¿Aquello era realmente la tierra?
Eric no pudo seguir tranquilamente sentado por más tiempo. El programa que estaba viendo era interesante…, sin duda de poco interés para un nativo, aunque exótico para él. Pero estaba demasiado inquieto. Se lanzó del sofá, recorrió su habitación y se detuvo junto a una ventana.
La noche estaba cubriendo el Conglomerado de Río de Janeiro. Desde su alta posición barrió con la vista las fluidas líneas y los ricos tonos de los rascacielos, las atrevidas siluetas del Corcovado y el Pan de Azúcar, la bahía brillante como si la hubieran bruñido, el puente Niteroi con su etéreo trazado. Por las calles y los pasos elevados corrían torrentes de coches, y por arriba, en los pasillos aéreos, otros miles de vehículos tejían complicadas danzas. Abrió la ventana oprimiendo un botón y dejó que un calor húmedo, tan distinto del aire acondicionado del interior del hotel, llenase sus pulmones. Realmente no llegaba allí ni un ruido procedente del tráfico, pero los percibía en cierto modo; era como la vibración inaudible de una máquina monstruosa, casi como los latidos de una nave espacial. La simple existencia de una megalópolis semejante era casi aterradora, ahora que la veía tan de cerca.
Tenía las manos entrecruzadas y se dio a sí mismo un fuerte apretón. «No soy un cualquiera —desafió a la inmensidad—. He conducido hasta aquí a una veintena de naves de combate».
Hubo un repiqueteo en la puerta y se volvió abruptamente mientras el corazón le saltaba de una forma irracional.
—Entre —dijo.
La puerta se abrió de par en par y apareció un hombre, bajo y moreno, como parecían serlo todos los brasileños, que vestía un uniforme extravagante y llevaba un paquete.
—Esto ha llegado para usted, señor —dijo en ánglico con bastante acento.
El hotel Santos-Dumont era de los pocos que aún empleaban servidores vivientes.
—¿Qué es? —Eric se acercó, perplejo—. ¿Quién va a enviarme algo?
—No lo sé, señor. Llegó hace unos minutos en el correo. Sabíamos que estaba usted aquí y pensamos que le gustaría recibirlo en seguida.
—Bien, hummm, gracias.
Eric cogió el paquete que iba envuelto en papel de embalaje común y solamente llevaba su nombre y dirección. El hombre esperó durante un instante y después se marchó, cerrando la puerta a sus espaldas.
¡«Maldita sea! —pensó Eric—. ¿Tendría que haberle dado dinero? Me parece haber leído que ésa era la costumbre terrestre. Su rostro se tino de rojo».
«Bueno, no importa…». Dejó el regalo encima de una mesa y tiró del hilo que abría el paquete. Dentro había una caja y un sobre. La caja contenía unas ropas recién dobladas. En el sobre había dos hojas. Sobre la primera estaba escrito:
«Para su excelencia Eric Tamarin-Asmundsen, como agradecimiento por sus valientes esfuerzos, de un miembro de la Humanidad Unida».
«¿Quién…? Espera, lo mencionaron ayer cuando estuve con esos políticos y los militares. Es una asociación levemente racista, que naturalmente desprecia a los baburitas. Con toda esa publicidad que hemos conseguido al escaparnos de Mermes… Hummm, hay otro mensaje. ¡ESPERA UN MINUTO, POR DIOS!».
Hijo mío:
Destruye esto después de leerlo. Deja la otra nota a la vista para que satisfaga la curiosidad de los que te están vigilando.
Tengo ansiedad por verte, tanto por tratarse de ti como en beneficio de nuestros dos planetas, y quizá de muchos otros. Debe hacerse en secreto o será inútil. Ahora te diré solamente que tú y tus hombres corréis el peligro de ser convertidos en peones.
Si te es posible, cancela cualquier cita que tengas, ponte las ropas que te envío y a las dos —hora terrestre, no de Hermes—, sube al aparcamiento del tejado del hotel. Coge un taxi con el número 7383 y sigue las instrucciones. Si esta noche no puedes, mañana a la misma hora.
Viva la libertad y mueran las ideologías.
Tu padre.
N. Van Rijn.
Eric se quedó donde estaba durante el minuto siguiente. «El viejo Nick en persona, —este pensamiento martilleaba dentro de su cuerpo—. Por todo el espacio se cuentan historias sobre él como si ya fuese un mito. Claro que pensaba hacerle una visita, pero…».
Su sangre comenzó a hervir. Después de un viaje agotador, una recepción cautelosa, la fatigosa monotonía de dos conferencias con terrestres situados en altos cargos —conferencias más parecidas a interrogatorios que a otra cosa—, la entrevista ante una cámara de televisión, y ahora esto… ¿Por qué no?
Estaba invitado a cenar en casa del embajador de Hermes en Petrópolis. Podría haberse alojado allí, sólo que no tenían habitaciones para invitados. El presupuesto de la embajada era muy pequeño porque hasta entonces no había tenido mucho que hacer. Por tanto, el gobierno del Mercado Común le había alojado en aquel hotel y era muy posible que estuviese siendo espiado. Ciertamente, le separaron de su tripulación, que había sido enviada a vivir en…, ¿cómo se llamaba?…, ¿la base de Cabo Verde?
Pero ¿por qué habría de sospechar del Mercado Común? Por todas partes había encontrado cortesía cuando no cordialidad.
«Puede que esta noche me entere». Telefoneó alegando estar muy cansado y pospuso la cita para el día siguiente. El servicio del hotel le llevó unos sandwiches y leche. (¡Qué sabores más extraños tenían en la Tierra la comida y la bebida!). Después se puso sus ropas nuevas. Eran muy llamativas, medias blancas iridiscentes y un abrigo color escarlata fuerte. Incluso aquí, donde lo normal era llevar ropas con mucho colorido, él iba a llamar la atención. «¿No sería mejor pasar desapercibido?».
Llevó la espera lo mejor que pudo. Llegó la noche, y cuando era la hora señalada salió al tejado por un ascensor deslizante. La enrarecida atmósfera no se había enfriado demasiado y el roto arco iris de las luces de la ciudad, tan vasto como el horizonte, parecía tan febril como antes. Había varios taxis en fila y enfrente un hombre apoyado en el borde de la terraza, como si estuviera admirando el panorama. «¿Será uno de los que me vigilan?». Los pequeños vehículos en forma de lágrima llevaban un número pintado por ambos lados y el de Eric estaba en el centro de la fila. «¿Cómo voy a cogerlo sin que resulte claro que éste es el que quiero?… Ah, sí, ya sé. Espero acertar». Dio unas vueltas de un lado para otro durante un rato, haciendo girar su capa a su alrededor como una persona que no sabe bien qué hacer, y al fin, cuando pasaba junto al 7383, fingió que un impulso le hacía poner una mano sobre la puerta.
Ésta se abrió y entró. En el suelo, entre las sombras, había acurrucada una forma.
—Callado —musitó y añadió en voz alta, para el autopiloto—: Palacete del Amor.
El vehículo despegó en línea vertical, entró en el pasillo aéreo que le asignó el sistema director del tráfico y se dirigió hacia el oeste.
—Ahora puedo sentarme —dijo en ánglico—. Nos están siguiendo, pero desde una distancia que no pueden ver a través de nuestras ventanas.
Extendió la mano.
—Me siento honrado por conocerle, señor. Puede llamarme Tom, si quiere.
Eric aceptó la mano sin decir palabra. Era como si se estuviera viendo en un espejo.
No, no del todo. La ropa era idéntica, el cuerpo parecido, la cabeza ya se parecía menos, aunque podía pasar una inspección no muy cuidadosa.
Tom sonrió.
—En parte estoy disfrazado, llevo el pelo teñido, algunos añadidos aquí y allá en la cara, etcétera… —explicó—. Y un traje extravagante, que aparta la atención de la persona. La forma de andar también es importante. ¿Sabíais que los de Hermes andáis de forma distinta a cualquier raza de la Tierra? Tenéis las articulaciones más ligeras. Me he pasado todo el día de ayer entrenando a ritmo intensivo.
—Usted… ¿usted es uno de los hombres de Van Rijn? —preguntó Eric con la boca algo seca.
—Sí, señor. Uno de los actores que tiene a sueldo. Ahora, por favor, escúcheme bien. Yo me bajaré en el palacete, mientras usted se tumbará en el suelo como yo lo hacía. Antes de entrar vacilaré unos segundos, de forma que puedan verme bien. Mientras tanto, ordene al taxi que se dirija al yate. No es un verdadero taxi, aunque por fuera lo parezca. Le llevaré hasta él, y mañana a las seis de la mañana le volverá a traer al palacete. Yo entraré, y le dejaremos en el hotel. Por lo que se refiere al Servicio Secreto, habrá usted pasado la noche en el palacete.
—¿Qué…, qué es lo que se supone que estoy haciendo allí? Tom parpadeó y después soltó una risotada.
—Pasar una noche gloriosa con las más selectas y deliciosas muchachas, para resarcirse del largo viaje. No se preocupe, dejaré detrás una buena historia de sus proezas, en ocasiones semejantes disfruto mucho con mi trabajo. Nadie hará mención de todo esto, pues en la Tierra esto serían malos modales. Únicamente preparaos para recibir algún que otro guiño cuando digáis que estáis cansado porque no habéis dormido bien.
Eric no tuvo necesidad de responder, porque Tom añadió:
—Desciende.
Una fachada, fuertemente iluminada, apareció ante su vista. Un minuto después aterrizaron. Tom salió y el vehículo volvió a despegar.
El episodio parecía irreal. Eric acercó el rostro a una ventana y contempló el panorama. La ciudad, la bahía, la costa donde llegó a vislumbrar kilómetros de un oleaje magnífico, quedaron detrás de él. Estaba sobre el océano. La luna aparecía muy baja delante de él, casi llena y proyectando su magia brillante sobre las olas. Debido a la fuerza de la claridad lunar no se veían muchas estrellas. ¿Sería aquélla tan brillante Alfa Centauro, el fanal hacia el que se habían dirigido los hombres la primera vez que salieron del Sistema Solar? ¿Serían aquellas cuatro la Cruz del Sur, tan famosa en los libros que había leído cuando era pequeño? Las constelaciones eran extrañas. Maia estaba ahogada por la distancia.
El vehículo se ladeó y Eric vio un barco en el centro de una inmensidad por lo demás desierta. Era un velero con tres mástiles aparejados a popa y proa, aunque sólo la vela de mesana y el foque estaban izados para mantenerlo a la capa. No podía recordar cómo se llamaban los barcos de aquel tipo; en Hermes no había embarcaciones de recreo tan grandes. No cabía duda de que aquél tenía un motor auxiliar… Vaya un lugar para encontrarse. El motivo era mantener un secreto total… Sin embargo, qué romántico, aquí bajo la luna de la Tierra. ¿Lunático?
El falso taxi se posó junto a la borda de estribor. Eric saltó a cubierta, produciendo bastante ruido. Gracias a Dios, el aire era fresco. Un hombre ocupó su lugar y el vehículo se elevó, para ocultarse en algún lugar hasta que tuviera que regresar.
Había más marineros por allí, pero Eric conoció en seguida al capitán, que descollaba enorme bajo la pálida claridad lunar. Sólo llevaba una blusa, una falda enrollada alrededor de la cintura y sobre sus dedos relucían los diamantes.
—¡Hijo mío! —rugió y salió disparado para recibir al recién llegado.
El apretón de manos que le dio casi le arrancó el brazo, y las palmadas en la espalda hicieron que el hermético se tambaleara.
—¡Bienvenido, maldita sea! Puedes apostar que para que esto llegase a suceder he puesto tantas velas a San Dimas que debe estar preguntándose si quizá su martirio fue por el fuego —agarró a su hijo por los hombros—. Sí, te pareces un poco a tu madre, aunque mayormente te pareces a mí, eres igual. ¡Vaya unas broncas que armamos tu madre y yo! Muchas veces he deseado no haber sido un bastardo tan indecente y que ella hubiese podido vivir conmigo durante más tiempo. Ahora te has convertido en un estupendo y sobresaliente ejemplar, ¿eh? Vayamos abajo y charlemos.
Empujó a Eric hacia delante.
Un hombre esbelto que estaba a comienzos de la edad madura y una mujer embarazada que parecía bastante más joven se encontraban de pie a la puerta del camarote. Van Rijn se detuvo.
—Éste es David Falkayn, habrás oído hablar de él después de este asunto con los shenna, y su mujer, Coya. ¡Eh! ¿Pasa algo, jovencito?
«David Falkayn, debería haberlo esperado». Eric saludó con la cabeza como hacían en Hermes los que eran de igual rango.
—Bien recibido —dijo ritualmente, mientras se preguntaba cómo podría añadir lo que tenía que decirle.
—Abajo, abajo, el akvavit nos llama —rugió Van Rijn, con menos fuerza que antes.
El salón del buque era de caoba y bronce bruñido como un espejo. Había una mesa atestada de bebidas refrescantes. El cuarteto se sentó a su alrededor. Van Rijn sirvió las bebidas con más habilidad de la que podía esperarse de sus desenfrenados modales.
—¿Cómo estaba Lady Sandra cuando te marchaste? —preguntó con voz que seguía siendo más suave.
—Soportándolo lo mejor que podía —dijo Eric.
—¡Salud! —Van Rijn levantó el vaso y los demás le imitaron, tragando de una vez el helado licor de cominos silvestres y siguiendo después con cerveza. Eric estudió los rostros escudado detrás de su jarra. El de Coya estaba finamente moldeado, pero había algo en él demasiado fuerte para que simplemente fuera un rostro bonito. El de David era anguloso de forma y mostraba un talante bastante serio—. No, cuidado, será mejor que piense en él como «Falkayn». La mayor parte de los terrestres parecen emplear sus apellidos cuando hablan con alguien a quien no conocen mucho, como hacen los Travers en Hermes, en vez de emplear el nombre como hacemos las Familias, y él ha estado mucho tiempo fuera de Hermes.
El rostro de Van Rijn, que recordaba muy bien debido a los numerosos documentos de hacía una década después del asunto con los shenna, era el más móvil y el menos inteligible de los tres. «¿Qué es lo que pienso de él en realidad? ¿Qué debería pensar?».
Sandra nunca había hablado mucho de su antigua relación. No la lamentaba, pero no quería vivir en el pasado. Se había casado con Pete Asmundsen cuando Eric sólo tenía cuatro años, y el padre adoptivo se había ganado por completo el corazón del niño. Ése era el motivo por el que Eric nunca había pensado en buscar a Van Rijn, ni pensado gran cosa en él hasta ahora. Casi habría parecido una deslealtad. Pero la mitad de los genes de aquel enorme corpachón eran los suyos.
Y… ¡bien, estaba disfrutando muchísimo con aquella escapada!
Falkayn habló y Eric recordó de pronto las nuevas que tenía que decirle, y dejó de sentirse a gusto.
—Será mejor que vayamos directamente al asunto. Sin duda, te preguntas el porqué de este secreto tan complicado. Bien, podíamos habernos reunido abiertamente, pero habría sido bajo vigilancia… y no demasiado disimulada. De esta forma mantenemos abiertas varias opciones que puedes escoger.
—Sabía que vendrías —dijo Van Rijn—. Tu madre lo probó en Diomedes antes de que nacieras.
—No sabemos con seguridad si la información de que dispones sobre el Mercado Común es completa —añadió Coya con su encantadora voz tan ronca—. Se trata de que estamos en desgracia con el gobierno.
«Será mejor que compre tiempo, mientras ideo una forma de decírselo a Falkayn».
—Por favor, seguid ahora —apremió Eric.
Ella miró a los dos hombres, que le hicieron un gesto para que continuara. Habló con rapidez y en abstracto, quizá como un escudo contra el nerviosismo.
—Bien, en términos generales, y por debajo de todas las claves y los disimulos, el asunto principal en el Sistema Solar ha sido desde hace mucho quién será el árbitro definitivo. El estado, que en última instancia se apoya en la coacción física, o un grupo variable de individuos cuya única fuerza estriba en el poder económico… Oh, ya sé que no es en absoluto así de sencillo. Ambos tipos de liderazgo pueden apelar a las emociones…; por ejemplo, sí, de hecho lo hace porque en el fondo escoger entre ellos refleja cómo se ve el mundo, cómo se entiende el universo. Y por supuesto, ambas cosas están entremezcladas. Por ejemplo, en Mermes se da la interesante situación de un estado que esencialmente ha surgido a partir de corporaciones privadas. Por otra parte, en el Sistema Solar las llamadas Compañías se han convertido en parte del gobierno, no oficialmente, pero sí realmente. De hecho, son las que más han tenido que ver con su fortalecimiento, con la extensión de su control sobre las vidas de las personas. Por su parte, el gobierno las protege, a las Compañías, de gran parte de la competencia que sufrían anteriormente, además de hacerles los muchos y diferentes favores que le solicitan. —Coya frunció el ceño mirando la mesa y prosiguió—. Ya comprenderás que esto no ha sucedido así a causa de alguna conspiración. Pasó…, así de sencillo. En el Consejo de Hiawatha…, bueno, no importa.
—Me recuerdas el examen final de la clase de filosofía, querida —dijo Van Rijn—. La única pregunta era «¿Por qué?». Sobresaliente si se contestaba «¿Por qué no?». Notable si se contestaba «Porque sí». Cualquier otra respuesta era un aprobado.
Mientras se esbozaban sonrisas, Coya miró a Eric a los ojos y siguió:
—Debes conocer lo suficiente sobre la Compañía Solar de Especias y Licores y los demás independientes para comprender por qué no somos populares en el Capitolio. No podemos culparlos demasiado de que nos tengan miedo, después de todo reclamamos el derecho de actuar libremente y podríamos hacerlo así, y sólo esta pretensión es ya una amenaza para el sistema. La última ofensa fue cuando Gunung Tuan —el señor Van Rijn— envió a mi esposo en una expedición privada durante esta crisis. Cuando volvió, agentes del gobierno registraron la nave y la secuestraron. No encontraron pruebas para inculpar a David ni éste había hecho nada tampoco particularmente ilegal. Pero tenemos prohibido salir de la Tierra, como todo el mundo, excepto en naves comunes de transporte de viajeros. Y somos espiados incesantemente.
Eric se agitó y sus palabras llegaron con cierta vacilación:
—Hummm, puesto que hay guerra, ¿no son vuestros intereses los mismos que los del Mercado Común?
—Si quieres decir los mismos que los del gobierno del Mercado Común, entonces no, probablemente no —dijo Falkayn—. Tampoco lo son necesariamente los tuyos. No olvides que yo mismo soy ciudadano de Hermes.
«Y ahora eres “los Falkayn”».
—Yo tengo mis contactos secretos —añadió Van Rijn—. Por tanto sé que desde que llegaste te han tenido muy vigilado. Ellos piensan que, muy bien, vienes como aliado, pero ¿se puede confiar en ti? De todas formas, el husmear es propio de la naturaleza de los gobiernos.
—No te preocupes —aconsejó Falkayn—. Estoy seguro de que serás aceptado como lo que eres y se te concederá más rango del que quizá te guste. Tampoco nosotros te pediremos ninguna traición. Ahora mismo, ni siquiera estoy seguro de lo que te pediremos. Probablemente sólo te pidamos que utilices la influencia que vas a tener —un héroe popular con un estatus especial y cosas así— para devolvernos un cierto grado de movilidad. Creo que si piensas en todo lo que hemos hecho hasta ahora, estarás de acuerdo en que no somos unos villanos tan malvados como dicen.
«Los mineros de Mirkheim. Sus deseos tan idealistas». Eric asintió.
—A cambio, nuestro grupo puede ayudarte a conseguir que Hermes se convierta en una pieza del juego —dijo Coya—. Es seguro que Babur y el Mercado Común no llevarán la lucha hasta que uno de los contendientes quede totalmente aplastado, no podrían hacerlo. Negociarán después de intercambiar algunos golpes, y el que gane ventaja en la batalla será quien lleve la iniciativa en la mesa de conferencias. Esta noche parece que la iniciativa estará en las garras de los baburitas…, porque todo lo que sabemos nos indica que sus fuerzas son por lo menos iguales a las del Mercado Común y sus líneas de comunicación son cortas, mientras las nuestras son largas. El Mercado Común podría acceder de buena gana a que Hermes siguiese siendo un protectorado, por llamarlo así, si eso le aseguraba una cantidad anual de supermetales. Evidentemente, la liberación de tu planeta no es su principal objetivo.
«Loma, el hogar que queríamos fundar».
—Lo que me gustaría hacer —intervino Van Rijn— es enviar mensajes a los jefes de las compañías independientes, agruparlos para emprender algún tipo de acción conjunta. Ahora mismo no tienen dirección y yo los conozco y conozco lo chapuceros que son si nadie les dirige. Si puedes conseguir que alguno de mis hombres llegue hasta ellos, será un verdadero coupde poing.
—Creo que se dice «coup de main» —corrigió Coya por lo bajo. Van Rijn levantó la botella de akvavit.
—Será mejor que me dejes echarte un poco más, hijo mío —invitó—. La noche será larga.
Eric aceptó, se tragó de una vez la ardiente bebida y, antes de perder los ánimos para la tarea, dijo:
—Sí, tenemos mucho que contar y mucho que hablar; pero antes… Por todo lo que sé, esto no ha salido en las noticias porque ninguno de mis hombres ni yo lo mencionamos cuando nos estaban entrevistando. Cuando nos dirigíamos hacia aquí nos habíamos puesto de acuerdo para evitar mencionar ningún nombre en la medida de lo posible por temor de provocar represalias en Hermes, pero… Recordaréis que cuando escapábamos perdimos nuestra nave insignia. Bueno, su comandante era Michael Falkayn. Creo que era su hermano, capitán.
El hombre rubio siguió impasible, mientras su mujer le cogía la mano.
—Lo siento —el tono de Eric temblaba un poco—. Era un oficial muy valiente.
—Mike… —Falkayn agitó la cabeza—. Perdón.
—Querido, querido —susurró Coya.
El puño de Falkayn golpeó la mesa una sola vez, después parpadeó con fuerza, buscó los ojos de Van Rijn, y cuando los encontró le sostuvo la mirada sin temblar.
—¿Comprendes lo que esto quiere decir, no es cierto Gunung Tuan? —preguntó con voz inexpresiva—. Soy el nuevo jefe de la familia y el presidente del dominio. Mi obligación principal ahora es para con ellos.