Tan rápida como cualquier otra nave viajando por esa gotita casi infinitesimal de la galaxia que hemos someramente explorado, llegó Muddlin Through a la Tierra, casi simultáneamente con los primeros mensajeros de la expedición que luchaba en Mirkheim, cuyos supervivientes no aparecerían cojeando hasta dentro de dos semanas o más. Control de Tráfico la mantuvo en órbita durante horas, aunque la tripulación consiguió cambiar unas cuantas palabras con Nicholas Van Rijn por la radio.
—Me reuniré con vosotros en Ronga —dijo el mercader.
No fue más explícito, pues era casi seguro que la comunicación estuviese siendo escuchada.
Era evidente que la probabilidad de la guerra había arrojado al caos a los burócratas encargados de velar por la seguridad del espacio. Finalmente, llegó el permiso. Nave y piloto obtuvieron la licencia para descender sobre cualquier lugar del planeta donde existieran instalaciones adecuadas. Atontado recibió órdenes de dirigirse a cierto atolón en el Pacífico Sur.
Visto desde arriba, el escenario era de un increíble encanto. El agua relucía con los mil tonos del verde y del azul, la luz del sol arrancaba destellos de aquella inmensidad ondulada, las rompientes estallaban plateadas sobre el collar de coral que rodeaba la isla, cuya laguna interior brillaba como una amatista; hacia el oeste se apiñaban las nubes de una pureza teñida de azul, mientras que el resto del cielo era una cúpula luminosa. «Quedan en la Tierra muy pocos sitios como éste —pensó fugazmente David Falkayn—. Eso es lo que realmente nos envía a buscar en el universo, no la ambición ni la aventura…, no, es el anhelo de una paz que sólo recuerdan nuestros genes».
Las extremidades de aterrizaje tocaron la superficie de una pequeña pista pavimentada con tanta suavidad como si fuera de plumas. La compuerta principal para personal se abrió y su escalerilla saltó al exterior. Falkayn había estado allí esperando, pero Chee Lan se lanzó entre sus piernas y llegó al suelo antes que él, dio unos saltos en el aire, salió disparada hacia la playa y se echó a rodar sobre la cálida arena blanca. Él bajó después con más compostura, hasta que vio quién venía a esperarle. Entonces también echó a correr.
—¡Davy, oh, Davy! —Coya se lanzó hacia él y se besaron durante un minuto o más sin interrupción.
Mientras tanto, Adzel se quedaba discretamente separado. Se oía el rumor de las olas al romperse y los gritos de las aves marinas.
—Intenté llamarte después de llamar al jefe —explotó Falkayn.
Las palabras expresaban con pobreza lo que sentía.
—Él ya se había puesto en contacto conmigo y me dijo que viniera aquí —dijo ella, reclinándose feliz contra su hombro.
—¿Cómo están Juanita y X?
Había sentido, y ahora lo veía, cómo había crecido el niño en el interior de la mujer durante las semanas de ausencia.
—Gordo y juguetón. Mira allá, vamos —dijo ella tirando de su brazo.
Van Rijn esperaba en el borde de la pista, sujetando por la mano a su bisnieta. Cuando los recién llegados se acercaron, la niña se liberó, saltó para que su padre la abrazase, y desde sus brazos levantó la vista hacia Adzel y dijo:
—¿Me llevas?
El dragón se la colocó sobre la espalda y todos se dirigieron hacia la casa. Las palmeras se mecían en un viento que olía dulce en vez de salado debido a los jazmines; el hibisco y las buganvillas lucían sus ardientes colores desde los arbustos.
—Bienvenidos a casa, maldita sea —tronó Van Rijn—. Vaya una espera pestilente ha sido ésta, sin saber si os habían hecho picadillo o qué.
Falkayn se detuvo en seco y un estremecimiento se coló en su alegría.
—Entonces no has recibido nuestro despacho —dijo—. Enviamos un torpedo desde las proximidades de Mogul.
—No, no hemos recibido nada. Nuestro banco de datos quedó tan desnudo como el pecho de una sirena.
El brazo que apretaba la cintura de Coya se tensó. Aquello tenía que haber sido el helado noveno círculo del infierno para ella.
—Me temía algo parecido —dijo lentamente.
—¿Quieres decir que alguien lo robó? —preguntó Coya.
—Sí —gruñó Van Rijn—. El Servicio Espacial. ¿Quién si no? Está muy claro; tienen órdenes secretas de llevar cualquier cosa dirigida a mí a alguien que no soy yo.
—¡Pero eso es ilegal! —protestó ella.
—Por supuesto que las Compañías están detrás y que, en un caso como éste, les importa un bledo si es legal o ilegal. Supongo que habrás usado alguna clave, Davy.
—Sí, naturalmente —dijo Falkayn—. No creo que fueran capaces de descifrarlo.
—No, pero ya comprendes que me han impedido conseguir algo que quizá fuese una ventaja en una situación como ésta, más fluida que una diarrea. Yo prácticamente lo esperaba… Ya llegamos.
El grupo subió los escalones, cruzó un porche y entró en una habitación amueblada con objetos muy ligeros en la que había una mesa cubierta con bebidas y aperitivos.
Chee se lanzó a una silla, se acurrucó sobre ella y charló.
—Supongo que os habréis enterado de que ha comenzado una batalla en Mirkheim. Estuvimos allí. Antes, los wna-yao chai reng pfs-s-st baburitas nos habían hecho prisioneros…
La frase pronunciada en su idioma nativo contenía una sucinta descripción sobre sus antepasados, ética, limpieza personal y destino si la dejaran hacer a ella.
—¡Oh, no! —Coya contuvo la respiración.
—Vamos, vamos —ordenó Van Rijn—. Antes decreto que nos tomemos algo, con un litro de cerveza y quizá unos cuantos filetes de arenques o algo así para lastrarla. Tú no querrás que tu nuevo hijo se convierta en un adicto a la adrenalina, ¿no?
—Ni tampoco esta jovencita —dijo Adzel.
Las risas de Juanita habían dado paso a un silencio lleno de preocupación. Él la cogió, la levantó por encima de sus hombros y comenzó a pasarla de una mano enorme a una enorme mano mientras la niña chillaba de placer. Sus padres no se preocuparon; estaba más segura con él que con cualquier otro ser, incluidos ellos mismos.
—Bien… —Falkayn no podía rendirse por completo al ocio—. ¿Qué ha sucedido en casa mientras tanto?
—Nada, excepto que la bomba sigue haciendo tictac —dijo Van Rijn—. Bayard Story hizo un último intento para atraerme a una combinación con los Siete, que significaba que me pusiese a sus órdenes. Le dije que lo pintase de verde y se marchó del Sistema Solar. Por lo demás, sólo rumores y unos comentarios en los noticiarios a los que me gustaría hacer una histerectomía.
—¿Quién es Bayard Story? —preguntó Chee.
—Un director de Desarrollos Galácticos, delegado en la reunión de Lunogrado —le dijo Van Rijn—. Era el portavoz de los Siete y, de hecho, yo creo que es quien los dirige.
—Humm, sí. Ahora recuerdo, por casualidad vi su llegada en un reportaje —dijo Falkayn—. Me admiró su habilidad para dar a los periodistas una declaración breve, brusca, franca, que no decía nada en absoluto.
Se volvió hacia Coya.
—No importa eso ahora. ¿Tú no tienes nada especial que contarme, cariño?
—Oh, me ofrecieron un contrato los de Transportes Danstrup —contestó ella, refiriéndose a una compañía independiente dentro de la Liga.
Desde que dejara las exploraciones comerciales había trabajado como programadora de computadores a alto nivel, en trabajos temporales.
—Querían que hiciese un análisis de la mejor estrategia posible para ellos en caso de guerra —continuó—. Todo el mundo está aterrorizado a causa de la guerra, nadie sabe cuáles serían las consecuencias, nadie la desea, pero sin embargo allá vamos… Es horrible, Davy. ¿Puedes imaginarte lo horrible que es? Falkayn rozó su cabello con un beso y le preguntó:
—¿Aceptaste el trabajo?
—No, ¿cómo podría hacerlo sin saber lo que te había pasado? He llenado el tiempo con ocupaciones rutinarias y…, y he jugado mucho al tenis y ese tipo de cosas, para dormir mejor.
Ambos compartían una desconfianza en las consolaciones químicas.
En cierta forma, Van Rijn también lo hacía porque usaba el alcohol no como una muleta sino como un aguijón.
—¡Bebed, cabezas de serrín! —rugió—. ¿O es que os lo tengo que poner con una aguja para hipocondríacos? Lo que importa más que nada es que habéis llegado bien a casa. Así que hablad de eso y después mirad esta preciosa mesa llena de cosas ricas y comed.
Adzel colocó a Juanita sobre el suelo.
—Ven —le dijo—, vamos a un rincón y hacemos una fiesta para tomar el té.
La niña se detuvo para acariciar a Chee, que se sometió a la caricia, limitándose a mover la cola.
Sin embargo, era imposible pasar mucho tiempo pretendiendo que detrás del azul que cubría sus cabezas no existía un universo. Muy pronto, el trío de la Muddlin Through estaba relatando sus experiencias. Van Rijn les escuchaba atentamente, interrumpiéndoles pocas veces, mientras que Coya lo hacía a menudo con preguntas o exclamaciones.
Al final preguntó:
—¿Os enterasteis de algo más gracias a los aparatos que rescatasteis de la nave destruida, mientras volvíais?
—Muy poco —contestó Falkayn mientras se frotaba la nuca—. Y absolutamente chocante. Como era de esperar, la mayor parte de lo que vimos y de lo que cogimos está hecho siguiendo diseños Técnicos, pero… no podemos imaginarnos cómo han podido fabricar unos transistores en una atmósfera de hidrógeno que tendría que envenenar los semiconductores.
—Quizá los produzcan fuera de Babur, en algún satélite —sugirió Coya.
—Quizá —contestó Falkayn—, aunque no puedo comprender la razón. Existen tipos de transistores con los que no hay necesidad de tomarse tantas molestias. También hay una unidad que suponemos que sea un regulador del contenido de las purezas de un campo, y que consta de un rectificador que opera a temperaturas muy altas. Muy bien. Pero este rectificador en concreto es de óxido cúprico y cuando ese material está caliente el hidrógeno lo disuelve: queda el cobre por un lado y el agua por otro. Por supuesto, la pieza está dentro de una funda de hierro que la protege…, pero el hidrógeno se filtra a través del hierro. Por consiguiente, los baburitas tienen una pieza de poca duración que se ven obligados a reemplazar con mucha frecuencia, lo cual no era necesario en absoluto.
—Una mala ingeniería como resultado de la precipitación —observó Coya con el avance de una sonrisa—. No es la primera vez en la historia.
—Cierto —dijo Falkayn—. Pero… mira, los baburitas han contado con ayuda extraplanetaria. Eso llegaron a admitirlo ante nosotros, recordarás que en una de sus lunas llegamos hasta a identificar una colonia de respiradores de oxígeno y además hay mercenarios extranjeros que también respiran oxígeno. Es evidente que alquilaron a esos extraños para que les ayudaran con la investigación, el desarrollo y la producción de todo su aparato militar. ¿Por qué éstos no han hecho un trabajo mejor?
Van Rijn comenzó a dar vueltas de un lado para otro, tirándose de la perilla y masticando trocitos de cebolla española.
—Es más interesante saber cómo encontraron los baburitas a esa gente y cómo les pagaron; a ellos y todo lo demás —opinó—. Proporcionalmente a su tamaño, Babur no es un mundo muy rico ni muy poblado, aun considerando su falta de desarrollo industrial. Debido a la falta de amoniaco en estado líquido tiene demasiados desiertos. ¿Con qué puede pagar todo esto?
—En el pasado realizó algún que otro intercambio comercial interestelar —recordó Falkayn—. Seguramente hicieron algunos contactos… No sé. Tienes razón, resulta difícil encontrar una explicación para todo lo que han conseguido económicamente hablando.
—Es difícil encontrar cualquier tipo de explicación, maldita sea. Nunca os envié allí esperando que os veríais metidos en semejante lío. No, yo estaba seguro de que los baburitas hablarían con vosotros…; probablemente no os dirían nada, pero de todas formas hablarían. Debería ser lo más sensato desde su punto de vista: si van a enfrentarse abiertamente con el Mercado Común, no enemistarse con la Liga, o por lo menos no convertirla en otro enemigo activo, ¿no?
—Por el microscópico contacto que tuvimos con ellos daba la impresión de que parecían despreciar a la Liga. Evidentemente, saben que existen divisiones en su seno.
—¿Cómo pueden estar tan seguros de eso? ¿Sabemos nosotros los entresijos de su política? ¿Y por qué no intentar sacar provecho de nuestras divisiones? Por ejemplo, podrían conseguir que los Siete y los independientes entrasen en competencia para negociar con ellos… si tratasen a sus representantes medianamente bien.
—¿No es posible que hayáis dado con un funcionario demasiado estricto? —se preguntó Coya. Falkayn negó con la cabeza.
—Eso es difícil, por lo poco que sabemos de los baburitas no parece que estén organizados de esa forma —contestó—. No tienen una jerarquía formada por individuos ocupando cargos. En su cultura dominante, o quizá en todas, bandas completas se superponen unas a otras. Un cierto número, muchos, de seres pueden ser responsables de una fracción determinada de un trabajo y consultan con sus compañeros; un mismo ser puede estar en varios equipos diferentes.
—De esa forma hay menos contradicciones —añadió Adzel—, aunque sospecho que también sea la causa de una imaginación y capacidad de reacción ante los acontecimientos menores.
—Lo que sugiere que habían decidido de antemano que cualquier extranjero que llegase sería rápidamente metido en el congelador —dijo Chee—. Nosotros tres tuvimos tiempo de sobra para especular sobre esto.
—¿Habéis pensado que alguna compañía de los Siete posiblemente haya estado manteniendo relaciones secretas con Babur? —preguntó Coya.
—Sí —dijo Falkayn encogiéndose de hombros—. Si así fuera no es de esperar que lo hagan público, dadas las actuales circunstancias. Sería facilísimo que durante décadas hubiesen sido engañados sobre las verdaderas intenciones de la Banda Imperial.
—¿Estás seguro de eso, querido?
—Bueno, ¿qué es lo que puede haber supuesto en realidad una relación semejante? Que uno o unos cuantos agentes de esas compañías visitasen de vez en cuando una región estrictamente limitada de un planeta que tiene más de veintidós veces la superficie de la Tierra…, y además con una proporción mucho mayor de tierra seca.
—Aun así, la sección donde ha estado desarrollándose la acción significativa no tiene necesariamente por qué ser muy grande —murmuró Chee.
En ese momento se oyó el repiqueteo del teléfono.
—¡Kay-yo! De todas las esclavitudes que os habéis impuesto los humanos, ésa es con mucho la más insolente.
—Nadie sabe que estoy aquí excepto mi secretario jefe —dijo Van Rijn.
Se dirigió hacia el instrumento haciendo resonar sus pies desnudos sobre el tatami que recubría el suelo. Cuando oprimió el botón de aceptación de la llamada, su secretario anunció:
—Edward Garver desea hablar con usted, señor, personalmente. ¿Qué debo decirle?
—Lo que me gustaría que le dijera no es posible desde un punto de vista anatómico —gruñó Van Rijn—. Póngalo. Eh, vosotros tres, apartaos del radio de la pantalla, no hay necesidad de darle información gratis.
Unos hombros cuadrados, una cabeza calva y una cara de perrillo faldero cobraron repentinamente vida.
—Creo que está usted en Ronga, donde se encuentra su nave pirata —dijo sin ningún preámbulo el ministro de Seguridad del Mercado Común.
—¿Ya se lo han contado, eh? —dijo Van Rijn, tan tranquilo como el centro de un huracán.
—El día en que me enteré de que había partido di unas órdenes. —Garver se echó hacia delante como si quisiera salirse por el vidrio—. He tenido un interés especial en usted desde hace muchísimo tiempo.
Falkayn recordaba a aquel hombre…, y posiblemente Adzel le recordara aún más, pues había sido arrestado una vez después de un determinado incidente. Garver había odiado a Van Rijn desde los años en que era el jefe de policía de la Federación Lunar. Sus mandatos en el parlamento del Mercado Común habían renovado sus odios. Se trataba de una pasión extrañamente pura, porque a causa de los choques particulares que casualmente habían tenido, veía al mercader como el prototipo de todo lo que odiaba en la Liga Polesotécnica.
—Quiero saber dónde ha estado la tripulación, lo que ha hecho y por qué —dijo—. Estoy llamando personalmente, para que sepa usted que lo digo en serio.
—Adelante, y desee usted cuanto le apetezca. —Van Rijn relampagueaba—. Trágueselo. Frótese con todo la barriga. Haga pompas. Prueba sabores distintos.
Por la espalda curvó un dedo y, a su vez, Falkayn hizo un gesto a Chee y Adzel, que salieron rápidamente, mientras el hombre se quedaba junto a Coya. Sus compañeros esconderían el diario de navegación y los aparatos baburitas, a los que el inspector sanitario no había prestado una particular atención antes del descenso de la Muddlin Through, antes que llegase un grupo de investigadores a hacer un registro con una orden judicial.
Dejarían otro diario que había sido falsificado como rutinariamente se hacía siempre. Sería mejor que adoctrinase a su mujer y a su suegro con rapidez.
—… más esas tonterías —la voz de Garver era ronca—. Supongo que conoce el ataque baburita contra nuestras naves. Eso significa guerra, se lo garantizo. El Parlamento se reunirá, vía teléfono multihilo, dentro de una hora, y sé cuál será su voto.
«Yo también lo sé —pensó Falkayn con tristeza mientras Coya comenzaba a llorar en silencio—. No es que tengamos que estar quietos mientras matan a nuestros hombres. Pero tanta prisa…, bueno, las Compañías ven en Mirkheim un interés vital para ellas. Si el Mercado Común se adueña de ese planeta, será su cabeza de puente en el espacio, contra los Siete».
—Y la guerra nos purificará —decía Garver.
«Dará al gobierno los poderes sobre la libre empresa que nunca ha tenido anteriormente. Las Compañías ya no pueden ser consideradas como empresas libres, no, forman parte de la estructura de poder. Este hombre nos odia porque nunca nos hemos unido ni politiqueado con la coalición de carteles, políticos y burócratas. Para él representamos el Caos».
Garver tuvo que refrenarse para no hacer un discurso; pero continuó con una alegría férrea:
—Mientras tanto, y desde hace una hora, el Primer Ministro ha declarado el estado de emergencia. A partir de este momento todas las naves espaciales quedan bajo mi autoridad. Nosotros seremos quienes daremos las órdenes, Van Rijn, y no saldrá ninguna nave sin nuestro permiso. Le he llamado con la vaga esperanza de hacerle comprender la gravedad de la situación y lo que le sucederá si no coopera con nosotros.
—Es muy cariñoso por su parte avisarme —replicó el mercader sin mostrar emoción alguna—. ¿Tenía algo más que decirme? De acuerdo.
Apagó el instrumento, y volviéndose hacia los demás, dijo:
—No quería darle esta satisfacción. Se puso a dar saltos que hicieron retumbar el suelo al tiempo que daba puñetazos contra el aire.
—¡Schijt, pis, en bederf! —aullaba—. ¡Que Dios le mande a la caldera de satán! ¡Sus padres eran hermanos! ¡Hay que inventar alguna palabra insultante en Sajón angular solamente para describir a ese individuo! Ga-a-a-ah…
Adzel, que entraba de nuevo en la casa, dejó caer su carga para tapar las orejas de Juanita. Chee le sorteó llevando el carrete del diario buscando un buen escondite. Coya y Falkayn se abrazaron. En el exterior se escuchó una sirena, mientras dos vehículos de la Policía Central aparecían en el horizonte y describían una curva descendente para aterrizar.