—Os llamo con motivo del Aniversario de Elvander, Madame —declaró la imagen de Benoni Strang.
Sandra estuvo a punto de perder el control de sí misma durante unos instantes. Había tenido que controlarse demasiado a menudo, hasta ahora siempre volvía a sentarse, esperando cansadamente el próximo golpe. Fuera resonaban los truenos; y volvió a escuchar la trompeta del viento y la marcha de la lluvia, como si Pete estuviese cabalgando a su lado. Se irguió en su asiento y replicó fríamente:
—¿Y qué ocurre? Aún falta un mes.
—Siempre es de sabios prevenir los acontecimientos, Madame —dijo Strang—. Os suplico que anunciéis que este año no se celebrará públicamente esta fiesta, en vista de la emergencia; que estarán prohibidas cualquier tipo de manifestaciones.
—¿Cómo? ¿En la principal fiesta de nuestro planeta?
—Exactamente, Madame. El riesgo de una avalancha de emociones es demasiado alto. Los ciudadanos que lo deseen pueden celebrarlo tranquilamente en sus hogares, pero tampoco podemos permitir fiestas privadas demasiado numerosas. Las iglesias deben permanecer cerradas.
«En realidad, era de esperar», —pensó Sandra. Pero el más antiguo de todos sus recuerdos era su padre levantándola en brazos por encima de una multitud en Riverside Common, para que pudiese ver la cascada de fuegos artificiales que saltaba desde una barcaza cubierta de banderas; el agua parecía viva con tanta luz.
—¿Y si no promulgo este decreto? —desafió. Strang frunció el ceño antes de contestar:
—Debéis hacerlo, Madame. Por el bien de vuestro pueblo. Motines, que podrían degenerar en una rebelión abierta…; los militares no tendrán más remedio que disparar… —se detuvo y añadió—: Si no sois vos quien dé esa orden, yo lo haré. Eso minaría seriamente vuestra autoridad.
«¿Qué autoridad? Sin embargo, este educado y macabro juego al que jugamos los dos es lo único que retrasa… ¿Qué?».
—Una masacre os haría perder gran parte de vuestros simpatizantes —le avisó ella.
—El que vos misma hayáis empleado una palabra tan emocional como ésa demuestra que en caso de incidentes mis oficiales podrían verse obligados a recurrir a medidas extremas, Madame —su boca se había endurecido bajo el atildado bigote.
—Está bien, cancelaré las festividades; de todas formas, lo más probable es que nadie estuviese de humor para celebrar nada.
—Gracias, Madame. Hum…, me consultaréis sobre la forma de decirlo, ¿verdad?
—Sí. Buenos días, Comisario.
—Buenos días, Vuestra Gracia.
Otra vez sola, Sandra se levantó y se acercó a una ventana abierta. No había encendido la iluminación y la tormenta había convertido a la sala de conferencias en una sombría cueva donde sólo se apreciaban unas pocas cosas: el pulido brillo de un panel de madera, los mortecinos colores de un cuadro, la curva del hacha de batalla de Diomedes. Pero el viento dejaba entrar en la estancia una fuerte y cruda frescura. Ráfagas de lluvia acribillaban el jardín y formaban una muralla que ocultaba el mundo exterior. La luz de los relámpagos hacía que incluso la más pequeña rama desnuda de un arbusto resaltase sobre el manto metálico del cielo, y mientras volvía la oscuridad el trueno se alejaba rodando hacia espacios inalcanzables.
Hoy no iría a dar un paseo a caballo, cosa que había estado haciendo todas las mañanas montando su caballo favorito desde la Colina de los Peregrinos hasta Riverway, siguiendo el Palomino hasta la calle Silver, y de allí, a la Avenida Olímpica, una distancia de varios kilómetros con la vuelta, siempre sola para que la gente la viese y quizá se sintiese reconfortada. A menudo la saludaban con respetuosas inclinaciones o le lanzaban besos. Pero con aquel tiempo habría muy pocas personas y el gesto no valdría la pena el esfuerzo.
«Pero quiero hacerlo, estoy harta de esperar. No cabalgar por Starfall hacia el Oeste, hacia el campo por el camino del cañón, galopando contra el viento y la lluvia, galopando sin parar, aplastando con los cascos los cráneos de Strang y sus hombres, y después a las colinas, las montañas, los desiertos, un salto hacia el horizonte y entre las estrellas».
Cuando oyó el zumbido, aflojó los puños que había cerrado inconscientemente, y dirigiéndose hacia el comunicador oprimió el botón que significaba que aceptaba la llamada.
—¿Sí?
—Madame —dijo la voz de su mayordomo—, Martin Schuster espera vuestro permiso para entrar.
—¿Quién? Ah, sí. Puede entrar. «No sé quién será; sólo sé que Athena Falkayn me envió un mensaje pidiéndome que le recibiera en privado, y por eso dio la casualidad que yo estuviese aquí cuando Strang llamó». —Y este recuerdo le hizo tragar saliva. La puerta se abrió y volvió a cerrarse silenciosamente. Ambos se parecían en que eran altos, rubios y de edad madura. Al contemplar su esbelta silueta con más atención, ahogó un grito de reconocimiento y el asombro la paralizó.
—Saludos, Vuestra Gracia; gracias por recibirme —dijo él inclinando la cabeza.
Conservaba un leve rastro del acento de Hermes, aunque no de su forma de hablar, pues ella sabía bien que en todos aquellos años David Falkayn no había estado nunca en la Tierra durante mucho tiempo seguido, ni en ningún otro planeta donde el ánglico fuese el idioma dominante.
—Lo que tengo que decir es confidencial —prosiguió él.
—Ciertamente —dijo ella sintiendo que su corazón se estremecía, y añadiendo con cierta vacilación—. Esta sala es a prueba de escuchas. Desde la ocupación, los guardias y los técnicos trabajan día y noche aquí y es segura.
—Muy bien —sus miradas se encontraron—. Creo que me conocéis.
—¿David Falkayn?
—Sí.
—¿Por qué ha vuelto?
—Para ayudar en lo que pueda. Tenía la esperanza de que vos, señora, pudieseis darme alguna idea de cómo puedo hacerlo.
El gesto de Sandra fue deslavazado.
—Bienvenido, señor. ¿Puedo ofrecerle algo, un refresco, algo de fumar?
—Ahora no, gracias. —Falkayn se quedó en pie hasta que ella se sentó, y con manos temblorosas extrajo un puro de un humidificador, le mordía el extremo y lo encendía.
—Cuénteme su historia —le dijo ella.
—Eric llegó al Sol sin sufrir ningún daño —comenzó él, y continuó. Ella interrumpió muy pocas veces su sucinta narración con alguna pregunta.
Cuando terminó, ella sacudió la cabeza y suspiró.
—Admiro su valor y sus recursos, capitán Falkayn; quizá pueda usted ayudarnos, aunque lo veo muy difícil. Como mucho, podremos llevar a cabo acciones dilatorias, obteniendo de Strang concesiones temporales a cambio de nuestra cooperación en la cimentación de lo que acabará siendo su propia y personal dictadura. Lo único que puede salvar realmente a Hermes es la derrota de Babur.
—Que si alguna vez llega a suceder costará años, vidas, dinero, incalculables trastornos sociales… —dijo él—. El Mercado Común está confuso, desalentado y apático. La Liga se halla paralizada por sus propias rivalidades intestinas. Creo que, dentro de algún tiempo, el Mercado Común se lanzará a una guerra final, mayormente porque así lo quieren las Compañías que consideran Mirkheim como su salvoconducto para entrar en el espacio en una escala que les permitirá competir con los Siete. Pero no podrán reunir a una población decidida y un ejército poderoso de la noche a la mañana. Mientras tanto, Babur… ¿quién puede saber lo que hará? Sí, Madame, dudo mucho que los de Hermes podamos confiar en un rescate desde el exterior.
—¿Qué propondrías entonces? —dijo ella chupando tan ferozmente del puro que el humo le escoció en la lengua.
—Maniobras políticas como las que habéis estado llevando a cabo y en las que quizá yo pueda ayudaros. La organización simultánea de una resistencia armada que operaría desde nuestros enormes continentes. Podríamos conseguir que el apoyar a Strang le costase a Babur más de lo que está dispuesto a pagar. Babur no gana mucho con su presencia aquí.
—Cualquiera que haya sido la verdadera razón para esta invasión, ¿no seguirá siendo válida? —discutió ella aun en contra de lo que realmente deseaba—. Y no subestime nunca a Strang. Seguramente ya ha previsto que podríamos intentar lo que acaba usted de sugerir, y habrá tomado las medidas adecuadas para evitarlo. Es un genio… de la maldad, pero un genio.
Falkayn permaneció unos minutos contemplando la lluvia desde la ventana, y dijo:
—Debéis conocerle mejor que ninguna otra persona de este planeta.
—Lo que no quiere decir mucho: es una especie de máquina, y no es fácil acercarse a él. Me pregunto cuándo dormirá. Un poco antes de que llegase usted me llamó personalmente para decirme que debía prohibir todos los festejos públicos del Aniversario de Elvander. Podría habérselo encargado a un ayudante; pero no, tuvo que hacerlo él en persona.
Falkayn sonrió un poco, y dijo pensativo:
—Debo estudiarle, intentar nacerme una idea de su estilo. Me han dicho que pronuncia discursos y que es raro que haga declaraciones en nombre propio.
—Cierto. Debo admitir que no es egoísta…, o más bien que no está interesado en la apariencia del poder, sino en éste en sí mismo, en su sustancia.
—Ni siquiera sé qué aspecto tiene —dijo Falkayn.
—Voy a ponerle la grabación de nuestra conversación.
Sandra sintió cierto alivio en levantarse, acercarse al teléfono y pulsar el botón. No estaba muy segura de cómo debía responder a este hombre un compatriota, pero un total extraño, famoso, pero desconocido, un hombre que le había sido traído por la tormenta.
Sobre la pantalla iluminada aparecieron los rasgos familiares y odiados: «Buenos días, Vuestra Gracia…».
—¡Yaaaaaaah!
El grito casi la dejó sorda. Dio media vuelta y vio que Falkayn se había puesto en pie, con los puños apretados.
—¡No puede ser! —rugió. Después, con un susurro, añadió—: ¡Es él!
«Os llamo con motivo del Aniversario de Elvander, “Madame”» —decía la grabación.
—Apáguelo —pidió rudamente Falkayn—. ¡Por Judas! —miró a su alrededor como si buscase consejo entre las sombras, y añadió—: ¿Qué otra cosa puedo decir? ¡Por Judas!
Fue como si la ramificación de un relámpago recorriese la columna vertebral de Sandra, pero se trataba de un relámpago frío, muy frío. Se dirigió hacia él andando con rigidez, y le dijo:
—¿Qué pasa, David?
—Éste… —temblaba con violencia—. ¿Strang tiene algún doble, hermano gemelo o algo parecido?
—No —vaciló un momento—. No, estoy segura de que no lo tiene.
Él comenzó a dar pasos de un lado para otro, retorciendo las manos detrás de la espalda.
—¿Es una pieza del rompecabezas, la clave de toda una respuesta? —musitaba—. Cállese; déjeme pensar.
Ninguno de los dos advirtió aquella falta de etiqueta.
Mientras él recorría la habitación formando palabras no pronunciadas o un juramento no humano de vez en cuando, ella esperó junto a la fría corriente de aire que entraba por la ventana. Cuando por fin él se detuvo y la miró, pareció tremendamente apropiado que lo hiciera justamente debajo del hacha.
—Esta información tiene que llegar hasta la Tierra —dijo él—. A Van Rijn, inmediatamente y en secreto. ¿Cómo podemos enviar un mensaje?
—No hay forma de hacerlo —respondió ella meneando la cabeza.
—Tiene que haberla.
—No la hay. ¿Crees que no lo he deseado, que no me he sentado con mis oficiales tratando de imaginar cómo podríamos hacerlo? El planeta está envuelto en una maraña de radares, detectores y naves. Tus amigos nunca hubieran salido vivos de aquí. Claro que vosotros llegasteis a la atmósfera enmascarándoos como un meteorito, pero ya sabes lo que pasó después. Y… los meteoritos no ascienden, sólo caen.
Falkayn dio un puñetazo a la pared.
—Escuchad, lo que yo sé ahora podría determinar el curso de toda esta maldita guerra. Si se lo decimos a Van Rijn a tiempo. Eso vale virtualmente cualquier sacrificio que nos pueda costar.
—¿Por qué? —le preguntó ella agarrándole por el brazo. Él le dijo el porqué.
—No es la solución a toda la adivinanza —añadió él—. Eso se lo dejo a Van Rijn, se le dan bien es tipo de cosas. Hasta podría estar equivocado, en cuyo caso nuestro esfuerzo no habrá servido para nada. Pero hay que hacer el esfuerzo. ¿No lo creéis así?
—Sí —dijo ella asintiendo a ciegas—, aunque es una apuesta a ciegas. Si algo sale mal, habremos perdido más que nuestras vidas.
—Ciertamente, pero debemos intentarlo —insistió él—. Por muy fantástico que parezca, nuestro plan es mejor que nada. Seguramente hay un intercambio de comunicaciones entre Strang y el alto mando baburita. Si pudiésemos secuestrar una de esas naves…
—Es imposible —dijo Sandra apartándose de él y volviendo a la ventana. El viento atronaba, la lluvia era cada vez más copiosa, los truenos retumbaban como ruedas gigantescas. El invierno llegaba a Starfall. David se acercó a la mujer y la acusó:
—¡Sabéis algo más!
—Sí —contestó ella bajo el ruido, pero sin volver la cabeza—, sé algo más. Pero…, Dios mío…, mi pueblo… y el tuyo, tu madre, hermano, hermana, camaradas espaciales, todos se quedarán aquí…
Esta vez fue su turno de quedarse callado y después apremiar:
—Continuad.
—Aún tengo el yate ducal —le dijo ella hablando con gran lentitud—. Strang ha sugerido más de una vez que quizá disfrutase de un crucero para relajarme y yo siempre le he contestado que no. Lo que él quiere es evidente: puedo volar hasta el Sol, no se opondrá.
—No, claro que no —asintió Falkayn en voz baja—. Eso le daría una excusa perfecta para adueñarse de todo, con el apoyo de los extremistas del Frente de Liberación. Imaginaos: «La Gran Duquesa, al igual que su hijo antes que ella, se ha pasado al enemigo con la intención de ponerse al frente de una fuerza extranjera y aplastar nuestra gloriosa revolución».
—Las Familias, los Leales y los Travers fieles no tendrían quien les dirigiese. Se sentirían traicionados por mí…, y pronto se verían oprimidos por un reino de terror.
—Veo que conocéis la Historia, Lady Sandra. De nuevo volvieron a quedar en silencio.
—Yo seguiría aquí —dijo él por fin—. Me daría a conocer y haría lo que pudiese. Ella giró en redondo y negó:
—Oh, no, David, no. Yo me llevaría a todos mis familiares, incluyendo a la prometida de Eric, porque eso haría más real a los ojos de Strang que pienso escapar. Pero tú…, tú vendrías con un nombre falso, sustituyendo a uno de los tripulantes. No puedo dejarte aquí.
—¿Por qué no?
—Aquí estarías de incógnito, sin utilidad alguna, mientras que en el espacio podríamos necesitar tus conocimientos. También podrías invocar tu prestigio e intentar cubrir mi ausencia…, y eso provocaría el terror con toda seguridad. Strang sabría que habíamos conspirado y se vería obligado a golpear definitivamente. Pero si tú no estás a mano, si efectivamente la aristocracia se halla sin líderes, desalentada, puede pensar que es mejor política no apretarles demasiado.
—Y si no lo hace…
—Ya lo he dicho antes, David. Todos los de Hornbeck deben quedarse, excepto tú.
Él rindió su mirada ante la de ella. Después de un largo rato, hipnotizado por el suelo, apenas le oyó decir:
—Si ayudamos a abortar una guerra total habremos salvado cientos de millones de vidas, pero serán vidas de seres que nunca llegamos a conocer —irguió la cabeza y añadió—: Así sea. ¿Por qué estás ahí quieta, Sandra?
Cuando el yate Castillo Catherine se elevó de Williams Field, las primeras nieves cubrían el terreno. Más allá del ferrocreto, las grúas, los edificios y las máquinas se extendían en el campo de un blanco azulado, totalmente dormido, ondulándose hacia el oeste hasta llegar a las felinas siluetas de las colinas de Arcadia. El cielo era de un azul sin mácula. El aliento humeaba en las fosas nasales y las pisadas resonaban con fuerza.
El Alto Comisario, Benoni Strang, había proporcionado a Su Gracia una guardia de honor de sus propios soldados, que le presentaron armas cuando ella y su tripulación pasaron entre ellos. Ella se llevó la mano a la ceja para corresponder al saludo. Todo el protocolo fue absolutamente correcto.
Al igual que lo habían sido los requisitos que precedieron al día de la partida. Su Gracia había expresado su deseo de visitar el planeta exterior Chronos, disfrutar la belleza de sus anillos y escalar y esquiar en su satélite, Ida; naturalmente, el permiso fue concedido.
Ella, sus hijos, Lorna Stanton y los hombres subieron a bordo. Nadie prestó especial atención a los tripulantes, aunque en sus rostros podía verse que sabían dónde iban realmente. La pasarela se retiró detrás de ella; la compuerta se cerró. Pronto los motores zumbaron, se creó la negagravedad, el casco se elevó como un copo de nieve llevado por la brisa hasta que estuvo tan alto que brilló como una estrella, y después desapareció.
Dejando atrás las naves de vigilancia, el Castillo Caíherine aceleró en una órbita elíptica, cada vez más cerca del exterior del sistema. El sol se hacía más pequeño, la Vía Láctea comenzó a ser visible. Cuando la distancia fue suficiente, la nave pasó a la hipervelocidad y escapó de la luz proveniente de Maia.
Nadie les persiguió.
Cuando era obvio que estaban libres, Sandra, en privado, buscó a David, apoyó la cabeza sobre su pecho y sollozó.