Capítulo 9

La noche anterior a su partida, Bayard Story invitó a Nicholas Van Rijn a cenar con él. El Consejo de la Liga se había disuelto sin adoptar ningún acuerdo y los delegados debían arreglar sus propios asuntos lo mejor que pudieran.

La Sala Saturno del hotel Universo estaba casi llena, aunque no lo parecía, gracias a las mesas convenientemente espaciadas y a la discreta iluminación. Quizá se trataba de que los amigos y los amantes se disponían a aprovechar todas las oportunidades de divertirse que tuvieran, mientras los rumores de una guerra hervían por todas partes, o quizá no. El Sistema Solar no había tenido experiencia directa de un conflicto armado desde hacía tanto tiempo que resultaba difícil predecir el comportamiento de la gente. Las parejas se abrazaban estrechamente deslizándose sobre la pista. ¿Había realmente una nota melancólica en la música de la orquesta en directo? Arriba estaban los vastos semicírculos de los anillos, de tintes más sutiles que los arcos iris en un cielo violeta donde en aquel momento se veían cuatro satélites. Unas centellas luminosas parpadeaban en los arcos y los meteoros rasgaban los cielos. En el punto donde se ponía un sol diminuto, oscurecido por el espeso aire, se amontonaban las nubes, pardas y rosadas.

—Este lugar es más apropiado para un romance que para una pareja de ejecutivos fatigados —observó Story con una ligera sonrisa.

—Bueno, cualquier idea en la que podamos ponernos de acuerdo es completamente romántica —gruñó Van Rijn desde las profundidades del menú.

Con la mano libre se llevaba a la boca trocitos de akvavit y tragos de cerveza alternativamente. Story sorbía champán con ron.

—Veamos…, dood en ondergang, déjeme ver, por favor; este lugar está tan oscuro como el cerebro de un burócrata. Empezaré con una docena de ostras Limfjord. Limfjord, por favor, camarero, patas de cangrejo heladas y puntas de espárragos, y cincuenta gramos de paté de Estrasburgo. Después, mientras me como mi aperitivo, puede llenarme un buen cuenco de sopa de cebolla a la Ansa. No se la pierda, Story, se emplean especias que quizá no consigamos nunca más, si ocurre algo tan estúpido como una guerra. Para la sopa el vino… Continuó así durante varios minutos.

—Oh, tráigame los tournedós del menú del día, poco hechos —dijo Story riendo—, y, muy bien, esa sopa de cebolla, puesto que me la han recomendado.

—Debiera prestar más atención a lo que come, muchacho —dijo Van Rijn.

—Yo no hago un dios de mi estómago —dijo Story encogiéndose de hombros.

—¿Cree que para mí lo es, no? No, maldita sea, yo hago que mi estómago trabaje para mí, lo hago trabajar como un esclavo. Yo lo que cuido es mi paladar. ¿Qué hay de malo en ello? ¿Quién resulta perjudicado? El primer milagro de Nuestro Señor fue convertir el agua en vino, y fue una buena cosecha, sí señor. —Van Rijn sacudió la cabeza y los tirabuzones danzaron sobre su chaqueta de brocado—. Los que arman los líos son los que no están contentos con la buena comida, la bebida, la música, las mujeres, las ganancias; todo eso son regalo de Dios. No, nos traen miseria porque tienen que jugar a ser Dios ellos mismos, serán nuestros Salvadores con mayúscula.

Story se puso serio y replicó:

—¿Está seguro de que no es usted el que se cree en posesión de la verdad? Lo que defendía ante el Consejo podría; casi con certeza que hubiera conducido a la Liga a una guerra.

Las cejas de Van Rijn se unieron en un gesto de desprecio.

—Creo que no. La Liga junto con el Mercado Común serían demasiado para Babur. Se retiraría.

—Quizá… si el Mercado Común estuviese dispuesto a acceder a que Mirkheim quedase bajo la administración de la Liga. Pero sabe usted que las Compañías nunca estarían de acuerdo con eso. El Mercado Común…, el gobierno en posesión de los supermetales significaría que son «ellas» las que disponen de ellos. Sería su entrada en el espacio en una escala de operaciones lo bastante grande como para amenazar a los Siete y a los independientes con empujarles contra la pared.

—Así pues, manteniéndonos en un punto muerto, vosotros Siete, así os coma la peste, garantizáis que la Liga no haga nada unida, ni siquiera exista como tal.

—Quiere usted decir que la Liga permanecerá neutral. ¿Realmente que se produzca en ella una ruptura abierta e irrevocable? La Liga tendrá una voz en conjunto si nosotros, los Siete, nos mantenemos en buenas relaciones con Babur, gane quien gane. De hecho, cuando vuelva a mi base voy a ver si los Siete pueden prestar sus buenos oficios para lograr un acuerdo. —Story levantó un dedo—. Por eso quería verle esta noche, señor Van Rijn. Una última llamada, si usted cooperara con nosotros e intentase que los independientes se nos uniesen…

—¿Cooperar? —Van Rijn sacó su caja de rapé y se llevó una pizca a la nariz—. ¿A qué equivaldría eso? ¿A hacer todo lo que usted diga?

—Bien, por supuesto tendríamos que tener una estrategia central que conllevaría un embargo, declarado o no, del comercio con ambos bandos. Podríamos echar la culpa al azar, ser diplomáticos. Ambos comenzarían pronto a sentir la falta de materiales, incluyendo los militares, y estarían más dispuestos a aceptar la mediación de la Liga.

—No la mediación de la Liga —dijo Van Rijn—, de la Liga entera. ¿Cómo encajarían ahí las Compañías? Ellos y el gobierno del Mercado Común son dos lados de la misma moneda, maldita sea. Eso empezó y ha ido cada vez a más desde…, desde el Consejo de Hiawatha, creo.

—No estoy diciendo nada que no haya dicho antes muchas veces —prosiguió Story—. Sólo tengo…, bueno, no lo llamaré probabilidad de hacer que se atenga usted a razones. Digamos que me pareció que era mi deber intentar persuadirle hasta el último minuto.

—Mi deber no es lo que estoy escuchando. Lo he dicho cientos de veces, yo lo he dicho, que si nosotros los independientes nos unimos con los Siete, o con las compañías, será verdaderamente el fin de la Liga, porque nosotros somos los últimos miembros con verdadero espíritu.

Van Rijn se echó hacia atrás, se llevó el vaso a los labios y contempló el enorme simulacro sobre su cabeza. La noche había caído sobre la escena, los satélites colgaban entre halos helados y la sombra de Saturno comenzaba a reptar entre los anillos. No había aparecido ninguna estrella. Suspiró.

—Pero hemos nacido demasiado tarde. ¡Si yo hubiese estado en el Consejo de Hiawatha, lo que podría haberles dicho!

—Tomaron una decisión perfectamente lógica —dijo Story.

—Sí, eso fue lo peor de todo —asintió Van Rijn.

Los historiadores no apreciarían la ironía de que la reunión hubiese tenido lugar allí hasta mucho tiempo después. En su época, si hubo algún simbolismo consciente en la elección del lugar, era puro optimismo. Después de todo, las colonias O’Neill no sólo habían proporcionado al hombre su primera morada en el espacio, sino que el florecimiento de industrias totalmente nuevas en ellas fue de primera importancia en el renacimiento de la libre empresa. Tan importante llegó a ser ese renacimiento, en formas de vida y de pensar además de en la economía, que, junto con la unión de sociedades terrestres anteriormente dispersas, puede decirse que toda una civilización cobró existencia: la Técnica. Después del desarrollo del hipermotor, la explosiva expansión del hombre lejos del Sol dejó anticuados aquellos pequeños mundos artificiales, que sin embargo continuaron fielmente girando alrededor de sus puntos de Lagrange, siguiendo la Luna, sesenta grados por delante o por detrás, y no fueron abandonados de la noche a la mañana. Cuando la Liga Polesotécnica reunió la más importante de sus sesiones ejecutivas, Hiawatha y su gemela, Minnehaha en particular, servían aún de albergue a importantes contingentes de trabajadores.

El problema con el que la Liga se enfrentó tenía muchas facetas. La mayoría de los gobiernos desconfiaban de ella, cosa totalmente lógica, pues aunque según sus estatutos era simplemente una asociación para ayudarse mutuamente, tenía más poder que cualquier estado aislado. No sólo humillaba a los gobiernos sino que les ponía en dificultades cuando no les dejaba opción sobre decisiones que afectaban profundamente el comercio interior, cuando su crédito valía más que el dinero oficial, cuando los intentos gubernamentales para regular el mundo de los negocios eran subrepticiamente olvidados o despreciados abiertamente. Tampoco se trataba simplemente de que un grupo de funcionarios ambicionase el poder. Había muchas quejas justificadas. Ningún sistema inventado por los mortales es perfecto: todos tuercen el rumbo de unas cuantas vidas. Cualquier muchacho o muchacha pobre, o un no humano, podía ascender hasta que vivía como si fuera un dios y controlaba fuerzas que hubiesen estado más allá de la imaginación de los hacedores de mitos. Los subordinados eficientes podían alcanzar posiciones muy favorables, pero siempre existirían los que no tenían especial capacidad o simplemente carecían de suerte. En su mayor parte, el convertirse en burócratas rutinarios no les hacía sentirse desgraciados, pero algunos se sentían amargados y llenos de veneno. Lo más importante, sin embargo, era seguramente ese enorme porcentaje de humanidad que, en realidad, nunca había querido ser libre. La mayoría de esta gente anhelaba la seguridad que los candidatos políticos les prometían. Una minoría más activa deseaba solidarizarse con alguna causa excitante y pensaban que todos los demás debieran desear lo mismo.

La Liga tenía sus propios problemas. La escala y la variedad de las operaciones y el arrollador flujo de información estaban minando la administración de las grandes compañías. El concepto de contrato libre estaba siendo crecientemente olvidado, así como el establecimiento de escrituras; lo común era la explotación despiadada de sociedades y recursos naturales. Lo más peligroso era la introducción de las tecnologías modernas entre razas atrasadas sin una cuidadosa consideración previa… irresponsablemente, a cambio de unos cuantos créditos, sin tener en cuenta si era acertado dejar a culturas semejantes en posesión de cosas como naves espaciales y armas nucleares.

Finalmente, el Mercado Común eligió un parlamento que se comprometió a llevar a cabo profundas reformas; su jurisdicción era todavía el mercado más importante de la Liga y su principal fuente de mano de obra. Un asombroso número de leyes nuevas y radicales fueron aprobadas en los «mil días», y, lo que era más importante, estas leyes comenzaron a ser llevadas a la práctica, así como muchas ya antiguas.

Por consiguiente, la Liga Polesotécnica reunió un Gran Consejo en Hiawatha para discutir las acciones alomar.

Se dictaron varias resoluciones que fueron la base de conductas más humanas e inteligentes hasta entonces. Lo que, sin saberlo, sería su ruina fue el asunto de las medidas del Mercado Común. En éstas se comprendían una comisión central de la banca, máximos y mínimos en los intereses, impuestos sobre la renta, una ley antitrust, arbitraje obligatorio para cierto tipo de conflictos, préstamos del estado a empresas con problemas, subsidios a industrias consideradas como críticas, cuotas de producción, y muchas más cosas.

Entre los delegados, unos cuantos cabezas calientes hablaron de recurrir a las armas, pero fueron acallados. Normalmente, la Liga no se ocupaba de los asuntos del gobierno, aunque en ocasiones miembros de la Liga hubiesen derrocado determinados gobiernos que les ponían dificultades. La decisión que debía ser tomada se resumía así: ¿debería decretar un boicot contra el Sistema Solar hasta que fuese abolida toda aquella legislación reciente o debería cumplirla dentro de los límites del Mercado Común?

La segunda postura fue la que ganó: un boicot sería inmensamente caro, arruinaría a varios de los miembros si no eran sostenidos por los demás y perjudicaría notablemente a los demás. Además crearía la desagradable imagen de unos avaros con los dientes afilados contra unos altruistas hombres de estado. Algunos delegados discutieron en vano que a la larga es mejor defender los propios principios y que el principio que constituía la justificación y único sentido de la Liga era la libertad. Sus oponentes les contestaron que la libertad exige compromisos frecuentes y que, en un plano menos idealista, también los exige el sentido común; que las leyes no eran del todo malas, de hecho tenían varios rasgos deseables desde un punto de vista mercantil, y que, en cualquier caso, las compañías de la Liga no perderían su influencia y podrían trabajar en pro de algunas modificaciones si permanecían en escena.

Indudablemente, esto resultó ser cierto. Las comisiones de regulación se convirtieron pronto en criaturas de las industrias que tenían que regular… y desalentaron (al principio) o alentaron (más tarde) toda nueva competencia. En esto les ayudaba mucho una estructura fiscal que recaía pesadamente sobre las clases medias. Después de un rato, los grandes banqueros no sólo estaban manejando dinero, sino que lo estaban creando y tenían intereses en la inflación. Los dirigentes de sindicatos que disponían de enormes fondos para invertir se ajustaban perfectamente al sistema: si no te apuntas no trabajas, y entre los líderes y los dueños fijaban las condiciones en las que tenías que trabajar. Las acciones antitrust penalizaban los esfuerzos de los más eficientes, con gran satisfacción de los menos emprendedores; lo mismo ocurría con las cuotas, las tarifas, los límites de precios y salarios, la política de contratos preferenciales. Un conjunto de programas para el bienestar social, inefectivos pero que se perpetuaban por sí solos, ayudó a producir los votos que hacían falta para mantener el estado cooperativo.

Porque eso era en lo que se había convertido el Mercado Común. Los magnates de las Compañías, que ya no se distinguían de los políticos ni de los burócratas, tenían mucho que decir en las decisiones sobre asuntos que no tenían nada que ver con las finanzas o con la ingeniería. Sus aliados naturales se convirtieron en cabezas de diversas entidades —geográficas, culturales, profesionales— que de esta forma fueron llevadas aún más bajo control gubernamental.

Mientras tanto, las Compañías que no tenían una posición fuerte en el Mercado Común, originariamente se encontraron cada vez más aprisionadas, y en vista de ello se concentraron en desarrollar sus mercados más allá de sus límites, y también tuvieron que ver con la declaración de independencia de varios planetas-colonia, en cuyas políticas gradualmente adquirieron gran influencia. Algunos comenzaron a tomar acuerdos de cooperación, limitando la competencia entre ellos mismos, excluyendo al resto de la Liga. Así nacieron, en lentas etapas, los Siete del Espacio.

Las compañías más pequeñas, temerosas de verse absorbidas, evitaron la unión con cualquiera de ambos bandos y no formaron ninguna organización entre ellas. Eran los independientes.

El Consejo de Hiawatha no produjo estos resultados de la noche a la mañana. En realidad, el período inmediatamente posterior, si tuvo algún rasgo característico fue el de parecer más dominado que nunca por los capitalistas. Fue la época más expansiva y brillante que la civilización Técnica conocería nunca. En casa, los remedios aplicados sobre el cuerpo político tuvieron lugar con bastante lentitud y sus efectos secundarios fueron aún más lentos en quedar en evidencia. En la frontera estelar, un descubrimiento siguió a otro, un triunfo a otro triunfo, cada año se resolvía algún problema, alguien hacía una fortuna, y si los riesgos eran grandes también lo eran las esperanzas. El árbol continuaba creciendo echando constantemente hojas nuevas, pero había una serpiente minando sus raíces. En la Tierra había sucedido eso con frecuencia en épocas anteriores: en la era de Chun Chiu, en la época de la alianza de Délos, en la era del Renacimiento… Pero después de un siglo…

—Bueno —dijo Story—, la historia pasada no tiene importancia. Nosotros vivimos ahora, no entonces. ¿Quiere unirse a los Siete en un esfuerzo para conseguir la paz?

—Unirme. —Van Rijn se tiró de la perilla—. Quiere decir que acepte órdenes de usted y que no haga preguntas molestas.

—Claro está que intentaremos hacer consultas.

Pero con unas comunicaciones tan lentas como las que tenemos, si se comparan con la velocidad a la que puede desarrollarse una crisis, debemos tener una cadena de mando rápida. Van Rijn negó con la cabeza y contestó:

—No, siempre siento hambre de información. Story hizo un gesto como si cortase algo.

—¿Quiere estar completamente alejado del congreso que haga la paz, sea el que sea?

—No es seguro que haya un congreso, y es doblemente incierto el saber qué melodía tocará… Ah, ahí llega mi aperitivo. Le sorprenderá, señor Story, ver todo lo que puedo morder yo solo.