su paisaje. Las ruinas se empleaban como canteras —era una de las razones por las que estaban en tan mal estado— y el resto sería ocupado cuando la población creciese. Entre las paredes y a través del campo surgía una vida atareada, lozana, bulliciosa. Aunque los robots hacían la mayor parte del trabajo esencial, la gente de Moath tenía un montón de tareas que hacer: desde la supervisión técnica hasta sus rudas artesanías y oficios; de la agricultura y los bosques a la prospección y la caza; de la educación para ocupar la posición correspondiente en una sociedad jerárquica al entrenamiento para la guerra. Los aviones traían pasajeros y mercancías de otros dominios. Naves movidas por la gravitación viajaban entre los planetas del sistema, naves con hipervelocidad traficaban con las colonias implantadas recientemente en las estrellas más próximas, o se alejaban más exploradoras e imperialistas. Incluso las actividades rutinarias y pacíficas en Dathyna tenían ese vigor semejante al trueno que es característico del Minotauro.
Sin embargo, aquél era un planeta donde la vida se había vuelto escasa. Era rico en metales, pero pobre en vida. Las cosechas crecían ralas sobre los campos polvorientos. Un vago hedor flotaba perpetuamente en el aire procedente del cercano océano, donde la enorme capa de plantas marinas moría y se pudría con más rapidez de lo que se regeneraba. Hacia el este, las colinas estaban cubiertas de árboles, pero éstos eran escuálidos y crecían entre los restos de gigantes caídos. Por la noche, la trompeta de un cazador resonaba desde allí más solitaria de lo que hubiese sido el aullido del último lobo con vida.
Adzel se asombró al saber que los shenna cazaban, y que, de hecho, tuvieran rebaños de ganado.
—Pero dijiste que eran herbívoros —protestó.
—Sí, lo son —replicó Thea—. Este tipo de luz solar hace que las plantas formen compuestos de alto contenido calórico que nutren animales más activos, y por tanto más inteligentes, que en un mundo con una estrella del tipo del sol.
—Lo sé —dijo Adzel—. Yo mismo soy originario de un sistema de tipo F5…; aunque en Zatlakh, Woden, los animales gastan generalmente la energía extra en hacerse más grandes y los seres sensibles somos omnívoros. Supongo que los shenna tienen que procesar la carne antes de digerirla, ¿no?
—Correcto. Por supuesto, estoy segura de que conoces aún mejor que yo lo vaga que es la línea que separa a un «carnívoro» de un «herbívoro». Por ejemplo, he leído que en la Tierra los ungulados comen habitualmente sus propias placentas, después de parir a sus cachorros, mientras que los gatos y los perros comen muy a menudo hierbas. Aquí en Dathyna existe otra posibilidad. Los jugos de ciertas frutas hacen que la carne sea nutritiva para una criatura normalmente vegetariana, a través de la acción de las enzimas. El proceso del tratamiento es sencillo. Fue descubierto en… en los antiguos tiempos por los antecesores primitivos de los shenna actuales; o quizá antes.
—Y en un planeta que ha sufrido un desastre ecológico como éste, todas las fuentes de alimentación deben ser utilizadas, ya veo. —Adzel estaba satisfecho.
Hasta que Van Rijn dijo:
—Pero los shenna cazan por diversión. Estoy seguro de que lo hacen. Vi a ese joven macho volver ayer llevando los cuernos de alguna presa. Además había usado un arco, cuando tiene una pistola en perfecto estado. Eso era deporte.
Thea arqueó las cejas.
—¿Y por qué no? —desafió—. Me han dicho que la mayor parte de las especies inteligentes se divierten cazando. Y luchando. Incluyendo la tuya.
—Ja, ja. No digo que sea malo, mientras no empiecen a cazarme a mí. Pero ¿de dónde nos viene el instinto que nos hace ser felices después de atrapar y matar? Aunque hay mucha gente que nunca mataría un ciervo, sí se sentirían contentos aplastando una mosca. ¿Cómo ha sucedido eso? —Van Rijn agitó un dedo—. Yo te lo diré. Tú y yo descendemos de cazadores. El primer hombre en África fue un gorila asesino. Los que no mataban siguiendo sus instintos naturales no vivieron para perpetuar sus escrúpulos. ¡Pero los antepasados de los shenna eran rumiantes y comedores de hierbas! Quizá tuvieran peleas durante la época del celo, pero no cazaban otros animales. ¿Cómo eso llegó a suceder?
Thea cambió de tema. Era fácil hacerlo con tantas cosas de que hablar, las infinitas facetas de un planeta y una civilización. Había que admitir que los shenna eran civilizados en el sentido técnico de la palabra. Tenían máquinas, literatura, una cultura extendida por todo el planeta que se expandía fuera de él. Aunque resultaba evidente que eran herederos de lo que había creado la cultura anterior, ellos habían vuelto a empezar a partir de su destrucción, restaurado parte de lo que había sido antes, añadido unas pocas innovaciones.
Y sus patriarcas pretendían ir más allá. En algún lugar de Dathyna estaban reunidos en un tormentoso debate para decidir… ¿qué? Van Rijn se estremeció mientras el anochecer se aproximaba. Las noches eran frías en aquel semidesierto. Estaría bien entrar en el calor y la suave luz de su nave.
Había conseguido aquella concesión después de la primera noche que él y Adzel pasaron encerrados en una habitación del castillo. A la mañana siguiente había estado en plena forma, maldiciendo, tosiendo, resoplando, sollozando, jurando por todos los humanos y no humanos dentro y fuera de catálogo que una noche más sin descansar de las temperaturas, la radiación, el polvo, el polen, los metales pesados, cuya omnipresencia no sólo forzaba a los no nativos a tomar píldoras para no terminar envenenados, sino que hacía que el mismo aire supiese mal, los ruidos, los olores, todo en este planeta cuya existencia era un poderoso argumento en favor de la herejía de los maniqueos, porque él no podía imaginar por qué un Dios benevolente querría desear su existencia en el universo: otra noche causaría con certeza que sacasen su pobre y viejo cadáver rígido y lamentable… Finalmente, Thea se alarmó y se encargó de cambiar sus alojamientos. Un par de oficiales ingenieros, con ayuda de robots, desconectaron las unidades motoras de la nave de la Liga. Fue un trabajo concienzudo. Sin piezas de recambio y sin herramientas, los cautivos no tenían posibilidad de elevar de nuevo el casco. No importaba que durmieran a bordo. Un guardia o dos podían vigilarlos desde fuera con un cañón explosivo.
Moath regresó al final del tercer día.
Van Rijn y Adzel observaron el alboroto desde cierta distancia, mientras los leales se arremolinaban alrededor de su señor. Éste se dirigió a ellos desde la cámara de una compuerta superior de su vehículo personal. Su voz resonaba como las olas y los terremotos. Desde el suelo fue contestado por un huracán. Los jóvenes shenna rugieron, dieron cabriolas, bailaron en círculos, golpearon los costados de la nave hasta que ésta tembló, elevaron sus arcaicas espadas y dispararon al aire las armas modernas. Desde la torre más alta que quedaba, se alzó una bandera del color de la sangre fresca.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Van Rijn.
Thea permaneció inmóvil, con los ojos desvariados, atontada como si la hubieran golpeado en la cabeza. La cogió del brazo y la sacudió.
—¡Dime qué ha dicho!
Un guardia intentó intervenir. Adzel interpuso su masa el tiempo suficiente para que Van Rijn gritase tan alto como si fuese el propio Moath:
—¡Dime qué está pasando! ¡Te lo ordeno!
Automáticamente, y en medio de su conmoción, ella obedeció al Minotauro.
Poco tiempo después los prisioneros fueron conducidos escoltados hasta su nave. Las válvulas de la compuerta silbaron al cerrarse detrás de ellos. Los ventanales mostraban unas estrellas heladas sobre una tierra gris y llena de sombras, mientras el castillo resplandecía con luces e inmensas hogueras que saltaban al exterior. Los receptores de sonidos recogían el distante gemido del viento, los cercanos mugidos, trompeteos, chasquidos y tambores de los shenna.
—Durante una hora haz lo que quieras —le dijo Van Rijn a Adzel—. Tengo que confesarme con San Dimas. Tengo que confesarme con alguien —no pudo reprimirse, y añadió—: ¡Jo, jo, apuesto a que será la confesión más caliente que haya oído nunca!
—Yo reviviré ciertos recuerdos y meditaré sobre ciertos principios —dijo Adzel—; y dentro de una hora me reuniré contigo en el puente de mando.
Fue entonces cuando Van Rijn explicó por qué se había rendido al enemigo, allá en el sistema del sol sin nombre.
—Pero quizá podríamos darles esquinazo —protestó Adzel—. De acuerdo, no tenemos muchas probabilidades de hacerlo. En el peor de los casos nos alcanzarán y nos destruirán. Será una muerte rápida y limpia, en libertad, casi una muerte envidiable. ¿Prefieres realmente ser un esclavo en Dathyna?
—Mira —contestó Van Rijn con una extraña seriedad—, es absolutamente necesario que nuestra gente se entere de lo que traman estos personajes y sepan lo más posible sobre cómo son. Tengo el presentimiento, que huele como ese maldito Limburger, de que pueden decidirse por la guerra. Pueden ganarla o perderla; pero sólo un ataque por sorpresa sobre un planeta fuertemente poblado, con armas nucleares… ¿Millones de muertos? ¿Billones? Y quemados, ciegos, mutilados, mutaciones… Soy un pecador, pero no tanto que no haré lo que pueda para detener esto.
—Claro, claro —dijo Adzel, involuntariamente impaciente—; pero si escapamos podemos llevar un aviso más, para dar más fuerza a lo que será leído cuando tus documentos de la Tierra sean conocidos. Pero si vamos a Dathyna… Oh, por supuesto, probablemente reuniremos información muy interesante. Pero ¿de qué le servirá a los nuestros? Seguramente no tendremos acceso a nuestra nave. El gran problema de los servicios de inteligencia militares nunca ha sido reunir la información, sino pasarla al otro lado del enemigo. Éste es un ejemplo clásico.
—Ah —dijo Van Rijn—. Ordinariamente tendrías razón. Pero, ves, seguramente no estaremos solos allí.
—¡Yarru! —exclamó Adzel.
Aquello le alivió lo suficiente para sentarse, enroscar su cola alrededor de sus flancos y esperar una explicación.
—Verás —dijo Van Rijn con un vaso de ginebra y un puro—, este individuo, Gahood, era el dueño de Latimer. De eso estamos enterados por Thea. También que ha perdido a Latimer. Y sabemos que ha traído noticias que han revuelto las tripas de todos los que están aquí. Eso es todo lo que sabemos con seguridad. Pero te digo que de eso podemos deducir muchísimo.
—Por ejemplo, la distancia. «Dathyna tiene que estar a una semana de esta estrella más o menos. Podemos presuponer una línea recta “sol-aqui-allí” y no equivocarnos demasiado. Beta Crucis está a unas dos semanas del sol. Haz un poco de trigonometría, un ángulo entre la Cruz del Sur y el Compás…, una aproximación por supuesto, pero los tiempos concuerdan tan bien que lo que sigue tiene sentido».
—«Latimer informaría directamente a su jefe Gahood en Dathyna. Gahood iría directamente a Beta Crucis para echar un vistazo —hemos visto cómo esos shenna son toros dentro de una tienda de porcelana y la vida es la porcelana—, y Latimer iría con él. Necesitarían quizá dos semanas y media. Por tanto, llegarían cuando Dave Falkayn y Chee Lan estaban todavía allí. Nuestros amigos no pudieron conseguir datos decentes sobre el planeta en menos tiempo que ése, solamente dos en una sola nave. Pero, inmediatamente, Gahood regresa a Dathyna. Cuando llega allí se entera de esta reunión con nosotros. Corre hasta aquí y les cuenta algo a sus camaradas». —La cronología concuerda con ese tipo de cosa y se ajusta con todo lo demás.
—Sssssí —respiró Adzel mientras la punta de su cola se movía—. Gahood llega muy agitado y sin Latimer, que ha desaparecido.
—Desaparecido… ¿Dónde sino en Beta Crucis? —dijo Van Rijn—. Si se hubiese perdido en cualquier otro lugar a nadie le importaría, excepto posiblemente a Gahood. Da la impresión de que éste tuvo problemas con nuestros amigos allá abajo. Y el que salió perdiendo fue él. Porque de haberles vencido no hubiera venido aquí a vanagloriarse de ello…, es seguro que los otros shenna no hubieran reaccionado con ira y precipitación.
—Además, no tendría importancia que Latimer hubiera muerto en la lucha. Sólo es otro esclavo, ¿no es cierto? Pero, ahora bien, si le han capturado…, ¡jo, jo! Eso lo cambia todo. Podemos sacarle informaciones preciosas, empezando por dónde está Dathyna. ¡No me extraña que Gahood galopase directamente hasta aquí! Estos shenna tienen que ser avisados de que la situación cambió antes de que lleguen a un acuerdo con nosotros, ¿no?
Van Rijn respiró profundamente.
—Entonces parece plausible que Muddlin Through vaya rumbo al hogar con su trofeo —asintió Adzel—. ¿Crees por tanto que podríamos ser liberados por fuerzas amigas?
—No contaría con ello —dijo Van Rijn—, especialmente teniendo en cuenta la forma de ser de esta gente, que probablemente desfogaría contra nosotros su irritación por haber sido derrotados. Además, no estamos seguros de que se esté fraguando una guerra. Y queremos impedirla si podemos. Pero tampoco creo que Muddlin Through se dirija hacia casa. Espero que los shenna lo supongan igual que tú.
—¿Qué otra cosa podrían hacer? —preguntó Adzel, otra vez confuso.
—Tú no eres humano y no siempre sigues los procesos mentales de los humanos, al igual que los shenna. ¿Has olvidado que Falkayn puede enviar una cápsula con un mensaje y los datos? Mientras tanto, ve que Gahood se escapa. Sabe que Gahood alertará a Dathyna. Pronto será muy difícil explorar ese planeta. Pero si se dirige allí directamente, con rapidez, hacia un mundo que ha descansado en el supuesto de que su emplazamiento no es conocido y por tanto tendrá pocas patrullas o sistemas detectores, podría colarse.
—¿Y estará allí todavía?
—Lo supongo. Lleva tiempo estudiar un mundo. Por supuesto, tendrá también planeada una forma de escapar.
Van Rijn levantó la cabeza, enderezó la espalda, cuadró los hombros y lanzó hacia delante su barriga, mientras añadía:
—Quizá pueda ayudarnos a escapar; o no. Pero, con la ayuda de Dios, podría llevar a casa información extra o urgente que podamos proporcionarle. Ya sé que en mi razonamiento hay montones de pequeños y feos «síes». Las probabilidades son pocas. Pero no creo que tengamos otra alternativa que correr el riesgo.
—No —dijo Adzel lentamente—, no la tenemos.
Cuando el wodenita se reunió con el humano en el puente, la fiesta del castillo se estaba terminando. Al apagarse las hogueras las estrellas relucieron con más frialdad.
—Es una suerte que no hayan desmantelado nuestros comunicadores —dijo Adzel.
No había motivos para hablar de forma que no fuera impersonal, pues lo que iban a hacer podría causar su muerte inmediatamente. Pero se consideraban a sí mismos condenados ya; cada uno había hecho su paz por separado y ninguno de los dos era propenso al sentimentalismo. Aunque cuando Van Rijn se sentó, el dragón le puso sobre el hombro una gran mano escamosa y el hombre le dio unas palmaditas durante unos instantes.
—No tenían razones para hacerlo —dijo Van Rijn—. Ellos no piensan que Dave y Chee puedan estar por aquí cerca. Además, le dije a Beldaniel que si pudiese sintonizar sus programas eso me ayudaría a comprender a los shenna —escupió—. Sus programas son terriblemente malos.
—¿Qué frecuencia emplearás?
—Creo que la estándar Número Tres. He estado haciendo pruebas y no parece que los shenna la usen a menudo. Muddlin Through tendrá un receptor conectado automáticamente.
—Cierto, si es que está libre, funcionando y a nuestro alcance…, y si la transmisión no es interceptada por casualidad.
—Hay que dar algunas cosas por supuestas, chico. De cualquier forma, un operador de radio shenna que por casualidad oiga nuestro código creerá que es una charla normal. Fue diseñado con esa idea. ¿Quieres abrirme una cerveza y llenarme la pipa que está allí? Voy a empezar a enviar el mensaje.
Su mano se movió hábilmente sobre el tablero.
«Nicholas Van Rijn, comerciante de la Liga Polesotécnica, llamando»…
»Nos hemos enterado de lo siguiente sobre Dathyna y sus habitantes…
»Preparados ahora para lo primordial de mi mensaje.
»Al comprender que, según todas las probabilidades, la localización de su planeta ya no es secreta, los shenna no han reaccionado como harían la mayor parte de los seres sensibles, fortaleciendo sus defensas al tiempo que buscan una forma y los medios para llegar a un trato con nosotros. En vez de esto, su Gran Consejo ha decidido arriesgarlo todo en una ofensiva lanzada antes de que la diseminada civilización técnica, mal organizada, pueda reunir sus fuerzas.
»Desde un punto de vista militar, y por lo poco que hemos podido saber, la idea no es mala. Las naves de guerra shenna son numerosas, aunque poco eficaces, y todas tienen más armamento que las equivalentes nuestras. A partir de la operación de “Serendipity” su servicio de inteligencia tiene una cantidad enorme de información precisa sobre las razas y sociedades que nosotros agrupamos bajo el nombre de Civilización Técnica. Entre otras cosas, los shenna saben que la Comunidad es el corazón de ese complejo y que ha estado en paz desde hace mucho tiempo y no sueña con que nadie se atreva a atacarla. Las tropas hostiles pueden pasar a través de su territorio sin problemas y cuando fuesen detectadas sería demasiado tarde para un mundo que no está muy defendido.
»El plan de los shenna consiste en una serie de ataques en masa sobre los principales planetas de la Comunidad y algunos más. Esto creará un caos general del cual Dathyna puede esperar emerger como la primera potencia, si es que no resultase absolutamente suprema. Tengan éxito o no, es obvio que civilizaciones enteras serán destruidas, quizá especies inteligentes desaparecerán, y es seguro que morirán incontables billones de seres.
»El enemigo necesitará sin duda algún tiempo para reunir todas sus fuerzas, planear la operación y organizar su apoyo logístico. Este tiempo será algo más del mínimo debido a la arrogancia de los señores shenna y al carácter semianárquico de su sociedad. Por otra parte, su agresividad innata les hará recortar las esquinas y aceptar deficiencias con tal de proceder al ataque.
»Si es avisada con la suficiente antelación, la Liga debiera ser capaz de tomar medidas apropiadas sin pedir ayuda a los gobiernos. Ese aviso debe ser enviado ahora mismo. A David Falkayn, Chee Lan y/o cualquier otro ser que puedan estar presentes: “no gastéis ni un minuto en ninguna otra cosa. Regresad inmediatamente e informad a los líderes de la Liga”.