Capítulo 11

En la década o más que había transcurrido desde que los lemmikainenitas lo habían encontrado, el planeta errante se había desplazado bastante. Observando a Beta Crucis por la escotilla, Falkayn dejó escapar un bajo y respetuoso silbido.

—¿Podemos acercarnos tan siquiera? —preguntó.

Sentado entre los paneles de control, entre los instrumentos que centelleaban, se apagaban y tintineaban, entre las suaves pulsaciones y trepidaciones del puente del Muddlin Through, no veía directamente a la estrella, ni a un simulacro verdadero. A muchas unidades astronómicas de distancia como estaban, hubiese incluso quemado sus ojos. La pantalla reducía la brillantez y magnificaba el tamaño para él. Lo que veía era un círculo azulina, moteado como un leopardo, rodeado por una exquisita filigrana de rubíes, oro y ópalos, un encaje que se extendía a partir del círculo en un área varias veces su diámetro. Y el espacio detrás no era oscuro, sino que relucía con una luz perlada a través de un cuadrante del cielo, además de desvanecerse en la noche.

Las manos de Falkayn se crisparon sobre los brazos de su silla. El corazón le retumbaba. Buscando alivio a un naciente y primitivo temor, apartó la vista de la pantalla, de todas las pantallas, y la llevó a los conocidos rastros de sí mismos que su equipo había puesto aquí y allá. Aquí había colgado Chee Lan una de aquellas intrincadas reticulaciones que su pueblo estimaba como obras de arte; allí él mismo había pegado una foto femenina: más allá, Adzel tenía un bonsai sobre una estantería… «Adzel, amigo, ahora cuando necesitamos tu fuerza, la fuerza de tu sola voz, estás a doscientos años luz de nosotros».

«¡Déjate de idioteces! —se dijo Falkayn a sí mismo—. Te estás volviendo un blandengue. Es comprensible, ya que Chee ha tenido que pasarse la mayor parte de nuestro viaje cuidándome para sacarme de esa semivida».

Su mente se detuvo. Jadeó para inhalar aire. El horror de lo que le habían hecho regresó con toda su fuerza. Todas las estrellas volvieron a un radio infinito. Se acurrucó solo, entre la negrura y el hielo.

Y sin embargo, no podía recordar claramente cómo había sido aquella esclavitud de su mente. Era como intentar reconstruir un sueño febril. Todo era vago y grotesco; el tiempo se retorcía como el humo a su alrededor, se disolvía y tomaba nuevas formas evanescentes; había sido atrapado en otro universo y otra persona, y no eran suyas, y no podían atreverse a hacerles frente de nuevo en la memoria, suponiendo que hubiese sido capaz. Había deseado a Thea Beldaniel como no había deseado a ninguna otra mujer desde los tiempos de su adolescencia; había adorado a aquella indefinida Raza Superior como no había adorado a ningún dios en su vida; había mostrado una apariencia fría y una mente lógica y clara cuando le fue necesario, y después había vuelto a aquel oscuro y tibio abismo. Sin embargo, en cierta forma no era él quien hacía estas cosas, sino otros. Ellos le utilizaron, penetraron en él y le usaron… ¿Cómo podría encontrar venganza para una violación tan profunda?

Esta última idea nació como un destello solitario en su noche. La tomó, la apretó contra sí, sopló su espíritu sobre ella y la cuidó hasta que ardió. Después vino la furia, tan segadora como un lejano y enorme sol, y volvió a sentirse limpio. Quizá estuviese reviviendo antiguas encarnaciones cuando blandió un hacha vikinga, galopó antorcha en mano, sobre un pony tártaro, activó las armas que convierten a las ciudades en montones de piedras. Aquello le daba fuerza, lo que, a su vez, le proporcionaba cordura.

Unos minutos después del ataque ya estaba otra vez tranquilo. Sus músculos aflojaron los doloridos nudos, el pulso y la respiración se hicieron más lentos, el sudor se secó, aunque pudo percibir la acritud que dejaban atrás.

Pensó duramente: «Empecemos con el trabajo que nos ha traído aquí. Y para empezar no hay por qué estar tan reverentes. He visto estrellas mares y, brillantes como ésta».

Por supuesto que sólo unas pocas. Los gigantes azules eran monstruos también por su rareza, y resulta terrorífico contemplar hasta el más pequeño de ellos. Aquellas manchas de la fotosfera eran remolinos que podían tragar cada uno un planeta como Júpiter. Aquel arabesco de filamentos comprendía las protuberancias —masas equivalentes a la de toda la Tierra, vaporizadas, ionizadas, convertidas en plasma incandescente, lanzadas a millones de kilómetros en el espacio, algunas perdidas para siempre, algunas lloviendo sobre la estrella de nuevo—; pero sus etéreas formas le eran dadas por campos magnéticos lo suficientemente grandes para luchar con él. La corona fluorescía a través de distancias orbitales porque su gas era perforado por las partículas, átomos, quanta duros y blandos de una estrella cuyo brillo provenía de una tormenta en proceso, ochocientas cincuenta veces la medida de la del Sol, una tormenta tan grande que no podía durar más que un centenar de mega-años antes de terminar en el estallido de una supernova. Falkayn contempló su violencia y se estremeció.

Se dio cuenta de que el computador de la nave había hablado.

—Perdón, ¿qué decías? —dijo automáticamente.

—No estoy programado para ofenderme, por lo tanto disculparse ante mí es superfluo —dijo la voz plana y artificial—. Pero he sido instruido para que te trate con tanto cuidado como lo permiten mis bancos de datos y mis circuitos de ideas, hasta que hayas recobrado por completo tu equilibrio nervioso. En consecuencia, se sugiere que consideres que la indulgencia que has solicitado te ha sido concedida.

Falkayn se relajó. Su risa se convirtió en una risotada.

—Gracias, Atontado —dijo—. Necesitaba oír eso.

Apresuradamente, añadió:

—No lo estropees diciéndome que dedujiste la necesidad y calculaste la respuesta. Simplemente repite otra vez lo que habías dicho.

—En respuesta a tu pregunta sobre si podemos acercarnos más, la respuesta depende de lo que quieras decir con «acercarnos». El contexto deja claro que deseas saber si podemos llegar a nuestro planeta de destino con una probabilidad de seguridad aceptable. Afirmativo.

Falkayn se volvió hacia Chee Lan, que estaba en su propio asiento —parecido más bien a una tela de araña—, a su derecha. Ella también debía haber percibido cuándo el horror había hecho presa en él, pero, característicamente, decidió no intervenir. Como todavía necesita distracción, dijo:

—Recuerdo claramente haberle dicho a Atontado que abandonase esas estúpidas contestaciones como «afirmativo» o «negativo», puesto que un sencillo «sí» o «no» era suficiente para Churchill. ¿Por qué diste contraorden?

—No la di —contestó la cynthiana—. A mí me da igual cómo conteste. ¿Qué significan para mí los matices del ánglico, si es que los tiene? —añadió despreciativamente—. No, la culpa fue de Adzel.

—¿Por qué él?

—Recordarás que la nave salió directamente de la fábrica para nosotros, así que el vocabulario del computador era el que los ingenieros le habían dado. Ha sido modificado durante el curso del trabajo con nosotros; pero quizá recuerdes también que mientras nos encontrábamos en la Luna pedimos una inspección completa. Tú por entonces estabas como un loco detrás de esa criatura, Verónica, lo que nos dejó a Adzel y a mí para arreglarlo todo. El viejo corazón de mantequilla tenía miedo de que los sentimientos de los ingenieros fueran heridos si advertían el poco uso que hacíamos de su dialecto. Así que dio instrucciones a Atontado.

—No importa —dijo Falkayn. Ahora ya tenía distracción suficiente para que le durase un rato, y le dijo a la nave:

—Regresa al esquema lingüístico anterior y danos algunos detalles sobre nuestro próximo movimiento.

—La observación instrumental parece confirmar lo que te contaron sobre el planeta —dijo la máquina.

Falkayn asintió. Aunque sólo hacía unos días que había recobrado el pleno control de su voluntad, Chee pudo obtener contestaciones completas desde los principios del viaje con los recuerdos de lo que le habían dicho los computadores sobre el planeta.

—Sin embargo, el nivel del ruido es demasiado alto para la exactitud a la distancia actual a que nos encontramos. Por otra parte, he determinado la órbita con la suficiente precisión. Es, indudablemente, una hipérbole de pequeña excentricidad. En el momento actual el planeta está cerca del periastrio; el radio del vector tiene una longitud de 1,75 unidades astronómicas, aproximadamente. Se acercará lo más posible, aproximadamente 0,93 unidades astronómicas dentro de 27,37 días, después de lo cual volverá de forma natural al espacio exterior a lo largo del otro brazo de la hipérbole. No hay evidencia de ningún otro cuerpo que le acompañe de tamaño parecido; por tanto, la dinámica de la situación es sencilla y la órbita casi perfectamente simétrica.

Chee colocó un cigarrillo sobre una interminable boquilla de marfil y chupó ligeramente. Sus orejas se pusieron rígidas, sus bigotes se erizaron.

—¡Vaya un momento de llegar! —rezongó—. No podía ser cuando el planeta estuviese decentemente alejado de ese hinchado balón de fuego. ¡Oh no! Eso sería demasiado fácil. Pondría a los dioses en el problema de encontrar a otra gente sobre la que soltar sus basuras. Tenemos que ir ahí cuando la radiación es más fuerte.

—Bueno —dijo Falkayn—, no veo por qué el objeto podría haber sido encontrado de no haberse dado la casualidad de que estaba acercándose lo bastante cerca para reflejar una cantidad apreciable de luz en su criosfera. Y, después, hay que tener en cuenta el retraso en las comunicaciones galácticas. Fue una pura suerte que yo me enterase del descubrimiento.

—Podías haberte enterado unos años antes, ¿no?

—En ese caso —dijo Atontado— hubiera seguido siendo necesario realizar observaciones posteriores a corta distancia para asegurarse de que, en efecto, las condiciones de la superficie van a ser apropiadas para una base industrial. La cantidad y la composición de material helado no podría haber sido medida con precisión, ni su conducía computarizada antes con el detalle suficiente. El problema es muy complejo, con demasiados puntos desconocidos. Por ejemplo, una vez haya comenzado a formarse una atmósfera gaseosa, otras sustancias volátiles tenderán a re-condensarse en altitudes superiores formando nubes que desaparecerán con el tiempo, pero que, durante su existencia, pueden reflejar una cantidad de radiación tal que la mayor parte de la superficie permanezca comparativamente fría.

—Oh, cierra el pico —dijo Chee.

—No estoy programado ni equipado para…

—Y desaparece de aquí.

Chee se volvió hacia el humano.

—Entiendo lo que dices, Dave, y también lo que dice Atontado. Y por supuesto, el planeta al acercarse está acelerando su velocidad. Hice un cálculo preliminar orbital hace unas cuantas noches, mientras tú dormías, que dice que el radio del vector pasa de tres unidades astronómicas a una en unas diez semanas estándar. ¡En tan poco tiempo la radiación se hace nueve veces mayor!… Pero, de todas formas, sigo deseando que hubiésemos llegado después, cuando la cosa vaya hacia fuera y esté enfriándose.

—Aunque no estoy preparado para cálculos meteorológicos detallados —dijo Atontado—, puedo predecir que el máximo de inestabilidad atmosférica ocurrirá después del paso del periastrio. En el momento presente, la mayor parte de la energía estelar recibida es absorbida por los calores de fusión, vaporización, etcétera. En cuanto este proceso termine, la recepción de energía continuará siendo grande. Por ejemplo, a treinta unidades astronómicas, el planeta continuará recibiendo aproximadamente tanta irradiación como la Tierra; y no se alejará tanto hasta dentro de un buen número de años. Por tanto, puede decirse que las temperaturas subirán enormemente y que se generarán tormentas de tal magnitud que ninguna nave deberá aventurarse a bajar a su superficie. La observación sobre el terreno puede ser todavía factible para nosotros, con las debidas precauciones.

Falkayn sonrió. Cada vez se encontraba mejor; si todavía no se sentía capaz de dominar el cosmos, por lo menos si lo era de entablar una lucha contra él.

—Quizá lleguemos en el mejor de los momentos —dijo.

—No me sorprendería en lo más mínimo —añadió Chee ácidamente—. Bueno, Atontado, ¿cómo concertamos la cita?

—Las pantallas pueden, por supuesto, alejar más partículas radiactivas de las que recibiremos, aun en caso de una tormenta estelar —dijo el computador—. La carga electromagnética es el principal problema. Nuestro material protector resulta insuficiente para impedir una dosis indeseablemente grande de rayos equis en el período requerido para un estudio adecuado. Asimismo, las ondas más largas podrían sobrecargar nuestras capacidades termostáticas. Por tanto, propongo que continuemos en hiperconducción.

Falkayn sacó su pipa del bolsillo de su mono gris.

—Eso significa una pasada bastante peligrosa; tan pocas unidades astronómicas a una velocidad mayor que la de la luz —advirtió.

Dejó sin mencionar las diversas posibilidades: una imperfecta penetración en el campo gravitacional de la estrella desgarraría la nave, un roce con un cuerpo sólido o un gas moderadamente denso produciría una explosión nuclear al intentar ocupar los átomos el mismo volumen.

—Eso entra dentro del uno por ciento de riesgo de esta nave y de mí mismo —declaró Atontado—. Además de realizar el tránsito más de prisa, durante el mismo no habrá reacciones significativas con fotones ambientales o partículas materiales.

—Bien —dijo Chee—. No me apetece ver a esas diminutas cositas zumbando a través de mis células personales. Pero ¿qué pasará cuando lleguemos al planeta? Podemos estacionarnos sobre la parte en sombra y dejar que su masa nos proteja —eso es obvio—; pero ¿qué podemos observar entonces de la superficie?

—Hay disponibles instrumentos adecuados. Adzel haría un uso más efectivo de ellos, por ser un planetólogo especializado; pero no dudo que vosotros dos, con mi ayuda, podáis manejarlos. Además, sería posible hacer breves visitas al lado que está a la luz.

—Estupendo —dijo Falkayn—. Cogeremos la merienda y una servilleta y nos pondremos en camino.

—Puedes llenar tu barriga después —dijo Chee—. Iremos ahora.

—¿Eh? ¿Por qué?

—¿Has olvidado que tenemos competidores? ¿Que hace semanas que unos mensajeros partieron para informarles? No sé cuánto tiempo habrán tardado en llegar allí, o lo rápido que pueden enviar una expedición aquí, pero no espero que tarden mucho, ni que sean demasiado educados cuando nos encuentren.

Chee levantó la cola y extendió las manos en un gesto que equivalía a encogerse de hombros.

—Podríamos o no derrotarles, pero prefiero delegar el trabajo en una flota de batalla de la Liga. Obtengamos nuestros datos y partamos.

—Mmmmm…, sí. Entiendo. Adelante, Atontado; pero mantén todos los sensores alerta por si existieran peligros locales. Tiene que haber algunos difíciles de predecir. —Falkayn cargó su pipa—. No estoy seguro de que Van Rijn desee una acción de la flota, ya que podría poner en peligro sus pretensiones sobre el planeta. Tendría que compartir los beneficios con alguien.

—Por supuesto, sacará de allí todos los millones que pueda —dijo ella—. Pero por una vez ha visto algo mayor que el dinero. Y le asusta. Piensa que la Comunidad —quizá toda la civilización de la técnica— está en guerra y no comprende este hecho. Y si este planeta es lo bastante importante para el enemigo para que arriesgase, y perdiese, una organización de espionaje que tardaron quince años en desarrollar, es igual de importante para nosotros. Avisará a la Liga; incluso a los diferentes gobiernos y a sus flotas si tiene que hacerlo. Yo hablé con él después de sacarte del castillo.

Falkayn perdió su humor. Su boca se endureció. ¡Sé qué tipo de conflicto es éste!

Ahogó la melancolía casi a destiempo. M una tristeza más. Conseguí librarme de aquello. Conseguiré vengarme. Pensemos en lo que hay que hacer ahora.

Se esforzó para que la ligereza volviera a su voz y a su cerebro.

—¡Si el viejo Nick tuviese realmente que terminar conformándose con una porción de la riqueza! Se oirían sus gritos en las Nubes Magallánicas. Pero quizá podamos salvar su tocino —y tostadas francesas y huevos revueltos y café real y, eh, sí, era pastel de coco la última vez que desayuné con él—. ¿Listo, Atontado?

—Preparados para la hiperconducción —anunció el computador.

El zumbido de la energía se hizo más profundo. El cielo detrás de las pantallas se volvió brevemente un manchón. Después el sistema se ajustó para compensar los billones de saltos por segundo. Detrás, las estrellas recobraron sus colores y configuraciones de costumbre. Hacia adelante, donde Beta Crucis las ahogaba, su disco se hinchó hasta que pareció saltar en llamas hacia la nave. Falkayn se acurrucó en su asiento y Chee Lan mostró sus garras.

Aquel momento pasó. La nave recobró su estado normal. Tenía que alcanzar rápidamente la posición y velocidad cinética apropiada antes de que el creciente calor del sol traspasase sus defensas. Pero sus campos de gravedad internos fueron manipulados con tal habilidad por el computador que los dos seres a bordo no sintieron ningún cambio de peso. En unos minutos se estableció una condición estable. La nave se inmovilizó a dos radios del nivel del suelo del planeta errante, balanceando las fuerzas gravitatorias y centrífugas con su propio empuje. Sus navegantes escudriñaron el paisaje.

La amplia pantalla angular mostraba un inmenso circulo negro, bordeado por un blanco cárdeno en los puntos donde los rayos de la estrella eran refractados a través de la atmósfera. Detrás, a su vez, brillaba la corona y bandas de luz zodiacal, por turnos. La medianoche del planeta no estaba sumida en total oscuridad. Auroras boreales lanzaban banderines multicolores; una difusa luz azulada brillaba en otro lado, donde los átomos e iones de moléculas divididas por el sol se recombinaban en formas extrañas; relámpagos, reflejados por unos inmensos bancos de nubes más hacia abajo, creaban la apariencia de fuegos fatuos; aquí y allá relucía una chispa roja, la boca de un volcán en erupción.

En las pantallas de aproximación aparecieron meras fracciones del globo, apoyadas contra el cielo. Pero allí se veían, próximos y claros, los tipos de clima, la cadena de nacientes montañas y los océanos recién nacidos. Falkayn casi podía imaginar que oía el alarido del viento, el rugido de la lluvia, los cañonazos del trueno, que podía sentir cómo la tierra temblaba y se abría bajo sus pies, las galernas levantar a las rocas en torbellinos hacia un cielo ardiente. Pasó mucho tiempo antes de que pudiese apartar la vista de aquella escena.

Pero había trabajo que hacer, y en los días que siguieron perdió inevitablemente parte de su respeto ante los instrumentos. Se desvaneció así la debilidad que le había dejado su cautiverio. El furor básico, el impulso de limpiar su humillación con sangre, no desapareció, pero lo enterró profundamente mientras estudiaba y calculaba. Lo que estaba presenciando debía ser único en la galaxia, quizá en el cosmos, y le fascinaba por completo.

Como habían pensado los lemmikainenitas, éste era un mundo antiguo. La mayor parte de su radiactividad natural había desaparecido hacía tiempo y el frío penetrado hasta las proximidades de su corazón. Pero, a juzgar por el magnetismo, parte del núcleo debía seguir fundido. Una cantidad tan enorme de calor, aislada por el manto, la corteza, los océanos helados y una lámina de atmósfera congelada de diez a veinte metros de espesor medio, no se disipó muy rápidamente. Sin embargo, durante siglos la temperatura se encuentra no muy por encima del cero absoluto.

Ahora la criosfera se estaba disolviendo. Los glaciares se habían convertido en torrentes, que al poco tiempo se vaporizaron al hervir, convirtiéndose en torbellinos aéreos. Los lagos y los mares, al derretirse, redistribuían masas increíbles. Las presiones variaron dentro del globo, el balance isostático se perdió, los reajustes de los estratos, los cambios en la estructura alotrópica, liberaron energías catastróficas, capaces de derretir las rocas. Los temblores dividieron la tierra y conmocionaron las aguas. Los volcanes despertaron a millares. Los géiseres se alzaron por encima del casquete de hielo que todavía quedaba. La ventisca, el granizo y la lluvia azotaban el mundo, llevados por tempestades cuya furia aumentaba día a día hasta que palabras como «huracanes» ya no servían para denominarlas. Suspendidos en el espacio, Falkayn y Chee Lan tomaron medidas de Ragnarók.

Y sin embargo, sin embargo…, ¡qué premio no era aquél! ¡Qué infinito e increíble almacén de tesoros!