Capítulo 7

En el intercomunicador apareció el capitán del Alpha Cygni.

—Madame —dijo él—. Navegación informa que estamos a un año luz de nuestro destino.

—Oh… —Sandra se sintió sorprendida—. ¿Tan pronto? ¿Cómo habían entonces tardado tanto desde Hermes? «Un año luz —pensó a toda velocidad—. La mayor distancia en la que son detectables instantáneamente las pulsaciones de nuestros hipermotores. Ahora los del planeta saben que nos estamos acercando. Y quizá sean enemigos». —Ordena que todas las unidades estén listas para entrar en acción.

—Alerta amarilla para todos. A la orden, Madame.

La imagen desapareció.

Sandra miró fijamente a su alrededor. El puente del almirante era una cueva desabrida y estrecha, excepto donde la pantalla permitía ver el cielo. El aire soplaba cálido, oliendo vagamente a aceite y productos químicos, y zumbaba ligeramente con los latidos del motor. De repente, todo le pareció irreal: su uniforme de la armada un disfraz, todo lo que pasaba una ridícula obra de teatro.

Vestido con un mono similar de dos colores, que podía servir, en caso necesario, como protección para el traje espacial, Eric le dirigió una mirada aguda.

—¿Fiebre? —murmuró—. Yo también. Podía hablar con candidez porque eran las únicas personas allí.

—Supongo que eso es lo que me pasa. —Sandra intentó esbozar una sonrisa y no lo consiguió.

—Me sorprende. Eres una de las pocas personas aquí que tiene alguna experiencia de combates.

—Diomedes no era así. Aquello era una guerra cuerpo a cuerpo. Y…, bueno, nadie esperaba que yo diera las órdenes.

«¿Por qué no alquilamos mercenarios hace años para formar el núcleo de un cuerpo de oficiales del tamaño apropiado?».

»Porque parecía que la paz que disfrutábamos en Hermes nunca sería amenazada. Las escaramuzas con fuego real sucedían entre estrellas demasiado alejadas para que nos enterásemos realmente; nada peor que eso. Nos avisaron de que habría alienígenas que tendrían acceso al espacio, pero seguramente no eran demasiado peligrosos…, ni siquiera los shenna, a los que, después de todo, la Liga derrotó antes de que causasen daños de importancia. Era seguro, doble y triplemente seguro, que nunca habría guerras entre los propios pueblos que componen la civilización Técnica. Eso era algo que el hombre había dejado atrás, como la tiranía y el canibalismo. Mantuvimos unas cuantas naves con la tripulación mínima para que actuasen como fuerza de policía y de salvamento y como un seguro contra una emergencia (ahora veo que un seguro inadecuado). Nos tomábamos a broma sus prácticas con armas pesadas, excepto cuando las organizaciones de contribuyentes se quejaban.

—¡Maldita sea por haberte dejado venir! —estalló ella—. Deberías haberte quedado detrás, a cargo de la reserva…

—Madre, ¿no crees que ya hemos estado discutiendo eso lo suficiente? —contestó Eric—. Allí no hay nadie mejor que Michael Falkayn para sujetar las riendas. Lo que me hubiera gustado es haber tenido el sentido común suficiente para pedir un destino que me mantuviera ocupado aquí. Ser tu oficial ejecutivo sonaba fantástico, pero resulta ser pura ópera cómica.

—Bueno, hasta que comencemos las negociaciones yo no soy mucho más que un pasajero. Ruega a Dios que pueda hacerlo. A lo largo de la historia, las óperas cómicas siempre se las han arreglado para convertirse en tragedias.

«Si Nadi estuviese aquí; su compañía me tranquiliza». Pero había enviado por delante al jefe de la patrulla de Supermetales, para que toda la instalación estuviese dispuesta a cooperar con ella.

Faltaban unas tres horas para llegar, a pseudovelocidad máxima… Respiró profundamente varias veces. No le importaba que hubiera una batalla. Si eso sucedía, antes de partir se habían puesto de acuerdo en que ella la dejaría en manos de sus capitanes, con el piloto del buque insignia como coordinador. Casi con seguridad que su propósito sería escapar No eran demasiado fuertes. Además del Alpha Cygni, una nave de guerra ligera, había dos cruceros, cuatro destructores y un transporte que llevaba diez perseguidores del tipo Meteoro. Y además, no habían dejado gran cosa atrás, vigilando el hogar.

Su misión era impedir un enfrentamiento, establecer a Hermes como un agente imparcial, intervenir para que se hiciera justicia y se restaurase el orden. Y ella sabía cómo manejar a la gente. Se sentó en su asiento, encendió un puro y comenzó a relajarse, conscientemente, músculo a músculo. Eric daba grandes zancadas de un lado a otro.

—¡Madame! —las palabras llegaban, duras y no del todo tranquilas—. ¡Han sido detectados hipermotores!

Sandra se forzó a continuar sentada.

—¿Vienen a nuestro encuentro? —preguntó.

—No, Madame. Están en nuestro cuadrante. Haciendo una extrapolación lo más exacta posible, llevan el mismo destino que nosotros.

Ella giró la cabeza, recorriendo con la vista todas las pantallas. El sol de Mirkheim aún estaba oculto por la oscuridad; para verlo tendrían que llegar casi encima de aquella débil ruina. El cuarto cuadrante… no podía identificar allí lo que buscaba, era sólo una pequeña chispa perdida entre miles. Pero Mogul estaba en el cuarto cuadrante.

Eric se golpeó la palma con el puño.

—¡Los baburitas! —exclamó.

—Un momento, señor, por favor —dijo el capitán—. Me acaban de pasar un análisis provisional de los datos… Es una armada gigantesca. Aún no se han obtenido los detalles, pero, por lo menos, en número, es una fuerza imponente.

Sandra reprimió las náuseas durante un instante, como si le hubieran golpeado en el estómago. Después su mente pasó a operaciones de emergencia. Las dudas en sí misma desaparecieron y las decisiones salieron de su boca como balas:

—Esto cambia las cosas. Lo mejor será que intentemos parlamentar desde esta nave, puesto que yo estoy a bordo. Prepare un curso de intercepción para nosotros. Los demás… pueden llegar a Mirkheim muy por delante de los que se acercan, ¿no?… Bien, que continúen y se reúnan con Nadi bajo la dirección del Achilles y que se apresten al combate. Pero en caso de duda…, si pareciese que a los del Alpha nos hubiese sucedido algo…, deben regresar a Hermes inmediatamente.

—A la orden, Madame —dijo el capitán.

En un rincón de su alma, Sandra sintió compasión por el joven capitán. En realidad era un muchacho que se esforzaba en mantenerse frío y eficiente ante la faz del desastre. Repitió sus instrucciones y su imagen se desvaneció.

—Oh, no —gimió Eric—. ¿Qué vamos a hacer?

—Muy poco, me temo —admitió Sandra—. Por favor, déjame sola, tengo que pensar.

Se echó hacia atrás y cerró los ojos.

Pasó una hora. De vez en cuando, la información que le transmitían arrastraba su mente por un instante fuera del círculo en que se debatía. Los baburitas mantenían su rumbo a una pseudovelocidad moderada. Su complacencia era casi insultante. Por fin, una de las naves abandonó la formación y describió un ángulo para aproximarse a la nave de Hermes. Un rato después, las señales comenzaron a ir de un lado a otro, imponiendo modulaciones a los osciladores del hipermotor. «Queremos comunicar… Comunicaremos». Las llamadas eran estereotipos, un código, y la velocidad con que se transmitían los contenidos resultaba desesperadamente lenta, el principio de incertidumbre convierte pronto en un caos las vibraciones espaciales. Para que haya una coherencia suficiente para poder transmitir la voz, las naves tienen que acercarse a pocos miles de kilómetros y las imágenes necesitan una proximidad aún mayor.

«Ésa es la razón por la que no se pueden enviar mensajes directamente entre las estrellas —pensó Sandra, recordando una lección de física de cuando era joven—. Nadie podría colocar tantas estaciones retransmisoras, que, a su vez, tampoco se quedarían en su lugar. Por tanto, debemos utilizar correos, y en cualquier lugar puede estallar el infierno antes de que sepamos siquiera que algo anda mal».

Los instrumentos acumularon datos mejores aún y los computadores los analizaron hasta que estuvo claro que la nave alienígena que se acercaba era aproximadamente del tamaño de Alpha y seguramente dotada de un armamento parecido. Por último, la cara del capitán volvió a aparecer. Estaba pálido.

—Madame, hemos recibido una comunicación vocal. Dice…, dice…, la reproduzco textualmente: «No os acerquéis más. Igualar vuestra hipervelocidad a la nuestra y esperad órdenes». Cita literal, eso es lo que dice.

Eric enrojeció. Sandra sonrió, y dijo:

—Lo haremos así. Sin embargo, que la respuesta diga, hummmm, «Haremos lo que solicitáis».

—¡Gracias, Su Gracia!

Toda la persona del capitán registró agradecimiento que, sin duda, se extendería a toda la tripulación…, aunque era igualmente seguro que aquel matiz del ánglico no sería comprendido por los baburitas.

Las pantallas seguían sin mostrar otra cosa que estrellas. Sandra podía imaginar la nave alienígena, un esferoide como la suya, no pensada para aterrizar jamás en un planeta, salpicada con emplazamientos para las armas, lanzadores de misiles, proyectores de energía, resguardados por campos de fuerza y acero, depósitos que portaban la muerte por medio continente. No la vería en realidad. Incluso si llegaban a combatir, lo más probable era que no llegase a verla. La carne a bordo de aquella nave y la carne a bordo del Alpha nunca se tocarían, no presenciarían la muerte de los otros ni escucharían la angustia de los heridos. Lo abstracto de todo aquello era digno de una pesadilla. Peter Asmundsen, Nicholas Van Rijn, ella misma, habían estado siempre en el centro de sus propios hechos: un peligro acometido, un golpe dado o recibido, una palabra hablada, una mano sujeta, todo en la presencia viva de los autores. ¿«Había pasado ya su tiempo? ¿Ha terminado la salvaje y alegre época de los pioneros? ¿Estamos cruzando hoy el umbral del futuro»?

Los preliminares debían haber tenido lugar antes de que el capitán anunciase: «La señora Sandra Tamarin Asmundsen, Gran Duquesa de Hermes; el delegado de la Comandancia Naval de la Banda Imperial de Sisema».

El sonido del vocalizador era inexpresivo y enturbiado por irregularidades en la onda que lo transportaba. Pero ¿no era rudeza lo que se notaba?

—Saludos, Gran Duquesa, ¿por qué estáis aquí? Ella disimuló su desesperación y contestó:

—Saludos, almirante, o como deseéis ser llamado. También nosotros nos sentimos curiosos sobre vuestro propósito. No estáis más cerca de vuestro hogar que nosotros del nuestro.

—Nuestra misión es tomar posesión de Mirkheim en nombre de Babur Unido.

Sandra deseó casi que las naves estuviesen lo suficientemente cerca para que fuese posible transmitir imágenes. En cierta forma, habría servido de algo mirar cuatro ojos diminutos sobre un rostro no humano. No hubiese sido tan parecido a pelear con un fantasma.

«Pero su determinación es tan sólida como un ser invisible —pensó—, y también lo son las armas que la respalda». Habló con cuidado:

—¿No está claro por qué hemos venido los de Hermes? —dijo—. Nuestro objetivo es simplemente… hacernos cargo, actuar como jueces, mientras se llega a un acuerdo. Esperábamos que pudiéramos conseguir que todas las partes interesadas se estuviesen tranquilas, lo pensasen dos veces y evitasen una guerra. Almirante, no es demasiado tarde para eso. Nosotros no pertenecemos ni a la Liga, ni al Mercado Común, ni a Babur.

—Lo es —dijo la voz artificial. ¿Hubo un rastro de ironía cuando añadió las asombrosas nuevas?

—No nos referiremos al hecho de que la Banda Imperial no desee vuestra interferencia, sino al hecho, establecido por nuestros exploradores, de que el Mercado Común tiene ya una nota en Mirkheim. Vamos a echarlos de allí. Los de Hermes harán bien en retirarse antes de que comience el combate.

—Hijo de perra… —oyó decir a Eric, y ella misma susurró:

—¡Dios misericordioso!

—Reúnase con su flotilla y vuelva a casa —dijo el baburita—. Una vez haya comenzado la acción atacaremos a todas las naves humanas que encontremos.

—¡No, espere, espere! —gritó medio levantándose. No llegó ninguna respuesta. Después de un instante, su capitán le dijo:

—El alienígena se está alejando, Madame; regresa a la unidad de sus compañeros.

—Puestos de combate —ordenó Sandra—. A toda velocidad en rumbo que intercepte a los nuestros.

Cuando Alpha dio media vuelta, las estrellas se deslizaron como riachuelos por las pantallas. El latido de los motores se hizo más fuerte.

—¿Mentía ese reptador? —rugió Eric.

A modo de réplica, el capitán describió las lecturas de los instrumentos: en la vecindad del planeta se detectaban numerosos hipermotores activados. Era obvio que había alguien presente, alguien que pudo detectar a los nuevos invasores. ¿Quién más podía ser que una fuerza solar?

—Maldito sea el cosmos, vaya un montón de amateurs que estamos hechos —el dolor distendía la boca de Eric cuando hablaba—. Los baburitas mantenían vigilado Mirkheim y supieron cuándo llegaban los terrestres. Nosotros…, nosotros nos lanzamos hacia delante como un toro enfebrecido.

—No, acuérdate de que confiábamos en que la patrulla de Nadi vendría a avisarnos si sucedía algo imprevisto —le recordó Sandra, mecánicamente—. Sin duda los terrestres les capturaron…; no llevaba una nave particularmente fuerte ni rápida; les capturaron con idea de conservar el elemento sorpresa. Pero, mientras tanto, los baburitas tenían en los alrededores observadores a gran velocidad —hizo una mueca y añadió—: Me parece que los del Almirantazgo del Mercado Común son aún más «amateurs» que nosotros. Nunca han tenido que luchar. Hace generaciones que se evaporaron las destrezas, la doctrina, el estilo militar.

«Cosas semejantes necesitan ser reaprendidas en el tiempo que se avecina».

Continuaron llegando noticias. La flota que tenían delante estaba saliendo de Mirkheim, desplegándose en formación de combate, y era considerablemente inferior a la armada proveniente de Babur. Lo sensato hubiese sido echar a correr y escapar. Pero sin duda su comandante habría recibido de los políticos, allá en casa, unas órdenes de este estilo: «No abandone con facilidad. Estamos seguros de que esos piojosos sólo intentarán asustarnos, no es posible que quieran pelear seriamente contra nosotros».

«Claro que quieren —pensó Sandra—. Van a hacerlo ahora mismo».

Eric detuvo sus idas y venidas, y aunque habló en voz baja, fue como si una llama ardiese en él.

—Madre…, madre, si nos uniésemos al Mercado Común…; después de todo son seres humanos como nosotros… —dijo.

Ella negó con la cabeza.

—No —contestó—. No serviría de nada, excepto que algunos nativos de Hermes morirían; perderíamos algunas naves que nos harán falta para defender nuestra patria. Estoy a punto de ordenar a todas nuestras unidades restantes que den media vuelta y se dirijan inmediatamente hacia Hermes.

Él adivinó su intención, y preguntó:

—Pero ¿nosotros? ¿El Alpha Cygni?

—Continuaremos hasta Mirkheim. Lo más verosímil es que toda la flotilla solar habrá salido al encuentro de los baburitas cuando lleguemos allí. En cualquier caso, esta nave es lo bastante poderosa como para que cualquiera se enfrente con ella despreocupadamente. Tenemos el deber de ayudar a la gente de Nadi a escapar, si es posible; en cierta forma son nuestros aliados. Y eso incluye a los técnicos que se encuentran sobre la superficie del planeta. —Sandra esbozó una especie de sonrisa y continuó—: Y además, siempre he tenido ganas de ver Mirkheim, desde las primeras noticias sobre su descubrimiento.

En el planeta no había guardia alguna, las naves de la patrulla de Supermetales estaban en órbita alrededor del mismo, pero vacías. Un rápido intercambio por la radio confirmó que sus tripulaciones habían sido transportadas a la base minera, el agujero más profundo que podía encontrarse en aquel mundo. La nave militar se colocó en su propia órbita y vomitó unos botes por sus costados para que evacuasen al personal de allá abajo. Sandra dejó detrás a un protestón Eric, con el mando nominal, y subió a una de las naves auxiliares.

Ante ella se erguía Mirkheim, monstruoso. A aquella distancia las cenizas débilmente encendidas de su sol eran invisibles y casi podría haberse tratado de un planeta vagabundo que nunca hubiese pertenecido a ninguna estrella, eternamente a la deriva entre constelaciones brillantes y frías. Casi, pero no del todo. No estaba cubierto de polo a polo por nieves de atmósfera congelada, el brillo que se observaba era duro, de metal, en algunos sitios casi como de un espejo. Las montañas y las simas provocaban sombras ásperas, y zonas de hierro oscuro bosquejaban el rostro de un ogro.

La nave pronto se acercó a la superficie y se inmovilizó sobre ella. Detrás de Sandra se extendía una planicie, hasta un horizonte tan lejano que en el alma del espectador surgía el temor de estar solo en una soledad ilimitada. El suelo no tenía cráteres ni estaba cubierto de polvo como el de un cuerpo celeste normal que no contara con aire: era oscuro, relucía ligeramente, y aquí y allí, en los puntos en que los materiales en fusión se habían congelado, aparecía escabroso, con protuberancias de formas fantásticas. La oscuridad de aquel mundo se recortaba nítidamente contra el fondo brillante de la Vía Láctea. La llanura estaba horadada a derecha e izquierda por excavaciones. Increíblemente —no, era comprensible—, el trabajo continuaba: un tractor robot arrastraba un tren de vagones de mineral. Delante se alzaba un farallón, levantado por alguna antigua convulsión sobre la corteza metálica causada por la supernova, una muralla negra bajo la cual se acurrucaban como si estuviesen aplastadas las cúpulas, torres y cubos del complejo. En la cima del promontorio había un mástil de radio que parecía haber sido hilado por arañas. Cuando la nave descendió, la escena se ladeó y pareció dar un salto hacia delante. Las extremidades de aterrizaje hicieron contacto, haciendo vibrar casco y tripulantes. El zumbido del motor se extinguió y el silencio presionó el interior de la nave hasta que Sandra lo rompió:

—Voy a salir —dijo levantándose.

—¡Madame! —protestó el piloto—. ¡La presión es de más de cinco gravedades!

—Soy bastante fuerte.

—Nosotros…, vos misma lo ordenasteis…, los llevaremos directamente a bordo y saldremos corriendo.

—Dudo que aun así no tengamos que hacer frente a alguna complicación, y cuando eso suceda quiero estar allí para ayudar a resolverla, no al otro extremo de un cable telefónico.

«Y no puedo decirlo, pero siento necesidad de… experimentar, aunque sea por poco tiempo, esta cosa por la que se han hecho tantos sacrificios, por la que tanta sangre será derramada muy pronto. Necesito que Mirkheim sea algo real para mí».

Un par de tripulantes la acompañaron, revisando su traje espacial con más cuidado que de costumbre y flanqueándola cuando abrió la compuerta y dio un paso adelante. Lo cual estuvo acertado. Al abandonar el campo interior de la nave, la gravitación la aplastó, y si los hombres no la llegan a sostener, se hubiera roto algún hueso en la caída. Los tres se apresuraron a activar sus propulsores para que los mantuviesen en el aire, como suspendidos por sus correajes. Aquello les permitió avanzar lentamente sobre el acerado suelo. Para respirar empujaban unas costillas que parecían de plomo, y cuando miraban algo, bajo sus pesados párpados, el peso de sus globos oculares lanzaba borrones y manchas flotando ante su vista. Las emanaciones radiactivas, suficientes para matar a cualquiera en el plazo de pocas semanas, se deslizaban por sus cuerpos, sin ser vistas ni sentidas.

«Y aquí han estado viviendo trabajadores durante dieciocho años —pensó Sandra—. ¿Amo yo tanto a mi propia especie?».

Estaban saliendo de una cúpula y, a pesar de la variedad de sus trajes, reconoció sus razas por contactos en el pasado, o por imágenes y lecturas. Por supuesto, los conducía Nadi, el wodenita. Cerca de él venían dos ikranandos de rasgos de cuervo; un gorzuni de cuatro brazos y cabeza desgreñada; un nativo de Ivanhoe, de aspecto leonino; otro de Vanessa, lejanamente parecido a un saurio; dos cynthianos (procedentes de sociedades menos avanzadas que la que ya viajaba por el espacio y que nunca había mostrado el menor deseo de ayudarles a desarrollarse), y cuatro humanos (de planetas colonizados, cuya existencia sería mucho más fácil si se hacía la inversión necesaria, pero por supuesto el capital de la civilización Técnica buscaba inversiones mucho más lucrativas). En medio de toda aquella esterilidad, eran grotescos símbolos de la vida, dignos de ser esculpidos por Vigeland. No era sorprendente que fueran tan pocos. El medio ambiente hacía que los seres vivos sólo pudiesen trabajar allí durante cortos períodos de tiempo, y la mayor parte del mismo permaneciendo en el interior del complejo. La principal misión de la carne y la sangre consistía en llevar a cabo determinadas tareas de mantenimiento y comunicación y en tomar decisiones fuera de lo rutinario. Por lo demás, Mirkheim estaba habitado por máquinas. Las máquinas prospeccionaban, excavaban, transportaban, refinaban, cargaban, hacían el trabajo bruto y la mayor parte del delicado. Algunas estaban esclavizadas por otras que tenían computadoras que se autoprogramaban, y el computador central de la base alcanzaba el nivel de la consciencia. «Toda la operación era un milagro de ingenuidad tecnológica…, y más aún, —pensó Sandra—, de sisu, esprit, coraje, falta de egoísmo».

Un hombre se adelantó a los demás. El rostro tras el vitrilo del casco se veía macilento y enfermo.

—¿La señora de Hermes? —comenzó en ánglico con acento—. Soy Henry Kittredge, de Vixen, superintendente de esta brigadilla.

—Me…, me alegro de conocerle —replicó ella entre jadeos.

La sonrisa del hombre cuando contestó era lúgubre.

—Eso no lo sé, señora. No son lo que se dice circunstancias felices, ¿verdad? Pero… quiero decirle lo agradecidos que le estamos. Ya hemos sobrepasado nuestro tiempo de estancia aquí, debiéramos haber sido relevados hace muchos días. Si tuviéramos que continuar mucho más tiempo, trabajando en el exterior con la frecuencia de costumbre, la dosis de radiación hubiera sido excesiva y habríamos muerto en poco tiempo.

—¿No podíais permanecer en el interior del complejo?

—Quizá los terrestres nos lo hubieran permitido. Dudo de que los baburitas lo hiciesen. ¿Por qué iba a importarles? Y habrían querido que les enseñáramos a explotar las excavaciones.

Sandra asintió, aunque levantar otra vez la cabeza le costó un gran esfuerzo.

—Habéis acumulado experiencia durante años, ¿no es así?, y a veces al coste de vuestras vidas —dijo—. Es una buena razón estratégica para evacuaros. Sin vuestra ayuda, cualquier otro poder tardará bastante y gastará mucho en reemprender la explotación. Vosotros…, vosotros y vuestros compañeros trabajadores, vivan donde vivan, podríais resultar ser valiosos en una negociación.

—Sí, hemos hablado de eso entre nosotros. Escuchad —en la fatigada voz del hombre se percibió la ansiedad—. Llevémonos parte del equipo más importante con nosotros. O, si no quiere quedarse aquí tanto tiempo, déjenos sabotearlo. ¿De acuerdo?

Sandra vaciló. No había pensado en aquella posibilidad, y ahora era ella quien tenía que decidir. ¿No resultaba arriesgado quedarse unas horas más?

Se atrevería. No era probable que las flotas enemigas terminasen pronto su batalla.

—Nos llevaremos el material —dijo, y se preguntó si estaba obrando sabiamente o llevada por el despecho.