Capítulo 15

El peligro de acercarse al enemigo era obvio. No sólo los rayos energéticos, también un misil material podía alcanzarles antes de que pudieran reaccionar. Sin embargo, el peligro era mutuo. Muddlin Through podía ser una cabra comparada con aquel convoy bélico, pero era igualmente mortífera. A Falkayn no le apetecía dejar sólo quinientos kilómetros entre ellos y él. Se sintió desfallecer cuando Latimer insistió.

—No olvide que el trabajo de toda mi vida ha consistido en estudiar cuanto pudiese sobre la civilización técnica —dijo aquel hombre lúgubre—. Conozco la capacidad de una nave como la suya. Además de un surtido de armas pequeñas, y varias armas ligeras para escaramuzas, lleva cuatro pesados cañones y cuatro torpedos nucleares. A corta distancia un armamento semejante nos coloca más o menos en un plano de igualdad. Si surgiese una discusión, podremos matarle sin duda, pero algunas de nuestras naves también perecerán.

—Si mi tripulación está demasiado lejos para protestar de una manera efectiva, ¿qué os impedirá el hacerme prisionero? —protestó Falkayn.

—Nada —dijo Latimer—, excepto sencillamente la falta de motivos para hacerlo. Creo que Gahood quiere solamente interrogarle y, quizá, darle algún mensaje para que llegue a sus amos. Pero si se retrasa, perderá la paciencia y ordenará su destrucción.

—¡De acuerdo! —dijo bruscamente Falkayn—. Iré lo más rápido que pueda. Si no informo pasada una hora de haber entrado en su nave, mi tripulación dará por supuesto que ha existido traición por vuestra parte y actuará en consecuencia. En ese caso, podríais llevaros una sorpresa desagradable.

Chee Lan entró, se acurrucó a sus pies y miró hacia arriba.

—No quieres ir —dijo con una dulzura poco corriente en ella—. Tienes miedo de que te droguen otra vez.

Falkayn asintió con una sacudida de su cabeza.

—No puedes imaginarte lo que es eso —dijo a través de una garganta rígida.

—Puedo ir yo.

—No. Yo soy el patrón. —Falkayn se levantó—. Tengo que hacer los preparativos.

—Aunque no sea más que eso —dijo Chee—, podemos garantizarte que no serás capturado.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Por supuesto, el precio podría ser la muerte. Pero ése es un temor que te han enseñado a controlar.

—Ohhh. —Falkayn suspiró—. Ya entiendo lo que quieres decir —chasqueó los dedos y sus ojos centellearon—. ¿Por qué no habré pensado yo en eso?

Y así partió al poco rato.

Llevaba un propulsor sobre su armadura espacial, pero eso era de reserva. En realidad se movía mediante un deslizador gravitatorio. Conservó la capota cerrada para que la cabina estuviera llena de aire como otra reserva, por si acaso su casco se rompía o cualquier otra cosa sucedía; así no necesitaría perder tiempo preparando aquel mínimo y esquelético vehículo para la partida. Pero atmósfera o no, navegó en un silencio espectral; sólo un vago zumbido provocado por la aceleración hacía que aquel vuelo en la escoba mágica pareciera real. Las estrellas se habían difuminado y retirado de su vista. Aquello se debía prosaicamente a las luces del panel cuyo resplandor verdoso hacía que su retina perdiese sensibilidad. Sin embargo, echaba de menos las estrellas. Sujetó los controles con más fuerza de la necesaria y silbó una melodía para hacerse compañía:

—Oh, un calderero venía paseando,

—paseando por el Strand…

No parecía demasiado inapropiado para lo que podría ser la última melodía pasando por sus labios. La solemnidad no tenía atractivo. Sus alrededores, aquella montaña de nave que cada vez se engrandecería más y más ante él, proporcionaban toda la seriedad que cualquiera pudiera desear.

La voz de Latimer en la radio cortó su pequeña y alegre balada.

—Será usted conducido hasta una escotilla por un rayo a 158,6 megahercios. Aparque su deslizador en la cámara y espéreme.

—¿Qué? —Falkayn protestó—. ¿No piensa usted conducirme a bordo?

—No entiendo.

—No me extraña. Olvídelo. De todas formas, no tengo la ambición de convertirme en morcilla.

Falkayn conectó con la señal y dispuso el deslizador para que se dejara conducir por ella. Al acercarse se ocupó de fotografiar la nave espacial, estudiando por sí mismo las superestructuras semejantes a fortalezas, almacenando en su memoria todos los datos posibles. Pero una parte de su mente funcionaba aparte, preguntándose cosas.

Por los cielos, que ese Latimer es un individuo pluriempleado. Actúa como una especie de agente ejecutivo para quienquiera que sea ese tal Gahood. Pero también ejerce las funciones de oficial de comunicaciones, timonel…, ¡todo!

Bueno, con una automatización suficiente no se necesita mucha tripulación. En estos tiempos ha vuelto a aparecer el hombre completo del Renacimiento, rodeado de una batería de computadores que se especializan por él. Pero todavía hay algunos trabajos que las máquinas no hacen bien. No tienen las motivaciones, la iniciativa, el carácter organianímico de los verdaderos seres sensibles. Nosotros —todas las especies civilizadas que el hombre se ha encontrado hasta ahora— no hemos conseguido todavía construir una nave cien por cien automatizada para algo más que sean los trabajos manuales más sencillos. Y cuando se está explorando, comerciando, guerreando, cualquier cosa donde se produzcan situaciones impredecibles de antemano aumenta la cantidad de tripulantes necesarios. Por supuesto que en parte es para satisfacer necesidades psicológicas, pero también para cumplir la propia misión, con toda su variante complejidad.

¡Lo limitados que nos hemos visto Chee y yo por ser dos solamente! Eso fue a causa de una emergencia que no tiene nada que ver con Gahood. ¿Por qué es Latimer la única criatura con la que he hablado en esta armada de lejano origen?

Su curva de aproximación llevó a Falkayn cerca de un crucero. Se sintió más impresionado que nunca por la densidad de su armamento. Aquellas tórrelas de forma de aletas eran más delgadas de lo que había imaginado. Eran muy apropiadas para instrumentos, con toda aquella área de superficie, e indudablemente parecían estar salpicadas con aparatos. Pero era difícil ver cómo un animal de cualquier tamaño o forma plausibles podía moverse en su interior; o, por la misma razón, dentro del casco, con lo falto de espacio libre que tenía que estar.

La idea no sacudió a Falkayn. Había estado surgiendo en su interior durante un rato y nació tranquilamente. Conectó el transmisor de su casco con la unidad principal conectada con el Muddlin Through.

—¿Me oyes, Chee Lan? —preguntó.

—Sí. ¿Qué informe?

Falkayn pasó a emplear el crian que había aprendido en Merseia. Si Latimer podía escuchar aquello, difícilmente podría entenderlo. El Hermético describió lo que había visto.

—Estoy bastante seguro que todo, a excepción de la nave insignia, es completamente robótico —terminó—. Eso explicaría un montón de cosas, como su formación. Gahood tiene que mantener un control más estrecho sobre ellas que sobre capitanes vivientes, y no le preocupan demasiado las pérdidas en batalla. Son simplemente máquinas. Probablemente, además, están hechas a prueba de radiaciones, y si sólo cuenta con una nave tripulada sería fácil, hasta natural, que haya cargado en la forma en que lo hizo. Por supuesto, y no importa la forma en que esta raza haya organizado su economía, una flota así es muy cara; pero es más fácil de reemplazar que varios centenares o miles de tripulantes altamente especializados. Por una presa como Satán uno bien puede arriesgarse un poco.

—I-yirh, tu idea suena plausible, David; especialmente si Gahood es algo así como un señor de la guerra, con unos seguidores personales dispuestos a ir a cualquier lugar y en cualquier momento. Entonces no habría tenido por qué consultar con otros… Siento un toque de esperanza. El enemigo no es todo lo formidable que parecía.

—Es lo suficientemente formidable. Si no te llamo de nuevo dentro de una hora, o tienes alguna otra razón para sospechar que algo va mal, no juegues a ser el leal camarada. Sal zumbando de aquí.

Ella comenzó a protestar. Él cortó sus palabras con el recordatorio:

—Estaré muerto. Tú no puedes hacer nada por mí, excepto la venganza que pueda derivarse de llevar nuestra información a casa.

Ella se calló.

—Comprendido —dijo finalmente.

—Tienes un cincuenta por ciento de posibilidades de eludir la persecución, diría yo, si es que existe alguna —le dijo—. Diecinueve destructores pueden alcanzarte aunque sólo sea intentándolo al azar. Pero si son robots, puedes engañarlos desde el principio, o por lo menos enviar otra cápsula sin que ellos lo adviertan… Bien, cierro la conexión ahora. Dejaremos de estar en contacto. Buen viaje, Chee.

No pudo seguir su respuesta. Era una versión arcaica de su lenguaje nativo; pero captó unas cuantas palabras, como «bendición», y la voz no era demasiado segura.

La nave insignia se alzaba enhiesta ante él. Desactivó el autopiloto y siguió conduciendo manualmente. Al salir de la sombra de una tórrela, una luz se derramó cegadoramente sobre él; provenía de un círculo grande como una trampilla para cargar mercancías, cuya compuerta se suponía que debía utilizar. Maniobró con cuidado a través de las gruesas placas y la parte exterior de la compuerta. La válvula interior estaba cerrada. La gravedad de la nave hizo que fuese un poco dificultoso posarse sobre el suelo. Habiéndolo hecho así, salió por la mini compuerta de su cabina lo más rápido que pudo.

Después, y con rapidez, desabrochó la cosa que llevaba en el cinturón y la preparó. Llevarla en su mano izquierda le proporcionaba un helado coraje. Esperando a Latimer, examinó el panel de instrumentos del deslizador a través de la capota. El empuje de la gravedad era mayor que el estándar en la Tierra y la escala lo confirmaba dándole un valor de 1,07. La iluminación era un tercio más fuerte de la que él estaba acostumbrado. La distribución de los espectros indicaba una estrella nativa de tipo F, aunque nunca podía uno fiarse demasiado de los fluorescentes…

La válvula interna se abrió y salió un poco de aire. La compuerta era doble con otra cámara detrás de aquélla. Entró una figura humana vestida con traje espacial. Los austeros rasgos de Latimer brillaban detrás de las placas faciales, ensombrecidos por destellos y sombras. Llevaba una pistola. Era una pistola de tipo ordinario, sin duda adquirida en la Luna. Pero detrás de él se movía una forma de metal, alta y compleja, una multitud de extremidades especializadas sobresaliendo de un cuerpo cilíndrico terminando en sensores y tractores: un robot.

—Qué forma tan ruda de recibir a un embajador —dijo Falkayn sin levantar las manos. Latimer no le pidió que lo hiciera.

—Precaución —explicó tranquilamente—. No puede entrar armado. Y buscaremos primero bombas u otros objetos que pueda haber traído.

—Adelante —contestó Falkayn—. Mi vehículo está limpio y, como convenimos, he dejado mis… armas. Pero tengo esto, sin embargo.

Levantó el puño izquierdo mostrando el objeto que sujetaba.

Latimer retrocedió:

—¡Jagnath hamman! ¿Qué es eso?

—Una granada. No nuclear, solamente para uso de la infantería. Pero está rellena de tordenita, condimentada con fósforo en estado coloidal. En un radio de uno o dos metros podría ponerlo todo en un estado bastante desagradable. Por supuesto, mucho peor en una atmósfera de oxígeno. He tirado del seguro y contado casi los cinco segundos antes de volver a ponerlo. Nada, excepto mi pulgar, la impide explotar. Oh, sí, también escupe un montón de metralla.

—Pero…, usted…, ¡no!

—No se altere, camarada. No es demasiado fuerte para que no lo aguante durante una hora. No quiero volar en pedazos. Sólo se trata de que me gustaría todavía menos que me hicieran prisionero, o me matasen, o algo así. Si se comportan ustedes según las normas de la cortesía diplomática no habrá ningún problema.

—Debo informar —dijo Latimer sordamente.

Se lanzó a lo que evidentemente era un intercomunicador. Sin mostrar ninguna emoción, el robot comprobó el deslizador según le había sido ordenado y esperó.

—Le verá. Venga —dijo Latimer.

Latimer encabezaba la marcha; sus movimientos aún eran nerviosos a causa de la rabia. El robot iba en retaguardia.

Entre ellos, Falkayn se sentía atrapado. Su granada no era defensa contra otra cosa que contra la captura. Si los otros lo deseaban podrían impulsarle a la destrucción, sin sufrir demasiado daño; o, si le disparaban cuando regresase, después de que se hubiese alejado un poco, la nave no sufriría ningún daño.

Olvídalo. Viniste aquí para enterarte de todo lo que pudieses. No eres un héroe. Preferirías mucho más estar bastante lejos de aquí, con una bebida en la mano y una chica sentada en las rodillas, vanagloriándote de tus hazañas. Pero aquí podría estar cociéndose una guerra. Planetas enteros podrían ser atacados. Una niña, como por ejemplo tu propia sobrina, podría yacer en una casa devastada por la energía atómica, con la cara hecha una brasa y los ojos derretidos, llorando porque su padre ha muerto en una nave espacial y su madre ha sido aplastada contra la acera. Quizá las cosas no sean realmente tan feas; pero quizá sí. ¿Cómo puedes dejar pasar una oportunidad de hacer algo? Tienes que compartir tu piel contigo mismo.

Me pica y no me puedo rascar. Una sonrisa torció una de las comisuras de su boca. La compuerta de la segunda se cerró, se restableció la presión y la compuerta interior empezaba a abrirse. La cruzó.

No había mucho que ver. Un pasillo, metales desnudos, una luz cegadora. Sobre el suelo resonaban los pasos de Falkayn. Por lo demás, un temblor de motores, un ronco murmullo de los ventiladores eran el único alivio en el silencio. Ninguna puerta, solamente rejillas, hendiduras, de cuando en cuando hileras enigmáticas de instrumentos o controles. Otro robot cruzó un hall transversal a varios metros por delante; un modelo diferente como un disco de calamar con tentáculos y sensores, sin duda destinado a algún tipo en particular de trabajo de mantenimiento; pero la masa de funcionamiento de la nave debía ser integrada, incluso más que en una nave construida por los humanos; la nave misma era una inmensa máquina.

A pesar de la soledad, Falkayn tuvo un sentimiento de cruda y poderosa vitalidad. Quizá proveyese de la enorme escala de todo, o del incesante latido, o por algo más sutil como las proporciones de todo lo que veía, la sensación de masas gigantescas y pesadas, pero preparadas para saltar.

—La atmósfera es respirable —dijo la voz de Latimer por la radio—. La densidad es ligeramente superior al nivel del mar, en la Tierra.

Falkayn le imitó y con su mano libre abrió la válvula para dejar que las presiones se igualaran gradualmente antes de bajar de nuevo la placa oficial y llenar los pulmones.

Excepto por la nueva información, deseó no haberlo hecho. El aire estaba caliente como en el desierto, seco como el desierto, con el suficiente ozono que olía a trueno como para que picase. Otros olores flotaban en aquellas fuertes corrientes, aromas como a especias, sangre y cuero, que se hacían más fuertes al acercarse el grupo a algo que debían ser los alojamientos. A Latimer no parecían importarle ni el clima ni el resplandor; pero estaba acostumbrado a aquello. ¿No era así?

—¿Cuántos seres componen su tripulación? —preguntó Falkayn.

—Gahood hará las preguntas. —Latimer continuaba mirando al frente, y en una de sus mejillas temblaba un músculo—. Le aconsejo encarecidamente que le dé respuestas completas y corteses. Ya es bastante malo lo que ha hecho trayendo esa granada. Tiene usted suerte de que su deseo de conocerle sea fuerte y su irritación ante su insolencia poca. Tenga mucho cuidado o su castigo puede perseguirle incluso después de la muerte.

—Vaya un jefe que tiene usted. —Falkayn se acercó más para observar la expresión de su guía—. Si yo fuese usted lo hubiese dejado hace tiempo. Espectacularmente, además.

—¿Abandonaría usted su mundo, su raza y todo lo que eso significa, sólo porque servirlo se había vuelto un poco difícil? —contestó Latimer despectivamente. Su mirada cambió y su voz descendió—: ¡Cállese! Ya llegamos.

El trazado no era demasiado extraño y Falkayn pudo reconocer un ascensor gravitatorio que se elevaba verticalmente. Los hombres y el robot fueron elevados unos quince metros antes de ser depositados en la cubierta superior.

¿Una antecámara? ¡Un jardín! ¿Una gruta? Falkayn miró asombrado a su alrededor. Todo un camarote, grande como un salón de baile, estaba lleno de plantas. Las cosas que crecían allí variaban desde diminutas flores de dulces olores a árboles completos con hojas puntiagudas, dentadas o con complicadas ondulaciones, pasando por altas plantas grandes de muchas ramas. El tono dominante era un dorado pardo, en la misma forma en que el verde es el color dominante en la Tierra. Cerca del centro chapoteaba una fuente. Su contorno de piedra debía haber estado expuesta al exterior durante siglos, a juzgar por lo erosionada que estaba. A pesar de las convenciones artísticas, totalmente desconocidas para él, Falkayn pudo ver que la forma y lo que quedaba de los relieves eran exquisitos. Las mamparas formaban un asombroso contraste. Estaban decoradas por enormes y crudas manchas de color, enervantes y sin ningún gusto casi por cualquier estándar.

Latimer le condujo hasta una puerta bajo un arco al fondo. Detrás se encontraba la primera sala de una suite. Estaba amueblada —recargada— con una opulencia bárbara. La cubierta aparecía alfombrada por pieles que debían haber pertenecido por lo menos a tigres de angora. Una de las mamparas estaba recubierta por láminas de oro, toscamente trabajado, y otra pintada como las del compartimento anterior; otra estaba tapizada con una piel escamosa, y la otra era una pantalla donde formas abstractas dentadas relampagueaban en una danza fulgurante al sonido de los tambores y el bramido de los cuernos. El cráneo de un animal del tamaño de un dinosaurio abría la boca sobre la entrada. De varios soportes de cuatro patas se desprendía un olor amargo. Dos de los «incensarios» eran antiguos, mostrando las señales del tiempo, delicados, tan hermosos como la fuente. El resto eran poco más que trozos de hierro. Los asientos consistían en un par de plataformas a rayas, cada una con espacio suficiente para tres humanos y unos cojines desparramados sobre la cubierta. Había un montón de objetos descuidadamente amontonados en sitios extraños o en estantes, la mayoría de los cuales Falkayn no intentó siquiera identificar. Pensó que algunos podrían ser recipientes, instrumentos musicales y juguetes, pero necesitaría conocer al dueño de aquello antes de hacer otra cosa que adivinanzas a ciegas. ¡Aquí estamos!

Una gruesa lámina de material transparente, posiblemente vitrilo, había sido superpuesta sobre la puerta interior. Aquello protegería a quien estuviese detrás, en caso de que la granada explotase. Este alguien habría estado más seguro, aún si hubiese hablado con él por un telecomunicador. Pero no, Gahood no tenía ese tipo de mentalidad. Apareció ante su vista. Falkayn había visto una buena cantidad de «no-humanos», pero tuvo que reprimir un juramento. Ante él se alzaba el Minotauro.