Capítulo 10

Sandra Tamarin-Asmundsen estaba cazando en las colinas Arcadias cuando le llegó la noticia. Aunque se había sentido culpable por abandonar Starfall en un momento de crisis, tanto interior como en el extranjero, pues el descontento aumentaba entre la clase de los Travers, escapar durante un breve período de aquella atmósfera era como el agua de primavera descendiendo por una garganta seca.

Sus galgos la habían conducido sobre la pista de un ciánope. Sus ladridos resonaban bajo las bóvedas del bosque, una canción salvaje en la oscuridad de aquella verde catedral. Ella había salido disparada en persecución del ruido, apartando con las manos las ramas y los escasos arbustos, saltando sobre los troncos caídos, respirando aquel aire que olía a dulce, observando los altos troncos, las ramas que se arqueaban por encima de su cabeza cargadas de hojas, las irisaciones del sol entre las sombras, las alas brillantes de un nidifex, y su cuerpo se regocijó. Tras ella corrían media docena de hombres pertenecientes al servicio de su hacienda ancestral de Windy Rim. Por lo demás, toda aquella espesura salvaje era sólo de ella.

Coronó una pendiente y llegó a un prado sobre la cima de un acantilado. La luz de Maia casi cegaba reluciendo sobre la baja hierba lobulada salpicada de diminutas flores silvestres de color blanco que cubrían aquel espacio abierto. Más allá se divisaban otras colinas, una cordillera majestuosa detrás de otra, y a lo lejos el pico solitario del Cloudhelm con sus nieves ocultas por la neblina. Los perros habían acorralado al ciánope contra el borde del precipicio, pero los de aquella raza que criaban las gentes de aquella zona, pardos, acostumbrados a las batidas y de fuertes mandíbulas, eran demasiado sabios para atacar escamas grises como el hierro y unas garras como rastrillos. Pero puesto que entre todos podían derribar al gran herpetoide si se les ordenaba, éste se había alejado de ellos. Ahora, no podía retroceder más, defendía su terreno y silbaba en señal de desafío.

—¡Oh, bien! —exclamó Sandra, desenfundando el rifle y acercándose con cuidado.

Un disparo apresurado podría herir algún perro o simplemente enfurecer a la bestia, que era difícil de matar si no se colocaba una bala directamente en uno de aquellos ojos azules, de aspecto increíblemente inocente.

El teléfono portátil que llevaba en el cinturón zumbó.

Ella se detuvo en seco. El clamor de los hombres y de los perros desapareció de su conciencia. El teléfono no estaba conectado con nadie más que con el Registro Nuevo, vía satélite. Volvió a zumbar. Abrió la pequeña caja aplanada y la acercó al rostro.

—¿Sí? —contestó.

Una voz habló con prisas.

—Aquí Andrew Baird, Vuestra Gracia —era el vice-ejecutivo que había nombrado para hacerse cargo de todo durante su ausencia—. Hemos recibido un mensaje del almirante Michael. —Michael Falkayn, su segundo en el mando de la pequeña flotilla de Hermes—. Han detectado una importante flota dirigiéndose hacia aquí a hipervelocidad, aparentemente provenientes de la dirección del sol Mogul. La distancia aún es demasiado grande para nada que no sean señales de clave sencillas. Los extraños no han enviado ninguna hasta ahora, tampoco han contestado ninguna de las nuestras.

Libre del miedo que la había atenazado, Sandra habló como si fuera una máquina la que lo hacía en su lugar.

—Que todas las unidades que no estén ya en el espacio se presenten ante el Almirante. Alerta a todas las fuerzas de policía y de rescate. Mantenedme informada de los acontecimientos que vayan ocurriendo. Necesitaré… unos noventa minutos para llegar a mi vehículo y otra hora para volar hasta ahí.

Sin detenerse ni a oír su despedida, volvió a colocar el teléfono en su cinturón y dio media vuelta. Sus hombres se habían apiñado, las miradas que le dirigieron eran de preocupación. Los galgos hicieron menos ruido, como si presintiesen algo.

—Debo regresar inmediatamente —dijo ella.

Se enjuagó la boca con su cantimplora antes de lanzarse al descenso por el bosque a un paso rápido pero no forzado. Dos de los cazadores se quedaron atrás para llamar a los perros. El ciánope se les quedó mirando, sin comprender la fortuna que le había salvado.

El vuelo de Sandra, dirigido hacia el este, la llevó cerca del río Palomino, que brillaba como un sable sobre las tierras bajas. Era una de las propiedades agrarias del dominio de los Runeberg. En la estación en que se encontraba, el verde de los pastos en verano estaba desapareciendo, pero, aún desde aquella altura, los rebaños que pacían en aquella extensión eran majestuosos. Opulentos campos de cereales se mezclaban con las plantaciones de frutales y con las huertas. Las casas de las familias de Leales encargadas de las diversas secciones se alzaban presuntuosas bajo sus rojos tejados, rodeadas de jardines. A lo lejos divisó la mansión de los Runeberg. Había estado allí y recordaba bien sus habitaciones llenas de encanto, los retratos de los antepasados, la inmensidad de la tradición y las risas de los niños como una señal de que nueva vida burbujeaba constantemente bajo todas aquellas cosas.

Una momentánea melancolía la conmovió, y no era la primera vez. Si hubiera nacido entre las mil Familias que encabezaban los dominios… Su ascendencia era tan antigua como la de ellos, también sus antepasados habían estado entre los primeros pasajeros llegados de la Tierra. Casi era un accidente que los primeros Tamarin no hubieran fundado una corporación para civilizar una parte concreta de aquel mundo. A cambio, la mayoría habían sido científicos, técnicos, consultores, exploradores, profesores, aventureros.

«Es demasiado tarde para cambiar eso —pensó—. Cuando se escribió la constitución de un Hermes independiente, se especificó que los jefes del ejecutivo deberían ser de la familia Tamarin, pero que no podrían poseer ningún dominio: una gloria solitaria».

»Podría haberme negado a ser elegida —recordó ella—. ¿Por qué no lo hice? Bueno, por orgullo, y… y allí estaba Pete, mi marido, para ayudarme. Pero suponiendo que no hubiera estado…, bueno, de haberme negado me habría convertido en otro Tamarin que no es ni Gran Duque ni Gran Duquesa. Hubiera tenido que ganarme la vida lo mejor que pudiera…, para todos los efectos igual que un Travers, menos en el nombre, y, bueno, tendría derecho a voto. —Defensivamente, como si un oponente de esa clase la acusase en un debate púbico más—: ¿Y qué hay de malo en el estatus de los Travers? La palabra viene simplemente de Travailleur, “trabajador, descendiente de los últimos en llegar, un asalariado o un hombre de negocios sin filiación”.

»Podría haberme unido a una familia de los Mil casándome con uno de ellos. Eso habría sido lo mejor.

De la misma forma podría haber obtenido el grado intermedio de Leal, uniendo su sangre con otra que tuviese vinculada una herencia de forma que pudiese convertirse en socio menor de algún dominio. Pero el dirigirse con ciertas cortesías a la gente de alto rango que había sido compañera de juegos de su infancia siempre la habría hecho sentirse incómoda. Pero pertenecer a las Familias, sí —no necesariamente sedentaria en una gran hacienda, con más probabilidad en alguna otra de las actividades de una corporación: científicas, culturales, o funcionarios públicos—, sí, de esa forma podría echar raíces más hondas en su planeta y saber lo seguros que se sentirían sus hijos después.

El teléfono del vehículo proyectó la imagen de Eric.

—¡Madre! —gritó—. Te has enterado… Escucha, yo acabo de hacerlo y…

—Deja libre el circuito —le interrumpió ella—. Baird puede llamarme en cualquier momento.

Como él estaba prometido y ella deseaba tener nietos, añadió:

—Podrías asegurarte de que Lorna está en algún lugar seguro. Supongo que tú insistirás en permanecer en el Registro.

—Sí…, yo, yo estarcen la Sala Zafiro.

La imagen de su primogénito desapareció.

La velocidad hacía que el viento rugiese alrededor de la carlinga de su vehículo. Sandra se enderezó en su asiento. No tenía sentido desear ser distinta de quien era y, además, ¿lo deseaba de veras? Alguien tenía que llevar las riendas del estado, y aunque sólo fuese a causa de la experiencia, ella probablemente podía hacerlo mejor que nadie. «Aguantad —pensó—, ya voy», y envió el pensamiento por delante de ella.

Starfall apareció sobre el horizonte, oscuro al principio sobre la lámina brillante de la bahía del Amanecer; después, cuando descendió, aparecieron los edificios, las calles, los parques, los muelles, los monumentos que siempre había amado. A lo lejos se veía la Casa de la Ciudad, con la dignidad de sus ladrillos rojos; cerca se erguía la torre de la iglesia de San Carlos, el hotel Zeus dominaba el bulevar Fénix, las flores se mecían como gallardetes alrededor de la estatua de Elvander, en el parque de Riverside; en la plaza de la Constitución el tráfico era denso y las terrazas de los cafés estaban abarrotadas; llegó hasta identificar la callejuela Jackboot donde estaba la taberna del Ranger’s Roost que la había visto beber, charlar y cantar en los días de su juventud, como a tantas generaciones antes que a ella… La Colina de los Peregrinos. Un vehículo de la policía estaba suspendido sobre la Estación de Señales. Sandra envió su nombre y se dirigió al aparcamiento ducal. La idea de que todo aquello podría desaparecer con un estallido de fuego radiactivo resultaba insoportable.

La sala de las Insignias era grande y austera, adornada únicamente con las enseñas de las Familias sobre las paredes. Éstas estaban llenas de color, pero pronto se confundían unas con otras en la mente al ser mil de ellas apiñadas juntas en aquel espacio. Era el piso superior y las ventanas dejaban entrar al cielo, la luz de la larga tarde, una chispa del océano y un ornitoide aleteando por los alrededores. Sin embargo, mientras Sandra se sentaba tras su escritorio, la cámara parecía pequeña, cálida, querida.

Una pantalla de comunicación tridimensional ocupaba la mitad de la oscura pared del fondo. La escena que mostraba parecía irradiar un frío que penetraba en el tuétano de los humanos. El baburita cuya silueta representaba no parecía enano ni extravagante…, más bien la representación de algo gigantesco y triunfante. La imagen mostraba parte de un compartimento a bordo de su nave colocada en órbita sincrónica sobre la ciudad a la que enviaba un rayo compacto. Los adornos y enseres eran demasiado extraños para que ella los distinguiese bien. Detrás y alrededor de aquel ser había una penumbra rojiza en la que se agitaban unas sombras apenas visibles.

—Oídnos bien —dijo un vocalizador—. Representamos a la Banda Imperial de Sisema y a la raza unida.

—La guerra entre la Autarquía de Babur y el Mercado Común Solar es inevitable. Nuestra información nos dice que el Mercado Común intentará ocupar el Sistema Maiano. Es obvio que vuestros recursos serían de gran valor para una armada en acción muy lejos de sus bases, especialmente el planeta terrestroide Hermes. Aquí es fácil construir bases, fabricar municiones y piezas de recambio, expulsar de los sistemas de soporte vital de las naves las toxinas acumuladas, proporcionar descanso y cuidados médicos al personal. Posiblemente podrían incluso encontrarse reclutas entre la población. La Banda Imperial no puede permitirlo.

—¡Nosotros somos neutrales! —dijo Sandra juntando las manos.

Las palmas estaban húmedas y los dedos helados.

—Vuestra neutralidad no sería respetada —dijo el baburita—. Es necesario que la Banda Imperial se adelante al Mercado Común y establezca un protectorado. Escúchanos bien. Un destacamento naval, que vuestro Almirante os habrá dicho es considerablemente superior en número a vuestras fuerzas, está esperando en el límite exterior de vuestro sistema planetario. Su misión consiste en impedir que las fuerzas del Mercado Común penetren en él.

—Cooperaréis con ellos —continuó el baburita—. La mayor parte de los tripulantes respiran oxígeno y tendrán su base en Hermes. Se os garantiza que se comportarán correctamente, pero las acciones hostiles dirigidas contra ellos serán castigadas severamente. Vuestros tratos con ellos, además de con el mando baburita, los haréis a través de nuestra autoridad militar.

—Conduciros en la forma correcta y no necesitaréis temer nada. No hay ningún planeta en todo el Sistema Maiano que los baburitas pudiesen colonizar. Sus costumbres y las vuestras son tan distintas que la interferencia de unos con otros es absolutamente improbable. Deberíais temer en cambio el imperialismo del Mercado Común, contra el que seréis protegidos.

Sandra medio se incorporó.

—Pero no queremos vuestra protección… —silenció otras palabras como «sucio gusano».

—Es necesario que aceptéis —dijo aquella voz sin emociones—. La resistencia causaría bajas en la Banda Imperial, pero vosotros perderíais todas vuestras fuerzas de combate. Después Hermes quedaría expuesto a ser bombardeado desde el espacio. Piense en el bienestar de su pueblo.

Sandra cayó otra vez en su asiento.

—¿Cuándo vendríais? —preguntó.

—Avanzaremos en cuanto esta conferencia haya terminado.

—No, esperad. No comprendéis… Yo no puedo dictar órdenes a todo el mundo. No tengo poderes dictatoriales.

—Tendrás tiempo para persuadir. Las naves de la Banda Imperial lo necesitarán para desplegarse, puesto que no pueden usar hipervelocidad en las partes interiores del sistema. Cuatro estaciones de vuestro planeta os serán concedidas antes de que sean aceptadas la rendición de vuestra armada y el aterrizaje de las primeras unidades de ocupación.

Hubo más: protestas ardorosas y heladas exigencias, ruegos y negativas, un regateo de detalle tras detalle, rabia y desesperación rechazadas por una tranquila impasibilidad, pero todo fue mucho más rápido de lo que hubiese sido entre dos humanos. Sencillamente: al baburita no le preocupaban lo más mínimo cosas tales como fórmulas honoríficas para salvar apariencias, alternativas, compromisos. Si la diferencia entre las dos razas hubiese sido menos amplia posiblemente sí lo hubiera tenido en cuenta. Sandra se acordó del ciánope en el acantilado, con los perros y los cazadores ante él.

Cuando por fin la pantalla quedó en blanco, se cubrió los ojos durante un rato antes de llamar a su gabinete para que vinieran a ver la grabación de la entrevista y le dieran los consejos pertinentes.

Eric Tamarin-Asmundsen paseaba de un lado a otro en la sala de estar del apartamento de su madre. Ella había bajado las luces y dejado abierto los balcones porque era una noche muy bella; las dos lunas estaban en alto y casi llenas, el rocío brillaba entre las coronas de los árboles y sobre el césped, el fresco aire olía fuertemente a flores y se oía el canto de un tilirra. Detrás de la muralla del jardín, el modesto resplandor de la ciudad permitía ver unas cuantas torres. Las luces de los vehículos volando por encima de sus cabezas parecían luciérnagas de muchos colores.

Las botas de Eric resonaban fuertemente sobre la alfombra.

—No podemos rendirnos —dijo por doceava y frenética vez—. Seríamos esclavos para siempre.

—Nos han prometido autogobierno en cuestiones internas —le recordó Sandra desde la silla en que estaba sentada.

—¿Cuánto vale esa promesa? Ella chupó con fuerza su puro. El humo le hacía daño, había fumado demasiado en las últimas horas.

—No lo sé —admitió con un tono inexpresivo—. Aunque no puedo imaginarme qué interés podrían tener los baburitas en la política local.

—¿Es que vas a esperar con las manos cruzadas a averiguarlo?

—No podemos luchar. Michael me envió su bien pensada opinión y nuestras fuerzas son absolutamente inferiores. ¿Por qué vamos a matar y a ser matados para nada?

—Podemos organizar guerrillas.

—Pasarían todo su tiempo luchando para sobrevivir.

En aquella época, Hermes tenía un continente único, Tierra Grande, tan enorme que la mayor parte de su interior era un desierto de veranos ardientes e inviernos despiadados.

—Lo que es peor, eso sería invitarles a que tomasen represalias sobre todos los demás —continuó Sandra—. Y nunca podrían derrotar a unas tropas bien equipadas sobre el terreno y a unas naves que arrojan misiles desde sus órbitas.

—Oh, no podemos liberarnos nosotros solos —el brazo de Eric golpeaba el aire—. Pero no comprendes que si de verdad dejamos que nos pisoteen, si en realidad llegásemos a añadir nuestra nota a la de ellos y dejásemos que nuestras fábricas trabajasen para ellos… ¿qué le importaría al Mercado Común lo que nos sucediera? Podría dejarnos en manos de Babur para siempre, si llegasen a hacer un trato. Mientras que si somos sus aliados, por poco importantes que seamos… Sandra asintió, pero dijo:

—Créeme, el Consejo y yo hemos estado discutiendo sobre esto durante mucho tiempo. No me atrevo a decirle a Michael que conduzca nuestras naves hacia el exterior. Un escuadrón de los enemigos le interceptaría y habría que luchar.

Eric se detuvo en medio de una de sus idas y venidas.

—Hermes no es responsable si él y sus hombres desobedecen tus órdenes, ¿verdad? —preguntó.

Durante unos segundos, Sandra y él engarzaron sus miradas.

—El Almirante y yo nos entendemos —dijo ella por fin.

—¿Qué? —dijo Eric resplandeciendo.

—Entre nosotros no pasó ninguna frase significativa. Será mejor que no diga más, ni siquiera a ti.

—¡Tú vendrás también! —gritó él—. ¡Por la Trinidad, un gobierno en el exilio, eso es!

—Mi deber es permanecer aquí.

—No.

Sandra se derrumbó en el sillón.

—Eric querido —dijo—, estoy completamente agotada. No me des la lata. Deberías ir junto a Lorna.

Él miró a la enorme mujer que había apartado el rostro y contemplaba la noche; al cabo dijo:

—De acuerdo, entiendo. ¿Me ayudarás para que Lorna me perdone? Ella asintió fatigada.

—Esperaba que irías y no te suplicaré —dijo en voz baja—. Eres hijo mío.

—Y de mi padre.

Ella hizo un gesto negativo mientras la sombra de una sonrisa pasaba por sus labios.

—Él no se echaría hacia adelante como un valeroso guerrero. Se quedaría donde estaba y crearía problemas hasta que los baburitas llegasen a desear no haber salido nunca de su planeta.

La calma de la mujer se rompió por fin.

—¡Oh, Eric! —dejó caer su puro y se levantó con los brazos extendidos.

Se abrazaron con fuerza, ya no podían decirse nada más con palabras. Después de un cierto tiempo, él la besó y se marchó.

Eric no cogió el yate espacial ducal, sino su bote personal que apenas alcanzó a tiempo a las naves de Hermes, acelerando ya para salir del sistema. El Almirante Falkayn no le llamó a bordo del Alpha Cygni, sino que le destinó al destructor North Atlantis, lo cual resultó ser una buena idea.

Muy poco después, y como era predecible, se encontraron con las unidades de la flota de Babur que se hallaban lo bastante cerca como para interceptarlos. Aún estaban demasiado cerca del pozo gravitacional de Maia para emplear la hipervelocidad dentro de un margen de seguridad.

—Mantener constantes vuestros vectores —les ordenó el Almirante Falkayn—. No habrá más que este combate. Fuego a discreción.

El capitán del North Atlantis había tenido con Eric la cortesía de permitirle estar en el puente, siempre que el presunto heredero estuviese totalmente callado, una orden más rígida que unas cadenas. Cuando las fuerzas hostiles se fueron aproximando, Eric realizó esfuerzos para cumplir la orden.

A su alrededor, las estrellas brillaban a millares, la Vía Láctea marcaba el contorno del cielo como si fuera espuma; oscurecida por la distancia brillaba una nebulosa, que llevaba en su vientre nuevos soles y planetas, las Nubes Magallánicas y la galaxia de Andrómeda relucían misteriosas. Ésa era una parte de la realidad; la parte opuesta era la aspereza que le circundaba, el vago latido de las energías conductoras y el murmullo de los ventiladores, los hombres que manipulaban hileras de instrumentos y controles, la humedad y el olor de su propio sudor… y un susurro:

—El primer disparo ha sido suyo. Ha debido pararlo un misil del Caduceus.

Una llama ardió brevemente a lo lejos.

Las velocidades cinéticas de ambos grupos eran demasiado altas para igualarlas en el primer paso. Durante unos minutos se mezclaron, intercambiando fuego, después se alejaron demasiado para que los disparos resultasen efectivos. En el punto donde un disparo de la nave en que iba había chocado con otro de una nave enemiga, Eric vio surgir un lívido color rosa que se desplegó por el espacio. Por lo demás, las explosiones eran remotas, a cientos de kilómetros de distancia, y eran registradas como chispazos. Un rayo energético ni siquiera se registraba, aunque alcanzase el blanco.

El capitán del destructor, que permanecía sentado como si fuera una estatua, oyó cómo el oficial encargado del análisis del combate informaba con voz quebrada:

—Señor, prácticamente todos sus disparos están concentrándose en el Alpha Cygni. Deben tener la esperanza de saturar sus defensas.

—Me temía algo parecido —respondió el capitán con voz inexpresiva—. Es la única nave importante que tenemos. Los baburitas están mucho más interesados en detenerla que en parar piojos como este nuestro.

—Si acelerásemos en su dirección, señor, quizá podríamos detener algunos de los misiles que van contra ella.

—Las órdenes son que mantengamos nuestros vectores —el rostro del capitán continuó impasible, pero miró de reojo hacia Eric—. Lo importante es que algunos de nosotros escapemos.

—Sí, señor —dijo el oficial tragando saliva.

La información llegó al cabo de unos cuantos minutos. El Alpha Cygni había sido alcanzado por un proyectil con cabeza nuclear. Ya no llegaron más órdenes…, aunque sí llegaba un estallido tras otro, porque ahora las pantallas y los interceptores de la nave habían desaparecido y, mientras se alejaban, los baburitas podían reducir su casco a polvo y fragmentos.

El capitán del North Atlantis miró a Eric directamente.

—Continuemos —dijo el hijo de la Gran Duquesa ahogando un grito.

La batalla fue extinguiéndose y al poco tiempo la flotilla de Hermes se atrevió a pasar a la hipervelocidad. Los detectores decían que el enemigo no les estaba persiguiendo; habían concentrado todo su esfuerzo en la nave insignia, y eso hizo que los invasores tuvieran sus propias bajas, y que, temporalmente, fueran inferiores en fuerza. Las divisiones de su armada que se encontraban en otros puntos estaban demasiado lejos para tener esperanzas de alcanzarles. Además, combatir a una velocidad más rápida que la de la luz era muy arriesgado: había que acercarse e intentar igualar las fases, y triunfar era demasiado improbable para que intentarlo valiese la pena, sobre todo teniendo en cuenta que Hermes aún no había sido puesto bajo el yugo de los invasores.

Eric se levantó, sintiendo un dolor distinto en todos y cada uno de sus músculos.

—Sigamos hacia el Sol a la mayor velocidad posible —ordenó—. Que todos estén en sus puestos: voy a enviar un mensaje a los hombres —su sonrisa fue ácida cuando añadió—: Será mejor que les diga algo, ¿no?

De esta forma murió Michael Falkayn, el hermano mayor de David, y heredero del dominio de los Falkayn desde la muerte de su padre, hacía un par de años.