Capítulo 17

La pistola disparó una vez, mientras el hombre intentaba resistirse. Después, ambos se quedaron inmóviles.

Jadeando, Falkayn aflojó la llave de judo.

—Tengo que moverme de prisa —murmuró en voz alta, como para acallar el silbido del aire al escaparse.

Pero aquel agujero se estaba cerrando solo, mientras que los tanques de reserva volvían a restablecer la presión. Metió la pistola en su cinturón de herramientas y forzó la vista hacia atrás. Nada se movía en la flota de los shenna. Bueno, siempre había parecido poco probable que un pequeño relámpago y un breve estallido de vapor de agua pudiesen ser vistos.

Librarse de la granada era más complicado. Falkayn apagó el motor principal y viró el deslizador transversalmente a su trayectoria, de forma que la mini compuerta no mirase a la nave insignia. En este modelo las válvulas habían sido simplificadas hasta convertirse en una serie de diafragmas esfintéricos a ambos lados de un cilindro rígido. Quería decir que siempre había una pérdida de gas que era bastante alta cada vez que se entraba o se salía. Pero aquello era compensado por la velocidad y la flexibilidad de su empleo y, de todas formas, el deslizador no estaba destinado a dar largos saltos por el espacio. Con el casco cerrado, Falkayn apoyó los pies contra la pared opuesta de la cabina y sacó la cabeza y los hombros al vacío. Lanzó la granada, con fuerza y hacia abajo. Explotó a una distancia razonablemente segura. Unos pocos fragmentos de metralla hicieron tambalearse al vehículo, pero no produjeron un daño serio.

Le dolía la mano izquierda. Flexionó los dedos, intentando desprenderse de parte de la tensión, mientras se retiraba al interior. Latimer estaba recobrando la consciencia. Con cierta reluctancia —era una forma muy ruda de tratar a un hombre—, Falkayn le volvió a ahogar. Así el Hermético ganaba los pocos segundos que necesitaba para, sin molestias, poner otra vez su deslizador en aceleración, antes de que Gahood advirtiese algo y engendrase alguna sospecha.

Se colocó cuidadosamente frente a Latimer, empuñó el láser, abrió el casco y esperó. El cautivo se movió, miró a su alrededor, se estremeció y se preparó para dar un salto.

—No lo haga —le aconsejó Falkayn—, o le mataré. Desabróchese, váyase a la parte de atrás, quítese el traje.

—¿Qué? ¡Logra doadam! Cerdo…

—Muy bien —dijo Falkayn—. Escuche, no quiero disparar contra usted. Además de la moral y cosas semejantes, su valor como rehén es grande; pero es completamente seguro que no va a regresar a ayudar a Gahood. Tengo que preocuparme por mi especie. Si me causa algún problema, le mataré y dormiré muy bien, gracias. Muévase.

El otro hombre obedeció, todavía medio atontado tanto físicamente como por aquel contundente discurso. Falkayn le ordenó que cerrara el traje espacial.

—Lo arrojaremos en el momento oportuno y su jefe pensará que es usted —explicó—. El tiempo que él pierda recogiéndolo es tiempo que gano yo.

Un rugido y un resplandor entre las sombras.

—Es cierto lo que me habían dicho sobre vuestra especie, lo que yo mismo observé. Malvados, traidores…

—Cállese, Latimer. No firmé ningún contrato ni juré nada. Antes de eso, su gente no estaba siguiendo exactamente las reglas del juego. Yo tampoco disfruté de la hospitalidad de vuestro castillo lunar.

Latimer dio un salto hacia atrás.

—¿Falkayn? —susurró.

—Exacto, capitán David Falkayn, doctor en Comercio de la Liga Polesotécnica, con un rencor personal hidrociánico y todos los motivos para creer que vuestra banda busca sangre. ¿Puedes probar que estamos en una guerra con almohadones? Si es así, entonces habéis puesto ladrillos dentro de vuestras almohadas, que es lo que me ha llevado a poner clavos dentro de la mía. ¡Estese quieto ahora, antes de que me ponga tan furioso que le fría!

La última frase fue un rugido. Latimer se agazapó y no mostró señales de terror, pero ciertamente parecía impresionado. El propio Falkayn estaba asombrado. He dicho eso de verdad, ¿no? La idea era mantenerle en tensión, de forma que no pensará más allá de este momento, no adivine mis intenciones y se desespere. Pero, Judas, ¡la furia que sentí! Temblaba a causa de ella.

Pasó el tiempo. El enemigo había quedado muy atrás. Muddlin Through se acercaba. Cuando estuvieron bastante cerca, Falkayn ordenó a Latimer que arrojara el traje espacial vacío por la mini compuerta; una tarea difícil y que podía hacer estallar los tímpanos si uno no llevaba armadura, pero que el hombre llevó a cabo en silencio y con los labios muy juntos.

—Haznos entrar, Chee —dijo Falkayn.

Un rayo tractor los enganchó. El motor fue desconectado. Una escotilla de mercancías estaba abierta en una de las bodegas posteriores. En cuanto el deslizador estuvo a bordo, protegido por el campo de gravedad de la nave de las presiones de la aceleración, Chee puso la nave en movimiento a toda marcha. Se podía oír el zumbido, y las vibraciones llegaban hasta los huesos.

Fue corriendo abajo para reunirse con los humanos. Acababan de salir y permanecían mirándose el uno al otro en la caverna fríamente iluminada.

Chee balanceó la pistola que llevaba en la mano.

—Ahhhh, muy bien —murmuró, agitando su cola—. Esperaba que hubieras hecho algo así, Dave. ¿Dónde encerramos a este klong?

—En la enfermería —le dijo Falkayn—. Cuanto antes empecemos con él mejor. Puede que estemos condenados, pero si podemos enviar otra cápsula con algo dentro…

No debiera haber hablado en ánglico. Latimer adivinó sus intenciones, chilló, y se lanzó directamente contra la pistola. Imposibilitado por su armadura, Falkayn no pudo evitar la carga, y no compartía el deseo del prisionero de que disparase. Cayeron sobre la cubierta, rodando una vez y otra en su forcejeo. Chee Lan se colocó entre los dos y administró a Latimer una prudente descarga con la pistola atontadora que llevaba.

Se quedó inerte. Falkayn se levantó, respirando agitadamente y temblando.

—¿Cuánto tiempo estará inconsciente?

—Una hora, quizá dos —contestó la cynthiana—. Pero, de todas formas, necesitaré un rato para prepararme —hizo una pausa—. Comprenderás que no soy un psicotécnico y que no tenemos una batería completa de drogas, inductores electroencefálicos y toda esa basura que utilizan. No sé cuánto podré sacarle.

—Estoy seguro de que puedes conseguir que balbucee algo —dijo Falkayn—. Con todo ese material que sobró después de curarme a mí y lo que aprendiste entonces. Sólo las coordenadas de Dathyna —del sistema nativo del enemigo— serían de un valor incalculable.

—Arrástralo hasta la parte superior y asegúralo para cuando yo llegue; después, si no tienes los nervios demasiado destrozados, será mejor que lleves tú el puente.

Falkayn asintió. El cansancio, la reacción, indudablemente comenzaban a hacer mella en él. El cuerpo de Latimer sobre sus hombros era un peso monstruoso. Incluso en sueños, aquel delgado rostro parecía atormentado. Y lo que le esperaba era una semiinconsciencia sin voluntad… «Qué pena» —pensó Falkayn sarcásticamente.

***

Café, un sándwich y una ducha rápida, a toda prisa mientras relataba por el comunicador interior lo que había sucedido, le hicieron sentirse mejor. Entró en el puente con su pipa en un alegre ángulo.

—¿Cuál es la situación, Atontado? —preguntó.

—En cuanto a nosotros, volvemos hacia el planeta errante a la velocidad máxima —contestó el computador. Era la única forma de hacer verídico el engaño de que tenían apoyo armado—. Nuestro sistema funciona satisfactoriamente, aunque una fluctuación en el cable de voltaje del circuito cuarenta y dos es sintomático de mal funcionamiento en un regulador que deberá ser reemplazado en cuanto lleguemos a puerto.

—Reparado —corrigió automáticamente Falkayn.

—Reemplazado —mantuvo Atontado—. Mientras los datos indican que el señor Van Rijn podría ser descrito, empleando términos del vocabulario que se me ha dicho que utilice, como un cicalero bastardo, es ilógico que mis operaciones deban ser obstaculizadas, por ligeramente que ello sea, por…

—¡Por el gran Willy! ¡Podemos estar convertidos en gas radiactivo dentro de una hora y estás regateando un nuevo regulador de voltaje! ¿Te gustaría recubierto de oro?

—No había considerado esa posibilidad. Obviamente, sólo podría ser de oro el estuche. Produciría una apariencia agradable, siempre, por supuesto, que todas las unidades similares estuviesen terminadas de la misma forma.

—Arriba tu rectificador —dijo Falkayn. Sus dientes mordieron con fuerza el mango de la pipa—. ¿Qué lecturas hay del enemigo?

—Un destructor ha puesto un rayo tractor en el traje y lo está acercando a la nave insignia.

—Que lo llevará a bordo —predijo Falkayn sin grandes dificultades.

Hasta ahora las cosas iban como él había supuesto… Las naves dathynas eran retrasadas en su operación de rescate por su necesidad de recibir instrucciones muy detalladas de Gahood.

Tenían velocidad y precisión electrónicas, sí, pero no una capacidad completa para tomar decisiones. Ningún robot construido en una civilización conocida la tiene. Esto no es por falta de unas místicas fuerzas vitales. Lo que ocurre es que la criatura biológica dispone de una organización física muy superior. Además de sistemas sensores-computadores-efectores comparables con los de las máquinas, tiene datos provenientes de glándulas, fluidos, una química que llega hasta el nivel molecular —la integrada ultracomplejidad, toda la batería de instintos— producidas por billones de años de una despiadada selección evolutiva. Percibe y piensa con una totalidad desprovista de cualquier posible simbolismo, sus propósitos surgen del interior y, por lo tanto, son infinitamente flexibles. El robot puede hacer sólo aquello para lo que estaba diseñado. La autoprogramación ha extendido estos límites hasta el punto en el que una conciencia real puede surgir, si se desea; pero sigue moviéndose dentro de unos límites más estrechos que los de los que hicieron las máquinas.

Ciertamente, el robot es superior al organismo si se le confía una misión específica del tipo para la que ha sido construido. Si Gahood ordenase a su flota aniquilar al Muddlin Through sería únicamente una competición entre armas, naves y computadores.

¿O no?

Falkayn se sentó, hizo tamborilear los dedos sobre los brazos del asiento y exhaló nubes acres mientras las imágenes de las estrellas le rodeaban.

La voz de Chee le sacó repentinamente de su melancólico estudio.

—Tengo al muchacho con las inserciones intravenosas hechas, los nervios del cerebro dirigidos, los aparatos de soporte vital preparados, todo lo que puedo hacer con lo que hay a mano. ¿Le despierto con una inyección?

—Hum, no, espera un rato. Sería duro para su cuerpo. No queremos hacerle daño si podemos evitarlo.

—¿Por qué no? Falkayn suspiró.

—Te lo explicaré alguna otra vez. Pero, hablando en términos prácticos, podremos sacarle más cosas si le tratamos con cuidado.

—Todavía lo harían mejor en un laboratorio bien equipado.

—Sí, pero es ilegal; tan ilegal que sería una cuestión para apostar el que alguien hiciera este trabajo por nosotros allá en la Tierra. Hagamos lo que podamos nosotros. También estamos violando la ley, pero eso puede pasar desapercibido puesto que nos encontramos muy lejos de la civilización… Por supuesto, no podemos saber si Gahood nos dará los días que se necesitarían para un interrogatorio considerado y concienzudo.

—Tú le conociste. ¿Qué crees?

—No le conocí demasiado íntimamente; y aunque conociese su psicología interna, que no la conozco, a excepción de su tendencia a atacar jugándoselo todo al menor signo de oposición, incluso entonces no sabría qué consideraciones prácticas tendría él que tener en cuenta. Por un lado, tenemos a su hombre de confianza de rehén y le sobran motivos para creer que podemos tener unos enfurecidos amigos esperándonos en Satán. Debería evitar pérdidas, volver, e informar. Por otra parte, puede ser tan atrevido, o estar tan furioso, o tener tanto miedo de que Latimer nos diga algo vital, como para atacarnos.

—¿Y si lo hiciese?

—Supongo que tendremos que correr como el demonio. Será una larga caza. Podemos intentar que pierda el rastro, como en la nebulosa de Pryor, o alejarnos de sus naves pesadas, pues él no dejará que los destructores solos vayan a… ¡Ehhh! ¡Espera!

Atontado dijo en alto lo que se veía brillando sobre los «rostros» del telescopio:

—Están lanzándose en nuestra persecución.

—¿Punto de cita? —preguntó Chee.

—Los datos no pueden ser evaluados con precisión, considerando sobre todo la velocidad que ya hemos alcanzado. Pero —estuvo zumbando durante un instante—, sí, los destructores se están alineando en cursos efectivamente paralelos al nuestro, con una aceleración un poco mayor. Bajo tales condiciones nos darán alcance en algo menos de una unidad astronómica.

—Sus disparos pueden alcanzarnos antes —afirmó Chee—. Voy a dedicarme a Latimer.

—Supongo que tienes que hacerlo —dijo Falkayn reluctantemente, casi deseando no haber capturado al hombre.

—Comienza la hiperconducción —ordenó Chee desde la enfermería.

—No —dijo Falkayn—. Ahora mismo no.

—¿Chi’in-pao?

—Durante un cierto tiempo estaremos seguros. Sigue conduciendo hacia Satán, Atontado. Podrían estar únicamente poniendo a prueba nuestro «farol».

—¿Te crees eso realmente? —preguntó la cynthiana.

—No —dijo Falkayn. Pero ¿qué podemos perder?

—No mucho —se contestó a sí mismo—. Sabía que las probabilidades de que saliésemos con vida de este embrollo no eran buenas. Pero en este momento no puedo hacer otra cosa que sentarme y sentir el hecho.

Le había sido inculcado el coraje físico, pero había nacido con el sentido de la dulzura de la vida. Pasó un rato catalogando unas cuantas de las miríadas de sensaciones que formaban su ser consciente. Las estrellas ardían espléndidamente sobre la noche. La nave le rodeaba de un mundo más pequeño, un mundo de zumbidos de energía, alientos del ventilador, limpios olores químicos, música si lo deseaba, los baqueteados tesoros que había ido reuniendo en sus vagabundeos. El humo formaba un pequeño otoño sobre su lengua. Cuando su pecho se expandía, el aire subía por sus fosas nasales, descendiéndole a los pulmones. La silla hacía presión contra el peso de su cuerpo, y tenía textura y, sentado, operaba no obstante una conexión de músculos, una danza interminable en la que el universo era su pareja. Una de las mangas del mono limpio que se había puesto parecía crujir y acariciaba el vello de uno de sus brazos. Su corazón latía más rápido que de costumbre, pero fuertemente, lo que le complacía.

Llamó a los más profundos de sus recuerdos: «madre, padre, hermanas, hermanos, servidores, viejos soldados y vasallos curtidos por la intemperie, en los ventosos salones del castillo de Hermes. Cabalgatas a través de los bosques, nadar entre las olas, caballos, barcos, aviones, naves espaciales. Cenas de gourmet. Una loncha de pan negro y queso, una botella de vino barato compartida una noche con la más deliciosa mozuela… ¿Había habido realmente tantas mujeres? Sí. Qué encantadoras. Aunque últimamente había comenzado a sentirse melancólico por no encontrar alguna chica que…, bueno, con la que tuviese el mismo tipo de amistad que con Chee o con Adzel…, que fuese algo más que una compañera en una juerga… Pero ¿no habían él y sus camaradas disfrutado de sus propias juergas en un mundo salvaje tras otro? Incluyendo esta última, quizá la última, misión en Satán». Si el planeta errante iba a serles arrebatado, esperaba que por lo menos los conquistadores obtuviesen algún placer de ello.

¿Cómo pueden decir si lo tendrían? Ninguno de ellos ha estado allí todavía. En cierta forma, no puedo culpar a Gahood por lanzarse a la carga. Creo que también debe estar impaciente por ver cómo es el lugar. El hecho de que yo lo conozca, de que ya haya aterrizado allí, debe colmar su paciencia.

¡Espera! Considera esa idea despacio. Habías comenzado a jugar con ella antes, cuando Chee te interrumpió…

Falkayn se sentó rígido, olvidado de todo, hasta que la cynthiana se puso nerviosa y gritó por el comunicador:

—¿Qué te pasa?

—Oh —el hombre se estremeció—. Sí. Eso. ¿Qué tal vas?

—Latimer me está respondiendo, pero en delirio. Se encuentra en peor forma de lo que yo pensaba.

—Cansancio psíquico —diagnosticó Falkayn sin prestar demasiada atención—. Está siendo forzado a traicionar a su dueño —su amo, quizá su dios— contra toda una vida de condicionamientos.

—Creo que puedo volverle a la conciencia durante un tiempo suficiente para que me conteste una o dos preguntas cada vez. ¿Qué hay del enemigo, Atontado?

—Los destructores están cerrando el cerco —informó el robot—. El tiempo que tardarán en disparar sobre nosotros depende de su armamento, pero yo creo que será pronto.

—Intenta conectar con la nave insignia por radio —ordenó Falkayn—. Quizá ellos —él— hable. Mientras tanto, prepárate a activar el hipermotor a la menor señal de una acción hostil. Hacia Satán.

Evidentemente, Chee no le había oído o estaba demasiado concentrada para hacer comentarios. El murmullo de su voz, las incoherencias de Latimer, las máquinas médicas, se oían desagradablemente por el comunicador interior.

—¿Volveré a conducción normal cuando lleguemos al plano? —preguntó Atontado.

—Sí. Comienza ahora mismo, cambia nuestra aceleración. Quiero casi una velocidad del cero cinético cuando lleguemos a la meta —ordenó Falkayn.

—Eso, de hecho, requiere una deceleración —advirtió Atontado—. Consecuentemente, el enemigo nos tendrá antes al alcance de sus disparos.

—No importa. ¿Crees que puedes encontrar un lugar donde aterrizar una vez estemos allí? —No es seguro. La violencia meteorológica y el diastrofismo parecían estar aumentando casi exponencialmente cuando nos marchamos.

Sin embargo, tienes todo un mundo donde escoger. Y sabes algo sobre él. No puedo ni siquiera adivinar cuántos billones de fragmentos de información sobre Satán tienes almacenados ya. Prepárate a dedicarles la mayor parte de la capacidad de tu computador, además de a la observación del mismo punto. Te daré instrucciones generalizadas —tomaré las decisiones básicas por ti— mientras avanzamos. ¿Está claro?

—Supongo que deseas saber si tu programa ha sido comprendido sin ambigüedades. Sí.

—Bien. —Falkayn dio unas palmaditas sobre la consola más cercana y sonrió a pesar de la tensión creciente y casi gozosa que sentía—. Si salimos de ésta podrás tener tus reguladores recubiertos de oro. Si fuese necesario, yo mismo los pagaría.

Dentro de la nave no hubo ningún cambio significativo de fuerzas, ni en la configuración de las estrellas separadas por años luz, ni en el resplandor de Beta Crucis. Pero los velocímetros decían que la nave estaba frenando. Las pantallas ampliadoras mostraron los destellos que eran las naves de Gahood convirtiéndose en rayitas, en juguetes, en naves de guerra.

—¡Lo tengo! —gritó Chee.

—¿Eh? —dijo Falkayn.

—Las coordenadas. En valores estándar. Pero está cayendo en un profundo coma. Será mejor que me concentre en salvarle la vida.

—Hazlo, y ponte el cinturón de seguridad. Quizá nos zambullamos directamente en la atmósfera de Satán. Los compensadores pueden sobrecargarse.

Chee estuvo en silencio durante un momento antes de decir:

—Ya veo tu plan. No es malo.

Falkayn masticó su pipa. La peor parte era esto de ahora, aquella espera. Gahood debía haber detectado el cambio de vector, debía ver que aquello era como un intento de contactar, debía saber que por lo menos había varios rayos de comunicación en distintas bandas intentando conectar con su nave. Pero su flota siguió avanzando y nada contestó a Falkayn excepto un seco silbido cósmico.

Si intentase hablar…, si mostrase alguna señal de buena voluntad… Judas, no queremos una batalla.

Una blancura relampagueó en las pantallas, ahogando momentáneamente las estrellas. Sonaron los timbres de alarma.

—Hemos sido alcanzados por una descarga energética —anunció Atontado—. A esta distancia la dispersión fue suficiente para que el daño sea mínimo. Empiezo a tomar acciones evasivas. Están siendo disparados desde la flota un buen número de misiles. Se comportan como rastreadores del blanco.

Las dudas, los terrores, las angustias, abandonaron a Falkayn. Se convirtió enteramente en un animal guerrero.

—Dirígete en híper a Satán según las instrucciones —dijo sin ninguna entonación—. Conducción de un décimo.

El cielo agitándose, los ruidos agudos, las fuerzas en movimiento; después, otra vez la estabilidad y un bajo ronquido. Beta Crucis se hinchaba perceptiblemente al dirigirse la nave hacia ella más veloz que la luz.

—¿Tan lento? —preguntó la voz de Chee Lan.

—De momento —dijo Falkayn—. Quiero observar exactamente lo que hacen.

Sólo los instrumentos podían decir eso, la flota se había perdido ya a millones de kilómetros de distancia.

—No se han pasado inmediatamente a híper —dijo Falkayn—. Supongo que primero tienen que igualar más o menos nuestra velocidad cinética; lo que sugiere que piensan disparar otra vez a la primera oportunidad.

—¿Tengamos o no refuerzos en Satán?

—Los tengamos o no. Imagino que la nave insignia se quedará en retaguardia, aunque a una buena distancia, y esperará a ver cómo se desarrollan las cosas antes de arriesgarse. —Falkayn puso su pipa a un lado—. Por muy temperamental que sea, dudo de que Gahood se lance contra un peligro desconocido junto a sus robots, pues ellos son más baratos que él. Bajo las actuales condiciones, este hecho trabaja en nuestro favor.

—Detectados impulsos en hiperconducción —dijo el computador unos minutos después. Falkayn silbó.

—¿Pueden decelerar tan rápidamente? Muy bien, velocidad al máximo. No queremos que nos alcancen antes de llegar a Satán.

El latido del motor se convirtió en un tambor, una corriente, una catarata. Las llamas de Beta Crucis parecieron extenderse y lanzarse hacia adelante.

Todas las naves menos una —dijo el computador—, supongo que la mayor, nos persiguen. Los cruceros se están rezagando, pero los destructores ganan terreno. Sin embargo, llegaremos a la meta minutos antes que ellos.

¿Cuánto tiempo necesitas para examinar el planeta y escoger un curso hacia abajo?

¡Clíck! ¡Clíck! ¡Clíck!

—Cien segundos serán suficientes.

—Reduce la velocidad de forma que lleguemos, veamos, tres minutos antes que el primer destructor. Comienza a descender cien segundos después de que estemos otra vez en estado normal. Hazlo tan rápido como sea posible.

La canción de la energía descendió un poco.

—¿Estás en tu cinturón, Dave? —preguntó Chee.

—Oh…, oh, no —comprendió Falkayn repentinamente.

—¡Bueno, póntelo! ¿Crees que quiero limpiar la cubierta de esos copos de avena que llamáis cerebro? ¡Cuídate!

Falkayn sonrió durante medio segundo.

—Lo mismo te digo, especie peluda.

—¡Especie peluda!…

El aire se llenó de juramentos y obscenidades. Falkayn se sentó y se abrochó el dispositivo de seguridad. Chee necesitaba algo para apartar su mente del hecho de que en aquel momento no podía hacer nada sobre su propio destino. Era una condición más dura de soportar para una cynthiana que para un humano.

Después se vieron encima del planeta errante. Brillaron al pasar al estado relativo. Los motores rugieron, la estructura del casco gimió y se estremeció mientras se hacían los últimos ajustes de velocidad en cuestión de segundos.

No estaban lejos, justo lo suficiente para que la mayor parte del hemisferio iluminado por el día pudiese ser observado. Satán se erguía aterrador, llenando las pantallas con nubes de tormenta, relámpagos, vientos enloquecidos, volcanes, avalanchas, riadas, olas como montañas que se elevaban en los océanos y se convertían en fragmentos de espuma, aire casi sólido a causa de la lluvia, el granizo y las piedras que transportaba, todo era una inmensa convulsión bajo el demoníaco disco de la estrella. Por un momento, Falkayn no creyó que hubiera algún lugar en el globo donde una nave pudiera descender, y se preparó para morir.

Pero la nave de la Liga se lanzó hacia adelante. Siguiendo una trayectoria semejante a la de un cometa, describió un arco hacia el polo norte. Antes de llegar, estuvo en la atmósfera superior. Podría ser delgada, pero la golpeó con tanta fuerza que su casco resonó.

Debajo la oscuridad, iluminada por las explosiones de los relámpagos. Falkayn miró detrás. ¿Eran de verdad las oscuras formas de los destructores de Gahood lo que le revelaban las pantallas, o era una ilusión? Unas nubes desgarradas azotaban el sol y las estrellas. Los truenos, los aullidos, los gritos del metal llenaban su nave, su cráneo, su ser. Los reguladores de los campos de gravedad interiores no podían acomodarse a cada conmoción, mientras Muddlin Through descendía tambaleándose. La cubierta cabeceaba, guiñaba, se balanceaba, volvía a caer y se elevaba de nuevo salvajemente. Algo se estrelló contra alguna cosa y se rompió. Las luces parpadearon.

Intentó comprender los instrumentos. Unos puntos nucleares acercándose por detrás…, ¡sí, los diecinueve sin faltar uno continuaban la persecución!

Habían sido diseñados para trabajos aerodinámicos. Tenían órdenes de alcanzar y destruir una determinada nave. Eran robots.

No poseían la capacidad de juicio de los seres sensibles, ni ningún dato que les permitiese calcular lo aterradoras que eran aquellas condiciones sin precedentes, ni ninguna orden de esperar más instrucciones si las cosas parecían dudosas. Además, observaron cómo una nave más pequeña y menos poderosa maniobraba en el aire. Llegaron a plena velocidad atmosférica. Atontado había identificado un huracán y trazado su extensión y su rumbo. Sólo era un huracán —vientos a doscientos o trescientos kilómetros por hora—, una especie de remanso posterior o punto muerto de la tormenta que asolaba aquel continente con tal fuerza que se llevaba por delante a medio océano. Ninguna nave podía tener esperanzas de permanecer durante mucho tiempo en aquella región comparativamente segura, por muy concienzudamente que estuviera programada sobre la base de no importa cuántos datos, pacientemente recogidos.

Los destructores cayeron en tromba dentro del remolino principal. Éste los cogió como una galerna en noviembre coge a las hojas muertas en las regiones septentrionales de la Tierra. Algunas fueron rebotando juguetonamente con las nubes como suelo y el viento como techo, durante unos minutos, antes de ser lanzadas a un lado; otras fueron desarmadas o rotas por los fragmentos meteoroidales de materia sólida que transportaba el huracán, o sepultadas en el aire lleno de espuma, más abajo. Al cabo de unas semanas, la mayor parte fueron lanzados desde el primer instante contra las laderas montañosas. Las piezas se desparramaron, fueron dispersadas por el viento, enterradas, reducidas a polvo, barro, átomos aprisionados en estratos de rocas en formación. Ni un rastro de las diecinueve naves de combate sería hallado nunca.

—¡Retrocede! —había gritado Falkayn—. Localiza esos cruceros. Utiliza la cubierta de las nubes. Con esta clase de ruidos eléctricos como fondo no es probable que nos detecten en seguida.

Un balanceo y una sacudida le hicieron entrechocar los dientes. Muddlin Through se elevó despacio, luchando por cada centímetro. Encontró una corriente estratosférica en la que podía volar durante un rato, por encima de la tormenta; aunque por debajo de un estrato donde los vapores recocidos estaban volviendo a condensarse en vastas y turbulentas masas que, vistas desde abajo, hacían que el cielo fuese tan negro como la laguna Estigia. Sus radares podían atravesar este estrato y sus detectores recoger las indicaciones que les llegaran. Los tres cruceros no tenían orden de descender hacia el planeta. Era evidente que iban a proporcionar protección contra cualquier posible ataque proveniente del espacio. Su atención debía estar casi completamente dirigida hacia el exterior. Estaban en una órbita cercana de una manera imprudente, y en una formación demasiado compacta, no muy aconsejable. Pero también eran robots, cuyos constructores creían más en la fuerza que en la estrategia.

Falkayn lanzó tres de sus torpedos nucleares. Dos dieron en el blanco. El tercero fue interceptado a tiempo por un contramisil. No de muy buena gana, envió el último y cuarto disparo. A juzgar por lo que recogieron los contadores, debía haber alcanzado el blanco a medias infligiendo graves daños.

Y… el crucero se retiraba. La nave insignia, cuya masa parpadeaba amenazadoramente en media docena de pantallas diferentes, se estaba reuniendo con él. Ambas naves se hallaban en hipermotor —se retiraban— y se iban haciendo más pequeñas en la dirección de la región de Circinus, de donde habían venido.

Falkayn las insultó a gritos.

Pasado un rato, recobró la inteligencia necesaria para dar una orden:

—Llévanos otra vez al espacio abierto, Atontado. Justo al lado de la atmósfera. Ponte en órbita, con los sistemas al mínimo. No queremos que Gahood se acuerde de nosotros. Podría cambiar de idea y volver, antes de estar demasiado lejos para cazarnos.

—¿Cómo creerá él que ha sucedido todo? —preguntó Chee, tan débilmente que apenas podía ser oída.

—No lo sé. ¿Cómo funciona su psicología? Quizá piense que tenemos un arma secreta; o quizá que atrajimos a sus destructores mediante un descenso suicida y que tenemos amigos que dispararon esos torpedos; o quizá haya adivinado la verdad; y pensó que con la parte esencial de su nota perdida y la posibilidad de una fuerza de la Liga llegando haría mejor en volver a casa e informar.

—A menos que le engañemos otra vez, ¿no?

Exhausta y llena de golpes como estaba, la voz de Chee empezaba, no obstante, a mostrar un tono de orgullo.

La de Falkayn también:

—¿Qué quiere decir con eso de que «nosotros» le engañamos, bola blanca? —se burló.

—Yo obtuve esas coordenadas para ti, ¿no lo recuerdas? Es lo más importante que hemos conseguido en todo el maldito viaje.

—Tienes razón —dijo Falkayn—, y te pido disculpas. ¿Cómo está Latimer?

—Muerto.

Falkayn se enderezó en el asiento.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Con todas las sacudidas que soportamos, el aparato de soporte vital se desprendió de las agarraderas. Y como estaba en un estado de gran debilidad, con su organismo luchando contra sí mismo… Ahora ha pasado demasiado tiempo para que haya posibilidad de resucitarlo…

Falkayn podía imaginarse los indiferentes gestos de Chee Lan. Sus pensamientos más probables: «Es una pena para nosotros. Oh, bueno, le hemos sacado algo y estamos vivos».

Los suyos se dirigían, sorprendentemente, a sí mismo: «Pobre diablo. Yo conseguí vengarme, me he purgado de mi vergüenza y ahora veo que en realidad no importaba lanío».

El silencio se hizo a su alrededor, las estrellas aparecieron y la nave volvió a entrar en el espacio abierto. Falkayn no pudo sentirse culpable. Sabía que debería hacerlo, pero el sentimiento de liberación era demasiado fuerte. Darían a su enemigo una sepultura honorable, una órbita hacia aquel terrible, lejano y glorioso sol. Y se dirigían hacia la Tierra.

No. Comprender aquello le golpeó con la fuerza de un puño. Eso no. No podemos volver a casa todavía.

La tarea de sobrevivir apenas había comenzado.