La tercera parte de un siglo había hecho que los recuerdos que Sandra tenía sobre la Tierra se hubiesen vuelto vagos. Recordaba el gigantismo de los conglomerados metropolitanos, pero había olvidado lo sobrecogedores que podían llegar a ser. Había experimentado ambientes totalmente controlados, totalmente sintéticos, pero sólo ahora comprendió que, de forma distinta desde luego, aquello podía serle tan extraño como los planetas exteriores de Mai. Además, en su anterior visita había sido una turista, con libertad para volar de un lado a otro, disponible para cualquier aventura que pudiese presentarse, no había conocido las pesadas cadenas que la Tierra impone a las personalidades importantes. Todas las horas tenían su cita, todos los encuentros constituían una danza ritual de palabras, todas las sonrisas eran medidas por su efecto sobre el público. Le enseñaron algunas de las maravillas naturales que quedaban, pero sólo pudo verlas. Ni le fue posible arrastrarse a lo largo de un sendero del Gran Cañón, ni despojarse de su ropa y zambullirse en el lago Baikal. Y por todas partes, por todas partes, sus guardianes debían acompañarla.
—¿Quién querrá aquí el poder, a este precio? —se lamentó una vez.
David Falkayn había sonreído irónicamente, y contestado:
—Los políticos no tienen tanto poder. Representan su papel, pero la mayor parte de las decisiones las toman en realidad los propietarios, los ejecutivos, los burócratas, los jefes de los sindicatos, gente que no es tan notoria como para necesitar toda esa protección ni esa programación ordenada de su tiempo… Por supuesto, los políticos piensan que ellos son quienes dirigen el gobierno.
Por tanto, había sido un bien inmenso estar de vuelta entre los suyos, a bordo de su buque insignia, el crucero Chronos, por muy estéril y limitado que fuese su interior. En órbita independiente alrededor del Sol, la flotilla de Hermes equivalía al suelo patrio. Hasta había conseguido dejar detrás al servicio secreto, después de una desagradable discusión. Los hombres y mujeres a bordo eran de su misma tierra, nacidos bajo los mismos cielos, caminaban con el ligero contoneo y hablaban con el acento que eran suyos, y permanecían juntos en una soledad que ellos compartían.
Pero su corazón se sentía oprimido. Aquel día se reuniría de nuevo con Nicholas Van Rijn. Aunque estaba en territorio propio, aunque sólo fuese para evitar el ser espiados electrónicamente, sentía algo de miedo y estaba enfadada consigo misma por ello. Eric, que estaba esperando a su lado, debiera haber sido un consuelo, pero era casi un extraño que de mala gana había dejado la Tierra y su Loma, carne de aquel extranjero que se veía obligada a recibir. Los tripulantes flanqueando en una doble hilera la compuerta con los uniformes blancos de gala también se habían vuelto extraños para ella. ¿Qué estarían pensando bajo sus rostros, cuidadosamente inexpresivos? La ventilación la tocaba con una frescura que le decía que su piel estaba húmeda.
La válvula interior se abrió, y allí estaba él.
Su primer pensamiento fue de asombro: «¡Qué feo es!». Lo recordaba macizo y anguloso, no corpulento, y para ella eran nuevos la camisa de encaje, el chaleco iridiscente y los bombachos color púrpura que llevaba para la ocasión. Detrás de él, Falkayn, con una sencilla túnica gris y pantalones, formaba un contraste cruel. «¡Dios mío, es un viejo!». Este conocimiento hizo que Sandra perdiese su embarazo. Ya no era su hijo el extraño, sino aquella chica que en un tiempo había sido tan testaruda.
—Saludos, caballeros —dijo, como si se tratara de cualquier otra persona que recibiese para una conferencia.
Y entonces, Van Rijn, maldita fuese su alma, se negó a ser enternecedor y le agarró la mano, depositó sobre ella un restallante beso y la agitó como si esperase que el agua brotase de su boca.
—Buen día, buen día —rugió—. Buenas noches también, vivas y mis mejores saludos, Vuestra Graciosísima, y que vuestra vida esté llena de alegría. Ah, sois todo un placer para unos ojos cansados, el tiempo os sienta cada vez mejor, como a los quesos buenos. Me siento tentado de dar las gracias a los baburitas por haberos hecho venir, si no fuese porque os han traído problemas. Por eso deberán pagar hasta con las narices que no tienen; pero haremos que nos las compren con un quinientos por ciento de recargo. ¿De acuerdo?
Ella se liberó y, fría de cólera, le presentó al capitán y a los oficiales superiores de la nave. Eric se encargó de presentarles las excusas debidas por no ser invitados a tomar una copa antes de la cena, cosa que ya conocían de antemano porque el mensaje de Van Rijn había solicitado una entrevista en secreto. Aceptaron mecánicamente esta cortesía que se les debía, pero con su atención centrada en el mercader, la leyenda viviente. «¿Así que “éste” era él? ¿Y qué esperanzas podría un hombre como aquél dar a Hermes?».
Al salir con su hijo y Falkayn, él tomó del brazo a Sandra, quien resistió la familiaridad del gesto, pero no se atrevió a soltarse por miedo a hacer una escena. Él dijo en voz baja:
—Me gustaría decir Weowar arronach… —aquella frase del lenguaje lannachska de Diomedes la habían hecho suya durante su primer año juntos—, pero vuelve a ser demasiado tarde. Me alegro de que después hayas sido feliz.
—Gracias —dijo ella, de nuevo cogida por sorpresa.
Entraron en la antesala. No era grande pero estaba cubierta por pieles de ciánope y maderas nativas, como un recuerdo del hogar. Aún despedían un ligero olor. Sobre los mamparos colgaban unos cuadros: el Cloudhelm visto desde la cumbre boscosa de una de las colinas Arcadias, las dunas del desierto del Arcoiris, el océano Coribántico del Sur, vivo en la fosforescencia nocturna. Una pantalla proporcionaba un fuerte contraste: los espacios que rodeaban el casco de la nave, millones de estrellas, la Vía Láctea, el glóbulo terráqueo, casi perdido entre los astros, tan frágil como un cristal azul. Eric se deslizó detrás del diminuto bar.
—Yo haré de barman —dijo—. ¿Qué vais a tomar?
Aquello rompió una cierta tensión. «¿Será de su padre de Quien ha heredado esa habilidad? —pensó rápidamente Sandra—. Yo nunca me he dado buena maña para cambiar el humor de un grupo». Viendo que los hombres estaban esperando, escogió un clarete del valle de Apolo. Van Rijn probó una ginebra de Hermes y declaró que sabía a quemado. Falkayn y Eric tomaron whisky escocés. A Sandra le pareció divertido… o simbólico, o algo, que aquella bebida hubiera sido transportada desde Edimburgo hasta Starfall y otra vez de vuelta.
Se acomodaron sobre el banco curvo que circundaba la mesa: ella, Eric, Falkayn y, en el extremo opuesto, Van Rijn, con gran alivio por su parte. Cuando ella buscó su caja de puros, el mercader siguió su ejemplo e insistió en que probase un habano de verdad. Se dio cuenta de que había olvidado lo bueno que era.
El silencio cayó sobre la reunión. Después de un par de minutos, Eric se removió en su asiento, dio un trago a su bebida y dijo rudamente:
—¿No sería mejor que nos pusiéramos a trabajar? Estamos aquí porque el señor Van Rijn tiene algo que decirnos. Estoy ansioso por saber lo que es.
Sandra se irguió, encontró los ojos del anciano y sintió como si volasen chispas.
—Sí —asintió—, no tenemos derecho a permanecer ociosos. Por favor, cuéntenos.
Su mirada buscó la de Falkayn. «Nosotros ya lo sabemos. —Y la de Eric—. Tú y yo también hemos hablado sobre esto después de que nos abrazásemos en la Tierra».
Van Rijn dejó escapar una riada de humo por las fosas nasales y comenzó:
—Deberíamos representar algo así como la escena final de una novela policíaca, en la cual yo tiro un kilo de pruebas encima de la alfombra y las hacemos encajar en forma de un villano. Pero todos tenemos una idea, clara o vaga, de la respuesta. Estamos aquí principalmente para decidir lo que debe hacerse. De todas formas, permitidme exponerlo todo ante vosotros, para estar seguros de que pensamos lo mismo.
Durante unos instantes permaneció callado. A Sandra los murmullos procedentes de las entrañas de la nave le recordaron el rumor de una cuerda pulsada hasta casi el límite de su resistencia.
—Bayard Story, de Desarrollo Galáctico, líder de los Siete en el Espacio en nuestra reunión de Lunogrado, es Benoni Strang, alto comisario de Babur en Hermes. Ése es el hecho que hace que todo lo demás encaje por sí solo.
—Supongo que, con todas las fotos y pruebas que trajo mi madre, no hay ninguna posibilidad de que estemos equivocados —aventuró Eric con una cautela que Sandra reconoció como nueva en él.
—No, el parecido es evidente; además, la identidad explica demasiadas cosas —dijo Van Rijn.
—Especialmente el asunto de quienes ayudaron a Babur —intervino Falkayn con el tono de un juez que dicta sentencia—. El armamento, la información militar y política, el reclutamiento de mercenarios, la discreción de toda la campaña; hasta ahora… los Siete.
—Seguramente no todos —protestó Eric, como si el golpe le acabase de alcanzar.
—Oh, no —dijo Van Rijn—. Ese secreto nunca hubiese sido guardado, se hubiese podrido y olido mal en toda la galaxia de haberlo conocido más personas que unos cuantos cargos a alto nivel…, y, claro está, los técnicos humanos que contrataban y mantenían estrictamente aislados. Seguramente, tampoco hay muchos baburitas que lo sepan.
Van Rijn dejó caer uno de sus puños, grande, peludo, nudoso, sobre la mesa. Era un puño con fuerza para aplastar.
—Eso no constituye ninguna diferencia —declaró—. La política y las órdenes vienen de arriba abajo. Los baburitas tratan a la Liga con desprecio porque sus líderes saben que la Liga está dividida interiormente.
—Pero qué esfuerzo tan enorme —se preguntó Eric—. Investigación, desarrollo, construcción, una década tras otra, hasta que todo un planeta gigante está dispuesto para lanzar sus hordas… ¿Cómo pudo permanecer oculto todo eso? El coste de toda esa operación debería aparecer en los libros de cuentas…
—Subestimas el tamaño de las operaciones a escala interestelar —le dijo Falkayn—. Ningún empleado, ni siquiera un empleado de categoría con un puesto importante, puede seguir el rastro de todo lo que hace una compañía grande. Y distribuido entre varias compañías, los gastos pueden ser disfrazados fácilmente como fluctuaciones estadísticas. Tampoco debe haber sido demasiado grande; Babur seguramente suministró la mayor parte de la mano de obra. Las materias primas también vendrían de allí o de planetas y asteroides deshabitados. Una vez construidas las máquinas básicas para la fabricación del resto del utillaje, una parte relativamente pequeña del capital de los Siete estaría allí invertido. Deben haber pagado fortunas a diversas personas para que accediesen a vivir una buena parte de sus vidas lejos de sus propias civilizaciones, pero para una corporación importante, la fortuna de un individuo es una carga pequeña.
—Hace algún tiempo tuvimos una pista importante de todo este asunto —añadió lentamente—; las naves de guerra de los baburitas parecen dotadas de sistemas electrónicos, algunas de cuyas partes no pueden haber sido fabricadas allí, y otras se deterioran en un atmósfera de hidrógeno. No tenía por qué ser de esta forma, se pueden hacer mejor. Lo achacamos a una ingeniería defectuosa, como resultado del apresuramiento, y es bastante probable que los señores de Babur continúen creyendo que ésta es la razón, si es que en ese planeta existe alguien con conocimientos científicos a quien se le haya permitido perder el tiempo pensando en el asunto. Pero la realidad…, los Siete han querido tener a sus aliados bien sujetos, algo que los mantenga como subordinados hasta que hayan alcanzado sus propios objetivos. ¿Por qué no dejarles en necesidad crónica de piezas de repuesto vitales, piezas que son suministradas desde el exterior?
—La revelación de Mirkheim precipitó la acción —dijo Sandra.
—Resultaba una presa demasiado rica como para dejarla escapar. Pero ¿cuál es la verdadera meta tanto de Babur como de los Siete? ¿Por qué ir a la guerra? Eso es lo que aún no logro comprender.
—Yo no estoy seguro de que haya alguien capaz de comprender por qué los mortales van a la guerra —contestó sombríamente Van Rijn—. Quizá algún día encontremos a alguna especie inteligente que no haya perdido el humor, y entonces nos lo dirán.
—Siempre podemos emplear la lógica —dijo Falkayn dirigiéndose a la mujer—. Un imperialismo que triunfe de hecho compensa a los líderes con riqueza, poder, el sentimiento de la gloria… sí, y, muchas veces, el sentimiento del deber cumplido, de un destino realizado.
—Será mejor que nos conformemos con la simple avaricia —observó Van Rijn.
—En el caso de los baburitas —continuó Falkayn—, no podremos saberlo con certeza hasta que no se haya hecho una intensa labor de investigación xenológica…, a menos que nos podamos apoderar de los archivos de Strang. Pero sabemos que no les gustó que los echaran a un lado en la lucha por un puesto en la frontera. Sus jefes pueden haber decidido que nada, excepto la fuerza, conseguiría para su especie aquello que les es debido. Y no olvidéis que Babur se unió, hace bastante poco, bajo las conquistas de la Banda Imperial. Sospecho que el deseo de seguir conquistando habrá sido demasiado fuerte, como ha sucedido muchas veces en la historia humana. Además, pienso que los gobernantes vieron las aventuras extranjeras como una forma de asegurar su poder sobre las tierras adquiridas recientemente, como también ha sucedido en la historia humana… Fuese como fuese, Babur estaba maduro para dejarse manipular, para recibir ayuda y convertirse en propietario de su zona estelar. No me sorprendería en absoluto que Benoni Strang fuese el hombre a quien se le ocurrió la idea y que sea él quien persuadió a los amos de los Siete. Parece ser que comenzó su carrera como científico en ese planeta.
Sandra asintió mientras a su memoria venía la imagen de su enemigo: su ardor bajo aquella armadura de cortesía, su mirada, frecuentemente perdida, palabras que, de vez en cuando, había dejado escapar.
—¿Y cuáles habrán podido ser los motivos de los Siete? —preguntó, aunque ella y Falkayn habían hablado de eso durante horas y horas en el viaje hacia el Sol.
—Ya intenté hacer una lista con unas cuantas causas por las que los humanos se salen del buen camino —le recordó él.
—Hay otra cosa además —añadió Van Rijn—. Las Compañías se hallan muy cerca de hacerse con el gobierno del Mercado Común. Por lo menos, el gobierno no hace nada que ellas no deseen y hace todo lo que ellas quieren. Yo, que soy un independiente, veo en ello una amenaza, pero no albergo deseos de poder. Sólo deseo que me dejen jugar y hacer mis pequeños trucos. Pero los amos de los Siete no piensan así, o no se habrían organizado como lo han hecho. Deben temer el día en que las Compañías se lancen activamente al espacio. ¿Qué cosa sería mejor, contra eso, que tener un gobierno propio, un gobierno fuerte? Pero como ese gobierno no existe aún, tienen que construir un imperio, y después hasta podrán darse el lujo de que se conozca todo el alcance de la conspiración.
—Aliados con Babur…, sí, en cierta forma tiene sentido —dijo Eric—. No es probable que las dos razas entren en colisión, no necesitan el mismo tipo de cosa, excepto por ejemplo algo como Mirkheim, y podrían llegar a un acuerdo para repartírselo. Mientras tanto, Hermes sería la base del poder humano en aquella zona, bajo un gobierno totalitario.
Se interrumpió para dar un puñetazo a la mesa.
—¡No! —gritó.
—De acuerdo —intervino Van Rijn—. Estamos hoy aquí para ver qué es lo que mejor podemos hacer.
¿Todo el mundo tiene una idea más o menos clara de la situación? Muy bien, todos a subirse las mangas, y pensemos nuestras próximas acciones.
Sandra sorbió su clarete, como si el gusto de la desaparecida luz solar pudiese darle fuerzas.
—Por supuesto, no quieres informar al Mercado Común —adivinó.
—Claro que no —replicó Van Rijn—. Comprenden la debilidad del enemigo, atacan, ganan…, ¿y quién se queda con Mirkheim? Las compañías.
—Aplastarían a los Siete sin piedad —añadió Falkayn—. No creo que el imperio que consiguiesen formar en el espacio fuese menos vicioso…, ni más inclinado a la liberación de Hermes. Claro que harían que Babur se retirase; pero la tentación de imponer allí un gobierno títere que construyese un estado corporativo a imagen del Mercado Común y que fuese consecuentemente obediente en cuanto a sus relaciones internacionales… les resultaría difícil resistirse a eso.
Van Rijn se volvió hacia Eric.
—Por eso fue por lo que yo hice lo posible para retrasar la integración de tu fuerza con la del Sol —le explicó—. Tenía el presentimiento de que era mejor conservar tu libertad de acción. Ahora sabemos que sí lo es.
Aquello también había estado en la mente de Sandra durante muchos días, pero decirlo en voz alta le pareció como si penetrase en un puente que se rompería con su peso.
—Estás proponiendo que nos marchemos y hagamos la guerra por nuestra cuenta.
—Sí, pero no ataques directos contra Babur. Ataquemos propiedades de los Siete, las tienen poco defendidas. Después podemos dejarles escoger: o retiran su apoyo a sus aliados y de esa forma ambos tienen que hacer la paz con nosotros, o les arruinamos.
—No tenemos por qué precipitarnos —apremió Falkayn—. Por ejemplo, decírselo a otros miembros independientes de la Liga, cuantos más mejor, convencerles de que se unan a la lucha, valdría la plena y ahorraría bastantes vidas.
—Entonces querrá su parte, cuando se firme la paz —objetó Eric.
—Sí —dijo Falkayn—. ¿Y no crees que será mejor que lo hagan? De esa forma podríamos salvar algo de estabilidad, algo de decencia.
Sandra pensaba: «Mientras tanto, la agonía de Hermes sigue adelante. Pero yo no me atrevo a oponerme a esto, no tengo la sabiduría suficiente para pensar en una solución mejor».
¿«Habrá alguien que la tenga»?
Desde una terraza de la casa de Van Rijn, en Delfinburg, David y Coya contemplaban de nuevo el mar de noche. A sus espaldas dormían sus hijos. Ante ellos, una bajada envuelta en sombras que llevaba al muelle de los yates, poblado de hileras de fantasmagóricas formas de barcos.
Más allá, el fuerte viento levantaba olas que corrían hasta romperse en blancura, surgían de nuevo y seguían su carrera hacia adelante. Sobre sus cabezas se arqueaba un cielo sin luna recorrido por estrellas que parecían volar entre jirones de nubes.
—Es la tercera vez que te vas —decía ella—. ¿Debes realmente hacerlo?
—No voy a dejar a Adzel y a Chee peleando solos en mi propio planeta, ¿verdad? —dijo él asintiendo.
—Pero sí puedes dejarnos a nosotros… —ella se detuvo—. No, lo siento. Olvida que esa idea ha cruzado mi cabeza.
—Esta vez será la última —prometió él, y la atrajo hacia sí.
Ninguno de ellos habló, pero ambos pensaban lo mismo: «Si no se vuelve a casa, es la última vez, no hay duda». Pero lo que Coya dijo fue:
—Muy bien, porque después me llevarás siempre que te vayas a dondequiera que sea. A mí y a los niños.
—Si es que voy a algún sitio, querida. Después de todo este alboroto me sentiré muy feliz estableciéndome en la Tierra y dejando que los trópicos me tuesten los huesos.
Ella sacudió la cabeza haciendo girar su cabello negro.
—No lo harás, ni yo tampoco. No es un mundo para Juanita y Nick. ¿No estarás imaginando que esta guerra va a limpiarlo, verdad? No, la podredumbre crecerá más y más. Nos marcharemos de aquí mientras todavía podamos hacerlo.
—Hermes… —durante un rato estuvo callado y continuó—: Quizá, ya veremos… El universo es grande.
El viento soplaba muy frío y la espuma levantada por las resonantes olas estaba fría, fría y amarga.