Primero cruzó UN gran almacén de artículos deportivos al otro lado del parque. Entre las mercancías en exposición debería ser capaz de sacudirse cualquier posible seguidor. Los trajes y vehículos al vacío eran menos voluminosos de lo que él había creído. Pero, por supuesto, una excursión a las montañas lunares, con vehículos de rescate disponibles a los pocos minutos de una llamada de radio, no era lo mismo que caminar sobre un mundo sin cartografiar donde uno era el único ser humano en varios años luz. Los botes inflables, con sus chillonas velas, le fueron más útiles. Se preguntó si serían muy populares. El lago Leshy era pequeño, y navegar con poca gravedad resultaba arriesgado hasta que uno le cogía el tranquillo…, como él había aprendido más allá del Sistema Solar.
Saliendo por una puerta trasera, encontró un quiosco y entró en el conducto de bajada. Las pocas personas que como él flotaban descendiendo por el rayo G parecían ciudadanos ordinarios.
«Quizá estoy siendo super prudente —pensó—. ¿Es que importa que nuestros competidores se enteren de que he hecho una visita a “Serendipity Incorporated”? ¿No debería intentar acordarme de que no estoy en un nido de bárbaros inhumanos? ¡Esto es la luna de la mismísima Tierra, en el corazón de la Comunidad! Los agentes de las compañías no luchan por la pura supervivencia, nadie les impide agarrarse para no caer; especialmente juegan a esto por dinero y los perdedores no pierden nada que sea vital para ellos. Relájate y diviértete. Pero el hábito era demasiado fuerte y le recordó el contexto en que le habían dado por primera vez aquel tipo de consejo».
Salió en el subnivel ocho y reemprendió la marcha por los corredores. Eran amplios y altos, pero no obstante se hallaban abarrotados de tráfico: vías para el transporte de mercancías, máquinas robóticas, peatones vestidos con monos de trabajo. Sus exteriores eran de sencillos tonos pastel, recubiertos por una inevitable y fina película de suciedad y grasa. Las puertas se abrían a fábricas, almacenes, puestos de exportación, oficinas. Crujidos y chasquidos llenaban el aire, olores a humanidad apiñada, olores químicos, descargas eléctricas. Vaharadas calientes salían de unas superficies enrejadas rodeadas por vallas. Una vibración profunda que llega casi a formar parte del subconsciente hacía temblar la roca, el suelo y los huesos de las espinillas: eran los grandes motores trabajando. Elfland era una bonita máscara, y aquí, en la zona industrial de la antigua Lunogrado, estaban las vísceras.
El corredor Gagarin terminaba, como muchos otros, en Titov Circus. El estrecho cilindro de espacio que se extendía desde una altísima cúpula donde brillaban la Tierra y las estrellas hasta las profundidades de la excavación no era tan grande como había sido la impresión de Falkayn fiado de su fama. Pero, reflexionó, había sido construido en los primeros tiempos; y ciertamente, las terrazas que lo rodeaban en todos los pisos estaban bastante llenas. Tuvo que abrirse camino esquivando a unos y otros entre la multitud. La mayoría eran gente nativa: trabajadores, hombres de negocios, funcionarios, monitores, técnicos, amas de casa, mostrando más en su acento y maneras que en sus cuerpos los efectos de generaciones sobre la Luna. Pero había también muchos extranjeros: comerciantes, cosmonautas, estudiantes, turistas, incluyendo una asombrosa variedad de no humanos.
Advirtió que las tiendas prestigiosas, como Gemas Ivarsen, ocupaban cubículos comparadas con los establecimientos más modernos. El dinero en grandes cantidades no tiene necesidad de anunciarse. Los sonidos bulliciosos que procedían de La casa de las chuletas de Marte le tentaron a detenerse y entrar para probar una jarra de su cerveza, de la que había oído hablar en un sitio tan alejado como Betelgeuse. Pero no…, quizá después…; el deber le llamaba «con voz estridente y desagradable», como decía Van Rijn a menudo. Falkayn siguió su camino alrededor de la terraza.
La puerta que alcanzó al fin era amplia, de impresionante bronce y decorada con un complicado diagrama de circuitos en bajo relieve. Unos cuantos centímetros por delante, en una estereo-proyección, se leía Serendipity, Inc. Pero el efecto total resultaba discreto. Se podía pensar que aquella firma había estado operando durante los últimos doscientos años. Y en cambio… ¿era en quince años, no? Había subido como un cohete hasta el mismísimo firmamento de la Liga Polesotécnica.
«Bueno, —pensó Falkayn—, en una economía con un sistema de libre mercado si uno ve una necesidad general por algo y puede satisfacerla se hace rico en seguida. En realidad, cuando el viejo Nick organizó sus equipos comerciales pioneros como el mío, quería que hiciesen de una forma física lo que Serendipity ya estaba haciendo en sus computadores».
»Hay en esto una cierta ironía. Adzel, Chee Lan y yo tenemos que comprobar, se supone, cualquier informe interesante que los sondeos de nuestros robots traigan de unos planetas hasta entonces des conocidos. Si vemos recursos o mercados potencialmente valiosos le pasamos el informe a Van Rijn con mucho secreto, para que pueda explorarlos antes de que el resto de la Liga se entere de que existen. Pero sin embargo, yo, el explorador profesional, he venido a Serendipity, Inc, como cualquier gordinflón ejecutivo terrestre.
Se encogió de hombros. Hacía largo tiempo que su equipo había ido aplazando una visita al Sistema Solar. Ya que estaban aquí no perdían nada probando si las máquinas de procesamiento de datos podían asociarles con algún asunto que apuntase en una dirección provechosa. Van Rijn había accedido a pagar el coste sin demasiados alaridos de protesta.
La puerta se abrió. En lugar de en un vestíbulo, Falkayn entró en una habitación en miniatura, lujosamente tapizada, de la que salían varias puertas. Una voz envuelta en el sonido de una lira cantó: «Buenos días, señor. Por favor, utilice la puerta número cuatro». Ésta le condujo a un pasillo corto y estrecho que terminaba ante otra puerta y, detrás y finalmente, a una oficina. Al contrario que la mayoría de las cámaras de Lunogrado, aquélla no compensaba la falta de ventanas con alguna película paisajística proyectada sobre una pantalla en la pared. De hecho, aunque las alfombras eran gruesas y de un rico azul, las paredes azulinas, el techo de color madreperla, el aire aromatizado con flores y los muebles cómodos, el efecto total era ligeramente lúgubre. En un extremo de la cámara estaba sentada una mujer, detrás de un enorme pupitre. La batería de aparatos propios de una secretaria a su alrededor sugería más bien una barricada.
—Bienvenido —dijo ella.
—Gracias —replicó él, intentando sonreír—. Me sentía como si estuviera invadiendo una fortaleza.
—En cierta forma, así es, señor.
Su voz podría haber sido agradablemente bronca, acentuada por el hecho de que hablaba ánglico con un acento gutural que ni siquiera su oído, acostumbrado a muy diferentes acentos, podía identificar. Pero era demasiado tersa, demasiado asexuada; su sonrisa también daba la impresión de haber sido aprendida.
—La protección de la intimidad es uno de los principales elementos de nuestro servicio. Hay muchas personas que no desean que se sepa que nos han consultado en determinada ocasión. Nosotros, los socios, recibimos personalmente a cada cliente, y en general no necesitamos llamar a nuestro personal para que nos ayuden.
«Mejor así —pensó Falkayn—, en vista de la monstruosa suma que cobráis simplemente por una cita».
Ella le tendió la mano, sin levantarse.
—Yo soy Thea Beldaniel. Siéntese, por favor, señor Kubichek.
El apretón fue de trámite por ambas partes.
Él se dejó caer sobre un sofá que extendió un brazo ofreciéndole unos puros excelentes. Cogió uno.
—Gracias —dijo—. Ahora que estoy aquí puedo abandonar el nombre telefónico. Estoy seguro de que la mayor parte de los visitantes lo harán.
—En realidad no. Pocas veces es necesario, hasta que están solos con las máquinas. Por supuesto, nosotros no podemos evitar reconocer a muchos porque son gente importante —y se detuvo antes de añadir con un tacto que parecía igualmente estudiado—: Importantes, por supuesto, en las proximidades de esta galaxia. Por muy importantes que puedan ser algunos seres, no hay cerebro viviente capaz de reconocerlos a todos, cuando la civilización se extiende a través de veintenas de años luz. Usted, señor, por ejemplo, proviene obviamente de un planeta colonizado. Sus modales sugieren que la estructura social allí es aristocrática y usted ha nacido dentro de la nobleza. En la Comunidad no existen distinciones hereditarias; por tanto, su mundo nativo debe ser autónomo. Pero eso todavía permite bastantes posibilidades.
Puesto que hacía tiempo que sentía curiosidad por aquella organización, intenté lanzar una conversación genuina.
—Correcto, señora. Aunque no me dedico a asuntos políticos. Trabajo para una compañía con base en la Tierra, Solar de Especias y Licores. Mi verdadero nombre es David Falkayn. De Hermes, para ser exactos.
—Todo el mundo ha oído hablar de Nicholas Van Rijn —asintió ella—. Yo le he visto personalmente unas cuantas veces.
«Tengo que confesar que es el principal motivo por el que yo he sido agasajado, —pensó Falkayn—. Gloria reflejada. La alta sociedad está ya zumbando a mi alrededor. Llueven invitaciones de los emperadores industriales, de sus mujeres, hijas, parásitos, invitaciones para el atrevido explorador espacial y sus socios, invitaciones en honor de nuestras, “en gran parte desconocidas hazañas” en las más lejanas estrellas. Pero eso no es porque seamos simplemente unos valientes exploradores cualquiera, sino porque somos los valientes exploradores espaciales del viejo Nick».
»Sigue siendo una paradoja. Las hermanas Beldaniel, Kim Yoon-Kun, Anastasia Herrera, el señor y la señora Latimer (los fundadores y dueños de Serendipity, Inc, que pretende computar toda la información sobre el espacio conocido), no saben nada de nosotros. Ellos no frecuentan la sociedad. Viven entre ellos, en estas oficinas y en ese castillo donde nunca hay visitas de extraños… La verdad es que me gustaría conseguir que esta mujer pareciera viva.
Ella no era fea, rasgo a rasgo lo fue comprendiendo. En realidad, podría catalogársela de guapa: alta, esbelta, bien hecha, por mucho que el severo traje pantalón que llevaba puesto intentase ocultar el hecho. Su cabello era muy corto, lo que únicamente servía para hacer resaltar la bonita forma de su cabeza; su rostro era prácticamente clásico, con la excepción de que uno pensaría que Atenea mostraría un poquito más de calor. Resultaba difícil adivinar su edad. Debía estar por los cuarenta. Pero por haber cuidado su cuerpo y, sin duda, por haberse beneficiado de los mejores tratamientos existentes contra la vejez, dentro de una década mostraría sólo los mismos hilos grises entre los mechones castaños, una ligera sequedad en la pálida piel, unas patas de gallo alrededor de los ojos. Falkayn decidió que aquellos ojos eran su mejor rasgo: muy separados, grandes, de un verde luminoso.
Comenzó a fumar el puro y dejó rodar el humo sobre su lengua.
—Podríamos quizá regatear —dijo—. ¿No compra la firma información, bien por dinero o haciendo una rebaja en su precio?
—Ciertamente que sí. Cuanta más mejor. Debo prevenirle que nosotros fijamos los precios, y a veces nos negamos a pagar nada, aun después de que la información nos haya sido facilitada. Verá, su valor depende de lo que está almacenado en los bancos de memoria. Y no podemos dejar que otra gente los vea. Nos arriesgaríamos a traicionar secretos que nos han sido confiados. Si desea vendernos algo, señor Falkayn, debe confiar en nuestra reputación de juego limpio.
—Bien, yo he visitado muchos planetas, especies, culturas…
—Material anecdótico es aceptable, pero no muy bien pagado. Lo que deseamos principalmente son hechos cuantitativos, seguros, precisos, documentados. No necesariamente sobre los nuevos descubrimientos en el espacio. Lo que está sucediendo en los principales mundos civilizados es a menudo de mayor interés.
—Mire —dijo él bruscamente—, no quiero ofenderla, pero yo trabajo para el señor Van Rijn, y en un puesto importante. Suponga que yo le ofreciera detalles sobre sus operaciones que él no quisiera sacar a la luz pública aún. ¿Los comprarían ustedes?
—Probablemente. Pero después no se los dejaríamos conocer a nadie. Toda nuestra posición en la Liga Polesotécnica depende de que se tenga confianza en nosotros. Ésta es la única razón por la que tenemos tan pocos empleados: un personal mínimo de expertos y técnicos, todos no humanos…, y, por otra parte, nuestras máquinas. Es, en parte, una buena razón para que seamos tan notoriamente antisociales. Si el señor Van Rijn sabe que no he estado de fiesta con el señor Harleman de Té y Café Venusianos, tiene menos motivos para sospechar que estamos de acuerdo con este último.
—¿Realmente? —murmuró Falkayn. Thea Beldaniel cruzó las manos sobre su regazo, se echó hacia atrás en la silla, y dijo:
—Quizá, y viniendo de la frontera como usted viene, señor Falkayn, no entienda bien el principio sobre el que Serendipity, Inc, desarrolla toda su actividad. Se lo explicaré con un lenguaje muy sencillo.
—«El problema de la recuperación de la información fue resuelto hace tiempo por medio del almacenamiento de datos, sondeos, codificaciones y reaplicaciones electrónicas; pero el problema de la utilización de esa información continúa siendo agudo. El universo perceptivo del hombre y de otras especies que viajan por el espacio se expande aún con más rapidez que el universo que exploran. Suponga que fuese usted un científico o un artista con algo que piensa es una idea nueva. ¿Hasta qué punto puede el pensamiento de billones incontables de seres, en los miles de mundos conocidos, haber duplicado el suyo? ¿Qué podría usted aprender de ellos? ¿Con qué contribuiría que fuese realmente nuevo? Bien, usted podría saquear las librerías y los centros de datos y obtener más información sobre cualquier tema de lo que generalmente se sabe. ¡Demasiado, demasiado! No sólo no podría leerlo todo en toda su vida, tampoco podría separar lo que era realmente importante. Todavía peor es el dilema de una compañía que planea una aventura comercial. ¿Qué progresos en otros puntos del espacio chocarán, competirán, incluso quizá, anularán sus esfuerzos?; ¿o qué oportunidades positivas están siendo desdeñadas, simplemente porque nadie puede abarcar todo el cuadro?».
—He oído esas preguntas otras veces —dijo Falkayn.
Habló lentamente, más asombrado que resentido por ser considerado un niño. ¿Es que aquella mujer era tan insensible a los sentimientos humanos —bueno, al vulgar sentido, común humano— que tenía que dar una conferencia a un cliente como si fuese algún inocente de seis patas recién salido de la Edad de Piedra de su planeta?
—Resulta obvio, por supuesto —dijo ella imperturbablemente—. Y, en principio, la respuesta es igualmente obvia. Los computadores no debieran simplemente rastrear, sino mezclar los datos. Deben identificar las correlaciones posibles y probarlas, a velocidad electrónica y con la capacidad de los canales paralelos. Incluso podría decirse que debieran hacer sugerencias. En la práctica esto fue difícil. Tecnológicamente, se requería un avance fundamental de la cibernética. Además… los miembros de la Liga guardaban celosamente el conocimiento que adquirían a precios muy altos. ¿Por qué decir a un rival algo que tú sabes?; ¿o a una tercera parte que no es tu competidor, pero que podría hacer un trato con él… o decidir diversificar sus intereses y convertirse en tu rival?
Adquirir cualquier dato siempre había costado algo, pudieras o no hacer uso de él después. Si se regalasen gratis todas las cosas, las firmas pronto irían a la bancarrota. Y aunque se negociaba con los secretos de este tipo, las negociaciones resultaban lentas y difíciles.
Serendipity Inc, resolvió el problema con unos sistemas mejores…; no sólo mejores máquinas, sino una idea mejor para el intercambio de conocimiento.
Falkayn se echó hacia atrás con su puro. Se sentía estupefacto, fascinado y hasta un poco asustado. Aquella hembra resultaba todavía más extraña de lo que le habían dicho que eran los socios. Darle una charla de ventas de lo más básico a un hombre que ya había comprado una cita…; en el nombre de Dios, ¿por qué? Los cuentos sobre los orígenes de aquella gente eran diversos. Pero ¿qué historia podría explicar la conducta que estaba observando?
La intensidad se marcó detrás de las rápidas y monótonas palabras de la mujer.
—Cuanto más grande sea el material informativo, mayor será la probabilidad de hacer una correlación que le resulte útil a un individuo determinado. Por tanto, la creación de un mate rial semejante redundaba en beneficio de todos, suponiendo que ninguno obtendría una ventaja especial. Éste es el servicio que nosotros hemos ofrecido. Por supuesto, los orígenes de nuestra información son los normales; y eso es algo valioso en sí mismo, habiendo tantas bibliotecas y bancos de memoria esparcidos por tantísimos planetas. Pero además compramos cualquier cosa que alguien nos ofrezca, si vale la pena; y también le vendemos cualquier dato que pueda serle de interés. El punto más importante de todo esto es que se hace de manera anónima. Nosotros, los fundadores del negocio, no sabemos, ni queremos saber, las preguntas que usted haga, las contestaciones que consiga, lo que usted cuente, la valoración que haga de ello el computador, las conclusiones adicionales que infieran sus circuitos lógicos. Todas esas cosas se quedan en las máquinas. Nosotros, o nuestro personal, únicamente nos preocupamos de un problema determinado si se nos pide que lo hagamos. Por lo demás, a lo único que prestamos atención es a las estadísticas, a la media de entrada y salida. Nuestra firma ha crecido según creció la confianza depositada en nosotros. Innumerables investigaciones conducidas privadamente han demostrado que no favorecemos a nadie, que no filtramos nada y que no podemos ser corrompidos. También ha aumentado la acumulación de experiencias de hacer negocios con nosotros —se inclinó hacia delante y posó su mirada fijamente sobre él—: Por ejemplo —siguió—, imagínese que usted desease vendernos información confidencial sobre su compañía. Cualquier afirmación con la única prueba de su palabra sería archivada, puesto que un rumor o una mentira también constituyen datos, aunque probablemente no sería creída. Las precauciones de costumbre contra el espionaje comercial debieran salvaguardar las evidencias documentales. Pero si esto hubiera fallado…; bien, sí, nosotros lo compraríamos. Una comprobación demostraría rápidamente que hemos comprado algo robado, y eso se anota también. Si su patrón era el único que poseía la información, no será pasada a nadie hasta que otra persona no haya registrado lo mismo con nosotros. Pero será tomada en consideración por los circuitos lógicos al preparar sus recomendaciones…; es algo que hacen de forma impersonal con todos los clientes. Es decir, podrían aconsejar al competidor de su rival contra un cierto tipo de actuación, porque saben a causa de la información robada que será inútil. Pero no le dirán por qué le ofrecen ese consejo.
Falkayn consiguió meter baza cuando ella se detuvo para tomar aliento.
—Eso hace que todo el mundo se beneficie de consultarles sobre una base regular. Y cuantas más cosas se le cuenten a las máquinas durante las consultas, mejor consejo podrán dar. Así es como han crecido.
—Es uno de los mecanismos de nuestra expansión —dijo Thea Beldaniel—. En realidad, sin embargo, los robos de información son muy escasos. ¿Por qué no iba el señor a vendernos el hecho, por ejemplo, de que una de sus naves comerciales dio por casualidad con un planeta donde hay una civilización que crea unas esculturas maravillosas? Él no está metido de forma significativa en la comercialización del arte. A cambio, paga un precio muy reducido por enterarse de que una tripulación de exploradores que respiran hidrógeno encontraron un planeta de atmósfera de oxígeno que produce un nuevo tipo de vida.
—Hay una cosa que no tengo clara —dijo Falkayn—. Siento la impresión de que tendría que venir él en persona para que se dijese algo realmente importante. ¿Es así?
—No es ese caso concreto —contestó ella—. Sus necesidades serían obvias. Pero nosotros debemos salvaguardar el secreto. Usted, por ejemplo… —se detuvo. La lejanía se borró de sus ojos, y dijo astutamente—: Supongo que usted está pensando en sentarse delante de la máquina y decir: «Me llamo David Falkayn. Dígame cualquier cosa que pueda ser de interés para mí». —Sin duda tendrá usted buenos motivos para suponer que los bancos de memoria almacenarán algo sobre usted. ¿No comprende, señor, que, por su propia protección, no podemos dejar a nadie hacer esto? Tenemos que pedir identificaciones positivas. Falkayn rebuscó en su bolsillo. Ella levantó la mano, y dijo:
—No, no —dijo—, a mí no. Yo no necesito saber si usted es realmente quien pretende ser. Pero a la máquina: espectro reticular, huellas dactilares, los procedimientos de costumbre si está usted registrado dentro de la Comunidad. Si no, la máquina establecerá otras formas de identificarse igualmente satisfactorias.
Se levantó.
—Venga, le llevaré y le demostraré cómo funciona.
Observándola mientras la seguía, Falkayn no pudo decidir si caminaba o no como una mujer frígida.
No importaba. Se le había ocurrido una idea mucho más interesante. Creía poder decir por qué ella se comportaba como lo hacía, por qué se extendía sobre detalles tan elementales, aunque debía comprender que él ya sabía casi todo aquello. Había observado en otras partes aquella forma de comportamiento. Usualmente se le llamaba fanatismo.