Hanny Lennart, que por un crédito al año estaba sirviendo de Ministro Adjunto Extraordinario de Relaciones Extrasolares del Mercado Común, declaraba con todo un océano y un continente por medio:
—Apreciará usted lo difícil de la situación en que nos ha puesto su llegada, almirante Tamarin-Asmundsen. Agradecemos su oferta de unir su fuerza con las nuestras. Sin embargo, admite usted que su gobierno, que nosotros todavía reconocemos, no le ordenó que viniese aquí.
—Me han dicho eso más de una vez —contestó Eric por teléfono, lo más secamente que pudo.
En su interior ardía la ira. «¿No dirás nunca nada cierto, momia?».
Ella lo hizo y el fin del suspense casi le dejó sin aliento.
—Le estoy llamando informalmente para hacerle saber sin demora que he decidido apoyar la postura adoptada por vuestro embajador; es decir, el gobierno de Hermes está bajo control extraño y sólo aquéllos de sus representantes que se encuentran fuera de allí pueden representarlo adecuadamente. Espero que esto obtenga la aprobación del gobierno.
—Gracias…, muchas gracias —susurró él.
—Se necesitará por lo menos un mes —le avisó ella—. El Gabinete se enfrenta con una legión de problemas urgentes. Vuestro caso no es urgente, porque nuestra flota no se moverá hasta que no posea información razonablemente exacta de la flota baburita y sus posiciones. ¡No queremos un segundo Mirkheim!
—Según las noticias, un buen número de vuestros ciudadanos no quieren que la flota se mueva nunca —aventuró Eric—. Quieren negociar la paz.
Las finas cejas de Lennart se contrajeron.
—Sí, los locos. Ése es el nombre más suave que puedo darles: «locos».
Recuperó en seguida su tono brusco y continuó:
—Mientras, mí propuesta en cuanto a ustedes concierne está pendiente de aceptación por el gobierno; tengo la autoridad y la obligación de fijaros un estatus temporal. Hablando con franqueza, me sorprende que el embajador Runeberg ponga tantas dificultades a vuestro internamiento. Es una mera formalidad durante un período de tiempo muy limitado.
«Ha hablado con Nicholas Van Rijn, ése es el porqué». Eric intuyó con fuerza que estaba ganando aquella baza. Pero aún no había terminado y la pelea tenía muchos movimientos más. Su mente y su lengua comenzaron a trabajar a toda velocidad.
—Estoy seguro de que él ya se lo habrá explicado, señora. Después de la guerra tendremos que responder ante nuestro gobierno, y si aceptamos ser internados eso implicaría que su estatus sería dudoso. Tampoco podemos ponernos a vuestras órdenes hasta que no seamos reconocidos públicamente como vuestros aliados.
Lennart apretó los labios, pero accedió:
—Algún día tendré que estudiar vuestro curioso sistema legal, Almirante… Muy bien, confío en que estéis dispuesto para empezar, de forma no oficial, los planes para la integración de vuestra flotilla en nuestra armada.
—Nuestra «flota» junto a la vuestra; por favor, señora —la marea de la confianza subió en el interior de Eric—. Sí, por supuesto, excepto cuando esté ocupado cuidándome del bienestar de mis hombres. Y hablando de ellos, ya han sido internados de hecho. Eso tiene que terminar. Quiero una declaración por escrito de que están libres para viajar y moverse con cualquier misión inocente que puedan tener que cumplir.
La discusión que siguió a esta petición duró menos de lo que Eric había esperado y Lennart se rindió a sus exigencias, que después de todo parecían de poca importancia. Además, el gobierno del Mercado Común era novato en asuntos de guerra, estaba inseguro sobre cuál sería la mejor forma de manejar a sus propios ciudadanos. No tenía por qué insultar gratuitamente a los héroes populares del momento. Los propagandistas de Van Rijn habían hecho bien su cometido.
Por fin, Eric cortó la comunicación, se reclinó y dejó escapar un suspiro que se convirtió en un juramento. Su mirada vagó desde la pantalla en su escritorio hasta una ventana detrás de la cual unos prados muy verdes ascendían hacia las nieves y la blancura de un glaciar. Sus nuevos alojamientos y bases estaban situados en un chalet de los Alpes Meridionales de Nueva Zelanda, que había sido apresuradamente equipados con equipo de comunicación y de proceso de datos. Después de tomar algunas precauciones, era considerado a prueba de espías y de escuchas. El acaudalado «simpatizante» que se lo había prestado era un hombre de paja de Van Rijn.
Su entusiasmo dejó paso a una ola de rabia. «Regatear —pensó—. Planes, esperar, esperar. ¿Cuándo pelearemos, por el amor de Dios?».
«Por el amor de Loma». La imagen de su prometida surgió ante él, más nítidamente que cualquier fantasma traído por la electrónica, pero incapaz de hablar. Ella habitaba a doscientos veintitantos años luz, bajo las armas de Babur, y él ni tan siquiera había podido darle un beso de despedida. La pluma se le escapó de entre los dedos.
Van Rijn, que había estado escuchando desde la habitación contigua, apareció en la puerta.
—Lo conseguimos, ¿eh? —pero su tono no era muy alegre por aquella victoria mínima—. Quisiera gritar hurra y tirar el sombrero al aire, pero no tengo corazón para eso. Tenemos que movernos de prisa, ¿no es así? Preparemos un plan, ahora mismo.
Eric se esforzó para prestar atención al mercader.
—Oh, ya lo he hecho —dijo.
—¿Sí? —los pequeños ojos negros parpadearon; pero el hombre continuó—: Vine para que pudiésemos estar seguros de que nadie nos escuchase.
Eric enterró su frustración. Podía dar otro paso hacia su deseo.
—Lo preparé mientras venías hacia aquí —dijo—. Después, justo después de que llegases, llamó Lennart, como habíamos estado deseando. He pensado que te vayas tranquilamente a tu retiro en mitad del océano, a Ronga, como para descansar unos cuantos días de las molestias que sin duda te ha estado causando el gobierno.
Los bigotes de Van Rijn vibraron mientras preguntaba:
—¿Quién te ha hablado de ese lugar?
Mientras hablaba, Eric se sentía cada vez mejor:
—David Falkayn. ¿Recuerdas aquella noche en tu yate? Hacia la mañana, cuando parecía que ya habíamos hablado bastante, él y yo subimos a cubierta a respirar un poco de aire fresco, antes de que el coche viniese a buscarme. Describió los diversos campos de aterrizaje privados que poseías, para cualquier emergencia, y me parece que Ronga es el más apropiado.
«Eso no fue todo lo que me dijo —pensó—. Ya entonces, sabía lo que quería hacer y tenía una idea bastante clara de cómo conseguirlo. Hoy he estado actuando, y aún lo estoy, tanto en mi propio beneficio como en el suyo».
—Ahora bien —continuó bajo la mirada fija y quisquillosa de Van Rijn—, cada uno de mis cruceros transporta un vehículo pequeño y ligerísimo, equipado para viajes interestelares. Yo personalmente ordenaré que uno de ellos descienda en Ronga, supongo que algún funcionario naval del Mercado Común tendrá que concederme permiso, pero apuesto que solamente consultará en una lista si Ronga posee un campo civil apropiado para el aterrizaje de una nave semejante y que no hará más comprobaciones, como por ejemplo de quién es el campo. No se atreverá a ponerme dificultades, he estado portándome de una forma muy altanera…, ya viste cómo hablé con Lennart…, con la esperanza de que se corra la voz de que hay que tratarme con pinzas de terciopelo vinílico.
—Para evitar que escuchen mi llamada —continuó Eric—, lo mejor sería que hicieses una visita a mi embajador cuando te marches de aquí…, si es preciso despiértale, y le entregas los nombramientos de tus agentes como oficiales de la armada de Hermes. Después llevarás a la isla, para entregar en mano, mis órdenes de abandonar el Sistema Solar según instrucciones verbales. Cuando llegue el vehículo se montarán en él, está equipado con las provisiones imprescindibles para varias semanas de viaje. ¿Puedes encargarte de que los no humanos lleven cualquier elemento nutritivo adicional que puedan necesitar?
—No creo que la nave tenga problemas en obtener permiso para ascender. El funcionario de turno supondrá que quiero visitar mis naves que están en órbita. Pero una vez esté lejos de la Tierra, se dirigirá al espacio profundo, que es lo suficientemente grande como para que no puedan interceptarla, si tus hombres conocen su oficio. La armada del Mercado Común no está doblegada para evitar posibles movimientos de dentro hacia fuera, como lo estaba la de los baburitas en Hermes —se echó a reír mientras seguía hablando—: Sí, claro, a causa de esto tendré que aguantar rayos y truenos —terminó—. Me gustará contestarles que he obrado completamente dentro de mis derechos. No estamos prisioneros aún, ni bajo el mando supremo del Mercado Común. Si su funcionario dio por hecho que yo quería darme una vuelta, no es culpa mía. No estoy obligado a explicarles cualquier orden que dé a la gente bajo mis órdenes…, aunque, de hecho, es completamente razonable que enviase exploradores para ver desde lejos cómo van las cosas en Hermes. Claro que todo el jaleo será la primera diversión que he tenido desde que me sacaste de Río a escondidas.
Van Rijn permaneció inmóvil durante unos segundos.
—¡Ja, ja, ja! —gritó después—. Está claro que eres hijo mío, una astilla del viejo tronco, sí, ¡en ti se cumplen por completo las leyes de Mendel! Deja que encuentre una botella de ginebra que ordené que trajeran con el equipo de la oficina y beberemos a la salud del enemigo.
—Después —contestó Eric, aunque se sentía algo conmovido—. Aunque me apetece emborracharme contigo…, padre. Pero ahora mismo tenemos muchas cosas que hacer. Aceptaré tu palabra de que nadie puede haberte seguido hasta aquí. Pero, si no estás bajo vigilancia, si tu situación no es conocida durante mucho tiempo, los vigilantes podrían empezar a hacer especulaciones, ¿no?
Buscó los útiles de escribir.
—Dame otra vez los nombres de los compañeros de David —pidió. Van Rijn dio un respingo sin moverse.
—¿David? ¿Falkayn? No, no, hijo mío. Tengo otros esperando esas órdenes. Eric se sorprendió.
—Entiendo que no te guste enviarle otra vez al peligro. Pero ¿tienes a alguno más eficiente?
—No. —Van Rijn comenzó a dar pasos de un lado a otro—. Aunque admito que odio ver a Coya tratando de ocultar su pena cuando él está fuera, le enviaría a él, solo que… Bueno, ya le oíste aquella noche en el yate. No irá a concertar una alianza entre las compañías independientes, como se supone que tendría que hacer. No, él no miente sobre este punto: si le dan la oportunidad, irá a Hermes.
—Claro que sí. ¿Es que no está bien?
—¡Tumbas y tormentas! —exploró Van Rijn.
¿Qué es lo que puede hacer allí? ¿Hacer que lo maten? Entonces, ¿para qué ha servido todo este montón de maniobras?
—Yo doy por supuesto que cuando me dijo aquella madrugada en tu yate que él y sus compañeros podían entrar en el planeta sin ser vistos no mentía —dijo Eric—. Una vez allí es totalmente probable que tenga que quedarse durante el resto de la guerra. Desde mi punto de vista, eso está bien porque sus consejos y dirección serán invaluables. También me dijo que sería difícil que la nave volviese de nuevo al espacio, pero que sus compañeros tienen probabilidades de lograrlo después de haberle dejado a él en tierra; tienen el récord de asuntos parecidos. Ellos reunirán a tus empresarios, aunque, francamente, no entiendo muy bien qué es lo que crees que puede conseguirse con ello.
—Poco quizá —concedió Van Rijn—. Pero… tengo un presentimiento, hijo. Un presentimiento que me dice que debemos trabajar con lo que queda de la Liga, y quizá averigüemos las razones de la forma de actuar de Babur y cómo podemos cambiar eso. Porque, se miren como se miren, no tienen ningún sentido —levantó una mano que parecía una losa y continuó—: Sí, ya sé que la mayoría de las guerras no lo tienen. Pero cada vez me preocupa más qué es lo que los líderes de Babur piensan que pueden ganar lanzándose a un imperialismo en contra nuestra —se golpeó la frente con los nudillos y terminó—: En algún punto de esta vieja cabezota está apareciendo una idea… Davy insistirá en ir primero a Hermes, y puede ser que Adzel y Chee no puedan salir de allí. Déjame enviar a cualquier otro, por favor.
Que su padre utilizase por último esa frase para dirigirse a él, produjo en Eric un extraño estremecimiento.
—Lo siento —dijo—. Tiene que ser Falkayn, no me importan los términos que imponga. Verás, tengo que llevar una rosa en mi cola…, oh, eso es un proverbio de Hermes…, en beneficio de mis hombres tengo que guardarme las espaldas, legalmente. Falkayn tiene mi misma nacionalidad y sus compañeros tampoco pertenecen al Mercado Común, ¿verdad? Por tanto, tengo derecho a confiarles una misión. ¿Tienes entre tus hombres a algunos exploradores igualmente capacitados que cumplan esos mismos requisitos?
—No —susurró Van Rijn, que parecía repentinamente haber encogido.
«Es viejo —pensó Eric—, está cansado y, al fin, olvidado». Deseó agarrarle por los hombros, pero sólo pudo decir:
—¿Es que la diferencia es tan grande? Como mucho, estableceremos contacto, primero con mi patria, después con tus colegas. Esperemos que resulte útil —sus siguientes palabras sonaron vibrantes—: Después de todo, todo dependerá de lo bien que luchemos.
Van Rijn le miró largamente.
—¿No lo entiendes, verdad, muchacho? —preguntó en voz baja y ruda—. Ganemos, perdamos o empatemos, una guerra un poco larga significará el fin del Mercado Común tal y como lo conocemos ahora, y de la Liga y de Hermes. Pide a los santos que no tengamos que luchar hasta que la guerra decida por nosotros.
Estuvo silencioso durante unos minutos y después añadió:
—Quizá ya sea demasiado tarde para nosotros. De acuerdo, adelante en la forma en que queréis hacerlo.
El atardecer caía extravagante sobre el océano, formando tonos que iban desde el naranja quemado hasta el oro derretido, pasando por el ardiente coral.
Desde el horizonte hasta las rompientes de luz saltaba sobre el agua. Venus estaba arriba, por el lado del oeste, y, bajo el canto del oleaje, Ronga se hallaba en completo silencio. Los olores de las flores diurnas se desvanecían al enfriarse el aire.
Adzel caminaba por una playa que bordeaba el exterior del atolón. A su izquierda, un bosquecillo de palmeras relucía recortado sobre el violeta oriental. Las escamas brillaban sobre su costado derecho; Chee Lan cabalgaba sobre él y su piel parecía dorada. Estaban pasando la última hora antes de volver al espacio.
Fue Chee quien rompió el silencio en que ambos habían estado sumidos durante un buen rato:
—Después que esto termine volveré a Cynthia, si es que seguimos vivos. Para siempre. Adzel murmuró algo que sonó como una pregunta.
—Desde que empezó todo esto, he estado pensando en hacerlo —le dijo ella… ¿O quizá se lo decía a sí misma?—. Y esta noche… La belleza de este lugar me inquieta. Es demasiado parecido a mi hogar y demasiado distinto. Intento recordar los bosques vivos de Dao-lai, los árboles malo en flor y las alas a su alrededor, alas por todas partes, pero esto es todo lo que veo. Intento recordar a la gente que quiero, y todo lo que me queda son sus nombres. Es una forma muy fría de vivir.
—Me alegro de que tu apetito de riqueza se haya saciado —le dijo Adzel. Ella se encrespó instantáneamente.
—¿Por qué, por el caos, me confesaría contigo, gruñosaurio superdesarrollado? No puedes saber lo que es la añoranza de la patria. En cualquier lugar que te encuentres puedes perseguir esa tontería de iluminación tuya, hasta que la hayas dejado reducida a harapos.
La enorme cabeza se sacudió de un lado a otro, lo cual significaba desacuerdo, pero era un gesto aprendido ente los hombres y nunca se había visto en ninguna tierra de Woden.
—Lo siento, Chee, no quise ser presuntuoso, sólo alegrarme por ti.
Ella se calmó con tanta rapidez como se había enfadado y ronroneó en señal de amistad. Él continuó tímidamente:
—Es cierto que en mi vanidad soñé con estar libre de los lazos del nacimiento. Pero este sol es poco ardoroso, estos horizontes son estrechos y muchas veces sueño que vuelvo a galopar con mis compañeros sobre una planicie azotada por el viento. Y anhelo una esposa, yo, que se supone que sólo tengo esos deseos cuando está cerca de mí una hembra en su estación. Quizá sean los jóvenes lo que realmente quiero, tambaleándose a mis pies hasta que los cojo en brazos.
—Sí, eso —murmuró Chee—. Un amante con el que siempre pueda ser cariñosa.
La playa se estrechó al rodear un bosquecillo. Cuando la rodearon, Falkayn y Coya aparecieron ante su vista, mirándose el uno al otro con las manos unidas y sin ver ninguna otra cosa. Adzel no aminoró la constancia de sus zancadas, tampoco ni él ni su jinete miraron hacia otro lado u observaron a la pareja. Aquellos cuatro seres eran de tres razas distintas, pero de una sola amistad, y tenían muy poco que ocultarse los unos a los otros.
—Oh, no lamento nada —dijo la wodenita—. Estos años han sido buenos, deseo que mis hijos tengan la misma suerte que tuve yo viajando entre milagros.
—Yo también —contestó Chee—. Aunque tengo miedo…, tengo miedo de que ya hayamos visto lo mejor. La época que se avecina…
Su voz se apagó…
—Nadie te pide que soportes hoy el futuro —la consoló Adzel—. Saboreemos esta última aventura nuestra tal como viene.
La cynthiana cobró fuerzas, como si saliese de un río helado, y de un salto recobró su estilo anterior.
—¿Aventura? —gruñó—. ¿Apretujados en un casco la mitad del de la Muddlin Through y sin nuestras diversiones preferidas? ¡Ni siquiera tiene un computador que sepa jugar al póquer!