Capítulo 8

Demasiado tarde.

Durante un momento, las palabras parecieron suspendidas en la susurrante quietud del puente. Cualquiera de ellos tres, Adzel, Chee Lan o David Falkayn, podría haberlas pronunciado; así compartían su dolor y su rabia. Los tres contemplaban la oscuridad y los inmutables soles sin verlos. Allí había estallado una hoguera, diminuta debido a la distancia, pero una terrible gloria aun así.

Parpadeó otra chispa y después otra. En el espacio cerca de Mirkheim estaban explotando proyectiles nucleares.

Chee se acercó a los controles receptores de hiperondas. El altavoz zumbó, parloteó, crujió, susurró, mensajes en cifra de nave a nave, a través de distancias que la luz tardaría horas en recorrer, cuando ella lo fue colocando en diferentes posiciones. Las avanzadillas de ambas flotas habían comenzado el combate…, habían pasado al estado normal, se movían a velocidades verdaderas de kilómetros por segundo y aceleraciones de unas pocas gravedades y se buscaban una a la otra con misiles, rayos energéticos, cohetes y torpedos tipo Meteoro…

Adzel estudió los instrumentos, mantuvo un coloquio en voz baja con Atontado, y anunció:

—La batalla no puede ser muy antigua. En ese caso observaríamos más rastros de estallidos de fusión, más esquemas complicados de neutrino dejados por los motores, que los que vemos. Hemos perdido llegar en primer lugar por un margen de tiempo irónicamente muy pequeño.

—Me pregunto si nuestro aviso hubiese logrado algo diferente. —Falkayn suspiró al tiempo que continuaba—: A juzgar por estos datos —y señaló con la mano una hilera de contadores—, la flota del Mercado Común llegó antes, desafió a los baburitas, con la esperanza de que se echasen atrás, se dio cuenta de que no era ése el caso y ahora estarán peleando puramente por la supervivencia.

—¿Por qué no se limitan a huir? Falkayn se encogió de hombros, como si el hecho no le hiciese daño en la garganta.

—Ordenes, sin duda —contestó—. Si surge el combate, infligir el máximo daño posible… Órdenes dadas por los políticos que están a salvo allá en la Tierra y que siempre han sostenido que la teoría y la práctica de la guerra es un tema demasiado malvado para que lo estudie un hombre civilizado.

«Antes de que el comandante del Mercado Común decida que debe retirarse, la pelea puede durar días —pensó—. Las naves acelerarán, decelerarán, recorrerán miles de kilómetros en órbita libre, buscando un oponente y encontrándolo. Dispararán en un orgasmo de violencia hasta que los dos sean alejados por sus propias velocidades y tengan un nuevo encuentro, probablemente con un nuevo enemigo cada uno».

—Teníamos que intentarlo, claro está —dijo monótonamente—. La pregunta es, ¿qué hacemos ahora?

Mientras Muddlin Through salía de Babur a toda velocidad hacia Mirkheim, se habían vaciado la cabeza en busca de planes, repasando todas las contingencias posibles.

—No contactar con ellos —dijo Adzel.

Podrían encontrarse con una nave solar y, a través de ella, entrar en contacto con el Almirante, pero ya no tenían nada que ofrecerle y el riesgo que aquello suponía era considerable.

—¿Nos quedamos por aquí?… —preguntó Chee.

Esperar con los sistemas energéticos al mínimo, casi indetectables en la frontera de una guerra, hasta ver qué sucedía. Pero seguramente los supervivientes llevarían la noticia a la Tierra.

Pero ya no era tan seguro, como lo había sido anteriormente, que el gobierno del Mercado Común fuese franco con la gente, y Van Rijn necesitaba un relato completo.

Ni siquiera era seguro que recibiría el mensaje que le habían enviado en un torpedo correo después de su huida de Babur. Cuando la cosa entrase en el Sistema Solar y emitiese su señal, el Servicio Espacial que la recibía podía no retransmitir el mensaje escrito. Falkayn dudaba que pudiesen descifrar el código con rapidez; pero, aun así, Van Rijn seguiría en la oscuridad.

Además, la seguridad de su tripulación era asunto primordial…, por no hablar de Coya, de Juanita y del niño que aún no habría nacido. No obstante, allí había seres sensibles, muertos, moribundos, mutilados, en peligro mortal, y aquel horror continuaría. Espiar en las profundidades antes de escabullirse rumbo a casa sabía mal. Y además…

—No es que hasta el momento hayamos conseguido unos resultados maravillosos, ¿verdad? —dijo Falkayn—. Caímos prisioneros como idiotas y escapamos, muriendo un hombre en la aventura.

—No te sientas culpable por eso, Davy —le consoló Adzel—. Es cierto que fue una tragedia, pero Wyler estaba colaborando con el enemigo.

—¡Pero, de todas formas, fue algo tan inútil! —dijo el humano, apretando los puños con tanta rabia que los nudillos se pusieron blancos.

—Vosotros deberíais disciplinar un poco vuestras conciencias —dijo Chee—. Os molestan demasiado.

Con sus instintos de animal carnívoro despiertos, saltó sobre la consola y se irguió, blanca contra la oscuridad, las estrellas, los lejanos estallidos de fuego que señalaban la muerte de alguna nave.

—Podemos recoger información de forma activa, no pasiva —declaró ansiosamente—. ¿Por qué estamos parloteando? Vayamos a Mirkheim.

—¿Vale la pena que aterricemos? —contestó Adzel.

Habían hablado ya sobre el rescate del personal de Supermetales abandonado en el planeta, pero sólo podrían llevarse a unos cuantos, pues de lo contrario recargarían sus sistemas de soporte vital.

—Probablemente no —dijo Chee—. Sin embargo, nos llevará más cerca del núcleo de la acción. ¿Quién sabe lo que podría resultar de eso? ¡Vamos!

Cuando se dirigían hacia el interior de la atmósfera del planeta, recibieron el mensaje en un rayo láser, lo cual quería decir que habían sido detectados y que el mensaje iba dirigido a ellos específicamente. El código era del Mercado Común; Falkayn lo supo comparándolo con diferentes señales que habían conocido. No podía leerlo, pero su sentido era simple: «Identificaos o atacaremos».

Atontado les pasó el análisis de los datos. La otra nave era, con toda probabilidad, un destructor de tipo Continental. Su posición, aceleración y velocidad eran más concretas. No se acercaría lo bastante como para que la vista pudiese distinguir ni siquiera una línea negra dibujada contra la Vía Láctea, pero sus almas podían saltar sobre aquel vacío. Y tanto una como otra estaban demasiado cerca del sol muerto para entrar en hiperconducción.

—Evasión —ordenó Falkayn al tiempo que enviaba una transmisión vocal en ánglico—: «No somos vuestros enemigos, estamos aquí por casualidad y procedemos de la Tierra».

Un minuto después, Atontado informaba de un misil lanzado contra ellos. No se sorprendió; los hombres que vivían en aquel lejano casco debían estar paralizados por la fatiga y un reprimido terror, el cansancio les había convertido en poco menos que máquinas del deber, y si él no contestaba en clave entonces tenía que ser un baburita que intentaba una treta.

Un rayo a aquella distancia llegaría demasiado atenuado para causar ningún daño. Una nave tan pequeña como la de los hombres de Van Rijn no podía transportar un generador de fuerza lo bastante fuerte como para rechazar un proyectil nuclear enviado con toda su fuerza. Ni, a pesar de su pequeña masa, debiera tener el potencial necesario para escapar de un atacante que se vanagloriaba de la producción de sus motores.

Pero Muddlin Through contaba con una producción de energía como para una nave que la duplicara en tamaño, y no la desperdiciaba en pantallas energéticas. Los cielos giraron locamente alrededor de la cabeza de Falkayn mientras el computador hacía que la nave describiera un arco que hubiera destrozado un vehículo normal. Apartándose del torpedo, abrió fuego sobre éste, que se desintegró en una lluvia de llamas y gotas incandescentes. Girando de nuevo, reanudó su rumbo original y la nave terrestre se perdió de vista sin intentar un segundo ataque.

Durante unos segundos, Falkayn pensó en un hombre cualquiera a bordo de aquel destructor. «Era…, ¿de dónde?…, japonés, por ejemplo, y siempre recordaría aquellas hermosas islas, los antiguos tejados curvos, los cerezos en flor bajo las puras laderas del Fuji, un jardín donde el jardinero y el bonsai trabajaban juntos en un amor que duraba toda la vida, las campanas del templo repicando fríamente por la noche cuando caminaba con cierta muchacha». En cambio, allí estaba hoy, atado en aquel lugar mirando los rostros idiotas de los instrumentos, mientras los motores hacían vibrar sus huesos, con la lengua hinchada a causa de la sed, completamente sudado a causa de la tensión, todas sus ropas olían, la sal le hacía picar los ojos y sabía amarga en sus labios. Las horas se arrastraban una tras otra, la espera, la espera, la espera, hasta que la realidad se reducía solamente a esto y el hogar era un enfebrecido sueño medio olvidado; entonces aullaban las alarmas, unas criaturas que nunca había visto ni en sus pesadillas estaban en algún lugar lejano de una cabina, o eso decían los instrumentos, y él ordenaba que el computador le diera los parámetros para lanzar un misil, lo enviaba, se sentaba una vez más a esperar para saber si había matado o le matarían a él, deseaba con angustia que su muerte fuera rápida y limpia, no un alarido continuo con la piel arrancada y los ojos derretidos y, quizá, también él pensara, durante un fugaz momento, si aquellos monstruos contra los que disparaba no recordarían también una patria hermosa.

¿De dónde era Sheldon Wyler?

Falkayn habló con voz dura por el micrófono del intercomunicador:

—Parece que esta vez nos hemos librado.

La mayor parte de las tripulaciones hubiesen buscado inmediatamente la seguridad después de aquel incidente; pero, en cambio, a Chee le había sugerido una idea aterradora. Adzel la escuchó, lo pensó y estuvo de acuerdo en que las posibles ganancias merecían la pena el riesgo. Falkayn discutió durante un rato, y después asintió, pues la parte de su ser que era el esposo de Coya fue vencida por otra que él imaginaba enterrada junto a su juventud.

No es que tuvieran ninguna probabilidad de llevar a cabo una hazaña rápida y brillante. Pasó el tiempo y la nave continuó moviéndose con cautela, con los detectores al máximo. Atontado barajaba y apartaba algunas cartas, Falkayn fumó en pipa hasta que su lengua estuvo en carne viva y no podía saborear la comida que él mismo obligó a tragar. Chee trabajaba en una estatuilla atacando la arcilla como si le estuviese amenazando la vida. Adzel meditó y durmió.

Por fin aquello tuvo un límite.

—Una nave solar ha destruido una baburita —anunció el computador, y recitó las coordenadas.

Falkayn saltó de un brinco del sopor en que se había sumido.

—¿Estás seguro? —dijo poniéndose de pie.

—El resplandor característico de una detonación ha sido seguido por una emisión de neutrino de una de las dos fuentes. La otra se está alejando y no podrá volver a pasar por ese punto a una aceleración apropiada durante un período de algo más de un día estándar.

—No creo que quieran…

—Podemos estar pegados a las ruinas durante un período que cálculo de tres coma siete horas, con un margen aproximado de cuarenta minutos.

—Supongo que tenemos un cincuenta por ciento de probabilidades de que sea una nave baburita —dijo Falkayn estremeciéndose.

—No, eso es seguro —contestó el computador—. Llevo un estudio estadístico de las emisiones termonucleares de los reactores de ambas flotas. La nave que ha sido derrotada mostraba un espectro claramente baburita.

Falkayn asintió. Los motores de fusión construidos para operar bajo condiciones subjovianas no irradiarían exactamente igual que los que trabajaban para seres que respirasen oxígeno. Él había sido consciente de eso, pero no se había dado cuenta de que habría datos suficientes como para que las matemáticas fuesen de confianza.

—Estupendo por ti, Atontado —contestó—. Sigues sorprendiéndome, toda esa iniciativa que demuestras.

—También he inventado tres juegos de cartas nuevos —le dijo el computador… ¿Sonaba esperanzado?

—No importa —dijo Chee—. ¡Vamos hacia esos apestosos restos! Los latidos del motor se hicieron más intensos.

—La primera vez que navegamos por esta zona del espacio íbamos más alegres —musitó Adzel—. Claro que, hace dieciocho años terrestres, éramos más jóvenes.

¿Era sólo cuestión de tacto por su parte? Dieciocho años de su vida significaban mucho menos que para un cynthiano o para un humano.

—Estábamos muy orgullosos —dijo Falkayn—. Nuestro descubrimiento, que iba a dar a una docena de razas la oportunidad que necesitaban. Y ahora…

Su voz se extinguió.

Adzel le puso una mano en el hombro. Para soportar un peso semejante tuvo que ponerse conscientemente rígido contra el campo de gravedad de la nave.

—No te sientas culpable por esta guerra, Davy —le apremió el wodenita—. Lo que hicimos estuvo bien y quizá vuelva a suceder otra vez.

—Sabíamos que el secreto no podía durar —añadió Chee—. Que la primera persona que repitió nuestro mismo razonamiento fuese Nicolás Van Rijn fue pura suerte, y que pudiésemos convencerle de que se estuviese callado también lo fue. Tarde o temprano, estaba escrito que tenía que haber un buen jaleo.

—Claro que sí —contestó Falkayn—. Pero una guerra… Creía que la civilización habría evolucionado más allá de las guerras.

—Los shenna no lo habían hecho ni tampoco los baburitas —rezongó Chee—. No tienes que acusar a las sociedades técnicas porque los alienígenas tengan malos modales. Esa noción de la simetría del pecado es una extraña tendencia de tu especie.

—En cierta forma, no puedo ver ningún paralelismo entre los dos casos —arguyó Falkayn—. Maldita sea, para los shenna tenía cierto sentido planear un ataque contra nosotros, pero los baburitas… ¿Por qué se armaron de esa forma si nadie había profetizado que existiera un Mirkheim por el cual pelear? ¿Y, de todas formas, por qué tienen que luchar? Si pudieron comprar las herramientas y la tecnología necesarias para construirse una armada como la que tienen, vamos… podrían comprar todos los supermetales que hubiesen necesitado por una fracción del coste. Me roe la idea de que hay algo entre nosotros, en la civilización Técnica, que es la responsable.

—Wyler podría habernos dado una pista o tres si hubiera vivido —dijo Chee—. Me gustaría que dejases de llorar por él, Davy. No era un hombre agradable.

—¿Quién puede permitirse el serlo en estos tiempos?… Oh, al infierno con todo esto.

Falkayn volvió a arrellanarse en su asiento.

—De acuerdo. Al infierno en exprés. Yo voy a hacer un poco de modelado. Chee abandonó el puente.

—Yo por lo menos podría jugar a las cartas contigo, Atontado, si quieres un poco de diversión —se ofreció Adzel—. Tenemos poco que hacer hasta que no lleguemos.

«Excepto sentarnos y esperar que no nos caiga encima nada que no podamos manejar» —pensó Falkayn.

«… Miedo y temblorosa esperanza,

silencio y pensamiento; muerte, el esqueleto,

y el tiempo, la sombra…»

Cubierto por su traje espacial, Falkayn se dio un empujón con el propulsor y vadeó los cien metros de vacío entre su propia nave y el destrozo.

El silencio y las estrellas le rodeaban. No vio ningún rastro de la batalla; toda aquella agonía se había perdido en las profundas extensiones del espacio, excepto una forma retorcida que se tambaleaba ante él, entre fragmentos más pequeños de metal. No se atrevió a pensar en el número de vidas que habrían desaparecido…, seguramente los baburitas amaban tanto como él la vista de su sol…, sino que volcó su atención totalmente, con sequedad, en la tarea que le esperaba.

La nave había tenido poco más o menos el tamaño de un crucero. Un misil había penetrado sus defensas, destrozándola; pero al no haber una atmósfera rodeándole, el choque no había sido suficiente para reducirla completamente a pedazos. Los supervivientes, si es que había habido alguno, habrían encontrado un bote salvavidas intacto en una sección construida para separarse después de un impacto y conseguirían huir. El trozo más grande del casco era mayor que toda la Muddlin Through y debiera contener una gran cantidad de aparatos, no demasiado dañados para su estudio. Un contador de muñeca le dijo que el nivel de radiactividad era tolerable.

Sintió y escuchó el estruendo que causaban las suelas de sus botas al tocar las placas y al agarrarse.

Chee se posó cerca y Adzel era una silueta gigantesca, recortada contra el cielo.

—Quedaros aquí vosotros dos, mientras yo echo un vistazo —les ordenó; y echó a andar.

Casi era como caminar con la cabeza hacia abajo, porque él no pesaba nada y la nave muerta giraba lentamente sobre sí misma. Las constelaciones pasaban a su alrededor como torrentes; la negrura dejaba entrever las formas de las tórrelas y los alojamientos. Su propia respiración sonaba con fuerza en sus oídos.

Cuando llegó a un borde donde el casco había sido hendido, midió cuidadosamente sus pasos entre un amasijo de barras salientes y retorcidas. Entre dos de ellas había un cuerpo, lo miró durante un minuto a la luz de su linterna. Una débil gota de luminosidad, que no se difundía a causa de la falta de aire, arropó una forma demasiado extraña para parecer terrible como los cadáveres humanos generalmente después de una muerte violenta: el baburita parecía penosamente pequeño y frágil. «Estoy malgastando el tiempo que tengo todavía, mientras que él ya no lo tiene» —pensó Falkayn; y siguió adelante rodeando el agujero, penetrando en una cavidad en ruinas.

El brillo de las estrellas y su linterna captaban en forma surrealista complicadas masas medio sumergidas en la oscuridad. Un lúgubre placer se agitó en su interior. «¡Hemos tenido suerte! Esto parece haber sido la sala de máquinas principal. Lo que quiere decir que las unidades de control también se encuentran aquí, si es que sus naves están construidas más o menos como las nuestras».

Aquello podía significar la consecución del deseo que había inducido a él y a sus compañeros a emprender la investigación. Se conocía muy poco sobre la raza que había construido la armada invasora ¿Quién podría decir qué pistas no se encontrarían en su ingeniería?

¿Se le ocurriría lo mismo al comandante del Mercado Común y ordenaría una operación de salvamento con el propósito de recopilar información? Probablemente no, su flota estaba demasiado acosada. Además, todo lo que había hecho hasta entonces no decía mucho en favor de su inteligencia…; bueno, caritativamente podía decirse que traicionaba su ignorancia al más alto nivel.

Y además, suponiendo que los restos llegasen a la Tierra, sería difícil que el gobierno los compartiese con Van Rijn. Falkayn no estaba siendo sólo leal a su jefe; temía que el anciano fuera el último pensador competente que quedaba en todo el Sistema Solar. Van Rijn sería capaz de deducir algo de una prueba, por pequeña que fuese, y que, para cualquier otra persona, resultaría insignificante.

«No es que aquí podamos hacer un trabajo serio —pensó Falkayn—. No tenemos el equipo necesario. Además, es peligrosísimo quedarnos mucho tiempo, pero podemos pasar unas cuantas horas investigando y seleccionar así unos cuantos objetos y llevárnoslos para examinarlos mejor. Quizá hagamos algún descubrimiento marginal pero útil. Quizá».

¡«Adelante»! Se deslizó hacia la más próxima de las formas que se erguían ante él.