Capítulo 3

EL consejo de la Liga Polesotécnica se reunió en Lunogrado para considerar la situación en Mirkheim, pero, por haber sido convocado apresuradamente, no estaban incluidos representantes de todos los miembros: las cabezas de varias firmas independientes no pudieron ser localizadas a tiempo o no les fue posible abandonar su trabajo con la necesaria rapidez. Sin embargo, sólo los representantes de las compañías y de los Siete del Espacio llegaban casi al quórum, y los portavoces de las compañías independientes que habían llegado o estaban ya en camino eran suficientes para completarlo.

Después de las primeras veinticuatro horas de punto muerto, Nicholas Van Rijn invitó a dos de los delegados a su suite del hotel Universal y éstos aceptaron, cosa que difícilmente habrían hecho si hubiera sido cualquier otro de los independientes. La empresa de Van Rijn era lo suficientemente grande y sus tentáculos estaban esparcidos tan ampliamente que le había hecho poderoso. AÚn con los sistemas de datos y de lógica modernos, a muchos observadores les costaba trabajo creer que un hombre solo pudiera permanecer por encima de todo aquello, sin tener que formar cooperaciones, como lo habían hecho las compañías gigantes. Por esto era el líder natural de todas aquellas empresas que no habían suscrito ninguno de los estrictos acuerdos que mantenían unidas a las compañías o a los Siete del Espacio.

Por otra parte, Bayard Story parecía ser el genio que dominaba al segundo de estos dos grupos, y Hanny Lennart al primero.

La medianoche lunar se aproximaba, y la vista, desde una transparencia situada en la habitación central de la suite, era impresionante. Los edificios estaban bastante separados unos de otros y no eran altos porque tenían que quedar por debajo de los campos de fuerza que mantenían el aire dentro de la burbuja y el estrato de ozono sobre él. La baja gravedad permitía en los parques árboles erguidos y arqueados como si fueran fuentes, entre grandes flores de colores vivos. Por todas partes brillaban luces colocadas sobre postes en forma de parras, luces que no ocultaban la vista del tétrico suelo de cráteres detrás de los campos cultivados, de la muralla circular de Platón, ni del cielo, escalonándose en pendientes y acantilados hasta alcanzar el horizonte próximo. Las estrellas, vivas, inmutables, semejantes a piedras preciosas, brillaban por miríadas; la Vía Láctea era un río de mercurio; hacia el sur el encanto azul y blanco de la Tierra estremecía el corazón. Al lado de aquella panorámica, la opulenta cámara parecía enormemente pobre.

Lennart y Story llegaron al mismo tiempo. Van Rijn fue a abrirles dando saltos sobre el suelo sin tocarlo apenas; no había utilizado el mecanismo que hubiera suministrado una gravedad equivalente a la terrestre.

—Vaya, vaya, vaya. Han estado confabulándose antes de venir aquí ¿nie? —rugió mientras abría la puerta—. No, no lo neguéis, no le contéis mentiras a un pobre viejo gordo y solitario que tiene un pie en la tumba. Venid y beberos su licor.

Story barrió la habitación con la mirada, y dijo amablemente:

—Desde la primera vez que he oído hablar de usted, señor Van Rijn, y eso fue hace más tiempo de lo que yo desearía, la gente habla sobre sus protestas de vejez y debilidad. Haría una buena apuesta a que le quedan aún unos veinte años o más para hacer maldades.

—Ja, tengo un aspecto saludable, estoy construido como una tarta de boda hecha de ladrillos. Pero vosotros, que podríais ser hijos míos —aunque yo siempre he tenido mejor gusto con las mujeres— una gravedad baja ayuda más de lo que os podéis imaginar. ¡Cómo me gustaría retirarme, olvidar los tropezones y maldades de este mundo malvado, dejar mi alma tan limpia de pecados que chille!

—¿Para dejar sitio a nuevos y mayores pecados?

—Déjense de tonterías, por favor —les interrumpió Lennart—. Se supone que esto va a ser una discusión seria.

—Si insiste, señora Lennart… —respondió Story—. Personalmente, tengo ganas de divertirme un poco. Y creo que, además, sería lo mejor. El Consejo es un ejercicio de futilidad, me pregunto por qué me he molestado en venir.

Los otros lo contemplaron fijamente durante un instante, como si ellos también se preguntasen algo. Era la primera vez que lo veían; sólo habían sabido —como resultado de informaciones rutinarias— que durante los diez últimos años su nombre había estado en la lista de directores de Desarrollo Galáctico, en la base central que la compañía tenía en Germania. Resultaba evidente que era tan rico y tenía tanta influencia que podía suprimir toda publicidad sobre su persona y actuar de forma casi invisible.

Era un hombre bastante agraciado: talla media, delgado, rostro bronceado y rectangular de rasgos regulares, ojos de un gris azulado y cabello y bigote castaño claro, con unas hebras blancas. La elasticidad de su paso indicaba que empleaba bastante sus músculos, quizá bajo condiciones intermitentemente severas. Su suave forma de hablar tenía un rastro de un acento que no era terrestre, aunque demasiado erosionado por el tiempo para ser identificable. Su traje, caro y en tonos verdes apagados, le sentaba como si hubiera emanado de su cuerpo. A su lado, Lennart ofrecía un aspecto desaliñado y macilento. Y Van Rijn, comparado con cualquiera de los dos, estaba escandaloso con su vestimenta favorita: una blusa arrugada, manchada de rapé, y un sarong enrollado alrededor de un ecuador propio de Júpiter.

—Comed, bebed, fumad —urgió el anfitrión, señalando un bar portátil bien provisto, las bandejas de complicados canapés, las cajas de puros y cigarrillos. Él fumaba en una pipa capillera que había visto años de servicio y que olía peor cada día que pasaba. Continuó—: Quería que hablásemos aquí en vez de en el interior de un circuito sellado, así podremos relajarnos, ser honrados y no nos parecerá mal lo que, quizá, alguno tenga que decir.

Story asintió y se sirvió un whisky escocés estilo civilizado: puro y con un poquito de agua. Van Rijn volvió a llenar una jarra de ginebra a la que añadía de lo que él llamaba «angst en onrust». Se acomodaron en los asientos. Mientras, Lennart se sentaba muy tiesa sobre un sofá enfrente de ellos y sin querer aceptar nada.

—Bien —dijo ella—. ¿Qué es lo que tiene en la cabeza?

—Deberías ver si podemos llegar a un acuerdo, y de no ser así, delimitar las zonas en que diferimos, ¿no es eso? —empezó Story.

—Y además intercambiar información —añadió Van Rijn.

—Eso podría ser una mercancía muy valiosa, especialmente cuando escasea —observó Story.

—Espero que comprenda que ninguno de nosotros puede hacer promesa alguna, señor Van Rijn. —Lennart hablaba separando las palabras, como cortándolas—. Somos sólo ejecutivos de nuestras respectivas corporaciones —(ella era la vicepresidente de Cibernética Global)—. Y, de hecho, ni las Compañías ni los Siete forman un bloque monolítico; sólo los unen ciertos acuerdos comerciales.

Que recitase algo que hasta un colegial debiera saber no insultó a Van Rijn.

—Y unas direcciones entrelazadas unas con otras —añadió él blandamente, mientras cogía un diminuto sándwich de anguila ahumada y huevo revuelto frío—. Además, ustedes dos tienen más voz en el asunto de lo que reconocen. ¡Ja!, pueden aullar como hornos que explotan siempre que lo desean. Y esos acuerdos comerciales lo que quieren decir es que las Compañías forman un cartel y los Siete otro, con un montón de aliados políticos en buena-posición.

—Nosotros no; en el Mercado Común, no —dijo Story—. Eso se ha convertido en la plutocracia de la señora Lennart, no en la nuestra.

Las delgadas mejillas de la mujer se tiñeron de color.

—Eso puede usted decirlo con mucha más razón de los pobres estados-marioneta de esos pobrecitos planetas —respondió ella—. En cuanto al Mercado Común, llevamos ya cincuenta años de reformas progresivas para fortalecer la democracia.

—Maldita sea —murmuró Van Rijn—, quizá hasta se crea usted eso.

—Espero que no estemos aquí para darle un repaso a esa política partidista que huele a rancio —dijo Story.

—Yo también lo espero —contestó Van Rijn—. Eso es lo que se sacará en limpio en el Consejo, eso es lo que haremos allí si lo dejamos por su cuenta. Todos los miembros tomarán una postura y no podrán abandonarla porque habrán esparcido mucha basura alrededor. Se pelearán hasta que el cielo se caiga. Y no pasará nada más…, a menos que unos cuantos líderes nos pongamos de acuerdo para dejar que suceda algo más. De eso es de lo que quiero que hablemos.

—El asunto es sencillo —declaró Lennart, repitiendo lo que había dicho más de una vez en la mesa de la conferencia—. Mirkheim es un recurso demasiado valioso, de demasiada importancia estratégica, para que se le deje caer en las garras de seres que han demostrado su hostilidad, incluidos ciertos seres humanos. En justicia, el Mercado Común tiene derecho a la soberanía sobre ese planeta, en tanto en cuanto la expedición de Rigassi estaba compuesta por ciudadanos nuestros. Además, el Mercado Común tiene el deber de salvaguardarlo para con la humanidad, para con la misma civilización. Las Compañías apoyan este punto de vista. Es una obligación patriótica y, francamente, me sorprende que personas de su educación no lo reconozcan así.

—Yo me eduqué en una escuela donde pegaban duro —contestó Van Rijn—. Y sospecho que usted también, señor Story. ¿No? Usted y yo deberíamos entendernos bien.

—Yo entiendo por qué cambia de tema —lanzó Lennart—. Le avergonzaría una conversación sobre moral.

—Hablando de moralidad, y también de inmoralidad —dijo Van Rijn—, ¿qué pasa con los que descubrieron Mirkheim por primera vez? ¿Qué derechos cree usted que tienen ellos?

—Eso puede decidirse en los tribunales, después de asegurar Mirkheim.

—¡Ja, ja!, en unos tribunales cuyos jueces compráis como acciones de vuestras compañías. Ya oigo un ruido al fondo, vosotros afilando a vuestros abogados. Ésa fue la razón por la que la Compañía de Supermetales trabajó en secreto.

Story arqueó las cejas.

—¿Espera usted que creamos —dijo— que los ayudó y escondió durante una década a causa de un abstracto sentimiento de justicia?

—¿Qué le hace suponer que yo, un tranquilo y anciano cultivador de la comodidad de mi barriga, estaba en el complot?

—No se ha hecho público, pero los trabajadores de Mirkheim le dijeron a Rigassi que un miembro de la Liga Polesotécnica les había estado ayudando a pasar desapercibidos desde el mismo instante en que rastreó el planeta —dijo Story—. No dijeron quién era, estaban simplemente, patéticamente, intentando parecer más fuertes de lo que son…

Lennart respiró profundamente, y exclamó:

—¿Cómo sabe usted eso?

Story sonrió, lo que quería decir que no estaba dispuesto a revelar el sistema de espionaje organizado por su bloque. Continuó dirigiéndose a Van Rijn:

—Con la perspectiva actual, ese hombre tiene que haber sido usted. Y por cierto, hizo un trabajo maravilloso. Especialmente todas esas insinuaciones que dejó caer, todas esas pistas que puso al descubierto que señalaban que una civilización más avanzada que la nuestra era la que estaba produciendo esos supermetales. Expediciones solemnemente enviadas en su búsqueda… Seguramente se trata del engaño más espléndido de la historia —después de un momento, añadió—: ¿Le importaría decirnos por qué lo hizo?

—Bien, me llamarían mentiroso si dijese que pensé que eso era lo correcto, y quizá me lo llame yo también a mí mismo. —Van Rijn se tragó un combinado de queso de Limburger y cebolla sobre pan moreno, dio unos golpecitos a su pipa con un dedo que parecía un cuerno y aspiró el humo. Después, continuó entre anillas de humo—: Admito que en parte lo hice porque me convenció una persona a la que quiero mucho. Y en parte, porque para los independientes como yo es mejor que los supermetales salgan libremente al mercado. No quiero que ninguno de sus dos carteles se adueñen del poder que el monopolio de Mirkheim pondría en sus manos. La empresa original, eso es lo más razonable.

Eso era lo que él había defendido en el Consejo: que la Liga Polesotécnica ejerciese todo el poder que tenía cuando estaba unida en un esfuerzo para que Mirkheim fuese declarado un planeta sin gobiernos, bajo la protección de la Liga, y que Supermetales se hiciese miembro de ésta. Sabía perfectamente bien que no había ninguna probabilidad de que esta resolución fuera adoptada, a menos que pudiera cambiar un montón de cabezas duras. Las Compañías insistían en que ellas sostendrían la causa del Mercado Común; los siete preferían que la Liga como tal se mantuviese ajena al conflicto, estrictamente neutral y preparada para negociar con los que resultasen vencedores. Van Rijn siguió con el mismo tema.

—Story, no tiene ningún sentido que estemos aquí sentados, cruzando los brazos. La señora Lennart tiene razón, en cierto modo: que Babur se apodere de Mirkheim es el peor resultado posible para todos. Babur está quizá mejor armado que el Mercado Común; lo que es seguro es que sus líneas de comunicación son más cortas, pues está más cerca de Mirkheim que nosotros.

—¿Quién ha llevado las cosas hasta este punto? —dijo Lennart con un tono que se volvió estridente—. ¿Quién comenzó a negociar con los baburitas? ¿Quién les vendió la tecnología que les ha permitido lanzarse al espacio a cambio de un sucio beneficio? ¡Los Siete!

—Sí, hicimos negocios —dijo Story suavemente—. Recordará usted que en aquel tiempo ese tipo de transacciones era práctica normal. Nadie puso objeción alguna. Después…, bueno, admito que nuestras compañías dejaron que este comercio decayese porque ya no resultaba demasiado provechoso, no porque adivinasen que Babur estaba armándose. No lo hicimos. Nadie lo hizo. ¿Quién lo hubiese hecho? Sólo la investigación y el progreso necesarios…; parece increíble que lo hayan logrado en tan pocos años. Pero —continuó, haciendo un gesto típico de conferenciante— debido a nuestras experiencias anteriores sabemos que podemos hacer intercambios con los baburitas. La posibilidad de que tuviésemos que comprar nuestros supermetales a los baburitas no es peor que la de tener que comprárselos a las Compañías, que es lo que vendría a significar que el Mercado Común se apoderase de Mirkheim. Aún podemos negociar con cosas que Babur necesita.

—¿No preferirías comprar de los dueños actuales a un precio más barato y a las demás compañías que también trabajarán en Mirkheim y venderán en un mercado abierto? —preguntó Van Rijn.

—No tienen por qué ser más baratos —dijo Story—. Los que respiran oxígeno tienen demasiada tendencia a competir directamente con nosotros —entrelazó los dedos y miró por encima de ellos, primero a Lennart y después a Van Rijn—. Hablando con franqueza —continuó—, creo que la mayor parte del miedo a Babur no es otra cosa que un miedo infantil a lo desconocido. Nunca se tomó nadie la molestia de enterarse de cómo era, cuando parecía ser sólo un planeta más en el límite del espacio conocido. Pero yo casualmente soy un antiguo xenólogo, especializado en planetas subjovianos. He estudiado todos los informes que tienen los Siete de sus tratos con ellos. Yo mismo estuve allí en el pasado y he hablado con sus líderes. Por tanto, les digo —y estoy aquí para decir eso mismo en el Consejo— que Babur no es ninguna guarida de ogros. Es el hogar de una especie tan razonable según sus luces como nosotros lo somos según las nuestras.

—Exactamente —gruñó Van Rijn—, que Dios nos salve si ellos y nosotros no somos lo mejor que hay. Pero yo también tuve una vez unos pequeños roces con los baburitas. Y también he estado examinando todos los datos disponibles en el Sistema Solar sobre ellos. Sus luces parpadean demasiado.

—Su pretensión sobre Mirkheim es ridícula —añadió Lennart—. No es otra cosa que un slogan justificativo de la agresión territorial.

—No lo es, según los términos de su cultura dominante —dijo Story.

—Entonces es una cultura que no podemos permitirnos dejar que se fortalezca —intervino ella—. No disimula en absoluto su pretensión de establecer un imperio. Si eso se refiriese sólo a mundos del tipo de Babur, quizá podríamos permitirnos vivir con ellos. Pero según interpreto yo sus declaraciones y acciones hasta la fecha, lo que planean es convertirse en la potencia hegemónica de todo ese volumen espacial. Eso no puede tolerarse.

—¿Cómo lo detendrán? —preguntó Van Rijn.

—Haciendo lo apropiado en Mirkheim, para empezar. Con rapidez, decisivamente —contestó ella—. Nuestros servicios de inteligencia indican que Babur se echará atrás ante un fait accompli.

—¿Nuestros servicios de inteligencia? —murmuró Story—. ¿Son así de buenos sus contactos con el ministerio de Defensa?

Van Rijn exhaló espesas nubes azuladas.

—Creo que acaba de decirme algo de lo que no estaba del todo seguro, señora Lennart —dijo.

Ella le miró fijamente, y una sombra de aprensión cruzó sus rasgos.

—Yo no…, comprenderá que sólo estoy hablando de mis opiniones personales… —tartamudeó.

—Yo tengo mis propios contactos. No tan secretos como parecen ser los suyos. Pero cosas tan simples como permisos de salida a naves civiles hacia el espacio profundo…; de repente, hay muchas a las que se les ha dicho que deben esperar, ese tipo de cosas…; gota a gota voy recopilando hechos hasta que reúno todo el rompecabezas. Y la conozco hace muchos años, Lennart, su forma de hablar también dice mucho —dijo Van Rijn.

Van Rijn se levantó, ligero a causa de lo poco que pesaba con aquella gravedad, tan ligero que parecía una luna ascendente que eclipsase la brillantez de la Tierra.

—Story —dijo—, no lo anunciarán ahora mismo, pero le apuesto rubíes a que el gobierno del Mercado Común ya ha enviado a Mirkheim una flotilla de combate. Y no estoy nada seguro de que Babur se lo tome dócilmente.

Se volvió hacia una estatuilla de San Dimas, de arenisca marciana, que se erguía sobre el mueble bar, su compañero en los viajes de toda su vida.

—Será mejor que te des prisa y comiences a rezar por nosotros —le dijo.