Capítulo 16

No…, no exactamente…, de la misma forma que Adzel no era exactamente un dragón. La impresión respondía a arquetipos, más que a la realidad. Pero aun así era sobrecogedora.

La criatura era un bípedo, no distinto de un hombre. Por supuesto, todas las proporciones eran divergentes, bien ligeramente, como en la comparativa pequeñez de las patas, o grotescamente, como en la comparativa largura de los brazos. Pocos humanos, si es que existía alguno, tenían una complexión tan robusta y los músculos marcaban diferentes arrugas sobre las extremidades y bandas sobre el abdomen. Los pies tenían tres dedos y estaban acolchados; las manos cuatro dígitos rechonchos, con uñas verdosas. La piel mostraba aquel mismo tono y de ella nacían cabellos color bronce tan espesos como el más peludo de los hombres, aunque no lo bastante como para poder decir que tenía el cuerpo cubierto de piel. Puesto que la boca, llena de chatos dientes amarillos, era flexible, pero no se veía ni el menor vestigio de pezones, no podía decirse de antemano si el tipo básico era mamífero o no. Sin embargo, el ser era con toda seguridad macho y de sangre caliente.

La cabeza… —las comparaciones entre especies de planetas diferentes siempre son pobres—. Pero aquella impresionante cabeza con su corto y ancho morro, la papada de la garganta, los ojos muy separados y de un negro apagado dispuestos bajo unos salientes arcos superciliares y la casi total ausencia de frente, las largas orejas móviles —todo aquello, por lo menos, era más tauroide que antropoide—. Naturalmente, las diferencias eran más numerosas que las semejanzas. No tenía cuernos. El rostro estaba circundado por una soberbia melena que caía sobre los hombros y llegaba hasta media espalda. Aquellos cabellos eran blancos, pero debían tener una estructura con mini estrías, porque arcos iris iridiscentes bailaban entre sus ondas.

Falkayn y Latimer eran altos, pero Gahood sobresalía entre ellos; calculó unos 230 centímetros. Una altura semejante unida a aquella anchura y grosor incongruente y a la dura musculatura debían hacer que aquella masa se acercase bastante a los doscientos kilos.

No llevaba nada, excepto un collar lleno de piedras preciosas, varios anillos y pesadas pulseras de oro, un cinturón del que colgaban a un lado una pequeña bolsa y un cuchillo, o pequeño machete, al otro. Su respiración hacía tanto ruido como los ventiladores. Un olor a moho le rodeaba. Cuando habló, fue como si retumbara el trueno.

Latimer se llevó el arma a los labios —¿un saludo?—, la bajó de nuevo y se dirigió a Falkayn:

—Le presento a Gahood de Neshketh —sus órganos vocales no eran del todo adecuados para la pronunciación de los nombres—. Él le hará las preguntas. Ya le he dicho que se llama Sebastián Tombs. ¿Es usted de la Tierra?

Falkayn reunió todo su coraje. El ser detrás de la pantalla protectora era intimidante, sí, pero, vaya, ¡mortal!

—Me encantará intercambiar información si el intercambio es mutuo —dijo—. ¿Neshketh es su planeta?

Latimer pareció nervioso.

—No haga eso —murmuró—. En su propio beneficio, conteste como se le ha dicho.

Falkayn les enseñó los dientes.

—Pobre tonto asustado —dijo—. Podría ser duro para ti, ¿no? No tengo nada muy terrible que perder. Tú eres el que harías mejor en cooperar conmigo.

«Un bluff, —pensó interiormente, tensamente—. No quiero provocar un ataque que termine volando yo en pedazos. No quiero hacer eso, no quiero, no quiero. Y es obvio que Gahood tiene un temperamento fácil de estallar. Pero si puedo andar sobre la cuerda de aquí allí…». —Algo burlón dentro de él comentó: «Qué majestuoso lote de metáforas. Estás jugando al póquer mientras caminas sobre el alambre por encima de un revólver cargado».

—Después de todo —continuó, mirando el desmayado rostro y la boca de la pistola—, más tarde o más temprano tendréis que entrar en contacto con la Liga, aunque sea mediante una guerra. ¿Por qué no empezar conmigo? Soy más barato que una flota de guerra.

Gahood gruñó algo. Latimer le contestó. El sudor brillaba sobre su rostro. El amo llevó la mano al mango del cuchillo, resopló y dijo unas cuantas sílabas.

—Usted no comprende, Tombs —dijo Latimer—. Por lo que a Gahood le concierne, está usted invadiendo su territorio. Está mostrando un extraño control al no destruirle a usted y a su nave ahora mismo. Debe creerme. No muchos de su especie serían tan tolerantes. Él no lo será durante mucho tiempo.

«“Su” territorio, —pensó Falkayn—. Admito que actúa como si estuviera loco, pero no puede estarlo tanto como para suponer que una flotilla puede mantener a la Liga Polesotécnica lejos de Satán. Es bastante posible que el haber llegado aquí el primero le confiera algún derecho especial ante los ojos de su propia gente. Pero su grupo tiene que ser únicamente la vanguardia, la primera cosa apresuradamente organizada que pudo ser enviada. Me imagino que la mujer… ¿cómo se llama?, la hermana de Thea Beldaniel, fue a avisar a otros. O quizá se haya reunido con un Minotauro distinto. La actitud de Latimer sugiere que Gahood es su dueño personal… Sospecho que están intentando engañarme. Es probable que el impulso natural de Gahood sea el de aplastarme, lo que pone nervioso a Latimer, que no tiene protección contra lo que tengo apretado en mi puño. Pero, en realidad, Gahood está controlando sus instintos con la esperanza de asustarme a mí también y obtener información».

—Bien —dijo—, siendo tú el intérprete no veo por qué no puedes pasarme unas cuantas respuestas. No te lo prohíben directamente, ¿verdad?

—Nnnno. Yo… —Latimer respiró profundamente—. Te diré que él, hum, nombre del lugar mencionado anteriormente se refiere a… algo así como un dominio.

Gahood tronó.

—¡Contésteme ahora! ¿Ha venido directamente desde la Tierra?

—Sí. Fuimos enviados aquí para investigar el planeta errante.

Pretender que el Muddlin Through lo había encontrado accidentalmente era demasiado increíble y no implicaría que la Liga estaba lista para vengar una posible pérdida de la nave. Gahood habló a través de Latimer:

—¿Cómo os enterasteis de su existencia?

—Ah —dijo Falkayn, ahogando una mueca—, debe haber sido un susto para vosotros, el encontrarnos aquí cuando llegasteis. Creíais que tendríais años para construir unas defensas impenetrables. Bien, amigos, no creo que haya nada en la galaxia que no podamos conocer nosotros, los de la Liga Polesotécnica. ¿Cómo se llama vuestro planeta nativo?

—Tu respuesta es evasiva —dijo Gahood—. ¿Cómo os enterasteis? ¿Cuántos estáis aquí? ¿Qué pensáis hacer?

Falkayn no contestó y se quedó con la mirada en blanco.

—Oh… —intervino Latimer, tragando saliva—, no puedo ver ningún daño en… El planeta se llama Dathyna y la raza los shenna. En fonética general «D-A-Thorn-Y-N-A» y «Sha-E-N-N-A». El singular es shenn. Las palabras quieren decir más o menos «mundo» y «gente».

Falkayn dijo que la mayor parte de esos nombres generalmente quieren decir eso.

Advirtió que los shenna parecían confinados a su planeta nativo o como mucho a unas cuantas colonias. No se sintió sorprendido. Era claro que no vivían a una distancia tal que pudiesen operar en gran escala sin que los exploradores técnicos encontrasen pronto rastros de ellos y les siguiesen la pista.

Esto no quería decir que no fuesen, posiblemente, mortalmente peligrosos. La información que Serendipity les había pasado a través de los años —por no mencionar la capacidad que habían demostrado al crear una empresa semejante en primer lugar— sugería que sí lo eran. Un solo planeta, fuertemente armado y astutamente conducido podía batir a toda la Liga mediante su habilidad para infligir unos daños inaceptables; o, si al fin eran derrotados, podrían destruir antes mundos enteros con sus civilizaciones y seres sensibles.

«Y si Gahood es un ejemplar típico, eso podría ser precisamente lo que estuviesen planeando» —pensó Falkayn. El cuero cabelludo se le erizó.

»Pero hay demasiados misterios y contradicciones todavía. Los robots no explican toda la velocidad con que este grupo reaccionó ante las noticias. Y eso. a su vez, no encaja con la interminable paciencia que construyó Serendipity…, paciencia que se desvaneció repentinamente, que arriesgó toda la operación al secuestrarme (y al final la arruinó).

—¡Hable! —gritó Latimer—. Conteste sus preguntas.

—¿Eh? Ah, sí, aquéllas… —dijo lentamente Falkayn—. Me temo que no puedo hacerlo. Todo lo que sé es que nuestras naves recibieron órdenes de venir aquí, examinar la situación y volver a informar. Nos avisaron de que alguien más podría aparecer por aquí con la intención de reclamar el planeta. Pero no nos dijeron nada más.

Se llevó un dedo al lado de la nariz y guiñó un ojo.

—¿Por qué iban los espías de la Liga a arriesgarse a que vosotros averiguarais cuanto han descubierto sobre vosotros… y dónde y cómo?

Latimer abrió la boca, dio media vuelta bruscamente y habló con rápidos y carrasposos sonidos guturales. La sugerencia de que la sociedad de Dathyna había sido también descubierta debía ser asombrosa hasta para el mismo Gahood. No se atrevía a suponer que no era cierto. ¿O sí? Pero lo que sí parecía impredecible era lo que haría. Falkayn se balanceó con las rodillas flexionadas, con todos sus sentidos en estado de alerta.

Su entrenamiento se mostró útil. Gahood eructó una orden. El robot se deslizó silenciosamente hacia un lado. Falkayn captó el movimiento con el rabillo del ojo. No necesitaba saltar con su posición de karate. Relajó la tensión de una de sus piernas y se encontró en otro lugar. Unos tentáculos de acero azotaron el lugar donde había estado su mano izquierda.

Saltó hacia la esquina más próxima.

—¡Mal educado! —gritó. La máquina se dirigió hacia él.

—Latimer, puedo dejar que esto explote antes de que esa cosa me acaricie los dedos que la rodean. Detén a tu perro de hierro o los dos moriremos.

El otro pronunció algo que detuvo al robot. Evidentemente, Gahood repitió la orden porque, a unas palabras suyas, la máquina se retiró hasta que dejó a Falkayn un cierto espacio donde moverse. A través de la habitación vio a Minotauro dar patadas al suelo, flexionar sus manos airadamente y resoplar por sus distendidas fosas nasales…, furioso detrás de su escudo.

La pistola de Latimer apuntó al Hermético. No estaba muy firme y el que la empuñaba parecía enfermo. Aunque su vida había estado dedicada a la causa de Dathyna, fuera aquello lo que fuese, y aunque estaba sin duda preparado para ofrecerla si fuera necesario, debía haberse sentido asombrado cuando su dueño la arriesgó tan impulsivamente.

—Ríndase, Tombs —casi suplicó—. No puede luchar contra toda una nave.

—No lo estoy haciendo tan mal —dijo Falkayn. El esfuerzo que hizo para mantener firme su propia voz y su respiración tranquila era cruel.

—Y no estoy solo, ¿sabes? —continuó.

—Una insignificante nave exploradora… No. Mencionaste otras. ¿Cuántas? ¿De qué tipo? ¿Dónde?

—¿Esperas en serio los detalles? Escucha bien ahora y traduce con cuidado. Cuando os detectamos mi nave vino a parlamentar porque a la Liga no le gusta la lucha, pues reduce los beneficios. Pero cuando las peleas resultan ser necesarias nos aseguramos condenadamente bien de que la oposición no volverá a plagar nuestros libros de cuentas. Usted ha pasado suficiente tiempo en la Comunidad, Latimer, y quizá en algún otro lugar del territorio perteneciente a la civilización técnica, para certificar lo que le digo. El mensaje que traigo es éste: Nuestros superiores están dispuestos a llegar a un acuerdo con los vuestros. El momento y el lugar pueden arreglarse por cualquier enviado al secretariado de la Liga. Pero, de momento, os aconsejo que permanezcáis alejados de Beta Crucis. Estábamos aquí antes, nos pertenece, y nuestra flota destruirá a cualquier intruso. Sugiero que me dejéis regresar a mi nave, que volváis a casa vosotros también y lo penséis.

Latimer pareció sorprenderse aún más.

—Yo no puedo… dirigirme a él… de esa forma…

—Entonces no te dirijas a él. —Falkayn se encogió de hombros.

Gahood bajó su poderosa cabeza, golpeó la cubierta con los pies y tronó algo.

—Pero, si quieres saber mi opinión, se está impacientando.

Latimer comenzó a hablar con el dathyno a trompicones.

«Sospecho que estará matizando su traducción, —pensó Falkayn—. Pobre diablo. En la Luna actuó atrevidamente. Pero ha vuelto a donde sólo es una propiedad, propiedad física, mental, espiritual. Está peor de lo que estuve yo; ni siquiera necesita estar encadenado por las drogas. No sé si habré visto alguna vez algo más triste. Pero una idea formaba un fondo como un torrente sin voz: ¿No se arriesgarán y me dejarán marchar?, ¿o tengo que morir?».

Gahood aulló. No fue una palabra, fue un ruido a secas que dolió en los tímpanos de Falkayn. Los ecos resonaron. La criatura se lanzó contra la especie de barricada que le protegía. Pesaba una tonelada, o más, con aquella gravedad, pero la inclinó hacia delante. Apoyándose sobre ella, lanzó una orden atronadora. Latimer se lanzó, torpe a causa de su traje espacial, hacia él.

Falkayn comprendió: «Dejará que entre su esclavo, colocará la losa en su lugar y, cuando los dos estén a salvo, le dirá al robot que me destroce. Matar al que le ha insultado vale la pérdida del robot y de todos los tesoros de esta habitación…».

El cuerpo de Falkayn reaccionaba ya. Estaba más lejos del arco y tenía que ser más rápido que la máquina. Pero era joven, estaba en buenas condiciones físicas, acostumbrado a llevar armadura espacial… y empujado por un fuerte amor a la vida. Llegó a la losa al mismo tiempo que Latimer desde el otro extremo. Ésta estaba en posición casi vertical, con una abertura de aproximadamente un metro que comunicaba con la cámara posterior. La airada bestia que la sostenía no se dio cuenta al momento de lo que había sucedido. Falkayn se coló al mismo tiempo que el otro hombre.

Se echó a un lado. Gahood dejó que la losa cayese de nuevo en su posición inclinada y se volvió para agarrarla.

—¡Oh, no! —gritó—. ¡Detenle, Latimer, o será la tercera hamburguesa aquí dentro!

El esclavo se lanzó sobre su amo e intentó forcejear para detenerle. El dathyno se deshizo de él y le lanzó contra la cubierta. La armadura espacial resonó con un chasquido; pero después la razón pareció volver a la desmelenada cabeza. Gahood se detuvo en seco.

Durante un minuto aquello fue una composición. Latimer extendido sobre el suelo, bajo las torcidas columnas de las patas de Gahood, con la nariz cubierta de sangre y semiinconsciente. Después el Minotauro con los brazos colgando, el pecho jadeante, el aliento tormentoso y mirando a Falkayn. El cosmonauta colocado a unos cuantos metros, entre otra jungla de adornos bárbaros. El sudor pegaba su rubio cabello a su frente, pero le sonreía a sus enemigos y agitaba la granada en lo alto.

—Eso es mejor —dijo—. Eso es mucho mejor. Poneos en pie vosotros dos. Latimer, aceptaré su arma.

En forma semiinconsciente, el esclavo cogió el arma que había dejado caer cerca de él. Gahood puso uno de sus anchos pies sobre ella y rezongó una negativa.

—Bien…, quédatela entonces —concedió Falkayn.

El dathyno era rudo pero no idiota. Si Falkayn hubiese conseguido el arma, podría haber matado a los dos sin condenarse a sí mismo. De esta forma tenían que llegar a un compromiso.

—Quiero que me escoltéis, los dos, hasta mi deslizador. Si llamáis a vuestros robots, o a vuestros amiguitos, o a cualquier cosa que haga posible mi captura, esta pina irá directamente hacia arriba.

Latimer se levantó, penosamente.

—¿Nuestros amiguitos…? —dijo confuso. Su mirada se aclaró—. Oh, el resto de la tripulación y oficiales. No, no les llamaremos.

Tradujo esto a su amo.

Falkayn permaneció impasible; pero una excitación nueva hervía en su interior. La reacción inicial de Latimer confirmaba lo que ya había comenzado a parecer probable, después de que nadie oyera todo el alboroto y hubiese venido a investigar, o por lo menos llamado por el comunicador interior.

Gahood y Latimer estaban solos. No sólo las otras naves; la nave insignia también estaba automatizada.

¡Pero aquello era imposible!

Quizá no. Supongamos que Dathyna —o por lo menos el señorío de Neshketh de Gahood— sufriese un agudo problema de «mano de obra». Ahora bien, los shenna no esperaban que alguien procedente de la Liga estuviese en Beta Crucis. No tenían razones para pensar que Serendipity había sido descubierta. Suponiendo que una expedición rival apareciese, sería tan pequeña que unos robots podrían deshacerse de ella sin problemas. (Serendipity debía haber informado de este rasgo de la sociedad técnica, su escasa predisposición a gastar grandes sumas sin una exploración previa. Y, por supuesto, así era. Ninguna nave de la Liga, excepto Muddlin Through, estaba en absoluto cerca de la estrella azul). Antes que soportar el tedioso asunto de reunir un séquito apropiado —sólo para retrasarse innecesariamente, según todas las probabilidades—, Gahood había tomado consigo todos los robots a sus órdenes. Se había marchado sin otra compañía viviente que el hombre-perro que le había llevado la noticia.

¿Qué tipo de civilización era ésta tan pobre en personal especializado, tan descuidada en cuanto a lo necesario para un estudio científico del nuevo planeta y, sin embargo, tan rica y manirrota en máquinas?

Gahood derribó la barrera. Probablemente había sido levantada por los robots, no por él, pero nadie vino en respuesta al terremoto de su caída, y el que estaba en la cámara permaneció inmóvil. Falkayn siguió a sus prisioneros en el mismo silencio fantasmagórico a través de la antecámara, descendiendo en el ascensor y por el pasillo hasta la compuerta.

Allí los otros se detuvieron, reluciendo con desafío. El Hermético había tenido tiempo para forjar un plan.

—Ahora —dijo— me gustaría llevaros a los dos de rehenes, pero mi vehículo es demasiado pequeño y no me arriesgaré a todas las oportunidades que tendría Gahood si viniese él. Vendrá usted, Latimer.

—¡No! —el hombre estaba asustado.

—Sí. Quiero tener la seguridad de no ser atacado en el camino de vuelta a mi flota.

—¿No lo entiende? Mi información…, lo que yo sé…, lo que usted podría saber por medio mío… Tendrá que sacrificarme…

—Ya he pensado en eso. No creo que esté ansioso por vaporizarle. Usted es valioso para él, y no sólo como intérprete. En otro caso, no estaría usted aquí. Y tenías fama en el Sistema Solar de ser un cosmonauta extraordinariamente bueno, Hugh Latimer. Y en este momento, aunque espero que él no sepa que y o lo sé, eres justamente la mitad de su grupo. Sin ti, por muy buenos que sean sus robots, tendría grandes problemas. Podría volver a casa, de acuerdo; pero ¿se atrevería a hacer algo más, mientras exista la posibilidad de que yo no haya mentido sobre la existencia de una armada guardándome las espaldas? Además —¿quién sabe?— puede que haya cierto tipo de afecto entre vosotros dos. No atacará una nave con usted a bordo si puede evitarlo, ¿correcto? Bien, ya está usted con el traje espacial. Venga conmigo hasta mi nave. Le dejaré allí. Su radar le confirmará que así lo hago y podrá recogerle en el espacio. Si no le localiza a usted separándose de mi deslizador, un poco antes de llegar a mi nave, entonces puede abrir fuego.

Latimer vaciló.

—¡Rápido! —ladró Falkayn—. Traduzca y deme su decisión. Mi dedo se está cansando.

La verdad era que quería mantener a los dos en constante inquietud y no dejarles tiempo para pensar. El intercambio fue breve, bajo su incesante apresuramiento.

—Muy bien —cedió hoscamente Latimer—. Pero yo conservaré mi pistola.

—Y yo nuestro pacto de suicidio mutuo. Es bastante justo. Salgamos.

Latimer dio instrucciones a la compuerta vocalmente. La última vez que Falkayn vio a Gahood mientras la compuerta interna se cerraba, la gigantesca forma cargaba de un lado a otro del pasillo, golpeando las mamparas con los puños hasta que se tambaleaban, y aullando.

El deslizador aguardaba. Falkayn hizo que Latimer entrara el primero por la mini compuerta, para que él, entrando detrás, presentase la amenaza de la granada. Comprimir un traje espacial contra otro en la diminuta cabina fue difícil y conducir el deslizador con solamente una mano fue peor. Realizó un despegue desastroso. Una vez en movimiento, dejó que el vehículo hiciese lo que quisiese mientras él hacía una llamada.

—¡Dave! —la voz de Chee Lan tembló en sus oídos—. Estás libre… Yan-tai-i-lirh-ju.

—Quizá tengamos que echar a correr tú y yo —dijo en ánglico para que lo oyera Latimer—. Dale un rayo a mi autopiloto. Prepárate a atraerme y acelera en cuanto puedas. Pero no te extrañes cuando descargue antes a un pasajero.

—¿Un rehén, eh? Entiendo. ¡Atontado, sal de tu gorda basura electrónica y conecta con él!

Un minuto después, Falkayn pudo soltar el control principal. El deslizador volaba suavemente y la amenazadora sombra de la nave insignia se iba quedando pequeña atrás. Miró a Latimer, agazapado como podía a su lado. En el difuso resplandor de las estrellas y del panel de instrumentos veía una sombra y un resplandor en la placa facial. La boca de la pistola se le clavaba casi en la barriga.

—No creo que Gahood nos dispare ahora —dijo en voz baja.

—Creo que ahora no —dijo Latimer en un tono igualmente cansado.

—Humm. ¿Qué tal si nos relajamos? Tenemos por delante un viaje aburrido.

—¿Cómo puede usted relajarse con eso en la mano?

—Claro, claro. Conservamos nuestros disuasores personales. Pero, por lo demás, ¿no podemos tomárnoslo con calma? Abrir nuestros cascos, encendernos un cigarrillo el uno al otro…

—Yo no fumo —dijo Latimer—. Pero… Se relajó y echó hacia atrás su placa facial al mismo tiempo que lo hacía Falkayn.

—Sí. Es bueno… relajarse.

—No tengo nada contra usted personalmente —dijo Falkayn no del todo sinceramente—. Me gustaría ver esta disputa arreglada por medios pacíficos.

—A mí también. Debo admirar su coraje. Es casi como el de un «shenn».

—Si pudiera usted darme una idea del porqué de esta pelea…

—No —suspiró Latimer—, será mejor que no diga nada. Sólo… ¿cómo están los de la Luna? Mis amigos de Serendipity.

—Bueno, ahora…

Latimer cambió de postura y Falkayn vio su oportunidad. Había estado preparado para esperar aquello todo el tiempo necesario y para no hacer nada si la ocasión no se presentaba. Pero el deslizador se había alejado tanto ya de la nave insignia que ningún rayo rastreador podía dar una idea de lo que sucedía en el interior de su cabina. No había contacto en ninguna dirección, excepto por el rayo de Atontado y el radar de Gahood. Con el bajo peso provocado por la aceleración, el fatigado cuerpo de Latimer se había recostado en el asiento. La pistola descansaba flojamente sobre una rodilla y la cara descansaba, enmarcada por el casco, cerca del hombro de Falkayn.

—… se trata de lo siguiente… —continuó Hermético ¿A iba… a lo que salga?

Su puño izquierdo, al que la granada añadía masa, describió un arco, echó el arma a un lado y la sujetó contra la pared de la cabina. Su mano derecha voló por la abertura de la placa facial y se cerró sobre la garganta de Latimer.