Elfland es parte nueva de Lunogrado. Así lo escriben, y por tanto lo creen, los computadores de las autoridades administrativas. Los seres vivos saben más. Ven maravillas, bellezas, diversiones, un lugar para el placer y la animación. Experimentan una magia única.
Pero en los subterráneos de la vieja ciudad las máquinas siempre están en funcionamiento.
David Falkayn se detuvo cerca de un poste en la frontera entre aquellos dos mundos.
—Éste es un agradable lugar para decirse adiós, amor mío —dijo.
La muchacha, que decía llamarse Verónica, se llevó una mano a los labios.
—¿Lo dices en serio? —preguntó con voz temblorosa.
Un poco sorprendido, Falkayn la examinó atentamente. En todo caso era un examen agradable: rasgos picantes, ondulante cabello negro entre el que brillaban como estrellas los diamantes sintéticos, una figura espectacular con sólo unas bandas de tejido iridiscente.
—Espero que no sea para siempre —sonrió—. Lo único que ocurre es que haría mejor en volver a trabajar. ¿Te veré esta noche?
La boca de la muchacha tembló.
—Qué alivio. Me asustaste. Pensé que estábamos dando una vuelta y de repente, sin previo aviso, tú… No sabía qué pensar. ¿Quenas librarte de mí o algo así?
—Por la galaxia, ¿por qué iba a hacer yo algo tan ridículo? Te he conocido, veamos, hace sólo tres días estándar, ¿no es cierto? ¿Desde la fiesta de Theriault?
Ella se sonrojó y esquivó su mirada.
—Pero pensé que quizá quisieses variar de mujeres, es una de las cosas que habrás echado de menos en el espacio —dijo en voz baja—. Seguramente te das cuenta de que puedes escoger. Eres un hombre encantador, un cosmopolita, en el sentido literal de la palabra. Aquí seguimos las últimas modas y nos enteramos de todos los cotilleos, pero ninguna de las chicas de aquí ha viajado más allá de Júpiter. Y casi ninguno de los hombres que conocemos ha ido tampoco. Ni uno solo de ellos puede compararse contigo. He sido muy feliz, muy envidiada y he tenido miedo de que todo terminase bruscamente.
La sangre de Falkayn latió más fuerte por un momento. La presunción le tentó. Indudablemente, pocos habían ganado sus diplomas de doctor en Comercio tan jóvenes como él, por no hablar de haberse convertido en un socio de confianza de un príncipe sin corona como Nicholas Van Rijn, o del hecho de haber servido como instrumento del destino para planetas enteros. También se consideraba a sí mismo bastante guapo: un rostro algo chato, pero de altos pómulos y mandíbula dura, los ojos azules resaltando sobre la bronceada piel, cabello rubio y rizado blanqueado por extraños soles. Puesto en pie alcanzaba la atlética medida de un metro y noventa centímetros, y aunque recién llegado del límite más lejano del espacio conocido, el mejor sastre de la Luna había diseñado su túnica gris perla y sus calzones dorados.
Cuidado, chico. Una precaución animal, desarrollada en países para los que el hombre nunca estuvo destinado, se avivó en su interior. Recuerda que ella no está representando gratis. La razón por la que no le he dicho hasta ahora que hoy vuelvo a trabajar continúa siendo válida, preferiría no tener que preocuparme por disgustos prefabricados.
—Me halagas descaradamente —le dijo—, especialmente al concederme tu compañía. A cambio me encantaría continuar abusando de ti —su mueca se había vuelto picara—. Pero primero cenaremos. Quizá tengamos tiempo también para el ballet. Para la cena seguro. Después de mi larga estancia fuera del Sistema Solar explorando nuevos y salvajes planetas, estoy muy ansioso por continuar con la exploración de nuevos y salvajes restaurantes —saludó con la cabeza—, con una guía tan encantadora.
Verónica hizo revolotear sus pestañas.
—Guía nativa encantada servir gran capitán de Liga Polesotécnica.
—Me reuniré contigo tan pronto como pueda, después de la hora 1800.
—Sí, por favor —ella enlazó un brazo con el suyo—. Pero ¿por qué separarnos ahora? Si yo me he declarado a mí misma de vacaciones… para ti, puedo ir contigo a cualquier sitio.
El animal dentro de él enseñó los dientes. Tuvo que recordarse a sí mismo que debía permanecer relajado.
—Lo siento, no es posible. Secreto.
—¿Por qué? —ella arqueó las cejas—. ¿De veras necesitas ser tan teatral?
Su tono se burlaba y medio desafiaba su amor propio masculino.
—Me han dicho que ocupas un alto puesto en la Compañía Solar de Especias y Licores, la cual es muy importante dentro de la Liga Polesotécnica, que está por encima de la ley planetaria…, hasta de las leyes de la Comunidad ¿De qué tienes miedo? S/ está intentando provocarme, cruzó como un relámpago la mente de Falkayn, podría valer la pena devolverle ahora mismo la provocación.
—La Liga no es una unidad —le dijo, hablándole como si fuera una niña—, es una asociación de comerciantes interestelares. Si es más poderosa que cualquier gobierno, sencillamente se debe a la escala en que operan por fuerza los que comercian entre las estrellas. Eso no quiere decir que la Liga sea también un gobierno. Organiza actividades en cooperación para el beneficio mutuo y actúa de mediadora en una competencia que podría de otra forma convertirse literalmente en una guerra a muerte. Pero, créeme, los miembros rivales no usan la violencia directamente contra los agentes de unos y otros, aunque las trampas se dan por supuestas.
—¿Y bien?
Aunque una conferencia sobre una cosa tan obvia resultaba quizá algo insultante, él pensó que el resentimiento que pasó un instante por la cara de la chica fue demasiado rápido para ser espontáneo. Se encogió de hombros.
—Y bien, hablando con una total falta de modestia, yo soy un blanco perfecto para algunos: la mano derecha y el que resuelve todos los entuertos del viejo Nick. Cualquier pista de lo que pueda hacer a partir de ahora podrían valerle mega créditos a alguien. Tengo que estar en guardia, contra, cómo los llamaríamos, coleccionistas de secretos comerciales.
Verónica le soltó y dio un paso atrás. Había cerrado los puños.
—¿Estás insinuando que yo soy una espía? —exclamó.
«Pues bien, sí» —pensó Falkayn.
No estaba disfrutando con aquello. Buscando algo de paz interior, dejó que su mirada viajase, por un segundo, detrás de la muchacha. El lugar era tan encantador y no del todo real como ella.
Elfland no era la primera comunidad al aire libre construida sobre la superficie lunar; pero, por eso mismo, sus diseñadores pudieron tener la ventaja de las experiencias de ingeniería previas. La idea básica era sencilla: las naves espaciales emplean pantallas electromagnéticas para eliminar las partículas radiactivas; emplean campos de gravedad positivos y negativos generados de forma artificial, no sólo para la propulsión o para que dentro del casco haya un peso constante con cada aceleración, sino también para los rayos tractores y prensiles. Sellemos estos sistemas hasta que mantengan una burbuja de aire gigante sobre una superficie por lo demás vacía.
En la práctica la tarea fue monumental. Pensad en problemas como filtraciones, regulación de la temperatura y control del estrato de ozono. Pero se resolvieron y su solución dio al Sistema Solar uno de sus lugares de esparcimiento más populares.
Falkayn vio el parque que les rodeaba a él y a la chica: verde, árboles, parterres que formaban un entresijo de arco iris. Debido a la gravedad lunar, los árboles se erguían hasta grandes alturas y formaban arcadas tan fantásticas como las de las sonoras fuentes, y la gente caminaba con la misma maravillosa y saltarina ligereza. Las torres y las columnatas se elevaban por detrás de la muchedumbre en fantásticas filigranas de multitud de matices. Entre ellos volaban los pájaros y las calles elevadas. El tibio aire estaba tejido con perfumes, risas, un acorde musical y un penetrante murmullo de motores.
Pero más allá, y por encima, estaba la Luna. Los relojes funcionaban con «GMT»; un millar de pequeños soles colgando de vides de bronce creaban la mañana. Pero la verdadera hora se acercaba a la medianoche. La oscuridad golpeaba espléndida y terrible. En el cénit, el cielo era negro, las estrellas claramente visibles. Al sur, el hinchado escudo de la Tierra, cubierto por las nubes, brillante y azul. Un observador atento podía ver destellos en la zona no iluminada, las megalópolis, empequeñecidas hasta ser convertidas en meras chispas luminosas por aquella mínima distancia astronómica. La avenida de las Esfinges permitía una despejada vista hacia el oeste, sobre el límite del aire: un suelo de cráter ceniciento, la muralla circular de Plutón elevando su brutal masa sobre el cercano horizonte.
La atención de Falkayn volvió a Verónica.
—Lo siento —dijo—; por supuesto, no es nada personal.
Claro que lo es. Puedo clasificarme entre los galácticos más remotos, pero eso no quiere decir que sea un alma especialmente sencilla o confiada. Todo lo contrario. Cuando una dama tan deseable y sofisticada me cae encima tan sólo unas horas después de llegar al lugar… y me hace agradable la vida en todas las formas posibles, excepto contándome cosas sobre sí misma…, y cuando un pequeño sondeo secreto de Chee Lan demuestra que las imprecisas cosas que sí cuenta no se corresponden exactamente con la verdad…, ¿qué se supone que tengo que pensar yo?
—¡Eso espero! —soltó Verónica.
—He jurado lealtad al señor Van Rijn —dijo Falkayn—, y sus órdenes son de mantenerlo todo muy en secreto. No quiere que la competencia le alcance. Lo hago también por ti, corazoncito —añadió suavemente, cogiéndola de las manos.
Ella dejó que su rabia se desvaneciera. Las lágrimas acudieron y temblaron en sus pestañas con una precisión que él consideró admirable.
—Yo quería… compartir contigo… algo más que el placer de unos cuantos días, David —susurraba—. Y ahora tú me llamas espía en el peor de los casos, y una charlatana en… —tragó saliva—, en el mejor. Eso duele.
—Yo no hice nada de eso. Pero lo que no sepas no puede acarrearte problemas, y eso precisamente es lo que yo deseo.
—Pero dijiste que… que no había violencia…
—No, no, por supuesto que no. Asesinatos, secuestros, lavados de cerebro… Los miembros de la Liga Polesotécnica no recurren a tales antiguallas. Lo hacen mejor. Pero eso no quiere decir que sean santos de hojalata. Ellos, o algunos de sus subordinados, han empleado, y se sabe, algunos medios bastante desagradables para conseguir lo que quieren. Unos sobornos de los que te reirías, Verónica.
«¡Ya, ya! —pensaba Falkayn—. Te lanzarías sobre ellos, sospecho que ésa es la frase correcta. ¿Cuánto te han adelantado y cuánto te habrán ofrecido por alguna información importante sobre mí?».
—Y hay peores formas de hacerlo. No gustan demasiado, pero a veces se utilizan todo tipo de espionaje; por ejemplo, ¿no te importa tu intimidad? Hay cien maneras de hacer presión, directas e indirectas, sutiles o toscas. Los chantajes… que a menudo atrapan a los inocentes. Tú le haces un favor a alguien y una cosa lleva a la otra, y repentinamente ese alguien empieza a apretarte las tuercas y comienza a hacerte daño.
«Que es lo que probablemente piensas hacer tú conmigo, añadió su mente de forma irónica». —¿Por qué no te dejo que lo intentes? Tú eres el peligro conocido. Mantendrás alejados los peligros que no conozco y mientras tanto me proporcionarás un buen rato. Quizá sea un sucio truco que un paleto astuto y sin escrúpulos como yo le haga esto a una ingenua que como tú, opera en la ciudad; pero creo que te divierte sinceramente mi compañía. Y cuando me marche, te daré un brazalete de piedra de fuego con una inscripción o algo así.
Ella se soltó de su apretón. Su tono se volvió tenso otra vez:
—Nunca te pedí que violaras tu juramento —dijo—. Lo que sí te pido es que no me trates como un juguete sin nervios y sin cerebro.
«Bien. Otra vez hemos puesto hielo en la voz, ¿eh? Escarcha para ser exactos. Pero yo no puedo pasar el resto de la semana discutiendo. Si no invierte los vectores, olvídala, chico».
Falkayn adoptó bruscamente lo que constituía una posición de firmes. Sus talones resonaron. Una máquina podría haber hecho uso de su garganta.
—Señora, mis disculpas por ofreceros mi compañía bajo condiciones que parecéis encontrar intolerables. No os molestaré más. Buenos días.
Saludó con la cabeza, dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas.
Durante un minuto pensó que no había dado resultado. Entonces ella dejó escapar algo que era casi un alarido y corrió tras él pasando un lacrimoso rato explicando que ella no le había entendido bien y que lo sentía, y que nunca, nunca, volvería a hacer una escena, únicamente con que él…
Hasta puede que fuese parcialmente sincera. ¿Un veinte por ciento, quizá?
«Servía de algo ser un vástago de una casa señorial en el Gran Ducado de Hermes —pensó Falkayn—. Por supuesto, él era el hijo menor y se había marchado a edad muy temprana, después de patalear con demasiada fuerza contra las riendas que los aristócratas se suponía que debían soportar, y desde entonces no había visitado su planeta nativo. Pero algo de aquel duro entrenamiento se aleó con el metal que había en él. Sabía cómo actuar en momentos de insolencia; o cómo continuar un trabajo cuando lo que en realidad le gustaría sería prolongar las vacaciones». —Se libró de Verónica tan rápido como era posible en una escena de reconciliación, y siguió su camino.