Cuando la nave de la Liga entró en contacto con los extraños, las estrellas hacían resplandecer sus colores prismáticos y sus múltiples millares, Beta Crucis un poco más que la más brillante de entre ellas; la Vía Láctea esparcía una oscuridad cristalina; las lejanas y frías espirales de unas cuantas galaxias hermanas se percibían.
Falkayn se sentaba en el puente, rodeado por vistas del exterior y los murmullos del motor. Chee Lan se encontraba detrás, en el centro de control de las armas. Cualquiera de los dos podía haber estado en cualquier otro lugar de la nave, para recibir información del computador y dar las órdenes. Su distanciamiento era sólo una precaución en caso de ataque, pero no mayor que un casco envuelto en hilos electrónicos que se movían a la velocidad de la luz. Mas la soledad acechaba a Falkayn. El uniforme que llevaba bajo su armadura espacial, en lugar de la vestimenta acostumbrada, era más un desafío que una formalidad diplomática.
A través de su casco, que llevaba todavía abierto, contempló las pantallas y después los instrumentos. Su simple organismo de carne y sangre no podía comprender la totalidad de los datos presentados como podía hacerlo el computador. Pero un ojo experimentado adquiría una idea general.
Muddlin Through estaba describiendo una curva que pronto interceptaría una de las naves en vanguardia de la flota. Desde el momento en que entró en hiperconducción tenía que haber sido detectada. Pero ninguna de aquellas naves había alterado su curso ni su atrevida pseudovelocidad. En lugar de eso, habían seguido como hasta entonces, en una formación más densa de la que hubiera adoptado cualquier almirante de la civilización técnica.
Parecía como si el comandante alienígena no permitiese a sus subordinados la menor libertad de acción. Todo su grupo se movía en una unidad, como un martillo lanzado contra el blanco.
Falkayn se humedeció los labios. El sudor corría a lo largo de sus costillas.
—Maldición —dijo—. ¿Es que no quieren parlamentar? ¿Enterarse de quiénes somos, aunque sólo sea eso?
Por supuesto, no tenían que hacerlo. Podían simplemente dejar que Muddlin Through pasase ante ellos, o simplemente planear un acercamiento y asalto rápidos en el momento en que la nave estuviera a su alcance…, un asalto tan rápido que sus probabilidades de variar la fase de sus propias oscilaciones quánticas —lo que haría que la nave fuese transparente a cualquier cosa que lanzasen contra ella— serían muy escasas.
—Quizá no reconozcan nuestra señal como lo que es —sugirió Chee Lan.
Su voz por el intercomunicador hizo que Falkayn la visualizara, pequeña peluda y mortífera… Sí, había insistido en manejar una de las armas con sus propias manos si tuviera lugar una batalla…
—Saben lo bastante sobre nosotros para establecer espías en nuestro territorio nativo —contestó vivamente Falkayn—. Por tanto, también conocen nuestros códigos de comunicación estándar. Llámales otra vez, Atontado.
Las pantallas centellearon con la ligera alteración de la hipervelocidad impuesta por el comunicador exterior al modular vibraciones portadoras de puntos y guiones. Aquel sistema era todavía rudo y primitivo (Falkayn podía recordar cómo al principio de su carrera se había visto forzado a apagar y encender los mismos motores para transmitir un mensaje), pero la llamada era simple: «Urgente. Asuman un estado normal y prepárense para comunicación radiofónica en banda estándar».
—No hay respuesta —dijo el computador después de un minuto.
—Corta la transmisión —ordenó Falkayn—. Chee, ¿puedes pensar en algún motivo para esta conducta?
—Puedo imaginar una buena cantidad de explicaciones distintas —dijo la cynthiana—. Ese precisamente es el problema.
—Oh, sí. Especialmente cuando ninguna de ellas será probablemente correcta. La racionalidad de una cultura no tiene nada que ver con la de otra. Aunque yo pensaba que cualquier civilizado capaz de volar por el espacio debía necesariamente… No importa. Obviamente no van a desprenderse de una nave para charlar. Así que no me propongo dirigirme directamente a una posible trampa.
Cambia el rumbo, Atontado. Corre paralelamente a ellos.
Los motores gruñeron. Las estrellas se balancearon en las pantallas. La situación se estabilizó. Falkayn miró hacia los desconocidos extranjeros. Estaban cruzando la gloria de Sagitario cubierta por las nubes…
—Podemos enterarnos de algo analizando sus turbulencias, ahora que estamos lo bastante cerca para obtener lecturas precisas —dijo Falkayn—, pero apenas me atrevo a seguirles a Satán.
—A mí no me gusta acompañarles a ninguna distancia —le respondió Chee—. Viajan demasiado de prisa para esta clase de alrededores.
Falkayn estiró la mano desprovista de guantelete para coger la pipa que había dejado sobre la mesa. Se había quedado fría. Hizo todo un espectáculo para volver a avivarla. El humo le daba a la lengua y a las narices un reconfortante y cariñoso contacto.
—Estamos más seguros que ellos —dijo—. Conocemos mejor la región, después de haber estado allí durante un rato. Por ejemplo, hemos cartografiado la órbita de varios asteroides, ¿no te acuerdas?
—¿No crees entonces que enviaron un explorador como nosotros, que hizo una visita antes de que llegásemos?
—No. Eso implicaría que el sol de su sistema —o por lo menos una gran avanzadilla de sus dominios— está cerca, según van las distancias cósmicas. Ahora bien, la región de Beta Crucis no se puede decir que esté concienzudamente explorada, pero han venido algunas expediciones, como la de Lemminkainen. Y los exploradores siempre mantienen un ojo alerta en busca de signos de alguna civilización con energía atómica. Estoy seguro de que alguien, alguna vez, habría identificado las emisiones de neutrino de cualquier planeta semejante en un radio de cincuenta años luz de aquí. Es cierto que puede ser que esos generadores nucleares no estuviesen construidos hace cincuenta años y que los neutrinos no hubiesen hecho aparición todavía; pero, por otra parte, se han hecho viajes más allá de esta estrella. En conjunto, todas las probabilidades son de que estos personajes han venido desde una distancia considerable. La nave mensajera de la Luna apenas debe haber tenido tiempo para notificarles la existencia del planeta errante.
—E inmediatamente ellos envían toda una flota —sin investigación preliminar— que se lanza rugiendo sobre la meta como si estuviésemos en un espacio limpio, con un átomo de hidrógeno por centímetro cúbico… ¿y ni siquiera intentan descubrir quiénes somos? «¡Ki-yao!».
La sonrisa de Falkayn fue tensa y breve.
—Si una cynthiana dice que una acción es demasiado impulsiva, entonces, por mi baqueteado escudo, que sí lo es.
—Pero estos mismos seres —seguramente los mismos— organizaron Serendipity…, una de las operaciones a más largo plazo y más exigentes de paciencia de las que he oído hablar en mi vida.
—En la historia humana se encuentran paralelos a esto, si en la vuestra no los hay. Y, hummmm, humanos —más o menos humanos— tenían mucho que ver en este caso…
El computador dijo: «Entrada de hipercódigo». La pantalla de lectura parpadeó con una serie que Falkayn reconoció: «Petición de conversaciones reconocida. Aceptada. Proponemos encuentro a diez unidades astronómicas de aquí, a quinientos kilómetros de separación».
No se detuvo a informar a Chee —eso lo haría la nave—, ni a gritar su propio asombro, casi ni a sentirlo excepto por un instante. Había demasiado trabajo que hacer. Las órdenes saltaban de él: Enviar acuerdo. Trazar el rumbo apropiado. Mantenerse alerta en caso de alguna traición, bien de la nave que se detendría a parlamentar separada del resto de la flotilla, o de ésta que podría atacarles por la espalda a hipervelocidad.
—Todo el grupo permanece unido —le interrumpió Atontado—. Evidentemente, se reunirán con nosotros en bloque.
—¿Qué? —se atragantó él—. Pero eso es ridículo.
—No —la voz de Chee sonaba lúgubre—. Si los veintitrés disparan al mismo tiempo sobre nosotros, estaremos perdidos.
—Quizá no; —Falkayn apretó la pipa con más fuerza entre sus mandíbulas— o pueden ser honrados. Lo sabremos dentro de treinta segundos.
***
Las naves cortaron sus osciladores quánticos y relampaguearon al pasar al relativo estado de la «materia-energía». Después siguió el período habitual de empuje apresuradamente calculado y aplicado, hasta que las velocidades cinéticas fueron igualadas. Falkayn dejó que Atontado se cuidase de eso y Chee de las defensas. Se concentró en observar lo que pudiese acerca de los extraños.
No era mucho. Un rastreador podía localizar una nave y ampliar la imagen, pero los detalles se perdían a través de aquellas distancias, débilmente iluminadas. Y eran los detalles lo que importaba; las leyes de la naturaleza no permiten diferencias fundamentales entre distintos tipos de naves espaciales.
Averiguó que los diecinueve destructores o escoltas, o lo que se les quisiera llamar, tenían formas aerodinámicas para descender a la atmósfera, pero tan radicales que eran tres veces de la longitud de su nave sin tener, apreciablemente, más manga. Parecían anguilas rígidas. Los cruceros se parecían más a los tiburones, con tétricas estructuras parecidas a agallas que debían ser instrumentos o tórrelas de control. La nave insignia era básicamente una enorme esfera, pero esto aparecía oscurecido por las torres de acero, las protuberancias parecidas a miles de ametralladoras, cabrias, y oirás que cubrían su casco.
Podían emplearse tranquilamente términos navales para describir las naves alienígenas, aunque ninguna de ellas se correspondía exactamente con los tipos semejantes de la Liga. Aquéllas rebosaban armas, lanzadores de misiles, proyectores de energía. Rebosaban armas en sentido literal. Falkayn nunca había encontrado naves tan profusamente armadas. Con la maquinaria y talleres que aquello llevaba consigo…, ¿dónde demonios quedaba sitio para la tripulación?
Los instrumentos decían que empleaban pantallas radiactivas, radares, energía de fusión. Aquello no era ninguna sorpresa. La apretada y poco ortodoxa formación sí lo era. Si temían que hubiera problemas, ¿por qué no dispersarse? Una cabeza de cincuenta megatones que explotase en el centro de la formación destruiría directamente dos o tres de ellas y cubriría el resto con radiaciones. Quizá aquello no inutilizase sus computadores y demás aparatos electrónicos —dependía de que empleasen cosas semejantes a los transistores—, pero proporcionaría una dosis mortal a una buena parte de las tripulaciones y mandaría el resto al hospital.
A menos que a los alienígenas no les dañaran los rayos X y los neutrones. Pero entonces no serían protoplasmáticos. Con o sin drogas, las moléculas orgánicas sólo pueden tolerar un cierto bombardeo sin sufrir alteraciones. A menos que hubiesen desarrollado alguna pantalla desconocida para él para deflectar las panículas sin carga. A menos que…, a menos que…, a menos que…
—¿Estás en contacto con alguno de sus mecanismos? —preguntó Falkayn.
—No —contestó Alomado—. Están simplemente decelerando, como hubiesen tenido que hacerlo antes o después, si deseaban ponerse en órbita alrededor de Satán. La tarea de igualar las velocidades nos la dejan a nosotros.
—Son unos bastardos arrogantes, ¿no es cierto? —dijo Chee.
—Con un arsenal así, la arrogancia es fácil. —Falkayn se acomodó en su silla—. Podemos jugar al mismo juego. Desactiva los comunicado-res. Deja que nos llamen ellos.
Se preguntó si su pipa parecería tonta, emergiendo por la boca de un casco espacial abierto. Le importaba un comino. Quería fumar. Una cerveza todavía le hubiese sentado mejor. La tensión de preguntarse si aquellas armas iban a disparar contra ellos estaba resecándole la boca.
Un rayo de energía les alcanzaría antes de que pudiese ser detectado. Quizá no penetrase en la armadura con la rapidez suficiente para que Muddlin Through adquiriese hipervelocidad y escapase, pero eso sería determinado por varias cosas impredecibles, como la energía del rayo y el lugar exacto donde golpease. Pero si los alienígenas quieren matarnos, ¿por qué iban a molestarse en revertir las velocidades? Pueden alcanzarnos, quizá no sus naves más grandes, pero esos destructores deben ser más rápidos que nosotros. Y no podemos estar fuera de fase con diecinueve enemigos distintos, cada uno intentando alcanzarnos, durante mucho tiempo.
Pero si quieren hablar, ¿por qué no contestaron nuestras llamadas antes?
Como si hubiera leído la mente de su compañero, Chee Lan dijo:
—Tengo una idea que puede explicar parte de su conducta, Dave. Supón que sean salvajemente impulsivos. Cuando se enteran de la existencia de Satán, mandan una fuerza de combate para adueñarse de él. Puede ser para adelantarse a miembros de su propia raza. No sabemos lo unificados que están. Y no pueden haberse enterado que Serendipity ha sido descubierta. Ni pueden estar seguros de que no ha sido así.
—Bajo esas circunstancias, la mayoría de los seres sensibles serían prudentes. Enviarían una avanzadilla para investigar y volver a informar antes de decidirse por completo. Pero estas criaturas no. Se lanzan a la carga inmediatamente, dispuestos a destruir cualquier oposición o a morir en el intento.
—Y se encuentran a alguien esperándoles: nosotros, una pequeña nave, corriendo alegremente hacia ellos para concertar un encuentro. Tú y yo nos preguntaríamos si no habrá más naves, mayores, escondidas cerca de Satán. Nuestra primera idea sería hablar con los otros. Pero ellos no reaccionan de la misma forma. Siguen adelante, y piensan: «o bien estamos solos y podemos aniquilarlos fácilmente, o tienen amigos y entonces habrá una batalla. La posibilidad de retirarse o de negociar no es considerada. Ni alteran sus vectores por nuestra causa. Después de todo nos dirigimos directamente hacia ellos. Nosotros mismos nos pondremos al alcance de sus armas».
—Bien, les decepcionamos, tomamos un curso paralelo. Ellos deciden que será mejor que lo que tengamos que decir, o, por lo menos, que lo mismo les da hacerlo. Quizá se les ocurra que podríamos alejarnos, y, a pesar de todo, contar lo que pasa en la Tierra. Se ve que tendrían que desprenderse de uno o dos destructores para perseguirnos. Y su formación sugiere, que, por alguna razón, no les gusta hacer eso.
—Resumiendo, otra relampagueante decisión ha sido tomada, sin tener en cuenta lo que tiene de riesgo.
—Suena como una locura —objetó Falkayn.
—Para ti, no para mí. Los cynthianos son menos calmosos que los humanos. Te concedo que mi gente, mi propia sociedad, es prudente; pero conozco otras culturas en mi planeta donde las acciones fulgurantes son cosas normales.
—Pero son tecnológicamente primitivas, Chee. ¿No es cierto? No se puede operar en una civilización con energía atómica de esa forma. Las cosas se te vendrían abajo. Ni siquiera el viejo Nick tiene autoridad absoluta sobre su propia empresa. Debe trabajar con consejeros, ejecutivos, gente de todo tipo y categoría. La curva de distribución normal garantiza bastantes tipos naturalmente cautelosos como para poner un freno a un aventurero ocasional…
Falkayn se interrumpió. El receptor central había adquirido vida.
—Nos están llamando —dijo. Los músculos de su vientre se tensaron—. ¿Quieres una pantalla auxiliar para mirar?
—No —contestó Chee Lan, seria—. Escucharé, pero quiero concentrar mi atención en nuestras armas y en las suyas.
Los rayos entraron en contacto. Falkayn escuchó el informe con medio oído: «Están transmitiendo desde la nave insignia»; el resto de su atención se centró en la imagen que apareció ante él.
¡Un hombre! Falkayn casi dejó caer su pipa. Un hombre, delgado, con el cabello veteado de gris, de ojos apagados y cuerpo cubierto por un oscuro mono… Debiera haberlo adivinado. Debiera haber estado preparado. En el fondo no se veía demasiado: una consola de instrumentos, obviamente no procedente de ninguna manufactura técnica, brillando bajo una fuerte luz blanca.
Falkayn tragó saliva.
—Hola, Hugh Latimer —dijo suavísimamente.
—No nos hemos conocido —replicó en un ánglico con un fuerte acento y desprovisto de emociones.
—No. Pero ¿qué otro podía ser?
—¿Quién eres tú?
La mente de Falkayn se embarulló. Su nombre era una carta agujereada en una partida salvaje. No iba a ponerla boca arriba para que el enemigo sacase deducciones de ello.
—Sebastián Tombs —replicó.
El apodo no era muy original, pero Latimer difícilmente podía conocer el origen. La pura casualidad había llevado aquellos libros a la biblioteca del duque Roberto para que un muchacho curioso los encontrase y descubriese, así que los idiomas antiguos no eran sólo clásicos y composiciones, sino también divertidos a veces…
—Doctor en Comercio y capitán de la Liga Polesotécnica —aclarar su rango no causaría ningún daño y quizá sirviese de algo—. ¿Está usted al frente de su grupo?
—No.
—Entonces me gustaría hablar con quienquiera que esté al mando.
—Lo hará —le respondió Hugh Latimer—. Él lo ha ordenado. Falkayn se estremeció.
—Bien, conécteme con él.
—No lo entiende usted —dijo el otro, pero su voz continuaba sin inflexiones y sus ojos miraban directamente desde su rostro de altos pómulos y fuertemente bronceado, cuando añadió—: Gahood quiere que venga usted aquí.
La pipa chocó con los dientes de Falkayn. La echó a un lado y exclamó:
—¿Estás viviendo en el mismo universo que yo? Esperas que yo… —se reprimió—. Tengo unas cuantas sugerencias que hacerle a su comandante —dijo—, pero me las reservaré porque su anatomía puede que no esté adaptada a lo que pienso. Pregúntele sencillamente si considera razonable que yo, o cualquiera de mi tripulación, nos pongamos a merced suya de esa forma.
¿Cruzó un débil signo de miedo los rígidos rasgos de Latimer?
—Mis órdenes han sido recibidas. ¿Qué valor tendría para usted el que yo volviera, discutiera y fuese castigado? —vaciló—. Creo que tiene usted dos alternativas. Puede negarse a venir aquí, en cuyo caso imagino que Gahood comenzará a disparar. Puede que escape usted o no; no parece importarle demasiado. Por otra parte, puede usted venir. Está intrigado ante la idea de conocer un… humano en estado salvaje. Puede qué consiga usted algo, no lo sé. Quizá usted y yo podamos fijar unas condiciones antes que le den la seguridad de volver. Pero no debemos tardar mucho o se impacientará. O se enfadará —su miedo era ahora inconfundible—. Y entonces podría suceder cualquier cosa.